Juan Rapacioli
(Buenos Aires, Argentina, 1987) cursó sus estudios primarios y secundarios en Mar del Plata, donde empezó a escribir. En 2006 se fue a vivir a La Plata, donde pasó por la carrera de Comunicación Audiovisual en la Facultad de Bellas Artes. En 2009 publicó el libro de cuentos “La estratagema de la libélula”, donde figura el relato policial que le da nombre al libro. Es autor, además, de cuatro libros de poesía y uno de cuentos cortos sin editar. Desde 2010 trabaja en la sección Cultura de la Agencia Télam, donde ha realizado entrevistas a muchos escritores y artistas de la Argentina y del exterior. Participó en los talleres literarios de los escritores Dalmiro Sáenz y Alberto Laiseca. Escribe en el blog: El impostor inverosímil (elombligopermanente.blogspot.com.ar).
en un tren de París a Lyon
veo entre los pasajeros
a una madre y su hijo
ambos de origen africano
ella
con el pelo teñido de rojo
y pañuelo en la cabeza
se pinta los ojos
reflejándose con el celular
en modo selfie
el niño
sentado contra la ventana
juega un partido de fútbol
con un dispositivo electrónico
en un momento
la mujer se levanta
de su asiento
y se dirige al pasillo
el niño
enojado
la toma de su pierna
no la deja ir
ella le explica algo
con pocas palabras
y se va
veo al niño quedarse mirando
en dirección a donde fue su madre
sus ojos se aumentan en un blanco
que contrasta con la oscuridad del rostro
su expresión contiene un llanto de bronca
que no calma el partido de fútbol
esa espera
normal para mis ojos de extranjero
es crucial para el niño que ya no ve
su única forma concreta de seguridad
y entendimiento del mundo
ese mundo va a cambiar
el niño
como todos
no podrá retener lo inevitable
de la continuidad
el niño será joven y será hombre
ya no será la madre
el único cable a tierra
para comprender
su ubicación en el mundo
habrá mujeres
amigos
decepciones
y desafíos
pero el miedo de perder
lo que hacer ser
en un tiempo y lugar
determinado
se volverá voces que dirán
no
hasta ahí
cuidado
dedos que señalarán caminos
y juzgarán actitudes
clasificaciones para adaptarse
a un sistema de premios y castigos
que se volverá asfixiante
y engordará con la culpa occidental
dosificada en deberes
faltas y obligaciones
y el niño-hombre correrá
amará
perderá
se meterá en el ruido de la noche
la música
las pieles
y las sustancias que lo ayuden
a olvidar
su participación en el cuadro que muta
y no termina y no entiende
y en un momento
la serenidad de un río
en Lyon, Shanghai o Neuquén
lo hará vislumbrar
por un segundo
la extraña convivencia
de patos
árboles
guerras
deseos
miserias
leyes
belleza
y crueldad
todo junto
bajo una esfera de fuego
viva
que sigue alimentando
a una lejana especie
que flota en el mar
el miedo viene después
el miedo viene después
empieza con un relieve
un giro en el mapa
y
una inversión en la superficie
antes
en la edad previa
la no sucesión
el cuadro está desordenado
las piezas no son un espacio
útil
constituido
configurado
para usar con cautela
prudencia o coraje
no hay movimiento intrépido
en la niñez
no hay valentía
porque no hay miedo
el miedo viene después
llega de algún modo
representado en formas y maneras
también en personas
alguien
determinado y determinante
es la cara del miedo
la casa que no se puede visitar
el pariente que nunca aparece en la foto
el conocimiento
silencioso
de que no habrá nadie esperando
del otro lado de la puerta
eso que no queremos que pase
nos espera con una mueca siniestra
detrás de la sonrisa amable
Extrañas memorias de una noche en Berlín
¿Qué hizo la guerra con las ciudades?
No deja de sorprenderme la convivencia, histórica, entre el horror y la diversión.
Hay una estética de la tragedia. Una herida que se vuelve goce.
Estoy en un bar. Hay ruido de fondo, hay chicas y chicos alemanes tomando cerveza. Hay caras iluminadas por celulares. Hay charlas que no se oyen pero que se entienden. Aproximaciones, miradas y susurros. Todo bajo el efecto narcótico de la música electrónica. El barman me atiende, me compara con un futbolista griego, se ríe y me da una cerveza. Miro a las mujeres. Rubias en su mayoría. Esbeltas, rasgos marcados, cierta virtualidad en la mirada atrae y congela. Son las chicas rapadas de la nueva revolución industrial. Muñecas fatales que te pintan la cara con aerosol.
Graffiti de sangre en la capital del mundo.
Más tarde. Estoy re loco en una habitación de hotel. Me hundo en una cama que no para de crecer. La veo llegar desde el baño, a lo lejos. Alta, blanca y pelo rojo. Pienso en Ziggy. Me excito con la idea de cogerme a una estrella de rock. Desnuda, afeitada y goteando anfetaminas con la mirada en blanco. Me pega, me muerde y la sangre brota. Después, se abandona. Me deja hacer. Se abre. Meto un dedo, la mano, el brazo. Busco entre sus gritos. Se contrae y explota. Me mancho. Sudor, saliva, semen y, otra vez, la sangre sube.
Afuera. Camino por Kreuzberg. Bordeo el East Side Gallery. Me detengo en Checkpoint Charlie. Miro al cielo, amanece. Se viene la tormenta. Corro hacia el tren. Algunos sudafricanos me ofrecen weed, hash, coca, mdma. Fumo lo último que tengo antes de llegar a la estación. Empiezo mi viaje. Me duermo mientras Lou Reed habla de los hombres de buena fortuna y de los que no tienen nada. Me despierto, el tren se detiene. Me bajo en el Tiergarten. El parque, irregular, invita a perderse. Y me pierdo.
Escucho la voz a lo lejos, pero me doy cuenta: hermosa. Rubia, hippie, guitarra. Canta con fragilidad, se para con firmeza. Todo en ella brilla, saca luz. Canta folk suave con algo de protesta. Habla de la energía. Sonríe con seriedad y viste de verde. A su alrededor hay todo tipo de pasados. Gente en el piso, borracha. Chicas y chicos drogándose en la estación de tren. Un poco más atrás, en la autopista, un accidente. No dejan de llegar patrulleros de la policía. Hay ruido de gente, sirenas y autos. Ella canta. Tiene su grupo de apoyo. Unos hippies amables que fuman porro y bailan sus temas. Le canta al amor, por supuesto. Pasa un rapero y le grita. Se le corta la voz, deja de tocar, le contesta y sigue cantando. Se la banca, pienso. Pasa otro tipo, se le acerca y le quiere dar un beso. Ella le corre la cara, le grita, vuelve a cantar. Está agotada, pero no pierde belleza. Cada vez hay más policías, un camión de bomberos, gente con celulares. Un hombre se le aproxima lentamente, la mira con ojos desorbitados. No dice nada, pero es demasiado. Ella se saca. Sólo quiere tocar, grita. Canta más fuerte. Canta sobre la soledad, sobre lo que perdió, sobre lo que busca.
Canta sobre la libertad.
Pero no es ninguno de esos quemados quien la calla definitivamente.
Es una señora.
Una señora que la encara y le explica, con gestos, que no es momento para cantar.
Hubo un accidente.
Separación
Logré dejar de llamarla,
de enviarle mensajes de texto
y finalmente de buscarla en el chat.
Logré eso,
sencillo para convención del amor sano,
pero fue un ejercicio con desgarro implícito.
Una digestión de vidrio que hizo del silencio mi peor enemigo.
El impulso al contacto,
el deseo de comunicar
y la necesidad de compartir son cosas originarias,
nuestra herencia como especie,
me decía, todo el tiempo,
para relativizar el vidrio bajando por el estómago.
Pero el tiempo es un problema,
quizás el único,
ya que mientras más pasaba sin verla,
sin escucharla y sin sentir su presencia,
podía vislumbrar un nebuloso alivio que venía hacia mi dirección
y que trataba de esquivar con artificios que no daban resultado.
Prefería el proceso del intento y rechazo,
hasta el desgaste,
antes que una ligera calma solitaria.
Pero no.
No hay decisión.
La voluntad no alcanza.
Tampoco la vanidad del dolor.
El tiempo se pierde,
después se busca o se olvida,
y se cambia de rostro para mirar lo mismo,
sucesivamente,
con cinismo o compasión,
atravesado por la certidumbre de lo que no será.
No volverá a pasar eso que pasó,
pero todo se repite.
No hay originalidad en la tragedia de la separación.
No hay vivencia alejada del resto.
Es un tormento compartido.
Abusado por los siglos.
Una misma arcilla, incontables moldes.
Los deseos y las voluntades son ecos solitarios de un relato mayor.
Una música que no nos pertenece pero que podemos escuchar por un rato.
Eso que se construye se destruye,
tan rápido,
que sólo queda la risa de lo que no sabemos.
La risa de lo desconocido.
El regreso deforme de lo que nos sacamos de encima.
Lo que alguna vez fue deseo ahora es olvido.
Pero vuelve con otra cara.
En el rostro, irreconocible, la risa.
En la risa, nerviosa, el recuerdo de lo que no es.
La memoria, trampa perfecta, dibuja su realidad
y crea un nuevo refugio al que siempre queremos volver.
veo un pájaro volando
veo un pájaro volando
y por un momento
recuerdo que no entiendo
no puedo entender
la realidad
el pájaro está quieto
sobre una roca
mirando a su alrededor
y de pronto echa vuelo
toma lento impulso
gira sobre sí mismo
y se aleja
en círculos
el pájaro no pide ser mirado
pero ofrece un espectáculo impecable
una experiencia estética
apunta con el pico en bajada
hacia su izquierda
y traza una curva perfecta
para extender sus alas
hacia la derecha
y perderse por un costado
del lago que cruza el parque
ver el pájaro
ver su vuelo
es ver también
una representación
del tiempo
el pájaro vuela hace siglos
el vuelo es prehistórico
a su manera desafía al futuro
estimulando a la humanidad
a construir grandes máquinas
que transportan gente por el cielo
reafirmando el peso que esa palabra
vuelo
tiene para el mundo
o simplemente volando
cumpliendo su función animal
viviendo para y por su especie
ajeno a metáforas y clasificaciones
que no encuentran más que ruido
en un mundo que no habitamos
pero que nos habita
el vuelo del pájaro hace
en un momento
un quiebre en la percepción
hace incomprensible esta simultaneidad
de experiencias que nombramos realidad
hace imposible la convivencia
de tantas fuerzas
en un orden mundial
el vuelo viene a recordarnos
que este planeta sigue moviéndose
extrañamente
y que el pájaro seguirá despegando
del suelo
en acto mágico
para conocer el futuro
el vuelo del pájaro
es como la risa o el río
nos hace saber
que no sabemos nada
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