domingo, 22 de febrero de 2015

OVIDIO - PUBLIO OVIDIO NASÓN [15.022] Poeta de Italia


Ovidio

Publio Ovidio Nasón (latín: Publius Ovidius Naso; Sulmona, 20 de marzo del 43 a. C. - Tomis, actual Constanza, 17 d. C.) fue un poeta romano. Sus obras más conocidas son Arte de amar y Las metamorfosis, esta última obra en verso, recoge relatos mitológicos procedentes del mundo griego adaptados a la cultura latina de su época.

Ovidio nació el 20 de marzo del año 43 a. C. en Sulmona, como él mismo dice, en el país de los pelignos. Era caballero de rancia estirpe, de cuya antigüedad se sentía orgulloso.

El padre de Ovidio era propietario de fincas, y murió a los 90 años, poco antes que la madre. El hermano del poeta había nacido exactamente un año antes que él, y fue su compañero en los estudios que realizaba en Roma sobre retórica, en un principio para dedicarse al derecho, pero Ovidio fue dando muestras de sensibilidad poética en detrimento de la elocuencia prosaica requerida en el foro. Su padre le reprochaba inclinarse a unos estudios que no daban ningún provecho, puesto que el mismo Homero había muerto en la pobreza. Ovidio le contestaba procurando enmendarse, pero, involuntariamente, en verso:

Parce mihi, nunquam versificabo, pater! ¡Perdóname, padre!, puedo jurar / que nunca volveré a versificar.
Aunque se esforzaba por escribir en prosa por satisfacer a su padre, las palabras le venían siempre con ritmo y cadencia de verso «y era verso al final cuanto intentaba escribir»:
Quidquid tentabam dicere, versus erat
Tristia IV 10, 26).

Tuvo como maestros de elocuencia a Higino, Arelio Fusco (originario de Asia Menor) y Porcio Latrón (de Hispania). Compartió con su hermano la vida política hasta los 20 años, edad a la que éste falleció. A la muerte de su padre, Ovidio se convirtió en heredero de todas las posesiones, por lo que pudo vivir sin preocupaciones y viajar a diferentes lugares como Atenas, Asia Menor y Sicilia, donde completó sus estudios, dedicándose ya plenamente a la poesía.

A los 18 años, influido por Tibulo y Propercio, escribió el poemario Amores, libro de elegías dedicadas a una muchacha llamada Corina, que probablemente nunca existió, aunque reúne características de varios amores del poeta. Compuso también Medea, una tragedia que no se conserva, y las Heroidas o Cartas de las heroínas (Epistulae Heroidum), que presenta cartas escritas por varios personajes míticos femeninos, como Ariadna o Medea, a sus amantes. A esta obra le siguió una trilogía formada por tres poemas didácticos de tema erótico: Arte de amar (Ars Amandi o Ars Amatoria), Remedios de amor (Remedia Amoris) y Cosméticos para el rostro femenino (Medicamina faciei feminae).

Tuvo tres esposas. Con la primera se casó muy joven, pero finalmente fue tachada de nec digna nec utilis ("ni digna ni útil"), lo que hace pensar que no pertenecía a su mismo rango social y que no le dio hijos en su corto matrimonio. No se sabe a ciencia cierta a cuál de sus dos primeras esposas se refiere como natural del país de los faliscos. Su segundo matrimonio fue corto también, pero en éste tuvo una hija de la que tuvo dos nietos. Las noticias sobre su tercera esposa, Fabia, son mucho mayores. Con ella tuvo otra hija, y por ella Ovidio sintió gran cariño: fue con ella una mezcla entre padre y maestro literario.

En esta época de su vida escribió Las metamorfosis, epopeya en quince volúmenes que recoge gran parte de la mitología grecorromana, poniendo énfasis en las transformaciones sufridas por al menos uno de los personajes de cada historia, desde el origen del cosmos hasta la muerte y apoteosis del emperador Cayo Julio César. La obra, que se conserva casi íntegra, no sólo fue una gran fuente de inspiración para autores posteriores, sino que dio a los estudiosos un material único sobre mitología clásica. Otra de sus obras de madurez fue los Fastos, inconclusa, en la que Ovidio explica el origen de los nombres de los meses y las fiestas del calendario romano.

No obstante su gran fama en la época, un enfrentamiento con el emperador César Augusto en el año 8 d. C. lo llevó a un exilio obligado a Tomis (hoy la ciudad de Constanza, en la actual Rumanía), una ciudad ubicada en la costa oeste del Mar Negro, donde pasó el resto de sus días. No se sabe a ciencia cierta por qué lo exilió. Unos dicen que porque estaba presente en ceremonias de adivinación donde se hablaba del destino del emperador; otros, que por el tono erótico de sus poemas; la última explicación y tal vez la más ajustada a la realidad es que Ovidio tenía conocimiento de los devaneos amorosos de la hija del emperador, Julia. Durante este período de exilio, Ovidio escribió otras dos colecciones de poemas: Tristes y Pónticas o Cartas del Ponto.

Las llamadas Tristes comprenden cinco libros en los que Ovidio explica lo que le ha sucedido, defiende su inocencia y hace una llamada de clemencia al emperador Augusto. En las Cartas del Ponto o Pónticas se dirige a varios amigos para pedirles que aboguen por su causa ante el César.
De la época final del poeta se conservan también estas obras:

Ibis, breve poema en el que maldice a un enemigo que anteriormente había sido su amigo.
Haliéutica, poema de atribución dudosa del que se conserva solo una parte y que trata sobre la pesca.8
Los múltiples intentos del poeta para que le perdonasen la pena fueron en vano, y murió en Tomis en el año 17 d. C., a la edad de 60 años.

Obra

(En orden de publicación)
Amores
Arte de amar (Ars amandi o Ars amatoria)
Remedia amoris
Cosméticos para el rostro femenino (Medicamina faciei feminae)
Heroidas
Medea (tragedia que no se conserva)
Las metamorfosis (Metamorphoseon)
Ibis
Tristes (Tristia)
Cartas del Ponto o Pónticas (Epistulae ex Ponto)
Fastos
Haliéutica (de atribución dudosa)
Arte de amar (Ars amatoria)[editar]
Artículo principal: Ars amatoria

Las metamorfosis

Artículo principal: Las metamorfosis
El compositor inglés Benjamin Britten se inspiró en esta obra para su pieza musical para oboe solo Seis metamorfosis de Ovidio.


La muerte del papagayo
de Ovidio
Nota: 
Traducción de Miguel Antonio Caro incluída en el libro Traducciones poéticas (1889).

Canto de la florera ciega→

¡Murió mi papagayo!
Llorad, aves del cielo,
Al hijo docto y gayo
Del remoto indo suelo.
Con voces plañideras
Dadle, abatida el ala,
Vuelta en luto la gala,
Las honras postrimeras.

Grande fué, mas añeja
La causa es de tu llanto,
¡Oh Filomela! déja
De recordarla tanto.
Tus gemidos convierte
Que escucha el bosque umbrío,
Del papagayo mío
A lamentar la muerte.

Aves, cuantas la esfera
Cruzáis, llorad ahora;

Pero tú la primera,
Tórtola amante, llora:
Él en dulce recreo
Vivió siempre contigo:
No fué mejor amigo
Oreste ni Teseo.

Mas ¿qué contra la muerte
Pudo, mísero, aquella
Fidelidad valerte?
¿Qué el amor de mi bella?
Es inflexible el hado;
Llega el fatal momento,
¡Y caes, ornamento
Del ejército alado!

Con tu rosáceo pico
El múrice afrentaras;
Con tu plumaje rico
Las esmeraldas raras.
Con tu lengua el sonido
Que hubieses escuchado,
Volvíasle imitado
Engañando el oído.

Apenas un momento
Que del habla al cultivo
Negases, al sustento
Lo dabas fugitivo;

Pues era solamente
Alguna nuez tu vianda,
Y adormidera blanda,
Con agita de la fuente.

De la paz bendecida
Dulce amador parlero,
Te arrebató la vida
Tiro de Envidia artero.
¡Y estos así perecen,
Mientras las pendencieras
Codornices en fieras
Batallas envejecen!

¡Y, nuncio de aguacero,
Vive el grajo; el milano,
Que amenazante y fiero
Gira en el éter vano;
El buitre, que de presa
En pos hambriento vaga;
Y la corneja aciaga
Siglos morir ve ilesa!

Que es ley indeficiente
En toda la natura,
Que acabe lo excelente
Mientras lo inútil dura.
Burlón Tersites mira
Rota la hueste aquea;
Y Paris lozanea
Mientras Héctor espira.

Lleváronse los vientos
Los votos de mi amada;
Sus votos, sus lamentos,
De muerte al ver postrada
Al ave peregrina
Que con voz lastimera
Habló por vez postrera
Diciendo: "¡Adiós, Corina!"

En el Elíseo existe
Opaco un bosque: el suelo
De hierba y flores viste
Inmortal arroyuelo.
Ni á pájaros da entrada
O inmundos ó inclementes,
Que es de aves inocentes
Pacífica morada.

Allí en concordia suma,
Fénices vividores,
Cisnes de blanca pluma:
El pavón sus colores
Despliega campeando,
Y la paloma tierna
Sus ósculos alterna
Con el arrullo blando.

Entre ellos recibido
El papagayo ahora,
Empieza agradecido
A hablar de su señora;


Y el vulgo circunstante,
Atónito ó atento,
Oye su claro acento
Al nuestro semejante.

Su cuerpo ya reposa
Inanimado y leve;
Le cubre exigua losa,
Es su epitafio breve:
"Del reino de la Aurora
Vine, asombro á la gente;
Más que ave fuí elocuente:[1]
Corina fiel me llora."

1.-Plus ave docta loqui.



Las metamorfosis
Libro I
de Ovidio

Invocación

Me lleva el ánimo a decir las mutadas formas a nuevos cuerpos: dioses, estas empresas mías -pues vosotros los mutasteis- aspirad, y, desde el primer origen del cosmo hasta mis tiempos, perpetuo desarrollad mi poema.


El origen del mundo 

     Antes del mar y de las tierras y, el que lo cubre todo, el cielo, 
 uno solo era de la naturaleza el rostro en todo el orbe,
 al que dijeron Caos, ruda y desordenada mole
 y no otra cosa sino peso inerte, y, acumuladas en él,
 unas discordes simientes de cosas no bien unidas.
 Ningún Titán todavía al mundo ofrecía luces, 
 ni nuevos, en creciendo, reiteraba sus cuernos Febe,
 ni en su circunfuso aire estaba suspendida la tierra,
 por los pesos equilibrada suyos, ni sus brazos por el largo
 margen de las tierras había extendido Anfitrite,
 y por donde había tierra, allí también ponto y aire: 
 así, era inestable la tierra, innadable la onda,
 de luz carente el aire: ninguno su forma mantenía,
 y estorbaba a los otros cada uno, porque en un cuerpo solo
 lo frío pugnaba con lo caliente, lo humedecido con lo seco,
 lo mullido con lo duro, lo sin peso con lo que tenía peso. 
     Tal lid un dios y una mejor naturaleza dirimió,
 pues del cielo las tierras, y de las tierras escindió las ondas,
 y el fluente cielo segregó del aire espeso.
 Estas cosas, después de que las separó y eximió de su ciega acumulación,
 disociadas por lugares, con una concorde paz las ligó. 
 La fuerza ígnea y sin peso del convexo cielo
 rieló y un lugar se hizo en el supremo recinto.
 Próximo está el aire a ella en levedad y en lugar.
 Más densa que ellos, la tierra, los elementos grandes arrastró
 y presa fue de la gravedad suya; el circunfluente humor 
 lo último poseyó y contuvo al sólido orbe.
     Así cuando dispuesta estuvo, quien quiera que fuera aquel, de los dioses,
 esta acumulación sajó, y sajada en miembros la rehizo.
 En el principio a la tierra, para que no desigual por ninguna
 parte fuera, en forma la aglomeró de gran orbe; 
 entonces a los estrechos difundirse, y que por arrebatadores vientos se entumecieran
 ordenó y que de la rodeada tierra circundaran los litorales.
 Añadió también fontanas y pantanos inmensos y lagos,
 y las corrientes declinantes ciñó de oblicuas riberas,
 las cuales, diversas por sus lugares, en parte son sorbidas por ella, 
 al mar arriban en parte, y en tal llano recibidas
 de más libre agua, en vez de riberas, sus litorales baten.
 Ordenó también que se extendieran los llanos, que se sumieran los valles,
 que de fronda se cubrieran las espesuras, lapídeos que se elevaran los montes.
 Y, como dos por la derecha y otras tantas por su siniestra 
 parte, el cielo cortan unas fajas -la quinta es más ardiente que aquéllas-,
 igualmente la carga en él incluida la distinguió con el número mismo
 el cuidado del dios, y otras tantas llagas en la tierra se marcan.
 De las cuales la que en medio está no es habitable por el calor.
 Nieve cubre, alta, a dos; otras tantas entre ambas colocó 
 y templanza les dio, mezclada con el frío la llama.
 Domina sobre ellas el aire, el cual, en cuanto es, que el peso de la tierra,
su peso, que el del agua, más ligero, en tanto es más pesado que el fuego.
 Allí también las nieblas, allí aposentarse las nubes
ordenó, y los que habrían de conmover, los truenos, las humanas mentes, 
 y con los rayos, hacedores de relámpagos, los vientos.
 A ellos también no por todas partes el artífice del mundo que tuvieran
 el aire les permitió. Apenas ahora se les puede impedir a ellos,
 cuando cada uno gobierna sus soplos por diverso trecho,
 que destrocen el cosmos: tan grande es la discordia de los hermanos. 
 El Euro a la Aurora y a los nabateos reinos se retiró,
 y a Persia, y a las cimas sometidas a los rayos matutinos.
 El Anochecer y los litorales que con el caduco sol se templan,
 próximos están al Céfiro; Escitia y los Siete Triones
 horrendo los invadió el Bóreas. La contraria tierra 
 con nubes asiduas y lluvia la humedece el Austro.
 De ello encima impuso, fluido y de gravedad carente,
 el éter, y que nada de la terrena hez tiene.
     Apenas así con lindes había cercado todo ciertas,
 cuando, las que presa mucho tiempo habían sido de una calina ciega, 
 las estrellas empezaron a hervir por todo el cielo,
 y para que región no hubiera ninguna de sus vivientes huérfana,
 los astros poseen el celeste suelo, y con ellos las formas de los dioses;
 cedieron para ser habitadas a los nítidos peces las ondas,
 la tierra a las fieras acogió, a los voladores el agitable aire. 
     Más santo que ellos un viviente, y de una mente alta más capaz,
 faltaba todavía, y que dominar en los demás pudiera:
 nacido el hombre fue, sea que a él con divina simiente lo hizo
 aquel artesano de las cosas, de un mundo mejor el origen,
 sea que reciente la tierra, y apartada poco antes del alto 
 éter, retenía simientes de su pariente el cielo;
 a ella, el linaje de Jápeto, mezclada con pluviales ondas,
 la modeló en la efigie de los que gobiernan todo, los dioses,
 y aunque inclinados contemplen los demás vivientes la tierra,
 una boca sublime al hombre dio y el cielo ver 
 le ordenó y a las estrellas levantar erguido su semblante.
 Así, la que poco antes había sido ruda y sin imagen, la tierra
 se vistió de las desconocidas figuras, transformada, de los hombres.




Las edades del hombre 

     Áurea la primera edad engendrada fue, que sin defensor ninguno,
 por sí misma, sin ley, la confianza y lo recto honraba. 
 Castigo y miedo no habían, ni palabras amenazantes en el fijado
 bronce se leían, ni la suplicante multitud temía
 la boca del juez suyo, sino que estaban sin defensor seguros.
 Todavía, cortado de sus montes para visitar el extranjero
 orbe, a las fluentes ondas el pino no había descendido, 
 y ningunos los mortales, excepto sus litorales, conocían.
 Todavía vertiginosas no ceñían a las fortalezas sus fosas.
 No la tuba de derecho bronce, no de bronce curvado los cuernos,
 no las gáleas, no la espada existía. Sin uso de soldado
 sus blandos ocios seguras pasaban las gentes. 
 Ella misma también, inmune, y de rastrillo intacta, y de ningunas
 rejas herida, por sí lo daba todo la tierra,
 y, contentándose con unos alimentos sin que nadie los obligara creados,
 las crías del madroño y las montanas fresas recogían,
 y cornejos, y en los duros zarzales prendidas las moras 
 y, las que se habían desprendido del anchuroso árbol de Júpiter, bellotas.
 Una primavera era eterna, y plácidos con sus cálidas brisas
 acariciaban los céfiros, nacidas sin semilla, a las flores.
 Pronto, incluso, frutos la tierra no arada llevaba,
 y no renovado el campo canecía de grávidas aristas. 
 Corrientes ya de leche, ya corrientes de néctar pasaban,
 y flavas desde la verde encina goteaban las mieles.
     Después de que, Saturno a los tenebrosos Tártaros enviado,
 bajo Júpiter el cosmos estaba, apareció la plateada prole,
 que el oro inferior, más preciosa que el bermejo bronce. 
 Júpiter contrajo los tiempos de la antigua primavera
 y a través de inviernos y veranos y desiguales otoños
 y una breve primavera, por cuatro espacios condujo el año.
 Entonces por primera vez con secos hervores el aire quemado
 se encandeció, y por los vientos el hielo rígido quedó suspendido. 
 Entonces por primera vez entraron en casas, casas las cavernas fueron,
 y los densos arbustos, y atadas con corteza varas.
 Simientes entonces por primera vez, de Ceres, en largos surcos
 sepultadas fueron, y hundidos por el yugo gimieron los novillos.
 Tercera tras aquella sucedió la broncínea prole, 
 más salvaje de ingenios y a las hórridas armas más pronta,
 no criminal, aun así; es la última de duro hierro.
 En seguida irrumpió a ese tiempo, de vena peor,
 toda impiedad: huyeron el pudor y la verdad y la confianza,
 en cuyo lugar aparecieron los fraudes y los engaños 
 y las insidias y la fuerza y el amor criminal de poseer.
 Velas daba a los vientos, y todavía bien no los conocía
 el marinero, y las que largo tiempo se habían alzado en los montes altos
 en oleajes desconocidos cabriolaron, las quillas,
 y común antes, cual las luces del sol y las auras, 
 el suelo, cauto lo señaló con larga linde el medidor.
 Y no sólo sembrados y sus alimentos debidos se demandaba
 al rico suelo, sino que se entró hasta las entrañas de la tierra,
 y las que ella había reservado y apartado junto a las estigias sombras,
 se excavan esas riquezas, aguijadas de desgracias. 
 Y ya el dañino hierro, y que el hierro más dañino el oro
 había brotado: brota la guerra que lucha por ambos,
 y con su sanguínea mano golpea crepitantes armas.
 Se vive al asalto: no el huésped de su huésped está a salvo,
 no el suegro de su yerno, de los hermanos también la gracia rara es. 
 Acecha para la perdición el hombre de su esposa, ella del marido,
 cetrinos acónitos mezclan terribles madrastras,
 el hijo antes de su día inquiere en los años del padre.
 Vencida yace la piedad, y la Virgen, de matanza mojadas,
 la última de los celestes, la Astrea, las tierras abandona. 




La Gigantomaquia 

     Y para que no estuviera que las tierras más seguro el arduo éter,
 que aspiraron dicen al reino celeste los Gigantes,
 y que acumulados levantaron hacia las altas estrellas sus montes.
 Entonces el padre omnipotente enviándoles un rayo resquebrajó
 el Olimpo y sacudió el Pelión del Osa, a él sometido; 
 sepultados por la mole suya, al quedar sus cuerpos siniestros yacentes,
 regada de la mucha sangre de sus hijos dicen
 que la Tierra se impregnó, y que ese caliente crúor alentó,
 y para que de su estirpe todo recuerdo no desapareciera,
 que a una faz los tornó de hombres. Pero también aquel ramo 
 despreciador de los altísimos y salvaje y avidísimo de matanza
 y violento fue: bien sabrías que de sangre habían nacido.




El concilio de los dioses. I 

     Lo cual el padre cuando vio, el Saturnio, en su supremo recinto,
 gime hondo, y, todavía no divulgados por recién cometidos,
 los impuros banquetes recordando de la mesa de Licaón, 
 ingentes en su ánimo y dignas de Júpiter concibió unas iras,
 y el consejo convoca; no retuvo demora ninguna a los convocados.
 Hay una vía sublime, manifiesta en el cielo sereno:
 Láctea de nombre tiene, por su candor mismo notable.
 Por ella el camino es de los altísimos hacia los techos del gran Tonante 
 y su real casa: a derecha e izquierda los atrios
 de los dioses nobles van concurriéndose por sus compuertas abiertas,
 la plebe habita otros, por sus lugares opuestos: en esta parte los poderosos
 celestiales y preclaros pusieron sus penates.
 Éste lugar es, al que, si a las palabras la audacia se diera, 
 yo no temería haber llamado los Palacios del gran cielo.
     Así pues, cuando los altísimos se sentaron en su marmóreo receso,
 más excelso él por su lugar, y apoyado en su cetro marfileño,
 terrorífica, de su cabeza sacudió tres y cuatro veces
 la cabellera, con la que la tierra, el mar, las estrellas mueve; 
 de tales modos después su boca indignada libera:
 «No yo por el gobierno del cosmos más ansioso en aquella
 ocasión estuve, en la que cada uno se disponía a lanzar,
 de los angüípedes, sus cien brazos contra el cautivo cielo,
 pues aunque fiero el enemigo era, aun así, aquélla de un solo 
 cuerpo y de un solo origen pendía, aquella guerra;
 ahora yo, por doquiera Nereo rodeándolo hace resonar todo el orbe,
 al género mortal de perder he: por las corrientes juro
 infernales, que bajo las tierras se deslizan a la estigia floresta,
 que todo antes se ha intentado, pero un incurable cuerpo 
 a espada se ha de sajar, por que la parte limpia no arrastre.
 Tengo semidioses, tengo, rústicos númenes, Ninfas
 y Faunos y Sátiros y montañeses Silvanos,
 a los cuales, puesto que del cielo todavía no dignamos con el honor,
 las que les dimos ciertamente, las tierras, habitar permitamos. 
 ¿O acaso, oh altísimos, que bastante seguros estarán ellos creéis,
 cuando contra mí, que el rayo, que a vosotros os tengo y gobierno,
 ha levantado sus insidias, conocido por su fiereza, Licaón?».
     Murmuraron todos, y con afán ardido al que osó
 tal reclaman: así, cuando una mano impía se ensañó 
 con la sangre de César para extinguir de Roma el nombre,
 atónito por el gran terror de esta súbita ruina
 el humano género queda y todo se horrorizó el orbe,
 y no para ti menos grata la piedad, Augusto, de los tuyos es
 que fue aquélla para Júpiter. El cual, después de que con la voz y la mano 
 los murmullos reprimió, guardaron silencios todos.
 Cuando se detuvo el clamor, hundido del peso del soberano,
 Júpiter de nuevo con este discurso los silencios rompió:



Licaón 

     «Él, ciertamente, sus castigos -el cuidado ese perded- ha cumplido.
 Mas qué lo cometido, cuál sea su satisfacción, os haré saber. 
 Había alcanzado la infamia de ese tiempo nuestros oídos;
 deseándola falsa desciendo del supremo Olimpo
 y, dios bajo humana imagen, lustro las tierras.
 Larga demora es de cuánto mal se hallaba por todos lados
 enumerar: menor fue la propia infamia que la verdad. 
 El Ménalo había atravesado, por sus guaridas horrendo de fieras,
 y con Cilene los pinares del helado Liceo:
 del Árcade a partir de ahí en las sedes, y en los inhóspitos techos del tirano
 penetro, cuando traían los tardíos crepúsculos la noche.
 Señales di de que había llegado un dios y el pueblo a suplicar 
 había empezado: se burla primero de esos piadosos votos Licaón,
 luego dice: «Comprobaré si dios éste o si sea mortal
 con una distinción abierta, y no será dudable la verdad».
 De noche, pesado por el sueño, con una inopinada muerte a perderme
 se dispone: tal comprobación a él le place de la verdad. 
 Y no se contenta con ello: de un enviado de la nación
 molosa, de un rehén, su garganta a punta tajó
 y, así, semimuertos, parte en hirvientes aguas
 sus miembros ablanda, parte los tuesta, sometiéndolos a fuego.
 Lo cual una vez impuso a las mesas, yo con mi justiciera llama 
 sobre unos penates dignos de su dueño torné sus techos.
 Aterrado él huye y alcanzando los silencios del campo
 aúlla y en vano hablar intenta; de sí mismo
 recaba su boca la rabia, y el deseo de su acostumbrada matanza
 usa contra los ganados, y ahora también en la sangre se goza. 
 En vellos se vuelven sus ropas, en patas sus brazos:
 se hace lobo y conserva las huellas de su vieja forma.
 La canicie la misma es, la misma la violencia de su rostro,
 los mismos ojos lucen, la misma de la fiereza la imagen es.
 Cayó una sola casa, pero no una casa sola de perecer 
 digna fue. Por doquiera la tierra se expande, fiera reina la Erinis.
 Para el delito que se han conjurado creerías; cumplan rápido todos,
 los que merecieron padecer, así consta mi sentencia, sus castigos».




El concilio de los dioses. II 

     Las palabras de Júpiter parte con su voz, murmurando, aprueban e incitamentos
 añaden. Otros sus partes con asentimientos cumplen. 
 Es, aun así, la perdición del humano género causa de dolor
 para todos, y cuál habrá de ser de la tierra la forma,
 de los mortales huérfana, preguntan, quién habrá de llevar a sus aras
 inciensos, y si a las fieras, para que las pillen, se dispone a entregar las tierras.
 A los que tal preguntaban -puesto que él se preocuparía de lo demás- 
 el rey de los altísimos turbarse prohíbe, y un brote al anterior
 pueblo desemejante promete, de origen maravilloso.


El diluvio 

     Y ya iba sobre todas las tierras a esparcir sus rayos;
 pero temió que acaso el sagrado éter por causa de tantos fuegos
 no concibiera llamas, y que el lejano eje ardiera. 
 Que está también en los hados, recuerda, que llegará un tiempo
 en el que el mar, en el que la tierra y arrebatados los palacios del cielo
 ardan y del mundo la mole, afanosa, sufra.
 Esas armas vuelven a su sitio, por manos fabricadas de los Cíclopes:
 un castigo place inverso, al género mortal bajo las ondas 
 perder, y borrascas lanzar desde todo el cielo.
     En seguida al Aquilón encierra en las eolias cavernas,
 y a cuantos soplos ahuyentan congregadas a las nubes,
 y suelta al Noto: con sus mojadas alas el Noto vuela,
 su terrible rostro cubierto de una bruma como la pez: 
 la barba pesada de borrascas, fluye agua de sus canos cabellos,
 en su frente se asientan nieblas, roran sus alas y senos.
 Y cuando con su mano, a lo ancho suspendidas, las nubes apretó,
 se hace un fragor: entonces densas se derraman desde el éter las borrascas.
 La mensajera de Juno, de variados colores vestida, 
 concibe, Iris, aguas, y alimentos a las nubes allega:
 póstranse los sembrados, y llorados por los colonos
 sus votos yacen, y perece el trabajo frustrado de un largo año.
 Y no al cielo suyo se limitó de Júpiter la ira, sino que a él
 su azul hermano le ayuda con auxiliares ondas. 
 Convoca éste a los caudales. Los cuales, después de que en los techos
 de su tirano entraron: «Una arenga larga ahora de usar»,
 dice, «no he: las fuerzas derramad vuestras.
 Así menester es. Abrid vuestras casas y, la mole apartada,
 a las corrientes vuestras todas soltad las riendas». 
 Había ordenado; ellos regresan, y de sus fontanas las bocas relajan,
 y en desenfrenada carrera ruedan a las superficies.
 Él mismo con el tridente suyo la tierra golpeó, mas ella
 tembló y con su movimiento vías franqueó de aguas.
 Desorbitadas se lanzan por los abiertos campos las corrientes 
 y, con los sembrados, arbustos al propio tiempo y rebaños y hombres
 y techos, y con sus penetrales arrebatan sus sacramentos.
 Si alguna casa quedó y pudo resistir a tan gran
 mal no desplomada, la cúpula, aun así, más alta de ella,
 la onda la cubre, y hundidas se esconden bajo el abismo sus torres. 
 Y ya el mar y la tierra ninguna distinción tenían:
 todas las cosas ponto eran, faltaban incluso litorales al ponto.
 Ocupa éste un collado, en una barca se sienta otro combada
 y lleva los remos allí donde hace poco arara
 Aquél sobre los sembrados o las cúpulas de una sumergida villa 
 navega, éste un pez sorprende en lo alto de un olmo;
 se clava en un verde prado, si la suerte lo deja, el ancla,
 o, a ellas sometidos, curvas quillas trillan viñedos,
 y por donde hace poco, gráciles, grama arrancaban las cabritas,
 ahora allí deformes ponen sus cuerpos las focas. 
 Admiran bajo el agua florestas y ciudades y casas
 las Nereides, y las espesuras las poseen los delfines y entre sus altas
 ramas corren y zarandeando sus troncos las baten.
 Nada el lobo entre las ovejas, bermejos leones lleva la onda,
 la onda lleva tigres, y ni sus fuerzas de rayo al jabalí, 
 ni sus patas veloces, arrebatado, sirven al ciervo,
 y buscadas largo tiempo tierras donde posarse pudiera,
 al mar, fatigadas sus alas, el pájaro errante ha caído.
 Había sepultado túmulos la inmensa licencia del ponto,
 y batían las montanas cumbres unos nuevos oleajes. 
 La mayor parte por la onda fue arrebatada: a los que la onda perdonó,
 largos ayunos los doman, por causa del indigente sustento.



Deucalión y Pirra 

     Separa la Fócide los aonios de los eteos campos,
 tierra feraz mientras tierra fue, pero en el tiempo aquel
 parte del mar y ancha llanura de súbitas aguas. 
 Un monte allí busca arduo los astros con sus dos vértices,
 por nombre el Parnaso, y superan sus cumbres las nubes.
 Aquí cuando Deucalión -pues lo demás lo había cubierto la superficie-
 con la consorte de su lecho, en una pequeña balsa llevado, se aferró,
 a las corícidas ninfas y a los númenes del monte oran 
 y a la fatídica Temis, que entonces esos oráculos tenía:
 no que él mejor ninguno, ni más amante de lo justo,
 hombre hubo, o que ella más temerosa ninguna de los dioses.
 Júpiter, cuando de fluentes lagos que estaba empantanado el orbe,
 y que quedaba un hombre de tantos miles hacía poco, uno, 
 y que quedaba, ve, de tantas miles hacía poco, una,
 inocuos ambos, cultivadores de la divinidad ambos,
 las nubes desgarró y, habiéndose las borrascas con el aquilón alejado,
 al cielo las tierras mostró, y el éter a las tierras.
 Tampoco del mar la ira permanece y, dejada su tricúspide arma, 
 calma las aguas el regidor del piélago, y al que sobre el profundo
 emerge y sus hombros con su innato múrice cubre,
 al azul Tritón llama, y en su concha sonante
 soplar le ordena, y los oleajes y las corrientes ya
 revocar, su señal dando: su hueca bocina toma él, 
 tórcil, que en ancho crece desde su remolino inferior,
 bocina, la cual, en medio del ponto cuando concibió aire,
 los litorales con su voz llena, que bajo uno y otro Febo yacen.
 Entonces también, cuando ella la boca del dios, por su húmeda barba rorante,
 tocó, y cantó henchida las ordenadas retretas, 
 por todas las ondas oída fue de la tierra y de la superficie,
 y por las que olas fue oída, contuvo a todas.
 Ya el mar litoral tiene, plenos acoge el álveo a sus caudales,
 las corrientes se asientan y los collados salir parecen.
 Surge la tierra, crecen los lugares al decrecer las ondas, 
 y, después de día largo, sus desnudadas copas las espesuras
 muestran y limo retienen que en su fronda ha quedado.
     Había retornado el orbe; el cual, después de que lo vio vacío,
 y que desoladas las tierras hacían hondos silencios,
 Deucalión con lágrimas brotadas así a Pirra se dirige:
 «Oh hermana, oh esposa, oh hembra sola sobreviviente,
 a la que a mí una común estirpe y un origen de primos,
 después un lecho unió, ahora nuestros propios peligros unen,
 de las tierras cuantas ven el ocaso y el orto
 nosotros dos la multitud somos: posee lo demás el ponto. 
 Esta tampoco todavía de la vida nuestra es garantía
 cierta bastante; aterran todavía ahora nublados nuestra mente.
 ¿Cuál si sin mí de los hados arrebatada hubieras sido
 ahora tu ánimo, triste de ti, sería? ¿De qué modo sola
 el temor soportar podrías? ¿Con consuelo de quién te dolerías? 
 Porque yo, créeme, si a ti también el ponto te tuviera,
 te seguiría, esposa, y a mí también el ponto me tendría.
 Oh, ojalá pudiera yo los pueblos restituir con las paternas
 artes, y alientos infundir a la conformada tierra.
 Ahora el género mortal resta en nosotros dos 
 -así pareció a los altísimos- y de los hombres como ejemplos quedamos».
 Había dicho, y lloraban; decidieron al celeste numen
 suplicar y auxilio por medio buscar de las sagradas venturas.
 Ninguna demora hay: acuden a la par a las cefísidas ondas,
 como todavía no líquidas, así ya sus vados conocidos cortando. 
 De allí, cuando licores de él tomados rociaron
 sobre sus ropas y cabeza, doblan sus pasos hacia el santuario
 de la sagrada diosa, cuyas cúspides de indecente
 musgo palidecían, y se alzaban sin fuegos sus aras.
 Cuando del templo tocaron los peldaños se postró cada uno 
 inclinado al suelo, y atemorizado besó la helada roca,
 y así: «Si con sus plegarias justas», dijeron, «los númenes vencidos
 se enternecen, si se doblega la ira de los dioses,
 di, Temis, por qué arte la merma del género nuestro
 reparable es, y presta ayuda, clementísima, a estos sumergidos estados». 
 Conmovida la diosa fue y su ventura dio: «Retiraos del templo
 y velaos la cabeza, y soltaos vuestros ceñidos vestidos,
 y los huesos tras vuestra espalda arrojad de vuestra gran madre».
     Quedaron suspendidos largo tiempo, y rompió los silencios con su voz
 Pirra primera, y los mandatos de la diosa obedecer rehúsa, 
 y tanto que la perdone con aterrada boca ruega, como se aterra
 de herir, arrojando sus huesos, las maternas sombras.
 Entre tanto repasan, por sus ciegas latencias oscuras,
 las palabras de la dada ventura, y para entre sí les dan vueltas.
 Tras ello el Prometida a la Epimetida con plácidas palabras 
 calma, y: «O falaz», dice, «es mi astucia para nosotros,
 o -píos son y a ninguna abominación los oráculos persuaden-
 esa gran madre la tierra es: piedras en el cuerpo de la tierra
 a los huesos calculo que se llama; arrojarlas tras nuestra espalda se nos ordena».
     De su esposo por el augurio aunque la Titania se conmovió, 
 su esperanza, aun así, en duda está: hasta tal punto ambos desconfían
 de las celestes admoniciones. Pero, ¿qué intentarlo dañará?
 Se retiran y velan su cabeza y las túnicas se desciñen,
 y las ordenadas piedras tras sus plantas envían.
 Las rocas -¿quién lo creería, si no estuviera por testigo la antigüedad?- 
 a dejar su dureza comenzaron, y su rigor
 a mullir, y con el tiempo, mullidas, a tomar forma.
 Luego, cuando crecieron y una naturaleza más tierna
 les alcanzó, como sí semejante, del mismo modo manifiesta parecer no puede
 la forma de un humano, sino, como de mármol comenzada, 
 no terminada lo bastante, a las rudas estatuas muy semejante era.
 La parte aun así de ellas que húmeda de algún jugo
 y terrosa era, vuelta fue en uso de cuerpo.
 Lo que sólido es y doblarse no puede, se muta en huesos,
 la que ahora poco vena fue, bajo el mismo nombre quedó; 
 y en breve espacio, por el numen de los altísimos, las rocas
 enviadas por las manos del hombre la faz tomaron de hombres,
 y del femenino lanzamiento restituida fue la mujer.
 De ahí que un género duro somos y avezado en sufrimientos
 y pruebas damos del origen de que hemos nacido. 
     A los demás seres la tierra con diversas formas
 por sí misma los parió después de que el viejo humor por el fuego
 se caldeó del sol, y el cieno y los húmedos charcos
 se entumecieron por su hervor, y las fecundas simientes de las cosas,
 por el vivaz suelo nutridas, como de una madre en la matriz 
 crecieron y faz alguna cobraron con el pasar del tiempo.
 Así, cuando abandonó mojados los campos el séptuple fluir
 del Nilo, y a su antiguo seno hizo volver sus corrientes,
 y merced a la etérea estrella, reciente, ardió hasta secarse el limo,
 muchos seres sus cultivadores al volver los terrones 
 encuentran y entre ellos a algunos apenas comenzados, en el propio
 espacio de su nacimiento, algunos inacabados y truncos
 los ven de sus proporciones, y en el mismo cuerpo a menudo
 una parte vive, es la parte otra ruda tierra.
 Porque es que cuando una templanza han tomado el humor y el calor, 
 conciben, y de ellos dos se originan todas las cosas
 y, aunque sea el fuego para el agua pugnaz, el vapor húmedo todas
 las cosas crea, y la discorde concordia para las crías apta es.
 Así pues, cuando del diluvio reciente la tierra enlodada
 con los soles etéreos se encandeció y con su alto hervor, 
 dio a luz innumerables especies y en parte sus figuras
 les devolvió antiguas, en parte nuevos prodigios creó.




La sierpe Pitón 

     Ella ciertamente no lo querría, pero a ti también, máximo Pitón,
 entonces te engendró, y de los pueblos nuevos, desconocida sierpe,
 el terror eras: tan grande espacio de un monte ocupabas. 
 A él el dios señor del arco, y que nunca tales armas
 antes sino en los gamos y corzas fugaces había usado,
 hundido por mil disparos, exhausta casi su aljaba,
 lo perdió, derramándose por sus heridas negras su veneno.
 Y para que de esa obra la fama no pudiera destruir la antigüedad, 
 instituyó, sagrados, de reiterado certamen, unos juegos,
 Pitios con el nombre de la domada serpiente llamados.
 Ése de los jóvenes quien con su mano, sus pies o a rueda
 venciera, de fronda de encina cobraba un galardón
 Todavía laurel no había y, hermosas con su largo pelo, 
 sus sienes ceñía de cualquier árbol Febo.




Apolo y Dafne

     El primer amor de Febo: Dafne la Peneia, el cual no
 el azar ignorante se lo dio, sino la salvaje ira de Cupido.
 El Delio a él hacía poco, por su vencida sierpe soberbio,
 le había visto doblando los cuernos al tensarle el nervio, 
 y: «¿Qué tienes tú que ver, travieso niño, con las fuertes armas?»,
 había dicho; «ellas son cargamentos decorosos para los hombros nuestros,
 que darlas certeras a una fiera, dar heridas podemos al enemigo,
 que, al que ahora poco con su calamitoso vientre tantas yugadas hundía,
 hemos derribado, de innumerables saetas henchido, a Pitón. 
 Tú con tu antorcha no sé qué amores conténtate
 con irritar, y las alabanzas no reclames nuestras».
 El hijo a él de Venus: «Atraviese el tuyo todo, Febo,
 a ti mi arco», dice, «y en cuanto los seres ceden
 todos al dios, en tanto menor es tu gloria a la nuestra». 
 Dijo, y rasgando el aire a golpes de sus alas,
 diligente, en el sombreado recinto del Parnaso se posó,
 y de su saetífera aljaba aprestó dos dardos
 de opuestas obras: ahuyenta éste, causa aquél el amor.
 El que lo causa de oro es y en su cúspide fulge aguda. 
 El que lo ahuyenta obtuso es y tiene bajo la caña plomo.
 Éste el dios en la ninfa Peneide clavó, mas con aquél
 hirió de Apolo, pasados a través sus huesos, las médulas.
 En seguida el uno ama, huye la otra del nombre de un amante,
 de las guaridas de las espesuras, y de los despojos de las cautivas 
 fieras gozando, y émula de la innupta Febe.
 Con una cinta sujetaba, sueltos sin ley, sus cabellos.
 Muchos la pretendieron; ella, evitando a los pretendientes,
 sin soportar ni conocer varón, bosques inaccesibles lustra
 y de qué sea el Himeneo, qué el amor, qué el matrimonio, no cura. 
 A menudo su padre le dijo: «Un yerno, hija, me debes».
 A menudo su padre le dijo: «Me debes, niña, unos nietos».
 Ella, que como un crimen odiaba las antorchas conyugales,
 su bello rostro teñía de un verecundo rubor
 y de su padre en el cuello prendiéndose con tiernos brazos: 
 «Concédeme, genitor queridísimo» le dijo, «de una perpetua
 virginidad disfrutar: lo concedió su padre antes a Diana».
 Él, ciertamente, obedece; pero a ti el decor este, lo que deseas
 que sea, prohíbe, y con tu voto tu hermosura pugna.
 Febo ama, y al verla desea las nupcias de Dafne, 
 y lo que desea espera, y sus propios oráculos a él le engañan;
 y como las leves pajas sahúman, despojadas de sus aristas,
 como con las antorchas los cercados arden, las que acaso un caminante
 o demasiado les acercó o ya a la luz abandonó,
 así el dios en llamas se vuelve, así en su pecho todo 
 él se abrasa y estéril, en esperando, nutre un amor.
 Contempla no ornados de su cuello pender los cabellos
 y «¿Qué si se los arreglara?», dice. Ve de fuego rielantes,
 a estrellas parecidos sus ojos, ve sus labios, que no
 es con haber visto bastante. Alaba sus dedos y manos 
 y brazos, y desnudos en más de media parte sus hombros:
 lo que oculto está, mejor lo supone. Huye más veloz que el aura
 ella, leve, y no a estas palabras del que la revoca se detiene:
     «¡Ninfa, te lo ruego, del Peneo, espera! No te sigue un enemigo;
 ¡ninfa, espera! Así la cordera del lobo, así la cierva del león, 
 así del águila con ala temblorosa huyen las palomas,
 de los enemigos cada uno suyos; el amor es para mí la causa de seguirte.
 Triste de mí, no de bruces te caigas o indignas de ser heridas
 tus piernas señalen las zarzas, y sea yo para ti causa de dolor.
 Ásperos, por los que te apresuras, los lugares son: más despacio te lo ruego 
 corre y tu fuga modera, que más despacio te persiga yo.
 A quién complaces pregunta, aun así; no un paisano del monte,
 no yo soy un pastor, no aquí ganados y rebaños,
 hórrido, vigilo. No sabes, temeraria, no sabes
 de quién huyes y por eso huyes. A mí la délfica tierra, 
 y Claros, y Ténedos, y los palacios de Pátara me sirven;
 Júpiter es mi padre. Por mí lo que será, y ha sido,
 y es se manifiesta; por mí concuerdan las canciones con los nervios.
 Certera, realmente, la nuestra es; que la nuestra, con todo, una saeta
 más certera hay, la que en mi vacío pecho estas heridas hizo. 
 Hallazgo la medicina mío es, y auxiliador por el orbe
 se me llama, y el poder de las hierbas sometido está a nos:
 ay de mí, que por ningunas hierbas el amor es sanable,
 y no sirven a su dueño las artes que sirven a todos».
     Del que más iba a hablar con tímida carrera la Peneia 
 huye, y con él mismo sus palabras inconclusas deja atrás,
 entonces también pareciendo hermosa; desnudaban su cuerpo los vientos,
 y las brisas a su encuentro hacían vibrar sus ropas, contrarias a ellas,
 y leve el aura atrás daba, empujándolos, sus cabellos,
 y acrecióse su hermosura con la huida. Pero entonces no soporta más 
 perder sus ternuras el joven dios y, como aconsejaba
 el propio amor, a tendido paso sigue sus plantas.
 Como el perro en un vacío campo cuando una liebre, el galgo,
 ve, y éste su presa con los pies busca, aquélla su salvación:
 el uno, como que está al cogerla, ya, ya tenerla 
 espera, y con su extendido morro roza sus plantas;
 la otra en la ignorancia está de si ha sido apresada, y de los propios
 mordiscos se arranca y la boca que le toca atrás deja:
 así el dios y la virgen; es él por la esperanza raudo, ella por el temor.
 Aun así el que persigue, por las alas ayudado del amor, 
 más veloz es, y el descanso niega, y la espalda de la fugitiva
 acecha, y sobre su pelo, esparcido por su cuello, alienta.
 Sus fuerzas ya consumidas palideció ella y, vencida
 por la fatiga de la rápida huida, contemplando las peneidas ondas:
 «Préstame, padre», dice, «ayuda; si las corrientes numen tenéis, 
 por la que demasiado he complacido, mutándola pierde mi figura».
 Apenas la plegaria acabó un entumecimiento pesado ocupa su organismo,
 se ciñe de una tenue corteza su blando tórax,
 en fronda sus pelos, en ramas sus brazos crecen,
 el pie, hace poco tan veloz, con morosas raíces se prende, 
 su cara copa posee: permanece su nitor solo en ella.
 A ésta también Febo la ama, y puesta en su madero su diestra
 siente todavía trepidar bajo la nueva corteza su pecho,
 y estrechando con sus brazos esas ramas, como a miembros,
 besos da al leño; rehúye, aun así, sus besos el leño. 
 Al cual el dios: «Mas puesto que esposa mía no puedes ser,
 el árbol serás, ciertamente», dijo, «mío. Siempre te tendrán
 a ti mi pelo, a ti mis cítaras, a ti, laurel, nuestras aljabas.
 Tú a los generales lacios asistirás cuando su alegre voz
 el triunfo cante, y divisen los Capitolios las largas pompas. 
 En las jambas augustas tú misma, fidelísisma guardiana,
 ante sus puertas te apostarás, y la encina central guardarás,
 y como mi cabeza es juvenil por sus intonsos cabellos,
 tú también perpetuos siempre lleva de la fronda los honores».
 Había acabado Peán: con sus recién hechas ramas la láurea 
 asiente y, como una cabeza, pareció agitar su copa.




Júpiter e Ío. I 

     Hay un bosque en la Hemonia al que por todos lados cierra, acantilada,
 una espesura: le llaman Tempe. Por ellos el Peneo, desde el profundo
 Pindo derramándose, merced a sus espumosas ondas, rueda,
 y en su caer pesado nubes que agitan tenues 
 humos congrega, y sobre sus supremas espesuras con su aspersión
 llueve, y con su sonar más que a la vecindad fatiga.
 Ésta la casa, ésta la sede, éstos son los penetrales del gran
 caudal; en ellos aposentado, en su caverna hecha de escollos,
 a sus ondas leyes daba, y a las ninfas que honran sus ondas. 
 Se reúnen allá las paisanas corrientes primero,
 ignorando si deben felicitar o consolar al padre:
 rico en álamos el Esperquío y el irrequieto Enipeo
 y el Apídano viejo y el lene Anfriso y el Eante,
 y pronto los caudales otros que, por donde los llevara su ímpetu a ellos, 
 hacia el mar abajan, cansadas de su errar, sus ondas.
     El Ínaco solo falta y, en su profunda caverna recóndito,
 con sus llantos aumenta sus aguas y a su hija, tristísimo, a Ío,
 plañe como perdida; no sabe si de vida goza
 o si está entre los manes, pero a la que no encuentra en ningún sitio 
 estar cree en ningún sitio y en su ánimo lo peor teme.
     La había visto, de la paterna corriente regresando, Júpiter
 a ella y: «Oh virgen de Júpiter digna y que feliz con tu
 lecho ignoro a quién has de hacer, busca», le había dicho, «las sombras
 de esos altos bosques», y de los bosques le había mostrado las sombras,
 «mientras hace calor y en medio el sol está, altísimo, de su orbe,
 que si sola temes en las guaridas entrar de las fieras,
 segura con la protección de un dios, de los bosques el secreto alcanzarás,
 y no de la plebe un dios, sino el que los celestes cetros
 en mi magna mano sostengo, pero el que los errantes rayos lanzo: 
 no me huye», pues huía. Ya los pastos de Lerna,
 y, sembrados de árboles, de Lirceo había dejado atrás los campos,
 cuando el dios, produciendo una calina, las anchas tierras
 ocultó, y detuvo su fuga, y le arrebató su pudor.
 Entre tanto Juno abajo miró en medio de los campos 
 y de que la faz de la noche hubieran causado unas nieblas voladoras
 en el esplendor del día admirada, no que de una corriente ellas
 fueran, ni sintió que de la humedecida tierra fueran despedidas,
 y su esposo dónde esté busca en derredor, como la que
 ya conociera, sorprendido tantas veces, los hurtos de su marido. 
 Al cual, después de que en el cielo no halló: «O yo me engaño
 o se me ofende», dice, y deslizándose del éter supremo
 se posó en las tierras y a las nieblas retirarse ordenó.
 De su esposa la llegada había presentido, y en una lustrosa
 novilla la apariencia de la Ináquida había mutado él 
 -de res también hermosa es-: la belleza la Saturnia de la vaca
 aunque contrariada aprueba, y de quién, y de dónde, o de qué manada
 era, de la verdad como desconocedora, no deja de preguntar.
 Júpiter de la tierra engendrada la miente, para que su autor
 deje de averiguar: la pide a ella la Saturnia de regalo. 
 ¿Qué iba a hacer? Cruel cosa adjudicarle sus amores,
 no dárselos sospechoso es: el pudor es quien persuade de aquello,
 de esto disuade el amor. Vencido el pudor habría sido por el amor,
 pero si el leve regalo, a su compañera de linaje y de lecho,
 de una vaca le negara, pudiera no una vaca parecer. 
 Su rival ya regalada no en seguida se despojó la divina
 de todo miedo, y temió de Júpiter, y estuvo ansiosa de su hurto
 hasta que al Arestórida para ser custodiada la entregó, a Argos.



Argos 

     De cien luces ceñida su cabeza Argos tenía,
 de donde por sus turnos tomaban, de dos en dos, descanso, 
 los demás vigilaban y en posta se mantenían.
 Como quiera que se apostara miraba hacia Ío:
 ante sus ojos a Ío, aun vuelto de espaldas, tenía.
 A la luz la deja pacer; cuando el sol bajo la tierra alta está,
 la encierra, y circunda de cadenas, indigno, su cuello. 
 De frondas de árbol y de amarga hierba se apacienta,
 y, en vez de en un lecho, en una tierra que no siempre grama tiene
 se recuesta la infeliz y limosas corrientes bebe.
 Ella, incluso, suplicante a Argos cuando sus brazos quisiera
 tender, no tuvo qué brazos tendiera a Argos, 
 e intentando quejarse, mugidos salían de su boca,
 y se llenó de temor de esos sonidos y de su propia voz aterróse.
     Llegó también a las riberas donde jugar a menudo solía,
 del Ínaco a las riberas, y cuando contempló en su onda
 sus nuevos cuernos, se llenó de temor y de sí misma enloquecida huyó. 
 Las náyades ignoran, ignora también Ínaco mismo
 quién es; mas ella a su padre sigue y sigue a sus hermanas
 y se deja tocar y a sus admiraciones se ofrece.
 Por él arrancadas el más anciano le había acercado, Ínaco, hierbas:
 ella sus manos lame y da besos de su padre a las palmas 
 y no retiene las lágrimas y, si sólo las palabras le obedecieran,
 le rogara auxilio y el nombre suyo y sus casos le dijera.
 Su letra, en vez de palabras, que su pie en el polvo trazó,
 de indicio amargo de su cuerpo mutado actuó.
 «Triste de mí», exclama el padre Ínaco, y en los cuernos 
 de la que gemía, y colgándose en la cerviz de la nívea novilla:
 «Triste de mí», reitera; «¿Tú eres, buscada por todas
 las tierras, mi hija? Tú no encontrada que hallada
 un luto eras más leve. Callas y mutuas a las nuestras
 palabras no respondes, sólo suspiros sacas de tu alto 
 pecho y, lo que solo puedes, a mis palabras remuges.
 Mas a ti yo, sin saber, tálamos y teas te preparaba
 y esperanza tuve de un yerno la primera, la segunda de nietos.
 De la grey ahora tú un marido, y de la grey hijo has de tener.
 Y concluir no puedo yo con mi muerte tan grandes dolores, 
 sino que mal me hace ser dios, y cerrada la puerta de la muerte
 nuestros lutos extiende a una eterna edad».
 Mientras de tal se afligía, lo aparta el constelado Argos
 y, arrancada a su padre, a lejanos pastos a su hija
 arrastra; él mismo, lejos, de un monte la sublime cima 
 ocupa, desde donde sentado otea hacia todas partes.
     Tampoco de los altísimos el regidor los males tan grandes de la Forónide
 más tiempo soportar puede y a su hijo llama, al que la lúcida Pléyade
 de su vientre había parido, y que a la muerte dé, le impera, a Argos.
 Pequeña la demora es la de las alas para sus pies, y la vara somnífera 
 para su potente mano tomar, y el cobertor para sus cabellos.
 Ello cuando dispuso, de Júpiter el nacido desde el paterno recinto
 salta a las tierras. Allí, tanto su cobertor se quitó
 como depuso sus alas, de modo que sólo la vara retuvo:
 con ella lleva, como un pastor, por desviados campos unas cabritas 
 que mientras venía había reunido, y con unas ensambladas avenas canta.
 Por esa voz nueva, y cautivado el guardián de Juno por su arte:
 «Mas tú, quien quiera que eres, podrías conmigo sentarte en esta roca»,
 Argos dice, «pues tampoco para el rebaño más fecunda en ningún
 lugar hierba hay, y apta ves para los pastores esta sombra». 
 Se sienta el Atlantíada, y al que se marchaba, de muchas cosas hablando
 detuvo con su discurso, al día, y cantando con sus unidas
 cañas vencer sus vigilantes luces intenta.
 Él, aun así, pugna por vencer sobre los blandos sueños
 y aunque el sopor en parte de sus ojos se ha alojado, 
 en parte, aun así, vigila; pregunta también, pues descubierta
 la flauta hacía poco había sido, en razón de qué fue descubierta.





Pan y Siringe

     Entonces el dios: «De la Arcadia en los helados montes», dice,
 «entre las hamadríadas muy célebre, las Nonacrinas,
 náyade una hubo; las ninfas Siringe la llamaban. 
 No una vez, no ya a los sátiros había burlado ella, que la seguían,
 sino a cuantos dioses la sombreada espesura y el feraz
 campo hospeda; a la Ortigia en sus aficiones y con su propia virginidad
 honraba, a la diosa; según el rito también ceñida de Diana,
 engañaría y podría creérsela la Latonia, si no 
 de cuerno el arco de ésta, si no fuera áureo el de aquélla;
 así también engañaba. Volviendo ella del collado Liceo,
 Pan la ve, y de pino agudo ceñido en su cabeza
 tales palabras refiere...». Restaba sus palabras referir,
 y que despreciadas sus súplicas había huido por lo intransitable la ninfa, 
 hasta que del arenoso Ladón al plácido caudal
 llegó: que aquí ella, su carrera al impedirle sus ondas,
 que la mutaran a sus líquidas hermanas les había rogado,
 y que Pan, cuando presa de él ya a Siringa creía,
 en vez del cuerpo de la ninfa, cálamos sostenía lacustres, 
 y, mientras allí suspira, que movidos dentro de la caña los vientos
 efectuaron un sonido tenue y semejante al de quien se lamenta;
 que por esa nueva arte y de su voz por la dulzura el dios cautivado:
 «Este coloquio a mí contigo», había dicho, «me quedará»,
 y que así, los desparejos cálamos con la trabazón de la cera 
 entre sí unidos, el nombre retuvieron de la muchacha.




Júpiter e Ío. II

     Tales cosas cuando iba a decir ve el Cilenio que todos
 los ojos se habían postrado, y cubiertas sus luces por el sueño.
 Apaga al instante su voz y afirma su sopor,
 sus lánguidas luces acariciando con la ungüentada vara. 
 Y, sin demora, con su falcada espada mientras cabeceaba le hiere
 por donde al cuello es confín la cabeza, y de su roca, cruento,
 abajo lo lanza, y mancha con su sangre la acantilada peña.
 Argos, yaces, y la que para tantas luces luz tenías
 extinguido se ha, y cien ojos una noche ocupa sola. 
 Los recoge, y del ave suya la Saturnia en sus plumas
 los coloca, y de gemas consteladas su cola llena.
     En seguida se inflamó y los tiempos de su ira no difirió
 y, horrenda, ante los ojos y el ánimo de su rival argólica
 le echó a la Erinis, y aguijadas en su pecho ciegas 
 escondió, y prófuga por todo el orbe la aterró.
 Último restabas, Nilo, a su inmensa labor;
 a él, en cuanto lo alcanzó y, puestas en el margen de su ribera
 sus rodillas, se postró, y alzada ella de levantar el cuello,
 elevando a las estrellas los semblantes que sólo pudo, 
 con su gemido, y lágrimas, y luctuoso mugido
 con Júpiter pareció quejarse, y el final rogar de sus males.
 De su esposa él estrechando el cuello con sus brazos,
 que concluya sus castigos de una vez le ruega y: «Para el futuro
 deja tus miedos», dice; «nunca para ti causa de dolor 
 ella será», y a las estigias lagunas ordena que esto oigan.
 Cuando aplacado la diosa se hubo, sus rasgos cobra ella anteriores
 y se hace lo que antes fue: huyen del cuerpo las cerdas,
 los cuernos decrecen, se hace de su luz más estrecho el orbe,
 se contrae su comisura, vuelven sus hombros y manos, 
 y su pezuña, disipada, se subsume en cinco uñas:
 de la res nada queda a su figura, salvo el blancor en ella,
 y al servicio de sus dos pies la ninfa limitándose
 se yergue, y teme hablar, no a la manera de la novilla
 muja, y tímidamente las palabras interrumpidas reintenta. 
     Ahora como diosa la honra, celebradísima, la multitud vestida de lino.
 Ahora que Épafo generado fue de la simiente del gran Júpiter por fin
 se cree, y por las ciudades, juntos a los de su madre,
 templos posee.



Faetón. I 

 Tuvo éste en ánimos un igual, y en años,
 del Sol engendrado, Faetón; al cual, un día, que grandes cosas decía 
 y que ante él no cedía, de que fuera Febo su padre soberbio,
 no lo soportó el Ináquida y «A tu madre», dice, «todo como demente
 crees y estás henchido de la imagen de un genitor falso».
 Enrojeció Faetón y su ira por el pudor reprimió,
 y llevó a su madre Clímene los insultos de Épafo, 
 y «Para que más te duelas, mi genetriz», dice, «yo, ese libre,
 ese fiero me callé. Me avergüenza que estos oprobios a nos
 sí decirse han podido, y no se han podido desmentir.
 Mas tú, si es que he sido de celeste estirpe creado,
 dame una señal de tan gran linaje y reclámame al cielo». 
     Dijo y enredó sus brazos en el materno cuello,
 y por la suya y la cabeza de Mérope y las teas de sus hermanas,
 que le trasmitiera a él, le rogó, signos de su verdadero padre.
 Ambiguo si Clímene por las súplicas de Faetón o por la ira
 movida más del crimen dicho contra ella, ambos brazos al cielo 
 extendió y mirando hacia las luces del Sol:
 «Por el resplandor este», dice, «de sus rayos coruscos insigne,
 hijo, a ti te juro, que nos oye y que nos ve,
 que de éste tú, al que tú miras, de éste tú, que templa el orbe,
 del Sol, has sido engendrado. Si mentiras digo, niéguese él a ser visto 
 de mí y sea para los ojos nuestros la luz esta la postrera.
 Y no larga labor es para ti conocer los patrios penates.
 De donde él se levanta la casa es confín a la tierra nuestra:
 si es que te lleva tu ánimo, camina y averígualo de él mismo».
     Brinca al instante, contento después de tales 
 palabras de la madre suya, Faetón, y concibe éter en su mente,
 y por los etíopes suyos y, puestos bajo los fuegos estelares,
 por los indos atraviesa, y de su padre acude diligente a los ortos.





Amores
Libro I
de Ovidio

OVIDIO, LOS AMORES

Traducción de Germán Salinas

(en: Líricos y elegíacos latinos, Madrid, Librería de Perlado, Páez y Cía, 1913-1914)


LIBRO PRIMERO


EPIGRAMA <DE ÉL MISMO>

Nosotros, que éramos antes cinco libros de Ovidio Nasón, ahora somos tres. El autor de la obra así lo dispuso. Si no experimentas ningún placer con nuestra lectura, a lo menos aliviará tu fastidio la supresión de dos libros.


I

Yo me disponía a cantar en tono elevado las armas y las sangrientas batallas, materia conveniente a mis versos, el primero de la misma medida que el segundo; Cupido, según dicen, se echó a reír, y arrebató al último uno de los pies. Niño cruel, ¿quién te dió tal derecho sobre mis cantos? Los vates somos esclavos de las Musas, y no tuyos. ¿Qué diríamos si Venus tomase la armadura de la rubia Minerva, y ésta agitase las encendidas antorchas? ¿Quién vería sin extrañeza reinar a Ceres en los montuosos bosques, y que los campos se cultivasen bajo las leyes de la virgen de la aljaba? ¿Quién armará, de aguda lanza a Febo, insigne por su cabellera, mientras Marte pulse la lira de Aonia? ¡Oh niño!, ya es demasiado grande y poderoso tu imperio. ¿Por qué aspira tu ambición a nuevos dominios? ¿Acaso porque reinas en los ámbitos del mundo, y son tuyos el Tempe y el Helicón, pretendes que Apolo pierda también su lira? Así que en la nueva página estampé el primer verso grandilocuente, se me aproximó el Amor y debilitó todos mis bríos. No me ofrecen asuntos de poemas ligeros ni un mancebo, ni una hermosa doncella de largos cabellos. Apenas hube pronunciado estas quejas, Cupido, soltando de repente la aljaba, saca la flecha aguzada que ha de herirme, encorva brioso el arco con la rodilla, y exclama: «Ahí tienes, poeta, el asunto que debes cantar.» ¡Desgraciado de mí!, aquel muchacho estuvo certero al herir: me abraso, y el amor reina en mi pecho, antes vacío. Comience mi obra en versos de seis compases, seguidos de otros de cinco, ¡y adiós sangrientas guerras y metros en que sois cantadas! ¡Oh Musa!, ciñe tus áureas sienes con el mirto resplandeciente: sólo tienes que modular once pies en cada dos versos.

II

¿En qué consiste que la cama me parece tan dura, la cubierta se cae de mi lecho, y he pasado esta larguísima noche sin conciliar el sueño, y aun me duelen los cansados miembros, que se revolvían faltos de sosiego? Si el amor viniese a inquietarme, creo que lo reconocería. ¿Acaso viene, y su astucia me atormenta con secretas emboscadas? Así era en verdad; sus leves saetas se clavaron en mi corazón, y riguroso tiraniza el pecho que acaba de someter. ¿Cederemos, o con la resistencia encenderemos más la súbita llama? Cedamos; siempre es ligera la carga que se sabe soportar. Yo vi crecer el fuego encendido al removerse los tizones, y apagarse cuando nadie los agitaba. A los bueyes que se rebelan, oprimidos por la. dureza del yugo, se les castiga mucho más que a los que soportan el peso del arado. Dómase el potro rebelde con el freno de dientes de lobo, y el que corre brioso al combate tiene que sentir menos su dureza. El amor se encona más cruel y despótico contra quien le resiste que con quien se reduce a tolerar su servidumbre. ¡Ah!, lo reconozco, soy tu nueva presa, Cupido, y alargo las vencidas manos, prontas a obedecerte. No se trata de guerrear: te pido la paz y el perdón; poca alabanza te reportaría, vencer. con tus armas a un hombre desarmado. Corona tus cabellos de mirto, apareja las palomas de tu madre, y el mismo Marte te proporcionará el carro conveniente; tú, montado en él, y en medio de las aclamaciones que publiquen tus hazañas, regirás con destreza las aves que lo conducen; formarán tu séquito los jóvenes subyugados y las cautivas doncellas, y su pompa será para ti un magnífico triunfo. Yo mismo, que soy tu última presa, caminaré mostrando mi herida reciente, y, esclavo tuyo, arrastraré mi nueva cadena. Con las manos atadas a la espalda, seguirán tus vuelos la buena conciencia, el pudor y cuanto se atreve a luchar con tu poderío. Todos te temerán, el pueblo extenderá hacia ti los brazos, gritará en alto clamoreo : «¡Vítor, triunfo!» Al lado, te acompañarán la molicie, la ilusión y la furia, cortejo que sigue asiduamente tus pasos. Con tales soldados dominas a los hombres y los dioses; si te privases de su auxilio, quedarías desnudo. Tu madre, orgullosa, aplaudirá al triunfador desde el alto Olimpo, y esparcirá sobre su rostro una lluvia de flores. Con las alas ornadas de piedras preciosas, lo mismo que la cabellera, volarás resplandeciente en el carro de áureas ruedas, y entonces, si te conocemos bien, abrasarás a no pocos en tu fuego, produciendo tu carrera innumerables heridas. Aunque lo intentes, no podrán reposar tus saetas; tu férvida llama abrasa hasta en el fondo del agua vecina. Así aparecía Baco, al someter las tierras que baña el Ganges: tú, conducido por las aves; él, por los tigres. Puesto que yo, tengo que formar parte de tu sacro triunfo, no vayas a perder los despojos de tu victoria sobre mí. Contempla las armas vencedoras de tu pariente César; protege a los vencidos con la misma mano que acaba de someterlos.

III

Mis preces son justas: la linda joven que me fascinó, o me ame, o consiga que yo la ame siempre. - Ah!, pedí demasiado: con que consienta ser amada, habrá oído Citerea todos mis ruegos. Acoge benévola al que te ha de servir mientras aliente con vida, y escucha las protestas del que sabrá guardarte fidelidad inquebrantable. Si los nombres ilustres de mis antepasados no me recomiendan; si un simple caballero es el autor de mis días; si no labran mis tierras innumerables arados, y mi padre y mi madre vivieron con sobria economía, que me abonen Apolo, las nueve hermanas y el numen plantador de las viñas, el amor que me entrega a tu poder, mi constancia, que ninguna abatirá, y mis puras costumbres, mi ingenua sencillez y el pudor que colorea mi rostro. No me placen mil jóvenes a la vez; no soy mudable en amar, y, puedes creerme, tú sola serás el norte de mi perenne inclinación. Así merezca vivir contigo los años que me hilen las Parcas, y morir antes que profieras una sola queja contra mí. Sé tú el tema dichoso de mis cantos, y éstos surgirán dignos del objeto que los inspira. A los cantos debe la celebridad Ío, aterrada por sus cuernos; Leda, seducida por el adúltero Jove, bajo la figura de un cisne, y Europa, que atravesó el mar sobre las espaldas de un toro engañoso, sujetando los cuernos retorcidos con sus virginales manos. Nosotros asimismo seremos celebrados por todo el orbe, y nuestros nombres irán siempre inseparablemente unidos.

IV

Tu esposo debe asistir al mismo banquete que nosotros. ¡Ojalá sea ésta la última cena de su vida! ¿Conque podré contemplar a mi dulce tormento sólo como convidado, y otro tendrá el derecho de acariciarlo? ¿Darás calor a su seno reclinada junto a él, y cuando quiera te echará las manos al cuello? Cese de admirarte que, en el festín de sus bodas, la hermosa Hipodamia impulsara al combate a los furiosos Centauros. Yo no habito, como ellos, las selvas, ni mis miembros se adhieren a los de un caballo, y apenas me parece posible dejar de poner sobre ti las manos. Oye, no obstante, lo que has de procurar, y no permitas que mis palabras se las lleve el Euro o el templado Noto. Preséntate antes que tu marido; no sé lo que podremos hacer si vienes primero; sin embargo, ven antes. Cuando se recline en el lecho, acuéstate a su lado con aire modesto, y ocultamente roza mi pie. Mírame, observa mis gestos y lo que te dice mi rostro; recoge mis furtivas señas, y contéstalas de igual modo. Sin hablar, expresaré mis pensamientos con el gesto, y leerás palabras en mis movibles dedos y en las gotas de vino que vierta sobre la mesa. Si asalta tu memoria el recuerdo de nuestros placeres, toca con la extremidad del pulgar tus purpúreas mejillas; si tienes que echarme a la callada alguna reprimenda, acaricia con suavidad el borde de tu oreja, y si te complacen mis dichos y acciones, luz de mis ojos, haz girar buen rato los anillos de tus dedos. Extiende la mano en la mesa como el sacrificador en el ara, y desea a tu marido todos los males que en justicia merece. Ordénale que beba el vino que mezcla para ti, y en voz baja pide al esclavo el que deseas. Yo tomaré antes que nadie la copa que devuelvas, y beberé en ella por la misma parte que hayas bebido. Si acaso te ofrece algún manjar que él gustase primero, recházalo, porque lo ha tocado su boca. No consientas que ligue sus brazos a tu cuello, ni reclines tu linda cabeza sobre su helado cuerpo; no le dejes que introduzca la mano en tu seno turgente, y, sobre todo, evita darle ningún beso, pues si se lo das, me declararé a voces tu amante, gritando: «¡Esos besos son míos!», y extenderé hacia ti los brazos. Esto al menos lo veré; mas lo que cela el cobertor de la cama, eso es lo que teme la ceguedad de mi pasión. Que no se atraviese su pierna con la tuya, ni se choquen vuestras rodillas, ni tus pies delicados tropiecen con sus pies de gañán. ¡Ay, desgraciado!, temo muchas cosas, porque las hizo mi insolencia, y me atormenta el miedo de mi propia conducta. ¡Cuántas veces mi voluptuosidad y la de mi prenda supieron encontrar bajo el vestido dulcísimos entretenimientos! Tú no hagas cosa semejante, y para disipar mis sospechas, aligérate del manto que envuelve tu cuerpo. Insta a tu marido a que beba sin cesar, mas no acompañes tus ruegos con los besos; mientras bebe, echa furtivamente vino en la copa, y cuando caiga amodorrado por el vino y la embriaguez, tomaremos consejo del lugar y la ocasión. Al levantarte, dispuesta a volver a casa, nos levantaremos todos; apresúrate a mezclarte entre el bullicio de la turba, que allí me encontrarás o te encontraré yo, y entonces pálpame con tu fina mano cuanto puedas. ¡Ay infeliz!, mis advertencias sólo aprovechan pocas horas; la noche me obliga a separarme de mi dueño; por la noche su marido la tendrá encerrada, y yo triste y anegado en lágrimas, sólo osaré seguirla hasta la puerta cruel. Ya te llenará de besos, ya no se satisfará con ellos solamente; los favores que me concedes en secreto te los exigirá como débito; no se los concedas sin pesar (esto puedes hacerlo), como si cedieses a la violencia: enmudezcan tus caricias, y que Venus se goce en atormentarle. Si mis votos y deseos algo valen, no experimentará ningún placer; si nada valen, al menos no lo experimentes tú; mas sea cualquiera el proceder que adoptes durante la noche, a la mañana siguiente júrame, que nada le has concedido.

V

Era el estío; el día brillaba en la mitad de su carrera, y me tendí en el lecho buscando reposar de mis fatigas. La ventana de mi dormitorio, medio abierta, dejaba penetrar una claridad semejante a la que reina en las opacas selvas, o como luce el crepúsculo cuando Febo desaparece del cielo, o la noche ha transcurrido sin presentarse el sol todavía; luz tenue que conviene a las muchachas, pudorosas, cuya timidez busca los sitios retirados. De pronto llega Corina con la, túnica suelta, cubriendo con sus cabellos por ambos lados la marmórea garganta, cual se dice que la hermosa Semíramis se acercaba al tálamo nupcial, y Lais acogía a sus innumerables pretendientes. Le quité la túnica, cuya transparencia apenas ocultaba ninguno de sus encantos; pero ella pugnó por conservarla, aunque con la flojedad de la que ansía la victoria, y se aviene de buen grado a caer vencida. Así que apareció a mis ojos enteramente desnuda, confieso que no vi en todo su cuerpo el más mínimo lunar. ¡Qué espalda!, ¡qué brazos pude ver y tocar!, ¡qué lindos pechos oprimieron con avidez mis manos! Bajo su seno delicioso, ¡qué vientre tan recogido!, ¡qué talle tan arrogante y esbelto!, ¡qué pierna tan juvenil y bien formada! ¿A qué particularizar sus atractivos? Cuanto vi en ella merecía fervorosas alabanzas, y oprimí contra el mío su desnudo cuerpo. ¿Quién no adivina lo demás? Por fin, agotados, nos entregamos los dos al descanso. ¡Ay!, ojalá consiga saborear muchos mediodías semejantes.

VI

Portero amarrado, ¡oh indignidad!, a la dura cadena, haz girar sobre sus quicios esa puerta tan difícil de abrir. Te pido poca cosa, entreábrela solamente, y por su media abertura penetraré de lado. Un amor constante adelgazó mi cuerpo y redujo el peso de mis miembros de tal suerte, que les permite pasar cualquiera estrechez. Él me enseñó a caminar sin ruido a través de los guardianes, y dirige mis pasos sin que nadie me ofenda. En otro tiempo me infundían pavor la noche y sus vanos fantasmas, y me maravillaba que alguien tuviese arresto para vagar en las tinieblas. Al oírme Cupido con su tierna madre, se puso a reír, y en tenue voz me dijo: «Tú también llegarás a ser bravo.» El Amor vino sin tardanza, y ya no temí las sombras veladoras de la noche, ni las manos resueltas a darme muerte. Sólo temo tu excesiva lentitud, sólo quiero ablandar tu crueldad, y sólo tú vibras el rayo que puede aniquilarme. Mira y, levantando la inhumana barrera que me detiene, verás cómo la puerta está humedecida con mis lágrimas. Sabes que digo la verdad: en el momento que los azotes iban a caer sobre tu desnuda espalda, viéndote lleno de temor, intercedí con tu dueño; y las súplicas que tanto valieron otros días en tu favor, ¡oh crueldad!, ¿no tendrán hoy en el mío ninguna eficacia? Paga los servicios que te presté; debes ser agradecido. Como lo deseas, las horas de la noche vuelan; corre el cerrojo del postigo, córrelo presto; así quedes por siempre libre de tu dura cadena, y en adelante no bebas jamás el agua de los esclavos. Portero inexorable, ¿no oyes mis súplicas? La puerta de duro roble permanece cerrada. La fortaleza de las puertas sirve de gran defensa en las ciudades sitiadas; mas en medio de la paz, ¿qué peligros recelas? ¿Qué harías con un enemigo cuando así rechazas a un amante? La noche vuela ligera; corre el cerrojo del postigo. No vengo con séquito de soldados y pertrechos; llegaría solo, si el cruel amor no me acompañase; aun queriendo, me sería imposible ahuyentarlo, antes me vería yo separado de mi cuerpo. Así, el amor, un poco de vino en la cabeza y la guirnalda que se deshoja en mis cabellos perfumados, son mis únicos compañeros. ¿Quién temerá tales armas?, ¿quién no osará pararles frente? Las horas de la noche vuelan; corre el cerrojo de la puerta. ¿Es tu lentitud o el sueño, tan poco propicio al amor, lo que permite al viento que se lleve mis palabras sin tocaren tus oídos? Recuerdo que tiempo atrás, cuando pretendía substraerme a tus miradas, aparecías despierto a la claridad de las nocturnas estrellas. Acaso ahora mismo descansas en los brazos de tu amiga. ¡Ah, cuánto aventaja a la mía tu suerte! Por tal dicha, consentiría que descargases sobre mí tus recias cadenas. La noche vuela ligera; corre el cerrojo de la puerta. ¿Me engaño, o sus hojas resuenan al girar los goznes, y su ronco son me da la señal apetecida? Si me engañé, el ímpetu del viento la ha movido; ¡ay de mí, qué lejos se lleva mis esperanzas! ¡Bóreas, si te acuerdas aún del rapto de Critia, ven aquí y quebranta con tus fuerzas las puertas sordas a mi dolor! El silencio reina en toda la ciudad, y bañadas en las perlas del rocío, las horas de la noche vuelan; corre el cerrojo de la puerta. Si no, con el hierro o el, fuego de la antorcha que empuño colérico estoy dispuesto a incendiar casa tan orgullosa. La noche, el amor y el vino nunca dan consejos de moderación: aquélla desconoce el pudor, el vino y el amor desafían al miedo. Ya agoté todos mis recursos; no te mueven ruegos ni amenazas; eres más sordo que la puerta confiada a tu custodia; no te convenía vigilar la mansión de una linda joven, sino prestar tus servicios en una cárcel. El lucero de la mañana resplandece en el cielo, y el canto del gallo incita al operario a sus faenas. Y tú, guirnalda arrancada a mis tristes cabellos, quédate sobre esos umbrales, insensibles-toda la noche, y cuando al amanecer te sorprendan los ojos de mi dueño, le serás testigo del tiempo que aquí malgasté inútilmente. Pásalo bien, portero; ojalá sientas la pena de tu pretensión rechazada; pásalo bien, holgazán, que no te avergüenzas de mortificar a un amante; y vosotras, puertas crueles, umbrales despiadados, compañeros en la dureza del siervo que os guarda, pasadlo bien.


VII

Si me tienes por amigo, ahora que se me ha pasado el furor, carga mis manos de hierro, pues merecen las cadenas. La cólera me incitó a levantar los temerarios brazos contra mí amada que lloraba sintiéndose herida por Mi loca mano. Tal estaba yo entonces, que la hubiese emprendido con mis caros padres, sin respetar mis golpes crueles a los santos dioses. Pues qué, ¿Ayax armado de un escudo impenetrable no degolló los rebaños sorprendidos en medio del campo, y Orestes, el funesto vengador de su padre en la sangre materna, no se atrevió a lanzar sus dardos contra las furias del Averno? ¿Y no pude yo de igual modo ensañarme en sus peinados cabellos?; mas el desorden en que los puse no les robó ninguno de sus atractivos. Aun así estaba tan hermosa como la hija de Esqueneo persiguiendo con el arco las fieras del monte Ménalo; como Ariadna cuando lamentaba que el rápido Noto se llevase los juramentos del pérfido Tesco, y como Casandra al caer desplomada en tu templo, ¡oh casta Minerva!, sin que las cintas sujetasen sus cabellos. ¿Quién no me hubiese llamado loco y tenido por un bárbaro? Pues ella no me dijo palabra; su lengua enmudeció de espanto, mas su rostro silencioso fulminaba graves reproches, y me acusaban a la vez su boca muda y sus lágrimas. Antes hubiera querido que se desprendiesen mis brazos de los hombros; podría vivir mejor sin una parte de mi cuerpo. Mi fuerza y mi delirio se revolvieron en contra mía y la propia violencia me impuso la condigna pena. ¿Qué necesidad tengo de vosotros, ministros de la sangre y el crimen? Manos sacrílegas, soportad el hierro que merecéis. Si golpeara al último de los plebeyos, sufriría el castigo; ¿y acaso tengo mejor derecho sobre mi amada? Diomedes nos legó un monumento infame de maldad, siendo el primero que se atrevió a herir a una diosa, y yo el segundo; pero aquél resulta menos culpable; yo he maltratado a la que confesaba amar, y el hijo de Tideo fue cruel con su enemiga. Ve, pues, insigne vencedor, prepárate un magnífico triunfo, ciñe tus sienes de laurel, ofrece tus votos a Jove y que la turba apiñada siga tu carroza gritando: «¡Gloria al fuerte, varón que ha vencido a una débil mujer!» Camine delante tu triste cautiva con el cabello suelto y toda blanca corno la nieve, menos sus lívidas mejillas. Mejor fuera que su boca delatase las señales de mis labios, y en su cuello se notaran las suaves caricias de mis dientes; y, en fin, si me arrebataba el impulso de un hinchado torrente, y la ciega cólera me había hecho su presa, ¿no era bastante amedrentar con mis gritos a una tímida joven, sin apostrofarla con amenazas harto crudas, o bien arrancarle con violencia la túnica hasta mitad de la cintura, y no pasar más adelante en el enojo? Mas no, llegué a mesarle el cabello de la frente, y clavé fiero las uñas en sus delicadas mejillas. Quedóse la infeliz atónita, pálida y sin gota de sangre en el rostro corno el mármol que se corta en las canteras de Paros. Yo vi sus facciones sin vida y sus miembros temblorosos, cual las ramas del árbol sacudidas por el viento, cual la verde caña que agita el Céfiro o la superficie de las olas que riza el templado Noto. Las lágrimas suspendidas largo tiempo resbalaron por su faz, como el agua en que se convierte la nieve derretida. Entonces comencé a sentirme de veras culpable; el llanto que derramaba me parecía gotas de mi sangre. Suplicante quise arrojarme tres veces a sus pies, y otras tantas rechazó ella las manos que había aprendido a temer. La venganza aplacará tu dolor, no vaciles en lacerar con tus uñas mi rostro, no perdones mis ojos ni mis cabellos; la cólera dará bríos a tus débiles manos, y para borrar las vergonzosas huellas de mi arrebato, vuelve a arreglar tu descompuesta cabellera.

VIII

Oiga el que desee conocer a cierta meretriz: es una vieja llamada Dipsa; el nombre le viene del oficio: Jamás la sorprendió en ayunas la madre del negro Memnón desde su carro ornado de rosas. Ella conoce las artes de la magia, las canciones de Colcos y los conjuros que obligan a retroceder las rápidas aguas hacia su fuente. Sabe muy bien las virtudes de las plantas, del lino arrollado en el rombo y del virus que destilan las yeguas en celo. Si quiere amontona las nubes en el vasto cielo, y si quiere brilla la luz del día en la atmósfera azulada. ¿Lo creerás? Yo he visto a los astros destilar gotas de sangre, y he visto asimismo ensangrentado el purpúreo cerco de la luna. Me sospecho que en vida revolotea entre las sombras de la noche con el cuerpo cubierto de plumas; lo sospecho, y es rumor acreditado que en sus ojos brilla una doble pupila y de las dos lanza rayos de fuego. Evoca de los antiguos sepulcros a sus remotos ascendientes y con sus cánticos hiende la sólida corteza de la tierra. Se propuso mancillar el tálamo púdico de los esposos, y no faltó a su lengua una pérfida elocuencia. Por casualidad fui una vez testigo de sus discursos, oyéndola, detrás de la puerta que me ocultaba, dar tales consejos: «Luz de mi vida, sabes que ayer cautivaste a un joven opulento, que se detuvo y quedó largo rato suspenso contemplando tu linda cara. ¿A quién no cautivarás? A ninguna cedes en belleza; pero, ¡qué desgracia!, el atavío de tu cuerpo no responde a tus hechizos. Quisiera que fueses tan feliz como hermosa, y yo no sería pobre viviendo tú en la abundancia. Tuviste que sufrir el rigor de la estrella contraria de Marte; Marte ha desaparecido y Venus te favorece con sus señales. Observa su aparición, te es propicia, un rico amante te solicita y se dispone a darte cuanto te falta. Es además tan hermoso, que podría compararse contigo; si él no pretendiese comprar tus favores, deberías tú comprar los suyos.» La joven se ruborizó. «El pudor -continúa- enciende la blancura del rostro; disimulado aprovecha, y verdadero suele dañar. Cuando le mires bajando con modestia al suelo la vista, tus miradas deben guardar proporción con los regalos que te ofrezca. Tal vez en el reinado de Tacio las adustas Sabinas no quisieran pertenecer a muchos amantes; pero hoy Marte impulsa a los romanos contra los pueblos extranjeros, y Venus reina en la ciudad de su Eneas. Hermosas, gozad vuestra juventud: es casta la que ninguno pretende, y si la cortedad no se lo impide, es la mujer la misma que ruega. Desaparezcan luego esas arrugas que surcan tu frente; las arrugas celan muchos crímenes. Penélope sometió a la prueba del arco las fuerzas de sus jóvenes pretendientes, y el arco que acreditaba los bríos era de cuerno. El tiempo volador resbala sin sentir y se nos escapa como el impetuoso río se precipita con las aguas que recibe en tributo. El metal se abrillanta con el frote, un buen vestido desea que lo luzcan, y se deteriora la casa abandonada por su mala situación. La hermosura envejece pronto si nadie le rinde sus obsequios; no le basta uno que otro amante, la presa arrancada de muchos es más segura y se envidia menos; los lobos encanecidos buscan las mejores presas en los gran- des rebaños. Dime, ¿este tu amante poeta qué te regala sino nuevos versos? Tendrás que leer muchos millares. El mismo dios de los vates resplandece con áureo manto y tañe las cuerdas de una lira de oro:

el que te lo prodigue, valga para ti más que el gran Homero. El que da revela muy sutil ingenio. No desprecies al esclavo que consiguió comprar su libertad; no es un crimen llevar los pies enyesados. No te seduzcan los títulos de una antigua nobleza; amante pobre, carga contigo tus ilustres abuelos. El que por hermoso te pida una noche sin pagarla, vaya primero a sonsacar a su amante la cantidad que debe ofrecerte. Muéstrate poco interesada al tender las redes, no se te huya la víctima; pero una vez prendida, destrúyela con tus exigencias. La simulación del afecto no perjudica; crea enhorabuena que le amas y que este amor no sea del todo gratuito. A menudo le negarás tus noches fingiendo dolores de cabeza o poniendo por pretexto las fiestas consagradas a Isis; después le recibirás para que no se acostumbre a carecer de tu compañía, y a fuerza de repulsas se debilite su pasión. Tu puerta sorda a los ruegos, ábrase a las dádivas, y el amante que recibas oiga las quejas del que rechazas. Si le ofendes, monta en cólera como ofendida por él y desvanece sus inculpaciones abrumándole con las tuyas; mas no perdure tu resentimiento largas horas; la cólera prolongada engendró mil veces el odio. Además deben aprender tus ojos el arte de las lágrimas fingidas que resbalen humedeciendo tus mejillas. Si te propones engañarle, no te asuste el perjurio; Venus hizo los númenes sordos a las quejas del burlado. Toma a tu servicio un esclavo y una sirvienta que le indiquen lo que debe comprar para ti, y para ellos pídanle cosas de poco valor, que sonsacándolas a muchos, pronto una y otra espiga se convertirá en un gran acervo. Que tu madre, tu hermana y tu nodriza le asedien sin cesar; el botín anhelado se recoge pronto por muchas manos. Que tu madre, tu hermana y tu nodriza le asedien sin cesar; el botín anhelado se recoge pronto por muchas manos. Si te faltan motivos para exigirle un regalo, adviértele por medio de una torta que es el día de tu natalicio. Obra de modo que no se considere libre de rivales; el amor dura poco si le quitas el miedo del peligro. Note en tu lecho los vestigios de otro afortunado, y en las lívidas manchas de tu cuello señales de sus lascivas caricias, y vea, sobre todo, los presentes que otro te envió; si nada te ofreciese, pídele los objetos que se venden en la vía Sacra, y después que te hayas sacado cuanto te proponías, aparentando no querer despojarle por completo, ruégale que te preste lo que nunca le has de volver.

Que la lengua te ayude a celar tus designios; arruínale con tus mimosos halagos; en la dulce miel se oculta el mortífero veneno. Si sigues estos consejos, fruto de larga experiencia, y no dejas que el viento se lleve mis palabras, exclamarás muchas veces «vive feliz» y rogarás otras tantas que después de muerta descansen tranquilos mis huesos.» Aun seguía el discurso, cuando mi sombra me traicionó y apenas pude evitar que mis manos no le arrancaran sus escasos y blancos cabellos, sus ojos que lagrimeaban con el vino y sus mejillas surcadas por las arrugas. Que los dioses te nieguen el refugio de un hogar en tu vejez miserable, y te castiguen con un invierno sin fin y una sed eterna.

IX

Todo amante es soldado, Cupido tiene sus reales; créeme, Ático, todo amante es soldado. La edad apta para la guerra es la que conviene a Venus. Vergüenza al soldado viejo, vergüenza al amor senil. Los años que requiere un jefe en el vigoroso recluta son los que exige una linda joven al compañero de su lecho. Los dos son vigilantes, los dos descansan a menudo en tierra; el uno guarda las puertas de su dueño, el otro la tienda de su general. El que cursa la milicia ha de emprender marchas penosas; el amante resuelto, si dispone un viaje su ídolo, le seguirá hasta el fin del mundo, franqueará los montes contrapuestos, los torrentes engrosados por la lluvia y los peligrosos ventisqueros, y teniendo que navegar no le arredrará el Euro desencadenado, ni aguardará que las estrellas le indiquen el momento propicio a la navegación. Quién sino el soldado o el amante resiste los hielos de la noche y la nieve mezclada con raudales de lluvia? Al uno se le envía a descubrir los movimientos del enemigo, y el otro, como en un enemigo, tiene puestos los ojos en su rival. El primero sitia fuertes ciudades, el segundo el umbral de su rigurosa amiga; aquél ataca las puertas y éste los postigos.

Muchas veces la sorpresa del enemigo dormido alcanzó la victoria, y la gente indefensa cayó al rigor de las manos armadas: así sucumbieron los feroces escuadrones del tracio Reso y sus cautivos caballos vinieron a poder de otro dueño. Muchas veces los amantes se aprovechan del sueño de los maridos y mueven las armas contra adversarios que duermen. Escapar a las manos de los guardianes y a los ojos de los atalayas, constituye el empeño del soldado y del mísero amante. La suerte de Marte es dudosa y no más segura la de Venus; los vencidos se reponen de sus descalabros y caen por tierra los que juzgabas invencibles. Cállese el que tildó de holgazán al amor que vive sometido a difíciles pruebas. El gran Aquiles se abrasa por su cautiva Briseida que le acaban de arrebatar; troyanos, mientras le dura el enojo, destrozad las huestes de Argos. Héctor se desprende de los brazos de Andrómaca para lanzarse a la batalla, y su esposa le pone el yelmo en la cabeza. El vástago de Atreo, primer caudillo del ejército, en el momento de ver a la hija de Príamo con los cabellos esparcidos como una Bacante, se dice que enmudeció lleno de pasmo. El mismo Marte sorprendido cae en las redes de Vulcano; ninguna fábula es tan conocida en el cielo. Yo también era perezoso y me entregaba a la muelle desidia porque el lecho y la inercia habían enervado mis ánimos; mas el deseo de enamorar a una bella joven me impulsó a tomar las armas en su defensa, y desde entonces me veis ágil y dispuesto a las luchas nocturnas. Ame, pues, el que no quiera consumirse en la desidia.


X

Como Helena arrebatada a las márgenes del Eurotas por las naves de Frigia, encendió la guerra entre sus dos esposos; corno Leda, a quien el sagaz adúltero, bajo la apariencia de una ave, sedujo con la nitidez de sus plumas; como erraba por los sedientos campos Amimone con la urna en la cabeza, tal apareciste a mis ojos, y temía por ti al águila y al toro y todas las transformaciones que el amor sugirió al omnipotente Jove. Ahora no me aflige el temor, he sanado de mi dolencia y tu cara ya no es el recreo de mis ojos. ¿Me preguntas por qué tal mudariza? Porque te vendes a las dádivas, motivo suficiente para que no me entusiasmes; mientras fuiste ingenua y sencilla, amé tu cuerpo y tu alma; hoy la degradación de ésta ha disminuido mucho tu belleza. El amor es un niño desnudo, sus años desconocen la maldad, desecha las vestiduras y quiere revelarse cual es. ¿Por qué disponéis que el hijo de Venus se prostituya al oro? Anda sin ropa y no tiene sitio donde ocultar el precio de sus mercedes. Ni a Venus ni a su hijo conviene el rudo ejercicio de las armas; dioses tan débiles, no pueden pelear a sueldo.

La meretriz se ofrece al primero que llega por un precio establecido, y entrega su cuerpo por mísera ganancia; pero detesta la tiranía del avaro rufián y hace por fuerza lo que vosotras por gusto. Tomad ejemplo de las bestias privadas de razón, y os avergonzaréis al advertir en ellas un natural más delicado. La yegua no pide nada al potro, ni al toro la vaca; el carnero no cautiva con dones a la oveja que le atrae. La mujer sola se enriquece con los despojos del varón; ella sola pone a sueldo sus noches, ella sola se alquila, vende el placer que sienten los dos, que los dos anhelaban, y fija el precio en razón de los goces que espera. Si los deleites de Venus han de ser gratos y comunes a los dos, ¿por qué la una los vende y el otro los paga? ¿Por qué el goce ha de ser dañoso para mí y lucrativo para ti, cuando uno y otro realizarnos los mismos esfuerzos? Los testigos comprados delinquen con sus perjurios; el arca de un juez sin tacha nunca está abierta; es vergonzoso defender a los míseros reos por la retribución, y que un tribunal llegue a enriquecerse con sus fallos.

El decoro prohíbe acrecentar la herencia paterna con los réditos del lecho y prostituir al lucro los hechizos de una linda cara. Se debe agradecimiento a los favores no comprados, jamás a los que se conquistan a vil precio. El que los paga solventa su deuda, y una vez satisfecha, el deudor no tiene contigo ninguna obligación. Hermosas, evitad pactar el estipendio de las noches que concedéis;, la ganancia impura trae malos resultados. No valían tanto los brazaletes de los sabinos, que aplastasen bajo el peso de los escudos la cabeza de una Vestal; un hijo atravesó con el acero las entrañas que le habían dado a luz, y un collar fue la causa de su crimen. Mas no hallo indigno exigir del opulento que sea liberal; sóbrale dinero para satisfacer al que le pide. Coged los racimos que penden de las cepas cargadas, y que los fértiles vergeles de Alcinoo os brinden sabrosísimos frutos. El pobre pague con sus obsequios sus servicios y su liberalidad; cada cual ofrezca a su amada aquello que posea. Yo sólo tengo ingenio que celebre en verso a las jóvenes que merecen este honor, y la que ame será de todos conocida por mis cantos. Se desgarrarán los fastuosos vestidos, las perlas y el oro se quebrarán; pero será eterna la fama de la que ensalcen mis escritos. No me indigna y solivianta dar, sino que me exijan el precio; lo que niego a tus peticiones, lo obtendrás así que dejes de pedirlo.


XI

¡Oh!, tú, tan hábil en poner orden y concierto en una cabellera descompuesta y que no debías pertenecer a la humilde clase de las sirvientas; tú, tan conocida por la sagacidad con que preparabas secretas citas nocturnas, como ingeniosa portadora de tiernas misivas; tú, que a fuerza de exhortaciones pusiste tantas veces en mis brazos a la indecisa Corina, y que en medio de mis percances siempre me has sido fiel, recibe y entrega a tu ama por la mañana las tablillas que acabo de escribir, y triunfe tu diligencia de cualquier obstáculo. Tu corazón no es de pedernal o duro corno el hierro, ni tu simplicidad pasa de la medida ordinaria; y aun creo que sentiste las flechas del arco de Cupido; defiende, pues, en mi ayuda una bandera que es también la tuya. Si te pregunta qué hago, dile que vivo en la esperanza de obtener una de sus noches; lo demás se lo dirá la blanda cera notada por mi mano. Mientras hablo, la hora huye; entrégale estas tablillas en el momento, que la veas desocupada, pon la mayor diligencia en que las lea solícita, y observa sus ojos y su frente al leerlas, porque en su callado semblante podrás adivinar la respuesta; ves corriendo y suplícale que conteste largamente a mi misiva; me disgusta que la blanda cera deje grandes espacios sin signos y prefiero que las líneas estén muy apretadas y la vista se detenga mucho tiempo en leer lo escrito hasta el extremo de las márgenes. ¿Mas qué necesidad hay de rendir los dedos manejando el estilo? Que en toda la tablilla sólo aparezca esta palabra: «Ven.» Entonces no retardaré ceñir de hojas de laurel mis tablillas vencedoras, y suspenderlas con esta inscripción en el templo de Venus: «Nasón consagra a Venus las fieles confidentas de sus cuitas que antes fueron un tronco vil de acebo.»

XII

Llorad mi desgracia: me han vuelto las tristes tablillas, y su letra fatal me anuncia que hoy es imposible verla. Los presagios no carecen de valor; el umbral lastimó el pie de Nape en el momento de salir; cuando te envíe otra vez afuera, cuida de atravesarlo con precaución, y que la sobriedad te permita levantar más el pie. Lejos de mí, tablillas desdichadas de fúnebre leño, y tú, cera, que los signos de repulsa señalaron, creo que fuiste extraída de la flor de la alta cicuta, y que la abeja de Córcega te labró con su miel de ingrato sabor; aunque parecías enrojecida por el bermellón, en realidad tu color era el de la sangre. Trozos de inútil madera, volad arrojados a la calle, y que os triture el peso de la rueda al pasaros por encima. Persuadido estoy de que tenía las manos impuras el que os arrancó del árbol y dedicó a tales usos; aquel árbol sirvió sin duda de horca al cuello de un miserable; con sus ramas proveyó de cruces infames al verdugo, prestó al buho funesta sombra, y en su ramaje sostuvo los nidos del buitre y el quebrantahuesos. Y yo, loco, deposité en ellas el testimonio de mis amores, y escribí en ellas las tiernas palabras que debían persuadir a mi amada. Mejor convenía su cera al señalamiento de un juicio, leído en tono adusto por el representante de la ley, y se acomodaría a las efemérides de un avaro que, viendo sus cifras, se lamenta de las sumas gastadas. Ahora comprendo la razón de que se os llame dobles, y por cierto que este número no es de buenos auspicios. ¿Qué os deseará mi cólera sino que os carcoma y pudra la vejez, y la suciedad inmunda cubra vuestra tersa superficie?

XIII

Abandonando el lecho de su viejo esposo, ya se levanta del Océano la rubicunda diosa que nos trae, el día en su carro de púrpura. ¿Adónde te precipitas, Aurora? Detente, y así las aves caigan todos los años en solemne sacrificio ante la sombra de Memnón. Deléitame reposar ahora en los tiernos brazos de mi amada, y oprimir otra vez contra el mío su pecho palpitante. Al amanecer, el sueño es delicioso, el aire frío, y el ruiseñor modula las notas más argentinas de su tenue garganta. ¿Adónde te precipitas? Eres poco grata a los mozos, y menos a las jóvenes; recoge en tu purpúrea mano las riendas cuajadas de rocío. Antes de tu aparición, el navegante observa mejor las estrellas y no navega perdido en las olas. Levántase el viajero lleno de fatiga así que amaneces, y el soldado empuña las armas belicosas. Tú ves la primera al labriego con la azada al hombro, y la primera unces los tardíos bueyes bajo el doble yugo; tú interrumpes el sueño de los niños y los diriges al aula. del maestro, donde sus tiernas manos sufren los crueles latigazos de la férula; tú llevas al tribunal la caución que puede padecer grave detrimento por una sola palabra, siendo tan desfavorable al abogado, como al juez, pues uno y otro se ven obligados a dejar el lecho para entender en nuevos procesos; y tú, cuando las mujeres podrían olvidar en el descanso las faenas, incitas sus manos laboriosas al hilado de la lana. Todo esto lo soportaría; mas despertar de madrugada a las jóvenes, ¿quién lo sufrirá sino el que no ame a ninguna? ¡Cuántas veces he deseado que la noche no desapareciese a tu fulgor, y que las estrellas fugitivas no se ocultaran en tu presencia! ¡Cuántas veces deseé que el viento destrozase tu carro, o que cayera uno de sus corceles envuelto en espesa nube! ¡Cruel!, ¿adónde corres? Si tuviste un hijo de piel atezada, debía su obscuro color al corazón de su madre. ¡Como si en otro tiempo no te hubieses abrasado de amor por Céfalo! ¿Ibas a creer que tu deshonra nos era desconocida? Yo quisiera que Titón pudiese hablar de tus pasos: entonces no habría mujer tan escandalosa en el cielo. Huyes de su tálamo porque la edad ha enfriado su sangre, y te lanzas de mañana sobre el carro, que abomina su vejez; mas si oprimieses en tus brazos a otro Céfalo, te oiríamos gritar. «¡Corred lentamente, caballos de la noche!» Porque los años inutilizan a tu esposo, ¿ha de ser castigado mi amor? ¿Acaso intervine yo en que te casaras con un viejo? Observa cuántas horas de sueño concede la luna a su gentil amante, y su hermosura no cede en nada a la tuya. El mismo padre de los dioses no quiso verte con tanta frecuencia, y continuó sus dichas reduciendo a una dos noches. Ya había puesto fin a mis querellas, y como si me hubiese oído, enrojeció su frente; el sol, sin embargo, no resplandeció más tarde que de costumbre.


XIV

Le decía a menudo: «Desiste de teñir tus cabellos: ya no te queda uno solo que puedas cambiar de color.» Si así lo hubieras hecho, ¿qué habría más hermoso que los mismos cayendo ondulantes hasta tus rodillas? Temías peinártelos, porque eran tan finos como los tenues tejidos con que se cubren los Seres atezados, o como el hilo que con ligero pie extiende la araña al urdir su trama sutil en la viga abandonada. En verdad, no eran negros, ni tampoco rubios de oro, sino una mezcla feliz de uno y otro color. Tal en los húmedos valles del escabroso Ida se alza el arrogante cedro que ha perdido la corteza. Además, sometíanse dóciles y obedientes a tus caprichos, y no te producían ningún dolor. Jamás la fina aguja, jamás los dientes del peine se los llevaron tras sí, y tu peinadora jamás vió lesionado su cuerpo. Cien veces estuve presente en su tocador, y ni una sola tomó la aguja para pincharle el brazo. Cien veces la vi de mañana, cuando aun no había puesto ordenen los cabellos, medio tendida en el purpúreo lecho, y a pesar de su abandono, estaba tan seductora como la Bacante de Tracia, que deja reposar con languidez sobre el verde musgo su cuerpo fatigado. Ellos, tan sutiles que parecían un finísimo vello, ¡ay, cuántos daños y vejaciones hubieron de sufrir; con qué docilidad soportaron el hierro y el fuego, al convertirse en rizadas trenzas que se enroscaban en espiral! Yo gritaba: «¡Es un crimen, sí, es un crimen abrasar tales cabellos!; al natural son más lindos; ahorra a tu cabeza la visita del hierro, no los sometas a la violencia, no merecen ser quemados; ellos mismos indican su lugar a la aguja que se les aproxima.» ¡Ah!, pereció la hermosa cabellera que hubiese envidiado Apolo, y Baco querido que adornase su cabeza, sólo comparable a la que Venus recogía con su húmeda mano, al salir desnuda de las marinas olas. ¿Por qué lamentas la pérdida de tus cabellos martirizados?; ¿porqué, imbécil, con triste ademán, rechazas el espejo? Ya no te miras en él con el gusto que solías; para agradar aún, debes olvidarte de ti misma. No te perjudicaron las hierbas encantadas de una rival; no los lavó una vieja hechicera en las aguas de Hemonia, ni te los arrancó una grave enfermedad; ojalá este azote no caiga nunca sobre ti; ninguna lengua envidiosa te despojó de sus trenzas espesas; sientes el menoscabo que les ocasionó tu culpa con la propia mano, al verter sobre tu cabeza tinturas venenosas. Ahora la Germania te proporcionará los cabellos de sus cautivas, y te adornarán los regalos de la gente vencida por nuestras armas. ¡Oh!, ¡cómo te llenarás de sonrojo si alguien ensalza tu cabellera, y exclamarás!: «Sólo aplaude los postizos que compré; no sé al presente qué mujer Sicambra alaba en mi persona, y, sin embargo, recuerdo que en otro tiempo estos elogios se dirigían a mí.» ¡Ah, desventurada!, apenas reprime las lágrimas, cúbrese el rostro con la mano, y el rubor colorea sus tersas mejillas. No cesa de contemplar sobre su regazo los antiguos cabellos, ¡ay de mí!, no merecedores de estar en el sitio que a la sazón ocupan. Oculta el sentimiento que tu cara delata; el mal no es irreparable; bien pronto serás admirada con tu natural cabellera.

XV

¿Por qué, mordaz envidia, reprendes mi vida desidiosa y llamas a mis versos fruto de un ingenio sumido en la pereza? Aunque alienta con brío mi edad, no sigo las huellas de mis antepasados tras los laureles polvorientos de la guerra; no aprendo el lenguaje ampuloso de las leyes, ni prostituyo mi elocuencia en las luchas venales del foro. Los trabajos que me ofreces son mortales, y yo ansío una fama imperecedera que extienda mi celebridad por los siglos en la redondez del Universo. El cantor de Meonia vivirá mientras permanezcan en su asiento la isla Tenedos y el monte Ida, y el Símois lance al mar su rápida corriente. Vivirá el poeta de Ascra mientras la uva fermente en el mosto y la espiga de Ceres caiga al filo de la hoz encorvada; todo el mundo ensalzará siempre al hijo de Bato, más sobresaliente por el arte que por el ingenio; el coturno de Sófocles dominará siempre la escena, y Arato vivirá eterno, como el sol y la luna. En tanto que el esclavo sea falaz, el padre duro de condición, pérfida la alcahueta y fácil la meretriz, no perecerá Menandro. Ennio, poco conocedor del arte, y Accio, el de vigorosos alientos, han conquistado un nombre que desafía las injurias de los tiempos.

¿Quién olvidará a Varrón, el primer barco, y la áurea piel del Vellocino conquistado por el jefe Ausonio? Los versos de Lucrecio perecerán el día que perezca el orbe. Títiro, los frutos campestres y las hazañas de Eneas serán leídos mientras Roma impere sobre el Universo, conquistado por su valor, y también lo serán los tuyos, tierno Tibulo, en tanto que el arco y el fuego sean las armas de Cupído. Galo será conocido de los pueblos de Occidente y la Aurora, y con Galo su hermosa Licoris: que si el transcurso del tiempo desgasta las rocas y enmohece la reja paciente del arado, los poemas burlan las amenazas de la muerte. Cedan a los cantos de la poesía los reyes y sus pomposos triunfos, y con ellos cedan asimismo los opulentos raudales del aurífero Tajo. Que el vulgo admire lo deleznable, y el rubio Apolo me permita apurar los vasos llenos del agua de Castalia, y mi cabellera resplandezca con el mirto, que aborrece las escarchas, y sea leído una y mil veces por la solicitud del amante. La envidia se alimenta con sangre de vivos, a la muerte los deja, y entonces el varón insigne se protege con la gloria que ha merecido. Así, cuando el fuego de la pira haya consumido mis restos, aun viviré, y será inmortal la parte mejor de mi existencia.




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