Mosco de Siracusa
Mosco de Siracusa (Μόσχος, Siracusa, de Sicilia, siglo II a. C.) fue un poeta pastoril griego. Según Suidas, fue discípulo de Aristarco de Samotracia, y por su estilo y temática bucólica fue seguidor e imitador de Teócrito. Mosco floreció en torno al año 150 a. C. (Teócrito murió en el 260). A Mosco lo evoca Ateneo, y Juan Estobeo lo recuerda en sus Florilegios, atribuyéndole tres cortos poemas de inspiración bucólica que se titulan igual que los de Teócrito, Idilios, y el epigrama Eros al arado. Entre los Idilios, se cuentan el poema mitológico Europa (que narra el rapto de esa ninfa por Zeus convertido en toro), Eros fugitivo, Megara (sobre el personaje homónimo, primera mujer de Heracles) y Lamento por la muerte de Bión, personaje que era en efecto otro de los poetas imitadores de Teócrito: Bión de Esmirna.
En la Antología Palatina, se atribuye a Mosco de Siracusa el Ruego de Amor.
IDILIOS DE MOSCO
HESÍODO
I
EROS FUGITIVO
Cipris llamaba en alta voz a su hijo Eros: "Si alguien ha visto a Eros vagando por los caminos, sepa que el fugitivo es mío; tendrá una recompensa quien me indique su paradero.
Tu recompensa será un beso de Cipris. No disfrutarás un beso solamente, si me le traes, sino que recibirás más aún, ¡oh extranjero! "Ese niño está marcado con señales numerosas, y le reconocerías entre veinte más. No es blanco de cuerpo, sino semejante al fuego; sus ojos son agudos y llameantes; su espíritu es astuto, pero sus palabras son dulces. No piensa lo que dice, y su voz es como miel; pero, cuando se irrita, su espíritu es cruel y está lleno de fraudes. No dice nada de verdad el niño astuto, y juega cruelmente. Su cabeza está cubierta de hermosos cabellos, pero tiene el rostro impúdico; sus manos son pequeñas; pero lanzan flechas muy lejos, hasta el Akerón y el rey Edes. Está todo desnudo, pero su espíritu está escondido. Vuela como un pájaro hacia los unos y hacia los otros, hacia hombres y mujeres, y se asienta en sus corazones. Tiene un arco muy pequeño, y en el arco una flecha; esta flecha es pequeña, pero penetra hasta el Urano. Lleva a los hombros un carcaj de oro, en el que hay flechas amargas, con las cuales a menudo también me hiere a mí. Todo lo que tiene es terrible; pero más que todo, su pequeña antorcha, que quema al propio Helios. "Si le coges, tráemele tras de atarle, y no sientas ninguna lástima; si le ves llorando, cuida de que no te engañe; si se ríe, átale bien, y si quisiera besarte, huye. Su beso es malo y sus labios son de veneno. Si dice: «[Toma esto, te doy todas mis armas!», no toques a ellas; son dones pérfidos, y todo eso está saturado de fuego."
II
EUROPA
Una vez Cipris envió un ensueño agradable a Europa, en el último tercio de la noche, a la hora en que está proxima el alba, cuando un sueño más dulce que la miel desciende sobre los párpados, desata los miembros, cierra los ojos con un lazo ligero, y cuando nos asalta la muchedumbre de los sueños veraces. En ese momento dormía, en lo más alto de las moradas, Europa, la todavía virgen hija de Fénix.
Le parecía ver dos continentes querellarse por ella. Uno era el Asia y el otro la tierra situada enfrente. Eran como dos mujeres. La primera parecía una extranjera y la otra una indígena, y ésta reclamaba a Europa como hija suya, diciendo que ella la había concebido y criado; pero la primera, asiendo a la virgen con sus fuertes manos, la arrastraba, no mal de su grado, y decía que la Moira y Zeus tempestuoso le habían otorgado a Europa.
Y ésta saltó de su lecho, poseída de temor y con el corazón palpitante, porque este sueño le parecía una realidad. Y permaneció sentada y muda largo rato. Porque tenía a esas dos mujeres en sus ojos abiertos. Y después de un prolongado silencio, la virgen alzó la voz:
—¿Quién de entre los Uránicos me ha mostrado esos espectros? ¿Qué ensueños me han asustado mientras dormía yo dulcemente en mi lecho dentro de las moradas? ¿Quién es esa extranjera que he visto durmiendo? ¡Cómo me ha turbado el corazón su amor! ¡Cuan tiernamente me ha acogido! ¡Me miraba como si yo fuera su hija! ¡Ojalá vuelvan los Bienaventurados a enviarme tan dulce ensueño!
Cuando hubo hablado así, se levantó y llamó a sus queridas compañeras, de la misma edad que ella, nobles y bienamadas, con quienes jugaba siempre, lo mismo si formaba coros danzantes, como si bañaba su cuerpo en las embocaduras del Anauro, o cogía en la pradera lirios olorosos. Y llegaron al punto; y cada una tenía en la mano una cesta para meter flores.
Y fueron a la pradera, a orillas del mar, adonde acostumbraban a reunirse, disfrutando con la contemplación de las rosas y el ruido de las olas. Pero Europa llevaba una cesta de oro, admirable, obra magna y maravillosa de Hefesto, quien se la había dado a Libia cuando ésta subió al lecho del que conmociona la tierra. Y Libia se la había dado a la bella Telefaesa, que era de su misma sangre; y Telefaesa había hecho tan hermoso presente a su hija, la virgen Europa.
En esta cesta estaban esculpidas numerosas imágenes resplandeeientes. La hija de Inaco, Io, estaba representada allí, en oro, con la forma de una becerra y sin tener ya nada de mujer.
Iba rápidamente por el mar, como si nadara, y el mar era de color azul. Dos hombres se erguían en la escarpadura de la costa, mirando a la becerra atravesar el mar. También estaba allí Zeus, acariciando dulcemente con su mano divina a la becerra marina; y junto al Nilo de siete bocas, hacía mujer a esta becerra de hermosos cuernos. Y las aguas del Nilo eran de plata, la becerra era de bronce y Zeus era de oro. Alrededor, bajo el reborde de la cesta redonda, estaba Hermeas. Junto a él, estaba tendido Argos el de ojos siempre vigilantes; y de la sangre púrpura de Argos nacía un pájaro, enorgullecido de sus mil colores. Y desplegaba las plumas de su cola cual la vela de una nave rápida, y con ellas cubría la redondez de la cesta de oro. Así era la cesta de la bellísima Europa.
Llegado que hubieron a los prados en flor, cada una de ellas se distrajo en coger la flor que más le gustaba. Una cortaba el narciso oloroso, otra el jacinto, otra la violeta, otra el serpol; y el ornato de las praderas primaverales cubría ,1a tierra. Otras luchaban por quién cortaría la cabellera perfumada de la amarilla caléndula; y en medio de ellas se hallaba su reina, cogiendo con sus manos el esplendor de la rosa purpúrea, al igual de Afrodita en medio de las Carites. Pero no había 'de distraer su alma por mucho tiempo con las flores, ni conservar por mucho tiempo su cinturón virginal, pues lo cierto es que en cuanto el Cronida la vio, se sintió herido en el corazón bruscamente y traspasado por las flechas imprevistas de Cipris, quien por sí sola puede domeñar a Zeus. Sin embargo, con el fin de evitar la cólera de la celosa Here, y queriendo engañar al tierno espíritu de la virgen, ocultó su divinidad, se transformó y quedó convertido en toro, no semejante al que se alimenta en los establos, ni al que abre el surco arrastrando la reja curva, ni al que pace entre los rebaños o al que en domesticidad arrastra el pesado arado, sino con el cuerpo de color fulvo, con un círculo de plata chispeante en medio de la frente, con ojos de un azul claro y llameantes de deseo, y con los cuernos iguales retorciéndose sobre su cabeza como una mitad de la redondez de Selene.
Y se presentó en la pradera, y su llegada no asustó a las vírgenes, y a todas les fue dado acercarse y tocar a tan hermoso toro, cuyo olor divino se exhalaba a distancia y dominaba al dulce hálito de la pradera. Y deteniéndose a los pies de la irreprochable Europa, le lamió el cuello y acarició suavemente a la joven virgen; y ella le acariciaba también, le enjugaba con las manos la abundante espuma de su boca, y le besaba. Y él mugía dulcemente, y hubiérase dicho que se oía el sonido encantador de una flauta migdónica. Luego, dobló las patas mirando a Europa, y le ofreció su ancho lomo. Entonces dijo ella a las vírgenes melenudas:
—Venid, queridas compañeras. Disfrutemos sentándonos sobre este toro, porque en verdad que nos sostendrá a todos con su lomo, como una nave. Tiene el aspecto manso y acariciador; no es semejante a los demás toros; parece estar dotado del espíritu de un hombre, y sólo le falta la palabra.
Habló así y se sentó, riendo, sobre el lomo del animal. Y se disponían a montar también sus compañeras; pero se levantó el toro bruscamente, y se llevó a Europa como si volara, y llegó rápidamente al mar. Y volviendo la cabeza, llamaba ella a sus queridas compañeras y les tendía los brazos; pero éstas no podían seguirla. Entonces, tras de entrar en el mar desde la orilla, el toro se alejó cual un delfín. Las Nereidas, emergiendo de las olas, le acompañaban sentadas sobre el lomo de las ballenas, y el propio retumbante Poseidón, apaciguando las olas del mar, guiaba a su hermano; y alrededor se aglomeraban los Tritones, habitantes del profundo mar, tocando el- canto nupcial en sus largas caracolas.
Sentada sobre el lomo del toro Zeus, la virgen se cogía con una mano a uno de los largos cuernos, y con la otra sujetaba los pliegues flotantes de su traje purpúreo; y la onda abundante del blanco mar mojaba el borde de la ropa. Flotaba el amplio peplo de Europa sobre sus hombros, cual la vela de una nave, y transportaba a la virgen. Pero, como estaba lejos de la tierra de la patria, no veía ya ella la orilla, 'ni las altas montañas, sino solamente el Urano por encima, y abajo el inmenso mar. Entonces, mirando a su alrededor, habló así:
—¿Adonde me llevas, divino toro? ¿Quién eres? ¿Cómo puedes hacer esta caminata con tus pesadas pezuñas, y cómo no temes al mar? El mar es el camino de las naves rápidas; pero a los toros les asusta el camino de las olas. ¿Qué dulce brebaje, qué alimento vas a encontrar en el mar? ¿Acaso eres algún Dios? Pues ¿por qué haces lo que no es propio de los Dioses?
Los delfines no andan por la tierra, ni los toros por el mar; pero tú te lanzas por tierra y por mar, y tus patas sirven de remos. ¡Si te elevaras por la altura del aire, quizá también volarías, semejante a los pájaros ligeros! ¡Ay, desdichada de mí! ¡He abandonado las moradas de mi padre, y he seguido a este toro, y voy errante y solitaria en tan extraña navegación! ¡Óh tú que conmocionas la tierra y mandas en el blanco mar, ven en mi ayuda! Deseo ver quién guía mi carrera y me lleva. Porque no sin ayuda de un Dios atravieso las rutas húmedas.
Habló así, y el Toro de grandes cuernos le respondió:
—Tranquilízate, virgen, y no temas a las olas marinas. Soy el propio Zeus, aunque parezca un toro, pues puedo tomar la forma que me plazca. El amor que por tí siento me ha impulsado a surcar un mar tan largo, bajo la forma de un toro, y pronto va a recibirte la Creta. Ella es quien me ha criado, y allá se celebrarán tus bodas. De mí concebirás ilustres hijos que entre los hombres han de ser reyes portadores de cetros.
Habló así, y fue cumpliéndose lo que dijo. Y apareció Creta, y recobrando Zeus su forma, desató el cinturón de Europa, y las Horas le erigieron lecho. Y la que era virgen se tornó al punto esposa del Cronida, y concibió hijos de él, y fue madre.
III
EPITAFIO DE BIÓN
¡Gemid conmigo en queja lamentable, oh valles, onda dórica! ¡Ríos, llorad al amable Bión!
¡Gemid conmigo plantas y selvas! ¡Flores, exhalad los perfumes de vuestros tallos inclinados! ¡Enrojeced tristemente, rosas y anémonas! ¡Jacinto, haz hablar a tus letras, e inscribe más que nunca en tus hojas: "¡Ay, ay! Ha muerto un cantor ilustre."
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
Ruiseñores que lloráis bajo las hojas espesas, anunciad a las ondas de la siciliana Aretusa que ha muerto el boyero Bión, y que han muerto con él los cantos, y que ha perecido la Musa dórica.
Comenzad, Musas ¿cilianas, comenzad el canto fúnebre.
¡Oh cisnes del Strimón! Gemid miserablemente en las aguas, y al gemir, cantad una queja lúgubre con voz semejante a la de Bión cuando rivalizaba con vosotros. Decid a las vírgenes Eagrias, decid a todas las Ninfas Bistonias: "¡Ha muerto el Orfeo dórico!"
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
¡El que era caro a los rebaños no cantará más, en lo sucesivo, sentado bajo las encinas solitarias; pero canta versos lúgubres en la mansión de Edoneo! Están mudas las montañas, vagan las vacas junto a los toros, lloran y no quieren pastar ya.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
El propio Apolo ¡oh Bión! Ha llorado tu muerte repentina. Los Sátiros han gemido, los Príapos se han cubierto con vestiduras negras, y los Egipios han añorado con lágrimas tus cantos. Eco gime en las rocas, pues en adelante se callará y no repetirá los sonidos de tus labios. A causa de tu muerte, los árboles han dejado caer sus frutos, y se han marchitado todas las flores. Ya no fluye la hermosa leche de las tetas, ni la miel de las colmenas, que ha perecido en la cera, abrumada de dolor. Pero, puesto que se ha agotado tu miel, ¿qué necesidad hay de recoger otra?
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
Jamás lloró tanto el delfín a la orilla del mar, jamás suspiró tanto el ruiseñor en las rocas, jamás gimió tanto la golondrina sobre las altas montañas; jamás se sintió Ceis abrumada de tantas penas a causa de Halción.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
Jamás cantó Cerilo con tristeza tanta en el mar azul; jamás el ave de Memnón, volando en torno al sepulcro, lloró tanto al hijo de Aos en los valles del Oriente, como se ha llorado la muerte de Bión.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
Los ruiseñores y todas las golondrinas a quienes encantaba el otrora, y a quienes enseñaba a cantar en tanto se posaban sobre las ramas de los árboles, mezclan sus lamentos, y a ellos responden las demás aves. ¡Oh palomas! demostrad también vuestro dolor.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
¡Oh sentidísimo! ¿Quién cantará en lo sucesivo con la flauta? ¿Quién a tus cañas acercará su boca? ¿Quién tendrá esta audacia? Ellas respiran todavía tus labios y tu aliento. Eco misma recoge en ellas tus canciones. Ofreceré tu flauta a Pan, y acaso tema él aproximársela a la boca, por miedo a no ganar sino el segundo premio tras de ti.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
Calatea llora tus versos, con los cuales tenía costumbre de deleitarse, sentada junto a ti a la orilla del mar, porque tú no cantabas como el Cíclope, y la bella Calatea huía lejos de él; pero a ti te miraba con gusto desde el fondo del mar; y ahora, olvidándose de las olas, se sienta en la arena desierta y apacienta los bueyes.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
Todos los dones de las Musas han muerto contigo, ¡oh boyero! Y los besos suaves de las vírgenes, y los labios de los jóvenes. Lloran los Eros lamentablemente en torno a tu tumba.
Cipris pone en ti más amor que en el beso con que antaño besara a Adonis moribundo. ¡Oh el más armonioso de los ríos, esto es para ti una nueva pena, esto es para ti un nuevo dolor, oh Meles! ¡Primeramente, te fue arrebatado Hornero, esa boca sonora de Caliope! Dicen que lloraste con ondas gemebundas a aquel hijo ilustre, y que con tu llanto llenaste todo el mar; y ahora, de nuevo lloras a otro hijo, y te consumes en un duelo lamentable. Ambos eran amados de los manantiales; bebía el uno en la fuente Pegásida y el otro en la fuente Aretusa. El uno cantó a la bellísima hija de Tíndaro, y al gran hijo de Tetis, y al Atreida Menelao. El otro no cantó batallas ni lágrimas; pero cantaba a Pan, y celebraba a los pastores, y apacentaba los rebaños cantando; hacía flautas y ordeñaba a las dulces becerras; enseñaba besos a los jóvenes, calentaba a Eros en su seno y complacía a Afrodita.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
¡Oh Bión! todas las ciudades ilustres, todas las villas te lloran; Ascra te llora más de lo que lloró a Hesiodo; las selvas beocias te sienten más de lo que sintieron a Píndaro; Lesbos la bien fortificada sintió menos a Alceo; la villa de Ceo lloró menos a su Alda; Paros te siente más que a Arkíloco; Mitilana repite tus versos más que los de Safo. Te lloran todos aquellos a quienes las Musas han dotado del dulce genio bucólico; Sicélidas, que ilustra a Samos, está lleno de tristeza, y Teócrito entre los siracusanos; y canto el dolor ausoniano yo, para quien no son extrañas las cosas bucólicas que enseñaste a tus discípulos, herederos de la Musa dórica, reservándonos este honor, a otros tus riquezas y a mí el canto.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
¡Ay, ay! En el jardín han perecido las malvas y el apio verdeante y el aneto florido y rizado; pero renacerán y vivirán otro año, ¡en tanto que nosotros, por muy grandes, fuertes y sabios que podamos ser, una vez muertos, dormimos un largo sueño sin fin y sin despertar, oscurecidos en la tierra hueca! Y también serás tú encerrado en el silencio de la tierra. Place a las Musas, por cierto, que la rana cante siempre; pero no la envidio, porque no es agradable su canto.
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
¡El veneno, oh Bión, ha ido hasta tu boca; has probado el veneno! ¿Cómo ha llegado hasta tus labios sin endulzarse? ¿Qué hombre cruel ha podido mezclarlo y ofrecértelo sin escuchar tus cantos?
Comenzad, Musas sicilianas, comenzad el canto fúnebre.
Pero a todos los culpables les ha herido un castigo justo; y en este duelo, yo derramo lágrimas y gimo por tu destino. Si pudiera, como Orfeo, que descendió al Hades, o como Odiseo, o como Alcidas antes que él, iría yo hasta la morada de Edes, y vería si cantas en la mansión de Edoneo, y oiría lo que cantases. Haz resonar para Persefona cualquier dulce canto siciliano. También ella tañó en Sicilia, a la orilla etnia, y supo el canto dórico. No quedarán sin honores tus versos, y lo mismo que devolvió ella Euridicea a Orfeo por cantar éste armoniosamente con la cítira. ¡oh Bión! te devolverá a nuestras montañas. ¡Ah, si supiera yo tañer la flauta, en verdad que por ti iría a cantar en la mansión de Edes!
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