Julio Flórez Roa (Chiquinquirá, Boyacá, COLOMBIA 22 de mayo de 1867 - Usiacurí, Atlántico, 7 de febrero de 1923) fue un poeta colombiano.
A los 7 años escribió sus primeros versos conocidos. En 1881 ingresó a estudiar Literatura al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá, pero no culminó sus estudios debido a la guerra civil de 1885. Su padre fue político liberal, Gobernador del Departamento de Boyacá y Representante a la Cámara. Su hermano Leónidas fue herido gravemente en una manifestación y falleció 4 años después por las secuelas. Julio mismo era un liberal convencido y a pesar de su difícil situación económica rechazó varias veces posiciones ofrecidas por el gobierno conservador, como un cargo en la Biblioteca Nacional o un consulado en el exterior.
Amigo de otros dos grandes poetas de la época: Candelario Obeso y José Asunción Silva. Candelario era repudiado por la aristocracia por ser de raza negra y por rechazar los reglamentos impuestos por la iglesia Católica y la sociedad bogotana. En 1884 se suicidó y en su sepelio, Julio Flórez, de sólo 17 años, exaltó su memoria en versos emocionados. Es uno de los más grandes poetas de Colombia, además de ser considerado en su tiempo y por varias décadas después como el poeta popular por excelencia del país.
Del exilio al triunfo
En 1905, el dictador Rafael Reyes «le aconsejó» irse del país, ante «la ola de murmullos contra él», que lo señalaban como «sacrílego, blasfemo y apóstata». Flórez marchó a Caracas (Venezuela), donde publicó Cardos y lirios y La Araña. Luego viajó por varios países de Centroamérica hasta México. En El Salvador publicó Manojo de zarzas y Cesta de lotos. El exilio fue el trampolín del éxito, la fama de Flórez se hizo internacional y ocurrió lo inesperado: en 1907 su enemigo, el presidente Reyes, lo nombró segundo secretario de la Legación de Colombia en España y Flórez aceptó.
Publicó Fronda Lírica, en Madrid en 1908, y Gotas de Ajenjo, en Barcelona en 1909, año en que regresó a Colombia, presentando un recital en Barranquilla. falta mucha biografia mas
Últimos años
A su regreso en 1909 a Colombia, Flórez se retiró al municipio de Usiacurí, en el departamento del Atlántico, a tomar una cura de sus aguas medicinales. En ese pueblo se enamoró de una colegiala de 14 años de edad, Petrona, con quien comenzó un idilio, quedándose a vivir en este sitio por el resto de su vida, salvo algunas salidas esporádicas para realizar funciones o por enfermedad.
En 1910 regresó a Bogotá, donde se presentó en una función en el Teatro Colón, durante las celebraciones del primer centenario de la Independencia de Colombia. Luego de esta presentación, Flórez se ausentó de la capital, a la que regresó en muy contadas ocasiones para ofrecer recitales poéticos, del mismo modo como lo hizo en todo el país, y más frecuentemente en la vecina ciudad de Barranquilla.
En la aldea de Usiacurí llevó una vida de hogareña, al lado de su esposa Petrona y sus cinco hijos: Cielo, León Julio, Divina, Lira y Hugo Flórez Moreno. Para el mantenimiento de la familia, se dedicó a labores agrícolas y ganaderas a pequeña escala. En esa época le inicio una enfermedad de la cual no se tiene certeza, pero se cree que se trato de un cáncer que le deformo el rostro afectándole la mandíbula izquierda y dificultándole el habla. Falleció el 7 de febrero de 1923 en este poblado a la edad de 55 años.
Obra
La obra de Julio Flórez consta de diez libros:
huyeron las golondrinas
Horas
Cardos y lírios
Gotas de ajenjo
Cesta de lotos
Manojo de Zarzas
Haz de espinas
Flecha roja
De pie los muertos
Fronda lírica
Oro y ébano
Las poesías más destacadas Mis flores negras, La araña, Idilio eterno, Abstracciones, Resurecciones, La voz del río, Reto, Altas ternuras y Oh poetas, entre otras, son consideradas clásicos de la literatura colombiana.2
La Gruta Simbólica
La Gruta Simbólica fue una tertulia "de errátil asiento", de la que Julio Flórez fue un importante y activo miembro, además de ser uno de sus fundadores. Allí iba, entre rasgueos de tiple, bandola y guitarra, en busca de los manjares criollos y de dorados y diamantinos licores, la bohemia santafereña de mil novecientos. La Gruta Simbólica convocó a lo largo de un quinquenio -sobre poco más o menos- a unas setenta personalidades de la más heterogénea condición. Luis María Mora, llamado "Moratín", narró los acontecimientos que dieron lugar a la fundación de esta tertulia:
«... Una noche, cuya fecha nadie podría recordar con precisión, andábamos sin salvoconducto unos cuatro amigos que veníamos de una exquisita cuchipanda, a las cuales eran muy aficionados los literatos de entonces, con pocas excepciones. Era arte muy divertido, peligroso y nuevo ese de sacarle el cuerpo a las patrullas de soldados que rondaban las calles en persecución de sediciosos y espías, cuando de súbito caímos en poder de una ronda. Componían el grupo Carlos Tamayo, Julio Flórez, Julio de Francisco, Ignasio Posse Amaya, Miguel A. Peñarredonda, Rudesindo Gómez y el humilde autor de esta croniquilla, a los pies de vuestras mercedes. No podíamos andar la noche por desafectos al gobierno, y no nos quedaba más remedio que pasarla en un cuartel, cuando menos. De pronto Carlos Tamayo les dijo a los de la ronda: "Señores, tenemos un enfermo grave; vamos en busca de un médico; acompáñenos hasta la casa a llamarlo. Aquí no más es." El oficial consintió en ello. Golpeamos a la ventana de la casa de Rafael Espinosa Guzmán, y apenas asomó éste, Tamayo le dijo: "Doctor ábranos que tenemos un enfermo grave como usted lo ve (y señaló con disimulo a los soldados). Es preciso que vaya a la casa." "Lo haré enseguida (contestó con gravedad el doctor); pero sigan entre tanto." Así lo hicimos y nos quedamos hasta las del alba. Estaban de visita allí aquella noche don Luis Galán y don Pedro Ignasio Escobar. Había necesidad de emplear lo mejor que se pudiese las horas que quedaban hasta el amanecer, y preparamos una alegre tenida. A favor del delicioso vino con que nos regaló el dueño de la casa, recitamos versos, improvisamos un satírico sainete político, cantamos y reímos y olvidamos nuestra pasada cuita con la ronda. Resolvió entonces Reg que hiciéramos nuevas y frecuentes reuniones en su casa, y así, ni una coma más ni una menos, fue como quedó desde esa noche fundada la Gruta Simbólica.»
Moratín narró también las nocturnas expediciones que el grupo de la Gruta Simbólica, presidido por Julio Flórez, hacía al Cementerio Central de Bogotá:
«Un grupo de soñadores, músicos y poetas, al frente del cual iba él (Julio Flórez), se dirigía al camposanto a eso de la media noche, en las más espléndidas ascensiones de la luna. El grupo salvaba la verja, tomaba el vial del Torreón de Padilla y penetraba en los osarios. Una melancólica música de instrumentos de cuerda sonaba en la cripta. Algunas aves sacudían las alas en los cipreses; cruzaban de lejos las luciérnagas de los fuegos fatuos y la luna iluminaba los mármoles de las tumbas. ¡Eran confidencias con los sepulcros! ¡Eran singulares serenatas a los muertos! Algunos inclinaban la frente contra los troncos de los árboles, y meditaban. Algunas veces Julio Flórez recitaba sus versos a Silva. Luego el grupo tornaba a la ciudad antes que los sorprendiese la claridad del día, y así terminaban las extravagantes visitas a tantos seres idos, ya libres de las cadenas de la carne.»
Abstracción
A veces melancólico me hundo
En mi noche de escombros y miserias,
Y caigo en un silencio tan profundo
Que escucho hasta el latir de mis arterias.
Más aún: oigo el paso de la vida
Por la sorda caverna de mi cráneo
Como un rumor de arroyo sin salida,
Como un rumor de río subterráneo.
Entonces presa de pavor y yerto
Como un cadáver, mudo y pensativo,
En mi abstracción a descifrar no acierto
Si es que dormido estoy o estoy despierto,
Si un muerto soy que sueña que está vivo
O un vivo soy que sueña que está muerto.
Antes de que a los golpes
(XXXVIII de Gotas de Ajenjo)
Antes de que a los golpes
Del pesar yo sucumba,
Dejar haré una grieta
Pequeñita en mi tumba.
Para que tú, por ella,
Te asomes, y tus ojos
Alumbren mis helados
Y lívidos despojos.
¡Y para que por ella
Puedas verter tu llanto
Sobre el cadáver mustio
De este ser que amas tanto!
Y para que le digas
Al solitario muerto:
¡De nadie seré nunca!
¡Sólo de ti!
¿No es cierto
Que así dirás? Entonces
¡Oh, mi dulce adorada!
Escucharás adentro
Una gran carcajada!
Aún
Mil veces me engañó; más de mil veces
Abrió en mi corazón sangrienta herida;
De los celos, la copa desabrida,
Me hizo beber hasta agotar las heces.
Fue en mi vida, con todos sus dobleces,
La causa de mi angustia no extinguida
Aunque, ¡pobre de mí!, toda la vida
Su mentiroso amor pagué con creces.
Los tiempos han pasado; ya su boca
No me da sus caricias, no me abrasa
El fuego de sus ósculos de loca;
Y sin embargo mi pasión persiste
Pues, cuando a veces por mi senda pasa,
¡Me alejo mudo, cabizbajo y triste!
Ave gris
De la pared la escala suspendida
Y al pie de la pared tú y yo, mi vida.
En la triste y desierta
Soledad de los ámbitos azules,
Como una novia muerta,
La blanca luna entre nevados tules.
Silencio, ni un ruido,
Mudo el viento en los árboles dormido.
Tú, mustia y temblorosa
Como el pétalo casi desprendido
Del cáliz de una rosa.
Después las explosiones
Del amor, tanto tiempo comprimido,
En nuestros anhelantes corazones.
El vértigo. ¡Los éxtasis profundos
Debajo de la noche y de los mundos!
Luego un ave que cruza
El aire, que nos mira y lanza un grito:
Una enorme lechuza,
Que se pierde en el lóbrego infinito.
Tú, que huyes asustada;
Yo, que subo la escala y luego nada.
Hoy ha cambiado todo,
¡Oh niña, y de qué modo!
El espantoso olvido,
Como pájaro lúgubre e inquieto,
En la noche de tu alma se ha cernido.
Sabes que soy discreto
Y que nunca hablaré de tu secreto.
Mas, no sabes, ignoras
Cuán amargas y tristes son mis horas.
No sabes que me río
Y que me estoy muriendo, ¡a pesar mío!
Mas no importa; que cante
De alegría tu nuevo y dulce amante.
De tu honor ostentando los tesoros
Hoy por la senda de tu amado cruzas,
Porque sabes muy bien que hablan los loros
Pero no las lechuzas.
Blanco velo que al mármol importuna
Blanco velo que al mármol importuna,
Flota sobre la frente inmaculada
Y tersa de la virgen desposada,
Como un vago crepúsculo de luna.
Sutil como las gasas de la cuna
De la niñez que duerme sosegada,
Y luego cual la niebla aletargada
Sobre el glauco cristal de la laguna.
¡Calma, oh novia, tu ardor, calma tu anhelo,
Y expira, antes que alumbre el nuevo día
Marchita tu inocencia, flor de cielo!
¡Y en vez de aquella toca tan sombría
Que ponen a las muertas, aquel velo
Lleva intacto a la tumba negra y fría!
Boda negra
Oye la historia que contóme un día
El viejo enterrador de la comarca:
Era un amante a quien por suerte impía
Su dulce bien le arrebató la parca.
Todas las noches iba al cementerio
A visitar la tumba de la hermosa;
La gente murmuraba con misterio:
Es un muerto escapado de la fosa.
En una horrenda noche hizo pedazos
El mármol de la tumba abandonada,
Cavó la tierra y se llevó en los brazos
El rígido esqueleto de la amada.
Y allá en la oscura habitación sombría,
De un cirio fúnebre a la llama incierta,
Dejó a su lado la osamenta fría
Y celebró sus bodas con la muerta.
Ató con cintas los desnudos huesos,
El yerto cráneo coronó de flores,
La horrible boca le cubrió de besos
Y le contó sonriendo sus amores.
Llevó a la novia al tálamo mullido,
Se acostó junto a ella enamorado,
Y para siempre se quedó dormido
Al esqueleto rígido abrazado.
Candor
Azul azul azul estaba el cielo.
El hálito quemaste del estío
Comenzaba a dorar el terciopelo
Del prado, en donde se remansa el río.
A lo lejos, el humo de un bohío,
Tal de una novia el intocado velo,
Se alza hasta perderse en el vacío
Con un ondulante y silencioso vuelo.
De pronto me dijiste: "el amor mío
Es puro y blando, así como ese río
Que rueda allá sobre el lejano suelo".
Y me miraste al terminar, tranquila,
Con el alma asomada a tu pupila.
Y estaba azul tu alma como el cielo.
Cruzó como un relámpago el vacío
(XVI de Gotas de Ajenjo)
Cruzó como un relámpago el vacío,
Bajo el trémulo palio de las frondas;
Y cayó, de cabeza, en pleno río,
Destrozando el espejo de las ondas.
Tres veces resurgió su cuerpo impuro
Su cuerpo encenegado en la molicie
Y otras tantas hundióse en el oscuro
Fondo, bajo la rota superficie.
Después flotó el cadáver en el agua,
En donde el sol, al expirar, ponía
El último reflejo de su fragua.
¡Y el cadáver se fue con las abiertas
Pupilas asombradas: lo seguía
Un callado cortejo de hojas muertas!
¡Agucé mis ternuras hasta vivir de hinojos
A sus plantas, en éxtasis: tal fue mi idolatría
Sin ver más luz que el lampo divino de sus ojos,
Ni ansiar más gloria que una: llamarla mía, mía.
Un pescador la extrajo del agua el otro día.
La vi Y entonces tuve frenéticos antojos
De ceñirme a su yerta carne por si podía
Animar el turgente mármol de sus despojos.
Me contuvo un amigo, el más amado: un hombre
Cuyo nombre me callo porque no importa el nombre.
No te enloquezcas, dijo, ya que no fuiste experto:
Esa mujer que serte constante y fiel juraba,
Te engañaba conmigo, y, oye: Nos engañaba
Con otro ¡y por ese otro, es por quien ella ha muerto!
Cuando lejos, muy lejos
(CXXIV de Gotas de Ajenjo)
Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares,
En lo mucho que sufro pienses a solas,
Si exhalas un suspiro por mis pesares,
Mándame ese suspiro sobre las olas.
Cuando el sol, con sus rayos, desde el oriente,
Rasgue las blondas gasas de las neblinas,
Si una oración murmuras por el ausente,
Deja que me la traigan las golondrinas.
Cuando pierda la tarde sus tristes galas,
Y en cenizas se tornen las nubes rojas,
Mándame un beso ardiente sobre las alas
De las brisas que juegan entre las hojas.
¡Que yo, cuando la noche tienda su manto,
Yo, que llevo en el alma sus mudas huellas,
Te enviaré, con mis quejas, un dulce canto
En la luz temblorosa de las estrellas!
Dicen que entre las tumbas del camposanto
Dicen que entre las tumbas del camposanto
Suelen incorporarse los pobres muertos,
Y a través de las grietas del calicanto,
Ver con los ojos turbios, tristes y yertos,
Si alguien llega a sus tumbas vertiendo llanto.
¡Ay!, cuántos esqueletos sus cuencas frías
Pondrán tras de las grietas que hay en sus fosas,
Y esperarán en vano, días y días
Que alguien llegue y mitigue sus espantosas,
Sus eternas y amargas melancolías.
Dulce veneno
Luego me dijo: "Aún cuando mi alma anhele
La virtud y odie la maldad y el vicio,
Ya ves, mi triste corazón se duele,
Al contemplar el hondo precipicio
A donde el Hado sin cesar me impele.
Con mi carga de amor y desconsuelo
Voy a un próximo fin, paso entre paso,
Rueda mi llanto hasta mojar el suelo
Y miro dulcemente hacia mi ocaso
Al ver la muda impavidez del cielo.
¡Ah, si acortar pudiera la jornada!
¡Es tan dura y tan grande mi fatiga,
Mi senda tan oscura y desolada,
Que quisiera morir! Hoy nada, nada
Fuera de ti, mi desazón mitiga.
Y yo te estoy matando. ¡Oh sí! Mis besos
Te envenenan en largo paroxismo
Quedas tras tus eróticos excesos;
Cuando en mi boca están tus labios presos,
Tu boca está en la boca de un abismo".
Yo exclamé: "¿Morir quieres? En el seno
Tú, mi cabeza, al expirar, coloca;
Y después, si es verdad que es un veneno
De tu boca la miel, yo también peno,
Mátame con la miel que hay en tu boca".
Colgóse entonces de mi cuello, hermosa,
Transfigurada y, llena de ternura,
Puso en mi labio el suyo, hecho de rosa
Y en una tregua larga y silenciosa
Lloramos de dolor y de ventura.
Ego sum
Es esta la imagen fría
De un poeta extravagante,
Que sin fuerzas de gigante
Soñó ser gigante un día;
Pero que tras lucha impía
Mustio y rendido cayó,
Pues apenas consiguió
Avivar más su deseo,
Y ser tan solo un pigmeo
Que aún sueña en lo que soñó.
El cóndor viejo
A Rafael Pombo.
I
En una roca de la sierra umbría
Vive un cóndor ya viejo y desplumado,
Que contempla la bóveda vacía
Con tan honda y tenaz melancolía,
Cual si estuviese allí petrificado.
Ya no puede volar y cuando empieza
La blanca nube a coronar la altura,
Envidioso la mira y con tristeza
Inclina taciturno la cabeza
Sobre su roca inconmovible y dura.
II
Sirve de escarnio a los demás cóndores
Que anidan en las cumbres de granito,
Y que, del hondo espacio triunfadores,
Bañan su cuello en mares de colores
Al desgarrar la aurora el infinito.
En la noche, en los hondos agujeros
De su peñón, donde las brisas suaves
Se refugian, él sueña cosas graves:
Ya, que eleva en el aire los corderos,
Ya, que agarra en las nubes a las aves.
III
Mas se mira las alas compungido
Y no halla en ellas ni siquiera rastro
De aquel tiempo en que hubiera hasta podido
Colgar su enorme y silencioso nido
De las rubias pestañas de los astros;
Cuando, al lanzarse en inauditos vuelos
Rozaba con el arco de sus plumas
Los bruñidos cristales de los hielos,
Al hundirse en el polvo de las brumas
Bajo el zafiro inmenso de los cielos;
IV
Cuando, el rugir del rey de los titanes,
El hondo mar que eterna rabia alienta,
Llegaba a los ignívomos volcanes
Por sentir estertores de tormenta
Y escuchar aleteos de huracanes,
Cuando, ávido de luz, a ambientes puros,
Del Sol siguiendo el luminoso paso,
Desde los altos peñascales duros
Iba a alumbrar sus ojos verdioscuros
En los rojos incendios del ocaso.
V
Yo conozco un poeta desplumado
Como el cóndor aquel, cuya presencia
Es un mísero escombro del pasado
¡Ya no puede volar! Hoy vive atado
A la roca fatal de la impotencia.
Eso pensé de ti; mas hoy que he visto
Que tú, viejo cóndor, con rudo aliento,
Subes aún rasgando el firmamento,
Presa del más atroz remordimiento.
VI
El mismo eres de ayer. La artera bala
Que cierto cazador disparó un día
Contra ti, no logró romperte el ala;
No eres momia ambulante todavía;
¡Tu espíritu inmortal vigor exhala!
Perdóname poeta, si atrevido
Quise herirte también; fúlgidos rastros
Nos dejas al volar; ¡no estás vencido!
¡Puedes aún colgar tu enorme nido
De las rubias pestañas de los astros!
El gran crimen
Su pupila brilló como una brasa
En la tiniebla de su rostro.
Ella,
Como tras de una nube nívea estrella,
Parecía irradiar bajo la gasa
De su túnica grácil:
Era una
Melancólica anémona
Entre una malla de fulgor de luna:
Un lánguido asfodelo
Que empezaba a dormir era.. ¡Desdémona!
Frágil y blanca, ante la noche: ¡Otelo!
El Sultán de los cielos implacables,
El demonio divino
Del odio y del amor, sus formidables
Ojos negros pasea
Por el inmóvil cuerpo venusino
De su amada
¡Su faz relampaguea
Como un carbonizado torbellino,
Como una tempestad sorda y obscura!
¡Ah, yo soy como Dios, que siempre hiere
Donde más ama! con dolor murmura
Y acerca su puñal a la blancura
De aquella carne casta, y grita ¡Muere!
¡Y hunde, hasta la dorada empuñadura,
La fina hoja que a su mano adhiere!.
¡Ni un ay! La sangre corre. Otelo llora:
Y parece ante Otelo
Aquella muerta, un témpano de hielo
Que nada en los carmines de una aurora.
¿Mayor crimen concibes?
¡Oh, qué execrable hora!
Era inocente. ¿Y tú? Ya ves: ¡tú vives!
En el salón
En tu melena, de la noche habita,
Temblaba una opulenta margarita
Como un astro fragante entre la sombra;
De pronto, con tristeza,
Doblaste la cabeza
Y rodó la la alta flor sobre la alfombra.
Sin verla, diste un paso
Y la flor destrozaste blandamente
Con tu escarpín de refulgente raso.
Yo, que aquello miraba, de repente
Con angustia infinita,
Al ver que la tortura deliciosa
Se alargaba de aquella flor hermosa,
Con voz que estrangulaba mi garganta
Dije a la flor ya exánime y marchita:
¡Quién fuera tú... dichosa margarita,
Para morir así... bajo su planta!
En las tardes brumosas del invierno
(IV de Gotas de Ajenjo)
En las tardes brumosas del invierno,
Cuando el sol taciturno, paso a paso
Va cayendo en las sombras del ocaso
Como envuelto en las llamas de un infierno,
Abro las mustias alas y me cierno
Por la infinita bóveda al acaso,
Falto de luz y de vigor escaso,
Presa de las nostalgias de lo eterno.
Y subo, subo, y cuando el ojo mío
Descubre entre los velos de la noche
Mi supremo ideal, en el vacío.
Una mano brutal mis olas cierra
Y caigo sin un ay, sin un reproche,
Sobre el fangal inmundo de la tierra.
¿En qué piensas?
Dime: cuando en la noche taciturna,
La frente escondes en tu mano blanca,
Y oyes la triste voz de la nocturna
Brisa que el polen de la flor arranca;
Cuando se fijan tus brillantes ojos
En la plomiza clámide del cielo...
Y mustia asoma entre tus labios rojos
Una sonrisa fría como el hielo;
Cuando en el marco gris de tu ventana
Lánguida apoyas tu cabeza rubia...
Y miras con tristeza en la cercana
Calle, rodar las gotas de la lluvia;
Dime: cuando en la noche te despiertas
Y hundes el codo en la almohada y lloras...
Y abres entre las sombras las inciertas
Pupilas como el sol abrasadoras;
¿En qué piensas? ¿en qué? ¡pobre ángel mío!
Piensas en nuestro amor despedazado
Ya, como el junco al ímpetu bravío
Del torrente que salta desbordado?
¿Piensas tal vez en las azules tardes
En que a la luz de tu mirada ardiente,
Mis ojos indecisos y cobardes
Posáronse en el mármol de tu frente?
¿O piensas en la hojosa enredadera
Bajo la cual un tiempo te veía
Peinar tu ensortijada cabellera,
Al abrirse los párpados del día?
¡Quién sabe! No lo sé, pero imagino
Que en esas horas de aparente calma,
Percibes mucha sombra en tu camino,
¡Sientes muchas tristezas en el alma!
Mas otro amante extinguirá tu frío,
Yo sé que tu pesar no será eterno;
Mañana vivirás en pleno estío...
Y yo, con mi dolor... ¡en pleno invierno!
Es medianoche
(XXV de Gotas de Ajenjo)
Es medianoche. En medio del recinto
Está solo el cadáver de la hermosa
Y en la pared, desmantelada y fría,
De su cara proyéctase la sombra.
El seductor se acerca, y en los labios
Del cadáver aquel su labio posa;
Y en la pared, sobre la sombra aquella,
Hace lo mismo su callada sombra.
Y murmura: Quizás mañana mismo,
Cuando yo ruede a la profunda fosa,
Como en esa pared en el infierno
Se besarán nuestras malditas sombras.
Flores negras
Oye: bajo las ruinas de mis pasiones,
Y en el fondo de esta alma que ya no alegras,
Entre polvo de ensueños y de ilusiones
Yacen entumecidas mis flores negras.
Ellas son el recuerdo de aquellas horas
En que presa en mis brazos te adormecías,
Mientras yo suspiraba por las auroras
De tus ojos, auroras que no eran mías.
Ellas son mis dolores, capullos hechos,
Los intensos dolores que en mis entrañas
Sepultan sus raíces, cual los helechos
En las húmedas grietas de las montañas.
Ellas son tus desdenes y tus reproches
Ocultos en esta alma que ya no alegras;
Son, por eso, tan negras como las noches
De los gélidos polos, mis flores negras.
Guarda, pues, este triste y débil manojo,
Que te ofrezco de aquellas flores sombrías;
Guárdalo, nada temas, es un despojo
Del jardín de mis hondas melancolías.
Guardo en mi pecho un trono
(LVIII de Gotas de Ajenjo)
Guardo en mi pecho un trono
Para la madre mía:
Que aunque ella me dio el ser, yo la perdono
Porque no supo el daño que me hacía.
¿Has contemplado, a lo lejos?
(VIII de Gotas de Ajenjo)
¿Has contemplado, a lo lejos,
Al sol que, paso a paso,
Va descendiendo al ocaso
Con su manto de reflejos,
Cómo por lúgubres huellas
Deja, en su triunfal descenso,
Cubierto el espacio inmenso
De crespones y de estrellas?
Así, niña, es el amor:
Como el sol, paso entre paso,
Cuando desciende a su ocaso
Y no da luz ni calor,
En el corazón herido,
Nos deja, en triste quebranto,
Por astros, gotas de llanto,
Y por tinieblas, olvido!
Humana
Hermosa y sana, en el pasado estío,
Murmuraba en mi oído, sin espanto:
"Yo quisiera morirme, amado mío;
Más que el mundo me gusta el camposanto".
Y de fiebre voraz bajo el imperio,
Moribunda ayer tarde, me decía:
"No me dejes llevar al cementerio...
Yo no quiero morirme todavía".
¡Oh Señor... y qué frágiles nacimos!
¡Y qué variables somos y seremos!
¡Si la tumba está lejos... la pedimos!
¡Pero si cerca está...no la queremos!
Huyeron las golondrinas
(VI de Gotas de Ajenjo)
Huyeron las golondrinas
De tus alegres balcones;
Ya en la selva no hay canciones
Sino lluvias y neblinas.
Me da el pesar sus espinas
Sólo porque a otras regiones
Huyeron las golondrinas
De tus alegres balcones.
Insondables aflicciones
Se posan entre las ruinas
De mis ya muertas pasiones.
¡Ay, que con las golondrinas
Huyeron mis ilusiones!
Idilio eterno
Ruge el mar, se encrespa y se agiganta;
La luna, ave de luz, prepara el vuelo
Y en el momento en que la faz levanta,
Da un beso al mar, y se remonta al cielo.
Y aquel monstruo indomable, que respira
Tempestades, y sube y baja y crece,
Al sentir aquel ósculo, suspira...
Y en su cárcel de rocas... se estremece!
Hace siglos de siglos que, de lejos,
Tiemblan de amor en noches estivales;
Ella le da sus límpidos reflejos,
Él le ofrece sus perlas y corales.
Con orgullo se expresan sus amores
Estos viejos amantes afligidos;
Ella le dice "¡te amo!" en sus fulgores,
Y él responde "¡te adoro!" en sus rugidos.
Ella lo aduerme con su lumbre pura,
Y el mar la arrulla con su eterno grito
Y le cuenta su afán y su amargura
Con una voz que truena en lo infinito.
Ella, pálida y triste, lo oye y sube
Le habla de amor en su celeste idioma,
Y, velando la faz tras de la nube,
Le oculta el duelo que a su frente asoma.
Comprende que su amor es imposible,
Que el mar la acopia en su convulso seno,
Y se contempla en el cristal movible
Del monstruo azul, en que retumba el trueno.
Y, al descender tras de la sierra fría,
Le grita el mar: "¡en tu fulgor me abraso!"
¡No desciendas tan pronto, estrella mía!
¡Estrella de mi amor, detén el paso!
¡Un instante mitiga mi amargura,
Ya que en tu lumbre sideral me bañas!
¡No te alejes! ¿No ves tu imagen pura,
Brillar en el azul de mis entrañas?
Y ella exclama, en su loco desvarío:
"¡Por doquiera la muerte me circunda!
¡Detenerme no puedo monstruo mío!
¡Compadece a tu pobre moribunda!
¡Mi último beso de pasión te envío;
Mi postrer lampo a tu semblante junto!".
Y en las hondas tinieblas del vacío,
Hecha cadáver se desploma al punto.
Entonces, el mar, de un polo al otro polo,
Al encrespar sus olas plañideras,
Inmenso, triste, desvalido y solo,
Cubre con sus sollozos las riberas.
Y al contemplar los luminosos rastros
Del alba luna en el oscuro velo,
Tiemblan, de envidia y de dolor, los astros
En la profunda soledad del cielo.
¡Todo calla!... El mar duerme, y no importuna
Con sus gritos salvajes de reproche;
¡y sueña que se besa con la luna
En el tálamo negro de la noche!
La gran tristeza
Una inmensa agua gris, inmóvil, muerta,
Sobre un lúgubre páramo tendida;
A trechos, de algas lívidas cubierta;
Ni un árbol, ni una flor, todo sin vida,
¡Todo sin alma en la extensión desierta!
Un punto blanco sobre el agua muda,
Sobre aquella agua de esplendor desnuda,
Se ve brillar en el confín lejano:
Es una garza inconsolable, viuda,
Que emerge como un lirio del pantano.
Entre aquella agua, y en lo más distante,
¿Esa ave taciturna en qué medita?
¡No ha sacudido el ala un solo instante,
Y allí parece un vivo interrogante
Que interroga a la bóveda infinita!
Ave triste, responde: Alguna tarde
En que rasgabas el azul de enero
Con tu amante feliz, haciendo alarde
De tu blancura, ¿el cazador cobarde
Hirió de muerte al dulce compañero?
¿O fue que al pie del saucedal frondoso,
Donde con él soñabas y dormías,
Al recio empuje de huracán furioso,
Rodó en las sombras el alado esposo
Sobre las secas hojarascas frías?
¿O fue que huyó el ingrato, abandonando
Nido y amor, por otras compañeras,
Y tú, cansada de buscarlo, amando
Como siempre, lo esperas sollozando,
O perdida la fe... ya no lo esperas?
Dime: ¿Bajo la nada de los cielos,
Alguna noche la tormenta impía
Cayó sobre el juncal, y entre los velos
De la niebla, sin vida tus polluelos
Flotaron sobre el agua... al otro día?
¿Por qué ocultas ahora la cabeza
En el rincón del ala entumecida?
¡Oh, cuán solos estamos! Ve, ya empieza
A anochecer: ¡Qué igual es nuestra vida!...
¡Nuestra desolación! ¡Nuestra tristeza!
¿Por qué callas? La tarde expira, llueve,
Y la lluvia tenaz deslustra y moja
Tu acolchado plumón de raso y nieve.
¡Huérfano soy!...
¡La garza no se mueve...
Y el sol ha muerto entre su fragua roja!
Los besos en los ojos
¿Y los ojos? Son ánforas repletas
De luz espiritual, ventanas puras
De cuyo marco penden las violentas
De las ojeras místicas y oscuras.
Los ojos son los faros de la vida,
Son los cristales donde amor asoma
Su faz como una rama florecida
Hecha de lumbre y de celeste aroma.
Los besos en los ojos, todo beso
Que en los ojos se da, se da en el alma;
Beso dulce, castísimo. Por eso
Cuando tras de besar tus labios rojos
Quiero infundir a mis sentidos calma
Pongo a soñar mis labios en tus ojos.
Madrigal
¿Me quieres? ¡Que tu acento me lo diga
Ante aquel sol que muere en el ocaso!
Tú, que mitigas mi pesar... ¡mitiga
Esta fiebre voraz en que me abraso!
Tembló su labio y balbució: ¡Lo juro!
Sus tachonadas puertas entreabría
La muda noche en la extensión vacía:
Y en mi espíritu lóbrego y oscuro...
En aquel mismo instante amanecía!
Monotonías
I
Se están poniendo tristes
Las tardes de verano;
Ya no se ve en los cielos
Siquiera un arrebol.
Y está desierto el bosque
Y está marchito el llano
¡Qué triste va muriendo
Tras de la sierra el sol!
Es que tras de la bruma,
Que el horizonte cierra,
El blanco apoya
La frente en su bordón.
Mas, ¿qué importa ese frío
De cielo, mar y tierra,
Si fuego, amor y abrigo
Te da mi corazón?
II
Oye, el cierzo rasguña la vidriera:
Llegó el invierno al fin pero el estío
Surge en mi amante corazón; afuera
Cae la lluvia, el cielo está sombrío.
Mas, no importa, bien mío,
Porque en mi corazón hay una hoguera
Que te dará calor si sientes frío.
III
¡Mientras que tú me inundas
En la onda fragante de tu aliento,
Oye, el ala del viento
Arrebata las hojas moribundas!
Pero ese viento helado
No llegará hasta ti, ni la llovizna
Tu cuerpo mojará, ni ese nublado,
Que el triste cielo de la tarde tizna,
Te quitarán la luz: corto es el trecho
Que nos separa. ¡Ven! La chimenea
Fría está ni una brasa.
¡Ven! La cabeza pon sobre mi pecho:
Así más cerca que tus ojos vea
Mientras el soplo del invierno pasa
¡Oh, que este invierno interminable sea!
No os enorgullezcáis
(XXII de Gotas de Ajenjo)
No os enorgullezcáis, niñas hermosas,
Porque líneas tenéis esculturales:
Vuestras carnes se pudren, y, en las fosas,
Todos los esqueletos son iguales.
¡Oh, muerte!
Amad la muerte, amadla. Ella procura
El supremo descanso, ella nos guía
En el camino del silencio, es fría
Pero buena; ella mata la amargura.
Ella es la maga de la sombra es pura
Y eterna y todos la llamáis impía.
¿Por qué? ¿Porque nos besa en la agonía,
Y un tálamo nos da en la sepultura?
La muerte es la ceniza de la llama;
Es el "no ser" de lo que vibra; muda
Ante el placer o el infortunio, ama:
El sueño, matador de los dolores;
La calma, que del daño nos escuda,
Y la tierra que es madre de las flores.
Oye, tus ojos tan profundas huellas dejaron
(LXII de Gotas de Ajenjo)
Oye, tus ojos tan profundas huellas
Dejaron para siempre en mis entrañas,
Que en las noches tranquilas
Suelo mirar absorto las estrellas
Sobre la cresta azul de las montañas,
Tan solo porque en ellas
Me parece que miro tus pupilas
Rodar tras de la red de tus pestañas.
Presa, entonces, de trágica agonía,
Pierdo toda mi calma,
Y hasta el fondo del alma
Torno azorado la mirada mía;
Y al contemplar de tus desdén los rastros,
Por no ver más tus ojos, bien quisiera,
Con ira de pantera,
Rasgar los cielos y extinguir los astros.
Oyendo está tus rumores
(III de Gotas de Ajenjo)
Oyendo está tus rumores
Allá abajo el ángel mío;
Corre y llévale estas flores
Que deshojo en tus hervores
Corre, corre, manso río.
Corre y dile que la adoro,
Que estoy pálido y sombrío,
Que por sus desdenes lloro,
Y dile que es mi tesoro;
Pero, corre, manso río.
Mas si no oye mi quebranto,
Si desdeña el amor mío,
Entonces llévale el llanto
Que estoy vertiendo hace tanto
Sobre tus ondas ¡oh, río!
¿Oyes? La lluvia cae
(LX de Gotas de Ajenjo)
¿Oyes? La lluvia cae. Tengo frío.
La noche tiembla. El cierzo hace pedazos
Las ramas de los árboles. El río
Muge rabioso. Estréchame en tus brazos.
Posa tu boca en el semblante mío.
¿Ya no me quieres? ¡Abre, tengo frío!
¿Por qué has tardado tanto? ¡Tengo sueño!
Sufro. La vida me atormenta. Agudas
Me hinca las uñas con brutal empeño
La zarpa del dolor mas tú me escudas.
¡Entra, oh Muerte adorada! ¡Sé mi dueño!
Quiero dormir contigo. Tengo sueño.
¡Pasa ya!
Errante nube que pasas
Por el cielo, ¿a dónde vas?
¡Al sur! Si a mi patria llegas,
Y ves a mi amada, dile
Que no la olvido jamás.
Desátate en densa lluvia
Sobre su jardín, y ve
Si están mustias por mi ausencia,
Si sus flores están tristes,
Y diles que volveré.
Errante nube que pasas,
¿De dónde vienes? De allá
¿Viste a mi amada? ¡Con otro!
¿Viste sus flores? ¡Alegres!
¡Nube negra, pasa ya!
Pordioseros de amor
Mis ojos son dos mendigos
Que van hambrientos de luz
Mirando hacia un hondo cielo
Sin astros y sin azul.
Hoy han tocado a tu puerta,
Si eres compasiva tú,
¡Enséñales tus pupilas
Llenas de sol y de azul
Y dales una mirada
Una limosna de luz!
Mis labios son dos mendigos
Que están sedientos de miel
Porque en la vida apuraron
La amargura hasta la hez.
Hoy han llamado a tu puerta;
¿Quieres hacerles un bien?
¡Enséñales la sonrisa
De tus labios de clavel,
Y dales un beso un beso
Como limosna de miel!
¿Quién oye?
De noche, bajo el cielo desolado,
Pienso en tu amor y pienso en tu abandono,
¡Y miro en mi interior deshecho el trono
Que te alcé como a un ídolo sagrado!
¡Al ver mi porvenir despedazado
Por tu infidelidad, crece mi encono!
Mas, como sé que sufres, te perdono...
¡Oh, tú jamás me hubieras perdonado!
Mis lágrimas, en trémulo derroche,
Ruedan al fin, y luego, en inaudito
Arranque, a Dios elevo mi reproche...
¡Pero se pierde entre el negror mi grito
Y sólo escucho, en medio de la noche,
Del silencio el monólogo infinito!
Resurrecciones
Algo se muere en mí todos los días;
La hora que se aleja me arrebata,
Del tiempo en insonora catarata,
Salud, amor, ensueños y alegrías.
Al evocar las ilusiones mías, Pienso:
"¡Yo, no soy yo!" ¿Por qué, insensata,
La misma vida con su soplo mata
Mi antiguo ser, tras lentas agonías?
Soy un extraño ante mis propios ojos,
Un nuevo soñador, un peregrino
Que ayer pisaba flores y hoy... abrojos.
Y en todo instante, es tal mi desconcierto,
Que, ante mi muerte próxima, imagino
Que muchas veces en la vida... he muerto.
Reto
Si porque a tus plantas ruedo
Como un ilota rendido
Y una mirada te pido
Con temor, casi con miedo;
Si porque ante ti me quedo
Estático de emoción,
Sintiendo que el corazón
Se va en mi pecho a romper,
Piensas que siempre he de ser
Esclavo de mi pasión.
Te equivocas, te equivocas,
Fresco y fragante capullo
Yo quebrantaré tu orgullo
Como el minero las rocas.
Si a la lucha me provocas,
Dispuesto estoy a luchar:
Tú eres espuma, yo mar
Que en sus cóleras confía.
¿Me haces llorar? Algún día
Yo también te haré llorar.
Te haré llorar; y después
De que tú también rendida,
Me ofrezcas toda tu vida
Perdón pidiendo, a mis pies,
Como mi cólera es
Formidable en sus accesos,
¿Sabes tú lo que haré en esos
Instantes de indignación?
Arrancarte el corazón
Para comérmelo a besos.
Si la noche se lleva, en su fúnebre manto
Si la noche se lleva,
En su fúnebre manto,
La humedad de mis lágrimas
Y el rumor de mi canto.
Y si el día se lleva,
Cuando abandona el mundo,
Los amargos sollozos
De mi pecho profundo.
¿Por qué se irán las noches
Por qué se irán los días
Sin llevarse una sola
De mis melancolías?
Soneto
Toma mi cuerpo, madre, te lo entrego
Ensangrentado como me lo diste;
Sólo que a ti va ahora mudo y ciego,
Menos lloroso, sí, pero más triste.
Gracias, madre; fue hermoso, tuvo suerte,
El mejor vino y el amor más loco
Gozó en la lucha pero poco a poco
Lo echó el asco en los brazos de la muerte.
Dale un gran beso de perdón; no llores,
No vayas a llorar; agradecida
Pronto lo estrechará la madre Tierra.
¡Tú y ella, mis dos madres, mis amores!
¡Alégrate: la vida, la gran vida
Comienza en toda tumba que se cierra!
Soneto rondel
Cantaba el ruiseñor su serenata.
En el nocturno piélago se hundía
Detrás de la imponente serranía
La luna como góndola de plata.
Cantaba el ruiseñor su melodía.
En mi mente el recuerdo de la ingrata
Mujer que en llanto mi dolor desata,
Como un rayo de sol resplandecía.
Cantaba el ruiseñor bajo la umbría.
Así como la niebla se delata
Se dilataba mi melancolía.
Y en tanto que por la mujer ingrata
En llanto mi dolor se deshacía,
Cantaba el ruiseñor su serenata.
Tanto me odias
(L de Gotas de Ajenjo)
Tanto me odias, me aborreces tanto,
Que pienso que algún día
Irás al camposanto
A hollar la hierba de la tumba mía.
Ojalá, nada importa que furiosa
Pises allí sobre mi cuerpo helado:
Con tu pie, diminuto y delicado,
Perfumarías la hierba de mi fosa.
¿Sabes lo que me aterra
De la muerte y me espanta?
No estar a flor de tierra,
Entonces, ¡ay!, para besar tu planta.
Te di el perdón
(XIII de Gotas de Ajenjo)
Te di el perdón y te alargué mi mano;
Tú me juraste redimirte, al verte
Libre de mal, y lejos de la muerte
Y de la podre del comercio humano.
Te salvé del abismo, del insano
Foco en que te podrías como inerte
Piltrafa en feria; trastoqué tu suerte,
Sin ambición, sin interés liviano.
¿Y has caído de nuevo en el pantano;
Y a pedirme perdón vienes ahora?
¿Y otra vez vienes a jurar en vano?
¡No más disculpas de ocasión murmures!
¡Llora, sí, llora mucho! ¡Llora, llora!
Y ven si quieres, pero nada jures.
Tú no sabes amar
(X de Gotas de Ajenjo)
Tú no sabes amar: ¿acaso intentas
Darme calor con tu mirada triste?
El amor nada vale sin tormentas,
Sin tempestades el amor no existe.
Y sin embargo, ¿dices que me amas?
No, no es amor lo que hacia mí te mueve;
El Amor es un sol hecho de llama,
Y en los soles jamás cuaja la nieve.
¡El amor es volcán, es rayo, es lumbre,
Y debe ser devorador, intenso,
Debe ser huracán, debe ser cumbre
Debe alzarse hasta Dios como el incienso!
Pero tú piensas que el amor es frío;
Que ha de asomar en ojos siempre yertos,
Con tu anémico amor anda, bien mío,
Anda al osario a enamorar los muertos.
Tus ojos
I
Ojos indefinibles, ojos grandes,
Como el cielo y el mar hondos y puros
Ojos como las selvas de los Andes;
Misteriosos, fantásticos y oscuros.
II
Ojos en cuyas místicas ojeras
Se ve el rastro de incógnitos pesares,
Cual se ve en la aridez de las riberas
La huella de las ondas de los mares.
III
Miradme con amor, eternamente,
Ojos de melancólicas pupilas,
Ojos que semejáis bajo su frente,
Pozos de aguas profundas y tranquilas.
IV
Miradme con amor, ojos divinos,
Que adornáis como soles su cabeza,
Y encima de sus labios purpurinos,
Parecéis dos abismos de tristeza.
V
Miradme con amor, fúlgidos ojos,
Y cuando muera yo, que os amo tanto
Verted sobre mis lívidos despojos,
El dulce manantial de vuestro llanto.
¿Ves esa vieja?
¿Ves esa vieja escuálida y horrible?
Pues oye; aunque parézcate imposible,
Fue la mujer más bella entre las bellas;
El clavel envidió sus labios rojos,
Y ante la luz de sus divinos ojos
Vacilaron el sol y las estrellas.
Y hoy, ¿quién puede quererla? ¿Quién un beso
Podrá dejar en su semblante impreso?
¡Yo!, me dijo el extraño que me oía
Yo que por ella en la existencia lucho,
Que soy feliz cuando su voz escucho
¡Esa vieja es la hermosa madre mía!
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