Luz Machado nació en Ciudad Bolívar, Venezuela, en 1916, y falleció en Caracas, en el año 1999. Periodista, poeta, desarrolló también la crítica literaria. Cofundadora de la revista “Contrapunto”. Diplomática, activista política, estudiantil, cultural. Cofundadora del Círculo Escritores de Venezuela. Medalla de Plata de la Asociación de Escritores Venezolanos, Miembro de la Sociedad Bolivariana. Seudónimo: Agata Cruz. Recibió distinciones, como las Ordenes Francisco de Miranda (1993) y Congreso de Angostura (1996). La Universidad de Guayana le concedió el Doctorado Honoris Causa (1996). Recibió el premio Municipal de Poesía (1946) y el Premio Nacional de Literatura (1987). Sus poemariosùblicados: Ronda (1941), Variaciones en tono de amor (1943), Vaso de resplandor (1946), Poemas (1948), La espiga amarga (1950), Poemas (1951), Canto al Orinoco (plaq. 1953), Sonetos nobles y sentimentales (1956), Cartas al señor Tiempo (1959), La casa por dentro (1965), Poemas sueltos (plaquette 1965), Sonetos a la sombra de Sor Juana Inés de la Cruz (1966), La ciudad instantánea (1969), Retratos y tormentos (1973), Soneterío (1973), Palabra de honor (1974), Poesía de Luz Machado, Antología (1980), A sol y a sombra (1992), Libro del abuelazgo (1997).
LA CASA POR DENTRO
La casa necesita mis dos manos.
Yo debo sostener su cal como mis huesos,
su sal como mis gozos,
su fábula en la noche
y el sol ardiendo en mitad de su cuerpo.
Deben dolerme las cortinas y sus gaviotas
muertas en el vuelo.
Conmoverme el jardín y su antifaz de flores dibujado,
el ladrillo inocente acusado
de no haber alcanzado los espejos,
y las puertas abiertas para las recién casadas
con su rumor de arroz creciendo bajo el velo.
Debo atender su réplica del universo,
la memoria del campo en los floreros,
la unánime vigilia de la mesa,
la almohada y su igualdad de pájaros dispersos,
la leche con el rostro del amanecer bajo la frente
con esa yerta soledad de una azucena
simplemente naciendo.
Debo quererla entera, salida de mis manos
con la gracia que vive de mi gracia muriendo.
Y no saber, no saber que hay un pueblo de trébol
con el mar a la puerta
y sin nombres
ni lámparas.
EN MI HABITACIÓN
Aquí están mis zapatos, con la forma
de los pasos y el pie que los dispone.
Aquí están mis vestidos, mis blusas y mis faldas
y mi ropa interior,
liviana y sencilla como una campánula silvestre
ya marchita,
mis medias que olvidaron las orugas
y han conocido antes la máquina y el ruido,
y después el latido y la huella;
mi paraguas, lánguido capullo, calabaza
del color del durazno y la cayena,
oh, mi mejor amigo defendiéndome
del cielo y su arrebato.
Espejos, libros, memorias de los viajes,
la música viniendo desde lejos,
su posada mariposa libérrima,
un lecho donde el sueño sólo es más sueño,
una lámpara antigua de la abuela materna,
una diversa advocación de vírgenes y santos
para la belleza y por los hijos, para la soledad,
esta máquina de escribir que llena de picotazos el silencio
como una gaviota furiosa y hambrienta
contra la huidiza verdad del mar,
este olor que de pronto se viene del jazmín
del jardín, desde la calle
a pelear contra el mío y mis perfumes
saliéndose de mí o del armario abierto.
Y retratos.
Y la vida haciendo ruido adentro y en torno
en cada día que pasa.
LA ESPIGA AMARGA 1950
POEMA EN EL UMBRAL
Comparezco ante la tempestad
con un espejo de rosas en las manos.
Para qué huir si el relámpago es cielo fugitivo
y en el trueno cabalga un arcángel herido?
Comparezco ante la tempestad con los ojos abiertos
y recibo en la lluvia el mensaje del génesis.
El mar bajo mis pies salva azules panteras.
La espuma en mis rodillas salva serpientes de oro.
El aire contra el pecho salva fantasmas bellos
y sofoca doncellas y liras en la noche.
Alto es el muro, alto. El mar sube y me habla.
Y en mis manos esconde sus estrellas salobres.
-En donde están los hombres y el amor entre ellos?
Alto es el muro, alto. La soledad responde.
-Prestadme de la infancia su abanico de yerba.
El muro es alto, alto. Las nubes lo conquistan.
-Quién esconde los pueblos de la luz en el cinto?
El muro crece y crece y apenas miro el aire.
La soledad es una aldea con campanas y esta noche agonizan las estatuas.
Quiebra, alma mía. tu espejo de rosas con mis manos.
La muerte hizo una máscara azul con la tormenta.
EMBRIAGUEZ DE LA MUERTE
Quiero una casa de piedra junto al mar.
Quiero saber que detrás de cada cosa
estarías esperando mi pecho para caer,
como un oleaje.
Que echarías tu cabeza de diamante imprevisto
en el agua madura de mis hombros,
buscando, como um pez ávido de soledad,
un par de lunas de limo detenido
en las que un bosque antiguo recogiera sus iniciales savias.
Yo calzaría el crepúsculo entero entre mis dedos
probándome su herencia de anillos,
esperando que creciera en mi cara el polen de la eternidad.
Y tu dirías:
soplo el tiempo ? descubro la llama
que habrá de cortar por siempre
esta piedra frutal de tu ceniza
mordida entre los dientes fríos de la muerte.
Y yo sentiría crecer todas las magnolias del mundo bajo el mar.
Eras un marino ciego contando barcos
por el recuerdo de las constelaciones en e1 puerto.
Y encendías con pequeñas cartas tu pipa azul
lamida con lenta lengua insomne.
Abrías en tus rodillas un álbum temporal de estampas sueltas
y clavabas con embriagados dedos las palabras
y sus mariposas secas en el resplandor del vuelo.
Sucias arañas nocturnas
derramaban las fechas de tus vinos más lentos
y en la piel te crecía una yerba de cántico enraizada en los huesos
cuando me recordabas.
Entonces yo tenía la edad de las campanas.
Pero no conocía el verde campanario del mar
Ahora recibo la convulsa marejada
y una voz nunca oída levanta, fecundando, árboles de adentro.
Y un cinturón de islas me descubre fronteras
y arden bajo las sienes vastos campos de frío.
Tú, con ojos agrarios, vivos ahora y ciertos
frente a los míos de uva, de retama y de estío,
me sacudes, me llamas, breve fuego perdido,
y me ofreces tu red de peces aturdidos.
Y vigilo esa hora de légamos nocturnos
para que permanezca intacta,
porque sólo en la noche el sueño me recibe
con el dedo de Dios sobre la boca,
y el sigilo me unta sus bálsamos oscuros
y paso por el tiempo como una bestia pura.
Esa casa en el mar tendría izadas las banderas más claras del día
y jugaríamos a un viaje por todos los países
recreando sus colores en nuestra latitud.
En el aire leeríamos el diario de los pájaros
y ya podríamos hallar la luz en la pupila ciega de las frutas.
Cuando la tempestad abriera su abanico de inmensas plumas negras,
y una lengua de azufre buscara el pubis roto de los ángeles muertos,
nuestros pies estarían juntos y quietos, abandonados,
sobre el ramaje violento de la oscuridad,
pero entre nuestras manos Abel encontraría sus ramos de diamante.
Cuando la lluvia derramara su selva de abedules
y erigiera campanarios de frío llamando los bronces
enterrados en el fondo del océano;
cuando el agua soplara sobre el rostro de la tierra
las praderas del polvo entre la savia,
-como tú la eternidad sobre mi cara-
yo sé que nuestros cabellos tañerían sus liras
de betún pudoroso convocando ternuras,
como sirenas viejas buscando una ostra azul.
Cuando las estrellas descubrieran sus rodillas
y la luna copiara la playa en miniatura
y cayera de bruces en el pulso del mar
con su reloj de agujas de amaranto,
recorreríamos lentas avenidas
como un par de criaturas de pronto detenidas
en el resplandor del cántico
y su íntima y solitaria iglesia iluminada.
Quiero una casa de piedra junto al mar.
Tendrá que ser se piedra porque hay sal en la ola
y en el alga la orilla exprime ácidos zumos.
Y habremos de estar juntos, como dos piedras juntas,
veraces en el polvo,
sustentando los nombres del amor en el tiempo;
tan claros ya los huesos que erigirán ventanas minerales;
ebrios en la dulzura violeta del racimo,
con la sangre alentando fábulas de palomas,
con la antigua certeza de una estatua sin rostro rescatada del mar.
La muerte es una casa de piedra junto al mar.
ELEGIA POR EL ALMA DE LAS PALABRAS
Donde esta y que señal la hace conocida.
Si sólo encuentro de ella recados en el vino apuntes en el llanto,
huellas en las campanas, grabados en el árbol, alfabeto en el aire,
y en las sienes siento clavados sus ojos fríos
como un par de golondrinas muertas en un friso.
Si apenas queda el cuerpo, las letras solamente,
húmedas en amor, violadas en amigo,
inútiles en paz, mutiladas en fé.
Si desborda en las manos.
un soterrado fuego como vuelo siniestro.
Ah, su piel de marisma embriagadora y ávida,
su memoria transida de aroma y podredumbre,
su harina compañera, su ronda azul de bosque,
su temblor de ala abierta diciendo adiós y vente.
Ah! Las palabras nuevas, símbolos del comienzo,
prólogo de los hombres ante las piedras mudas,
asombro de los labios por donde se escapaban
con esa gracia turbia del hijo que se pare.
Ah! las palabras limpias como las uvas verdes.
Las palabras redondas como horizonte y tierra.
Las palabras agudas, puñales de las voces,
las palabras quebradas como rayos celestes,
las palabras oscuras abriendo pensamientos
bajo el día de la frente.
Y esas de la penumbra: carta, desvelo, beso.
y las claras, las frescas, las luminosas, ágiles:
lebreles, frutas, fuentes, cristales, días, ventanas.
Las cósmicas: sed, tiempo, libertad, luz, criatura.
las leves de los aires, las raudas de los vuelos.
Las de la ira, sórdidas. Las del fracaso, ácidas.
Las abiertas de ausencia: costa, puerta, fantasma.
Las rectas, como hombre. Las falsas: hombre-espejo.
Las fieles: hombres-hombres, y hombre-hijo, de sangre.
Y arriba, abajo, ser: escala de infinito,
tantálica raíz, vendimia prometeica.
En dónde está, hasta cuándo, alma suya y tan nuestra,
violento cielo, ávido corazón de la muerte,
cabellera maldita inasible y ardiente.
Somos aquí con ella. Somos aquí por ella.
en cada instante creando nuestro dios verdadero.
Yo doy esta campana del inefable llanto,
esta campana grávida del cobre de la estrella
para llamar sin tregua la rosa de los vientos,
para saber los nombres de la babel perdida,
para marcharnos juntos, para marchar por ella,
que acaso Dios la guarda bajo la sien como una mariposa clavada,
perseguida por todos,
arrojada del tiempo como de un paraíso.
por un ángel sonoro y su espada de cántico.
Donde esta y que señal la hace conocida.
Si sólo encuentro de ella recados en el vino apuntes en el llanto,
huellas en las campanas, grabados en el árbol, alfabeto en el aire,
y en las sienes siento clavados sus ojos fríos
como un par de golondrinas muertas en un friso.
Si apenas queda el cuerpo, las letras solamente,
húmedas en amor, violadas en amigo,
inútiles en paz, mutiladas en fé.
Si desborda en las manos.
un soterrado fuego como vuelo siniestro.
Ah, su piel de marisma embriagadora y ávida,
su memoria transida de aroma y podredumbre,
su harina compañera, su ronda azul de bosque,
su temblor de ala abierta diciendo adiós y vente.
Ah! Las palabras nuevas, símbolos del comienzo,
prólogo de los hombres ante las piedras mudas,
asombro de los labios por donde se escapaban
con esa gracia turbia del hijo que se pare.
Ah! las palabras limpias como las uvas verdes.
Las palabras redondas como horizonte y tierra.
Las palabras agudas, puñales de las voces,
las palabras quebradas como rayos celestes,
las palabras oscuras abriendo pensamientos
bajo el día de la frente.
Y esas de la penumbra: carta, desvelo, beso.
y las claras, las frescas, las luminosas, ágiles:
lebreles, frutas, fuentes, cristales, días, ventanas.
Las cósmicas: sed, tiempo, libertad, luz, criatura.
las leves de los aires, las raudas de los vuelos.
Las de la ira, sórdidas. Las del fracaso, ácidas.
Las abiertas de ausencia: costa, puerta, fantasma.
Las rectas, como hombre. Las falsas: hombre-espejo.
Las fieles: hombres-hombres, y hombre-hijo, de sangre.
Y arriba, abajo, ser: escala de infinito,
tantálica raíz, vendimia prometeica.
En dónde está, hasta cuándo, alma suya y tan nuestra,
violento cielo, ávido corazón de la muerte,
cabellera maldita inasible y ardiente.
Somos aquí con ella. Somos aquí por ella.
en cada instante creando nuestro dios verdadero.
Yo doy esta campana del inefable llanto,
esta campana grávida del cobre de la estrella
para llamar sin tregua la rosa de los vientos,
para saber los nombres de la babel perdida,
para marcharnos juntos, para marchar por ella,
que acaso Dios la guarda bajo la sien como una mariposa clavada,
perseguida por todos,
arrojada del tiempo como de un paraíso.
por un ángel sonoro y su espada de cántico.
Y OTRO DlA ...
Hay que dejar en las ciudades algo.
Para qué vamos hacia ellas si cuando nos marchamos
no sentimos en el pecho una pequeña piedra oscura,
golpeándonos?
Nada es decir: yo conozco esas calles
yesos árboles limpios de la savia de un año.
He recogido la última soledad de la noche
antes de que la luz despierte sus praderas.
Sé por dónde han venido las bestias mas pequeñas
a beber solitarias en el mediodía
y cómo sopla el viento las cortinas
cuando pasa la lluvia.
He visto hacia qué abismo dirigen las cascadas
sus pequeñas flotas de espuma;
bajo cuál puente oscuro se guarece la muerte;
hacia dónde vuelan las hojas de los libros rotos.
He oído los perros mordiendo mendrugos
debajo de las mesas solitarias
y sé a qué horas la constelación
abre su cintura de puerros resplandecientes
y cuenta la claridad con las estrellas
que penden de su espada mínima y sosegada.
Jardines, casas, campos y caminos
corren la misma suerte de los hombres.
El día, la tarde, la noche son tres flores distintas
con un aroma eterno y verdadero.
Toda esa ciudad yo la conozco, puedo decir.
Pero nada vale decirlo si no duele:
Amor, palabra, estatua, mujer, árbol, poema.
Porque hay que sabernos después, esperando
entre carbón y sed
la isla sumergida.
Y que después lleguen tempestades y nos hallen
de pie en granos de arena contando nuestros dedos.
Y que después vengan a estrujarnos banderas podridas en los ojos
y nos nieguen decir las palabras sagradas.
Y que después vengan y nos corten los pies y nos cieguen y hieran
Y en la frente nos claven máscaras de piel sucia.
Y que después, solos,
cuando recordemos que hemos estado en una ciudad
y hemos perdido en ella algo,
sintamos un molino de cien ruinas
moliéndonos el aire en las entrañas
padezcamos un ramo de violetas
como un alumbramiento de cal viva y de espanto;
oigamos las sirenas de los barcos partiendo
y no podamos irnos ni en la luz de una lágrima.
Que después que hayamos estado en una ciudad
perdiendo algo no poseído nunca,
un arrebol nos hiera con su puñal de pluma colorada
y nos parezca que sobre la cintura de las uvas más dulces,
pasa un volcán calzando un par de botas negras.
Hay que dejar en las ciudades algo.
Para qué vamos hacia ellas si cuando nos marchamos
no sentimos en el pecho una pequeña piedra oscura,
golpeándonos?
Nada es decir: yo conozco esas calles
yesos árboles limpios de la savia de un año.
He recogido la última soledad de la noche
antes de que la luz despierte sus praderas.
Sé por dónde han venido las bestias mas pequeñas
a beber solitarias en el mediodía
y cómo sopla el viento las cortinas
cuando pasa la lluvia.
He visto hacia qué abismo dirigen las cascadas
sus pequeñas flotas de espuma;
bajo cuál puente oscuro se guarece la muerte;
hacia dónde vuelan las hojas de los libros rotos.
He oído los perros mordiendo mendrugos
debajo de las mesas solitarias
y sé a qué horas la constelación
abre su cintura de puerros resplandecientes
y cuenta la claridad con las estrellas
que penden de su espada mínima y sosegada.
Jardines, casas, campos y caminos
corren la misma suerte de los hombres.
El día, la tarde, la noche son tres flores distintas
con un aroma eterno y verdadero.
Toda esa ciudad yo la conozco, puedo decir.
Pero nada vale decirlo si no duele:
Amor, palabra, estatua, mujer, árbol, poema.
Porque hay que sabernos después, esperando
entre carbón y sed
la isla sumergida.
Y que después lleguen tempestades y nos hallen
de pie en granos de arena contando nuestros dedos.
Y que después vengan a estrujarnos banderas podridas en los ojos
y nos nieguen decir las palabras sagradas.
Y que después vengan y nos corten los pies y nos cieguen y hieran
Y en la frente nos claven máscaras de piel sucia.
Y que después, solos,
cuando recordemos que hemos estado en una ciudad
y hemos perdido en ella algo,
sintamos un molino de cien ruinas
moliéndonos el aire en las entrañas
padezcamos un ramo de violetas
como un alumbramiento de cal viva y de espanto;
oigamos las sirenas de los barcos partiendo
y no podamos irnos ni en la luz de una lágrima.
Que después que hayamos estado en una ciudad
perdiendo algo no poseído nunca,
un arrebol nos hiera con su puñal de pluma colorada
y nos parezca que sobre la cintura de las uvas más dulces,
pasa un volcán calzando un par de botas negras.
FLORES EN LA NOCHE
Hay que enterrar vivas las flores.
Para. esa que tiene seis pétalos tranquilos
en terciopelo de óvalos morados,
y para aquélla que recuerda lentas cabalgaduras
con penachos rojos,
y para ésta viva en mi memoria,
para cualquiera pediría lo mismo viéndolas distantes,
tan hermosas, tan fieles,
aun cuando hubiera de romper el gran mazo
del color de la noche cuando cae sobre el mar.
Les he tocado el corazón escueto,
he juntado sus pétalos nerviosos
con ese movimiento simple de las mujeres
queriendo cerrar las puertas
cuando saben que el amante las abandona;
pero ellas volvían a abrirse
en su dulce y pequeña tensión violada.
Del tallo vienen a mis manos tristes
y en su sitio de siempre
queda el gran mazo ausente, sin un grito.
Alguien pregunta
de qué color tendran el corazón después del viaje
y antes de que lo digan,
ellas dan las iniciales del color de la noche
creciendo sobre el mar.
Hay que enterrar las flores, vivas.
Es preferible a verlas morir entre dos hojas,
perdidos ya el matiz y el suave aroma.
Es preferible a verlas marchitarse día a día
como el amor fugaz de dos criaturas,
perdiendo poco a poco y en la ausencia
el calor inicial y las palabras.
Es preferible a escribirles esas cartas
de agua reciente en los floreros,
rogándoles resistir un poco más que nuestra propia pena.
Mirad cómo se irguen -ángeles del color en el espasmo-y cómo caen después, l
acias y oscuras,
en el sopor definitivo, abandonadas.
Hay que enterrar las flores, vivas.
Guardar esa imagen purísima en su vitral de aroma
quedarnos para siempre con su amago amoroso
de quien no se atreve a decirnos nada más conocido ya en nosotros.
Y al dejarlas, pensar de ellas
lo que piensan los hombres de las mujeres bellas,
amadas una vez en la nostalgia
y olvidando su nombre al despedirse.
Hay que enterrarlas vivas o perderlas,
que es el modo mejor de hacerlas vivas.
Hay que enterrar vivas las flores.
Para. esa que tiene seis pétalos tranquilos
en terciopelo de óvalos morados,
y para aquélla que recuerda lentas cabalgaduras
con penachos rojos,
y para ésta viva en mi memoria,
para cualquiera pediría lo mismo viéndolas distantes,
tan hermosas, tan fieles,
aun cuando hubiera de romper el gran mazo
del color de la noche cuando cae sobre el mar.
Les he tocado el corazón escueto,
he juntado sus pétalos nerviosos
con ese movimiento simple de las mujeres
queriendo cerrar las puertas
cuando saben que el amante las abandona;
pero ellas volvían a abrirse
en su dulce y pequeña tensión violada.
Del tallo vienen a mis manos tristes
y en su sitio de siempre
queda el gran mazo ausente, sin un grito.
Alguien pregunta
de qué color tendran el corazón después del viaje
y antes de que lo digan,
ellas dan las iniciales del color de la noche
creciendo sobre el mar.
Hay que enterrar las flores, vivas.
Es preferible a verlas morir entre dos hojas,
perdidos ya el matiz y el suave aroma.
Es preferible a verlas marchitarse día a día
como el amor fugaz de dos criaturas,
perdiendo poco a poco y en la ausencia
el calor inicial y las palabras.
Es preferible a escribirles esas cartas
de agua reciente en los floreros,
rogándoles resistir un poco más que nuestra propia pena.
Mirad cómo se irguen -ángeles del color en el espasmo-y cómo caen después, l
acias y oscuras,
en el sopor definitivo, abandonadas.
Hay que enterrar las flores, vivas.
Guardar esa imagen purísima en su vitral de aroma
quedarnos para siempre con su amago amoroso
de quien no se atreve a decirnos nada más conocido ya en nosotros.
Y al dejarlas, pensar de ellas
lo que piensan los hombres de las mujeres bellas,
amadas una vez en la nostalgia
y olvidando su nombre al despedirse.
Hay que enterrarlas vivas o perderlas,
que es el modo mejor de hacerlas vivas.
CARTA A LA POESIA
II
"Aquí me tienes". Así empiezo mis cartas.
Y aquí estoy recorriendo lentos arcos de frió.
El pórtico sostiene la melancolía
y en los huertos baldíos crecen arroz y sal.
Llego ciega, perdida, a un bosque abandonado
y una rama estival florece solitaria:
"Ay, me duele la piel del cántico,
la frente de la piedra, la pestaña del musgo.
Dadme un vino de rosas y un bálsamo de mirto.
Llevo una luna ardiente clavada entre los senos
y una palabra antigua me crece como yerba olorosa en la boca.
En los pulsos hay vivas mariposas clavadas
y el aire tiene un aire de ciervo prisionero.
Saltan mastines jóvenes y lagartos desnudos
despertando los ríos cerca de mis tobillos.
Los ojos de la fábula son mi sed detenida
y pudre su esmeralda el silencio en mi boca".
Avanzo, avanzo entre cadáveres.
Las ciudades más antiguas me gritan sus historias.
Los hombres más antiguos desenvuelven sus mapas,
y una ráfaga última siembra sal en mis huesos.
Qué claros pergaminos arden bajo las sienes!
Qué antigüedad más ávida erige lentos cirios!
Qué hontanar transitorio germina en la heredad!
Cómo esparce la herrumbre su enjambre soñoliento!
Olvido en el regreso los nombres aprendidos.
¿Dónde dejé mis manos y su lámpara, dónde?
Por los acantilados la tierra escupe limo
y es una flor de piedra el silencio del mar.
III
Yo te pediría,
te pido que vengas como eterno amante,
ahora que me siento tan desnuda por dentro
como si no tuviera vísceras ni sangre,
como si fuera una piel de cordero embalsamada
con el puro recuerdo de las praderas;
yo te llamo, igual que un gajo salvado de la tormenta,
convocando la savia estremecida.
Tiempo de soledad, con sus palomas, guárdame.
Tiempo de soledad, con sus serpientes, vénceme.
Yo busco entre su pecho la sangre verdadera.
Pastorea la ternura que me falta,
apacienta los ramos de la gracia,
con el junco de luz de tu palabra
trueca en magnolias esta sal que canta;
con un soplo amoroso desbarata
el collar de ceniza en la garganta;
dame el vino y la miel que hay en tu casa
para la espiga fría de la estatua.
Yo te entrego la flor viva del alma
por tu absoluta estampa.
II
"Aquí me tienes". Así empiezo mis cartas.
Y aquí estoy recorriendo lentos arcos de frió.
El pórtico sostiene la melancolía
y en los huertos baldíos crecen arroz y sal.
Llego ciega, perdida, a un bosque abandonado
y una rama estival florece solitaria:
"Ay, me duele la piel del cántico,
la frente de la piedra, la pestaña del musgo.
Dadme un vino de rosas y un bálsamo de mirto.
Llevo una luna ardiente clavada entre los senos
y una palabra antigua me crece como yerba olorosa en la boca.
En los pulsos hay vivas mariposas clavadas
y el aire tiene un aire de ciervo prisionero.
Saltan mastines jóvenes y lagartos desnudos
despertando los ríos cerca de mis tobillos.
Los ojos de la fábula son mi sed detenida
y pudre su esmeralda el silencio en mi boca".
Avanzo, avanzo entre cadáveres.
Las ciudades más antiguas me gritan sus historias.
Los hombres más antiguos desenvuelven sus mapas,
y una ráfaga última siembra sal en mis huesos.
Qué claros pergaminos arden bajo las sienes!
Qué antigüedad más ávida erige lentos cirios!
Qué hontanar transitorio germina en la heredad!
Cómo esparce la herrumbre su enjambre soñoliento!
Olvido en el regreso los nombres aprendidos.
¿Dónde dejé mis manos y su lámpara, dónde?
Por los acantilados la tierra escupe limo
y es una flor de piedra el silencio del mar.
III
Yo te pediría,
te pido que vengas como eterno amante,
ahora que me siento tan desnuda por dentro
como si no tuviera vísceras ni sangre,
como si fuera una piel de cordero embalsamada
con el puro recuerdo de las praderas;
yo te llamo, igual que un gajo salvado de la tormenta,
convocando la savia estremecida.
Tiempo de soledad, con sus palomas, guárdame.
Tiempo de soledad, con sus serpientes, vénceme.
Yo busco entre su pecho la sangre verdadera.
Pastorea la ternura que me falta,
apacienta los ramos de la gracia,
con el junco de luz de tu palabra
trueca en magnolias esta sal que canta;
con un soplo amoroso desbarata
el collar de ceniza en la garganta;
dame el vino y la miel que hay en tu casa
para la espiga fría de la estatua.
Yo te entrego la flor viva del alma
por tu absoluta estampa.
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