domingo, 4 de septiembre de 2011

4586.- LUIS ALFREDO TORRES


Luis Alfredo Torres
Nació en Barahona (República Dominicana), el 18 de octubre de 1935. Emparentado con el poeta Bartolomé Olegario Pérez. A los nueve años de edad, le sorprende la muerte de su padre. En su ciudad natal, el poeta termina sus estudios primarios, e inicia los del bachillerato. En esta época publica sus primeros poemas, escritos en versos tradicionales, en el semanario El Momento, editado en Barahona, y que dirigía el periodista Guaroa Vázquez Acosta. El Dr. César Danilo Vélez Sánchez le induce entonces a recurrir al verso libre, recomendándole la lectura de Domingo Moreno Jimenes, Franklin Mieses Burgos y otros poetas dominicanos contemporáneos. Se traslada a Nueva York con su madre. En la gran urbe se afianza su vocación poética mediante lecturas diversas. Sufre dolencias de cuidado. Allí recibe, en la Long Island City High School, el título de Bachiller en Letras. Estudia periodismo en el Instituto de Periodismo de Los Ángeles, California, y trabaja en el semanario bilingüe El Despertador Americano, dirigido por el periodista mexicano José Tortado Lameli, donde llega a desempeñar el cargo de Jefe de Redacción. En 1958 regresa a Santo Domingo y se incorpora a los poetas dominicanos del 48, con los cuales se siente identificado. En 1959, publica Linterna sorda, su primer libro de versos, que merece buena acogida de la crítica. Trabaja en El Caribe, donde tiene, además, a su cargo, una columna fija. Dirige luego el suplemento cultural de La Nación. Años más tarde, es columnista de la revista ¡Ahora! En 1964 dirige, con Alberto Peña Lebrón, Lupo Hernández Rueda y Ramón Cifré Navarro la revista Testimonio, en cuya colección se edita, en 1966, Los días irreverentes. Desde sus primeros versos, Luis Alfredo Torres es el atormentado, el poeta signado por la belleza de los cuerpos, por el drama de su expresión más profunda. El Canto a Proserpina y Los bellos rostros son hermosos testimonios líricos de esa realidad. En la poesía de Torres es visible, a veces, la huella del gran poeta español Luis Cernuda. En Sesiones espirituales, Torres amplía una temática distinta, que apuntaba ya en 31 racimos de sangre. Se trata de una inquietud personal, vinculada a creencias del más allá. Murió en Santo Domingo el 1 de mayo de 1992.

OBRAS PUBLICADAS:
Linterna sorda (1959), 31 racimos de sangre (1962), Los días irreverentes (1966), Alta realidad (1970), Canto a Proserpina (1972), Los bellos rostros (1973), La ciudad cerrada (1974), Sesiones espirituales (1975), El amor que iba y que venía (1976), El enfermo lejano (1977), Oscuro litoral (1980), Antología poética (1985).










LOS BELLOS ROSTROS


I
(EL AGUA)


Rocas, paredes del mar,
en vosotras están los bellos rostros:
amados unos; otros imposibles;
pero están, enterrados o vivos,
como un relámpago en la niebla iluminando siempre.

La corona de aquellos rostros fue la espuma:
el agua siempre triste rodeándolos:
un agua roja, azul, morada y amarilla:
que de lejos vino y trajo cartas y secretos
de algún inconsolable corazón.
¿Y en dónde están los rostros tan amados?
Ellos existen, han existido siempre:
y si levanta el corazón sus justas iras,
resuena el mar, un pie deja huella en la playa,
y es ya el sosiego una cifra de amor.
-¿Quiénes fueron, qué hacían en el mundo?
-Sus epitafios yacen
en las columnas rotas.
Para verlos en toda su dulzura:
pájaros yagua: y sangre no de venas
sino de algún país oscurecido siempre.
Están como una estrella
solitaria en la lluvia: lloro si los miro,
si no los miro lloro también.
Porque llenos de polvo y llamaradas
penetraron en la terrible palidez del mundo.
Si me amaron, si no me amaron,
¿qué importa? En el espejo, en el olor y el agua
estarán con el ruido de la luz en la piedra.



II
(EL ESPEJO)


En el espejo apareció mi frente:
temores tuve de tanta roja espina:
pero ¿cómo huir de aquella oscuridad
en que el cristal hería de luz?
Eran imágenes del polvo, la visión
de una frente atormentada y sola
que se nutría de ella ante el espejo.
A los rostros que moran en las rocas
invoqué, y a mi llamado vino
el aire de la calle cargado de clamores.
Asirme del espejo quise, acercar
esos rostros capaces de gemir
bajo la untura del deseo. Pero mi frente
solitaria permaneció en la luz
y oía sus secretos y lloraba
como se llora en lo desierto de la luz.
El recuerdo plácido del mar
llegó de pronto: y ante sus propias coronas y sus velos
recordar quise el agua que acompañaba lenta
al día posible del amor. Pero sólo mi frente
aparecía en la terrible claridad del espejo.
Llamé los rostros
a mi corazón queridos: y la oscuridad
cubrió mis ojos: si vinieron, si no vinieron,
¿qué importa? los llamé al fondo del espejo.
Ay, las altas rocas
en donde el mar grabó semblantes y hermosuras,
oscurecidas fueron por el muro. Cenizas sólo
que reflejó el espejo, frente bajo la pena, pecho clavado
en soledad con una espada.


III
(EL PAISA]E)


En el abigarrado corazón
brilló el paisaje: gaviotas y arroyuelos
fluyeron hasta el cálido laurel
de los amantes: allí los bellos rostros
giraban dulcemente.
Y en ese lado de la montaña
y el crepúsculo hablé de amor: me coronaron
la noche y el rocío, y dice:
me amaron unos; otros fueron imposibles;
mas si levanta el corazón sus justas iras
¿qué encontraré sino una espuma desolada?
El otoño y las uvas cubrieron estos labios
y fue mi silencio una cifra de amor:
y os amé por igual, rostros de las furias
y rostros de los besos: os amé por igual.
y ya no hubo la melancólica locura de morir
junto al olor de las cayenas y el navío.
Vuestros rostros cubiertos de palmas y limoncillos
recordé cuando la soledad aterraba mi frente:
y por aquella terrible soledad: cuánto desamparo, qué lugares
tan tristes, qué dureza en las hojas.
y en las playas que hicieron posible aquel amor:
albas y pescadores; luna con arrecifes;
y el mar brillando siempre.
Oh día del abanico y la guitarra:
oh día del aire cargado
de violetas: por esa tu hora de hermosura,
concédeme tu paz y tu hermosura.


IV
(EL OLOR)


Vino el olor con su memoria
triste:
triste: aquel definitivo olor
de lo perdido o de lo amado.
Lo vi entre sombras y en mi frente
llena de una arruinada palidez.
No es el olor del mar
porque las rocas crujían tiernamente
mordidas por el mar. Y el agua estaba allí:
un agua roja, azul, morada y amarilla
en donde el corazón lloraba apenas.
y aún sobre las rocas -en donde el solitario
moró siempre- están los bellos rostros:
qué color y campanas; qué ámbito de estrellas
los ceñían. Sólo en la dura
distancia del espejo está una frente triste.
Pero resuena el mar, y alguien
aparece llenándose de niebla repentina:
es el olor que vino por la espuma
llamando hacia el olvido a los amantes.
¿A qué amantes? No lo sé:
porque los otros, los amados,
yacen en las columnas rotas.
¿Si será el olor acerado de la muerte,

si será ese invierno que cae sobre un cabello joven?
Por eso dije: aquel definitivo olor
de lo perdido o de lo amado.
Ay, el paisaje sigue dándonos
su corona de luz, y los pájaros
no pueden ser más dulces. La brisa de la tarde
cubre nuestras vidas llenas de amor y llamaradas.
y sin embargo: cuántas lágrimas, qué sonidos
tan trágicos: por esos bellos rostros, por esa frente
atormentada y sola, por ese olor
quizás de lo perdido o de lo amado.



CANTO A PROSERPINA

I

Proserpina, reina de los infiernos,
címbalo que retiñe, Proserpina,
desde que devoraste a los dulces pastores danzantes
y ceñiste la enlutada corona,
se pudrió el buen racimo que pendía
de la hermosura y de la luz.
Brotó sangre y hubo muertos y cárceles y muertos,
y el día, cuyos frutos la larga lluvia torna
perfectamente sanos, alegres y comibles,
cruzó como en cenizas por las viejas espaldas
de la ciudad sumergida en el mal.
He aquí los campos desolados;
mira la huella de tu pie por las ramas gigantes
-oh madre de la crueldad y de Las Furias y
recorre con tu impuro animal Ia amarga tierra
y salga bajo el relámpago el sollozo.
-¿Quién en la oscuridad nos llenó de esperanzas?
-Nadie en la oscuridad nos llenó de esperanzas.
Proserpina con sus escobas barrió el cielo
y el Señor nos dejó abandonados
y el Señor nos dejó abandonados.
-Está bien, está bien, hermanos míos.
-Está ben, está bien, hermanos míos.
(Ella, en tanto, con su diestra sensual
escogió al manso
que daba de comer a los polluelos
y convirtiéndole en imagen del mal y la tristura
lo llevó por el viento maldecido de Dios).
-Bebamos, se acercan las galeras,
dice alguien, mirando al hombre ocioso.
y el barco navegaba
mar adentro, cielo adentro,
cortando el agua con su alado vino.
-Tened paciencia, hermanos míos.
-Tened paciencia, hermanos míos.


II

Proserpina, la violadora de muchachos,
dejó una escoba, un tañido
y aquel terrible desamor que suena
en lo más apacible de la noche.

Con un poco de incienso y mirra quemando en los jardines
venceremos aire de mar y haremos luz.
Pero estamos todavía en sus manos,
en su celda sin una sola mariposa:
oh lágrimas que caen en nuestro espíritu
iguales al caballo que pisó al nenúfar.
Pero hay aquí, hermanos míos atribulados,
Sangre de Cristo, dulcísimas cayenas
que aliviarán todo el dolor que Proserpina
acunó en vuestros pechos
y en vuestros nombres solitarios
(locos, tímidos, mendigos, criminales, borrachos...)
crecen como el aroma de vuestras frentes miserables,
suenan como el chasquido de vuestras lenguas miserables
y crean en torno a vuestras vidas miserables
el rocío y las albas, el pan y los encantamientos.
Por eso decía
que el manso que daba de comer a los polluelos
era uno de vosotros;
y los que esperaban sin esperanzas en la noche,
era uno de vosotros;
y los que esperaban, sin faena, el barco
era uno de vosotros.


III

En tanto, Proserpina -diosa de los infiernos está
sentada encima de la roca
y con sus labios -suaves como el crepúsculo en las flores devora
los cabritos; orea el césped
y cierra, veladamente hermosa,
una ventana de la luz.
Ella contempla la destrucción, el mundo;
y a sus ojos sube como una llamarada la alegría;
el aire en torno es suave y cálido; ella ríe;
y las anchas hojas que el polvo bate y aproxima
traen huesos, cráneos, redes y corales.
Fue mala por origen la esposa de Plutón.
En su leyenda, ¿qué hay en su leyenda?
Ved nuestros días, mirad la niebla
en que nos ocultamos y lloramos
y diréis: Señora, ¿qué mal te hicimos,
qué frutos agraciados te tomamos,
qué purificaciones te impedimos,
qué mágicas reliquias te arrancamos?
Ella dejó la buena luz del címbalo
y nos tendió su manto.
Desde entonces llegó la oscuridad al mundo,
y por más que oremos en los rincones tristes,
nuestras lágrimas seguirán siendo iguales,
nuestras dichas tardarán un minuto,
nuestras súplicas no llegarán a Dios.
La madre de Las Furias nos ha traído espadas,
inquietantes noticias, templos derribados;
y sin embargo, una paloma que cruza por su pelo
tiene un temblor divino
y en ciertos amores imposibles
hay una fiebre alucinante
y cuando oímos el lamento del mar o la campana
hay formas que uno busca en la materia.





http://www.obsidianapress.com/luis_alfredo_torres.htm


No hay comentarios:

Publicar un comentario