Gastón Agurto
Lima-Perú, 1966. Escritor y periodista peruano. Licenciado por la Universidad de Lima (Perú). Se desempeñó como periodista en la revista Caretas entre 1992 y 2011, recibiendo varios reconocimientos a nivel nacional e internacional. Publicó en poesía Nadie se Mueva (1999), en una tiraje limitado, desaparecido y casi desconocido.
7 poemas de Nadie se Mueva (1999),
de Gastón Agurto
Este conjunto de prosas y poemas se presenta casi como una bitácora de vuelo, en la cual el protagonista compone escenas, narra situaciones y revisa comportamientos. Es una manera de recuperar fragmentos que pudieron haber definido el curso de una vida, propia o ajena. Nadie se Mueva es un itinerario confesional, lírico y onírico a través de los años setenta, ochenta y noventa. Y donde, por más inmóviles que se muestren algunas cosas, siempre parece que algo estuviera a punto de suceder.
En este viaje los adolescentes corren a saltos sobre los techos de los autos estacionados y los niños se quedan boquiabiertos ante la presencia de buques de guerra en las costas. Hay también una extraña neblina en las estaciones de tren, funerales que reúnen a la familia y flores insectívoras que se vuelven contra sus propios dueños.
Todas estas historias –escritas unas veces con pulso apasionado y otras con frialdad y asepsia clínicas– se presentan como sucesos reales; y sin embargo tienen el encanto de aquellos sueños que, al ser contados, corren el riesgo de no cumplirse.
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7 poemas de Nadie se Mueva (1999)
Un día memorable
SI QUIERES, escribe un poema.
Todos tenemos un día memorable
y una postal del lugar
a donde quisiéramos regresar.
No importa a quién se lo dediques,
porque todos amamos a alguien
en secreto
y también alguien nos ama
secretamente.
No temas. Los poemas
tienen una mascarilla de oxígeno
y un salvavidas esperando.
Sé discreto,
lo que escribas
podrá ser utilizado en tu contra.
Tus promesas te amenazarán.
Escucha las canciones
de la radio
pero cuídate de los disc-jockeys
que mandan saludos al aire.
A mediados de los noventa
solo suenan tristes canciones.
The world I know, Collective Soul.
Everybody hurts, REM.
Tonight, tonight, Smashing Pumpkins.
Recuerda cuando los murciélagos
iban a morir hasta tus sábanas.
Dormías
con una mina antipersonal
bajo la almohada
y en tus pesadillas
no podías moverte…
pero luego te levantabas
y bajabas desesperadamente
las escaleras de un hotel
y terminabas disparando
con pistolas descargadas
sobre tus enemigos.
No cometas el error
de culpar a otros
por lo que han dicho en tus sueños.
Si quieres verte en un espejo
en el que nadie se ha mirado antes,
escribe un poema.
Y no te decepciones
si no regresas acompañado
a la ciudad de tus sueños.
Solo recuerda:
Al final del poema
nadie te espera con una medalla,
al final del poema
solo están las cosas que no hiciste.
Al final del poema hay un muchacho:
en un mapa desplegado sobre la mesa
está trazando los rumbos imposibles que nunca seguirá.
El pacto de Punta lobos
SENTADOS ALREDEDOR DE LA FOGATA nuestras palabras eran innegables, como el oscuro perfil de los cerros que se levantaban a nuestras espaldas.
Compartíamos nuestras resoluciones para el Año Nuevo. Uno quería llevarse a casa el reloj del Barrio Chino. Otro propuso la camisa con que se disparó José María Arguedas, exhibida en el Museo de la Nación. Había quien quería ser secuestrado esa misma noche por seres de otro mundo. Yo también tenía un extraño deseo: correr por las orillas de playa Punta Lobos, que por esa época del año amanecían repletas de arañas de mar.
*
Luego estábamos boca arriba, pensando cada uno en lo suyo. Alguien creyó ver el resplandor de un aparato de metal entre las nubes y dijo: ¿vieron?, ¿qué fue eso? Nada. Estábamos solos. Nadie vendría por nosotros, no esa noche.
Para cuando se apagó la fogata, mis amigos se habían quedado dormidos y las estrellas se habían posado en la arena, alrededor del campamento. La noche había cerrado los ojos. En la oscuridad, solo se escuchaba el murmullo del mar internándose en las cuevas del cerro.
*
Entré a la carpa. Dormía a mi lado una niña. Sus ojos cerrados eran dos lunas musulmanas. En su rostro se ondulaban sus cabellos, y en su cuello y en sus hombros. Yo la miraba y la quería y hubiera dado la vida por ella.
A través de una ventanilla abierta en el techo se veía un pedazo del último cielo de diciembre. Me quedé viéndolo. Imaginé que las estrellas eran arañas de mar y las arañas de mar seres de otro mundo. No queríamos estar solos.
Y como suele suceder al final de las películas, en ese pedazo de cielo negro empezaron a estallar las bombardas del Año Nuevo. Yo las miraba mientras acariciaba los cabellos de mi novia y pensaba en nuestras resoluciones: robar relojes, viajar
a las estrellas en naves de plástico. Hacía solo unas horas que conversábamos alrededor de la fogata y cada uno quería ser pequeñamente feliz a su manera.
Yo miraba los fuegos artificiales cuando, desde la niebla, me llegó un mensaje desesperanzador: los lobos de mar aullaban lejos del agua, habían quedado atrapados en las cuevas del cerro una vez retirada la marea del 94.
El mariner II
¡GASTÓN, EL MARINER!, ¡el Mariner, Gastón!, ¡el Mariner…!
Los gritos rompieron mi recogimiento frente a la luz roja. Venían de un auto que estaba en el carril contrario al mío. ¿Quién era? ¿Qué quería decir? ¿Por qué tanto alboroto? Lo seguí y me encontré con su mirada. Sacó un puño en señal de victoria por la ventana, y antes de desaparecer de mi vista volvió a gritar: ¡El Maaarineeer…! Entonces reconocí a Martín, mi primer amigo.
*
En 1976 los veraneantes del puerto de Ancón fueron testigos
de un hecho sin precedentes. Frente a la costa amaneció un buque de la armada rusa, un crucero de instrucción de la clase Moskva, de esos que durante la Guerra Fría daban la vuelta al mundo asustando a los lugareños. Contaba con un helicóptero para el reconocimiento de submarinos, misiles teledirigidos y armamento antiaéreo de gran calibre. Y así permanecía, estático, ajeno al vaivén de las olas.
*
En motos náuticas, lanchas y yates los curiosos se hicieron a la mar. Martín tenía 9 y yo 10 años. Y también entramos remando. Nuestro bote era un bote de goma, azul y amarillo, con capacidad para dos personas. A un lado de la proa llevaba impreso un nombre que ya había olvidado: Mariner II.
Solíamos ir de pesca, ¿recuerdas Martín? Amarrábamos el Mariner a una roca y entrábamos a bucear. Perseguíamos a la malagua luminosa que se escurría en los fondos de la caleta de San Francisco.
Pero esa tarde el viento y la superficie chupinosa impidieron que nos acercáramos al buque de guerra tanto como hubiéramos querido.
–¿Naufragamos, mi capitán? –preguntó Martín.
*
Nos quedamos observándolo desde lejos mientras flotábamos plácidamente. Parecía un centro comercial en medio del océano. Pequeñas estelas blancas indicaban la presencia de otras embarcaciones menores a su alrededor.
Cuando decidimos regresar a la orilla, las casas y las palmeras de la costa, a la distancia, se habían empequeñecido alarmantemente. Para colmo, unas burbujas indicaban que estábamos perdiendo aire. Nos olvidamos de las burbujas por darle la carnada para la pesca a los bufeos que revoloteaban a nuestro alrededor cuando caía la tarde.
Alguien debió vernos desde el malecón, porque minutos más tarde regresábamos al muelle a bordo de una lancha patrullera.
Los marineros terminaron de desinflar el bote, lo doblaron como una camisa recién planchada y se lo entregaron a nuestras madres.
Fue la última vez que vimos al Mariner II.
*
Habían pasado dos años desde que nos vimos fugazmente en un atolladero de autos, cuando nuestros caminos se volvieron a juntar. Fue en su matrimonio: los invitados hacíamos cola hasta llegar a un estrado donde esperaban Martín en smoking, su mujer vestida de blanco y algunos familiares.
Felicité primero a la esposa, luego a los familiares. Cuando estuve a la distancia de un abrazo, le pregunté a mi viejo amigo:
–Navegante, ¿y el Mariner?
–Está anclado afuera, mi capitán. La tripulación aguarda.
*
Salí de la iglesia y caminé hasta el malecón de Miraflores. Bajé a la playa siguiendo la inmensa sombra del faro que custodia el acantilado. Y no sé si fue el efecto de la champaña, pero algo extraño empezó a ocurrir frente a mis ojos: los muelles se desprendían del litoral y eran arrastrados mar adentro por las corrientes. Desde el fondo de uno de esos muelles, escuché un ladrido y a alguien que me llamaba cada vez desde más lejos.
Debió ser la champaña, o la falta de luz, o la distancia.
Y los sueños, sueños son
para mis hermanos Alberto, Ofelia y Olguita
SOÑÉ CON MAMÁ. Yo estaba en la azotea de la casa de San Miguel viendo la noche, cuando la faz de la tierra se curvó extrañamente. A pocas cuadras de distancia, a la altura de la Iglesia del Corazón de María, apareció la Torre Eiffel de París.
Cuando mamá se enfermaba, yo subía a la azotea. Desde allí, como quien desde una balsa lanza una soga hacia el muelle, yo extendía mi mirada hacia la noche. Me quedaba viendo los techos apagados de las casas vecinas, las cúpulas de las iglesias medievales, la solitaria medialuna del parque japonés. Miraba las estrellas y las estrellas, parpadeando, parecían mirarme.
Pero esa noche cualquiera que hubiera caído en mis sueños hubiera visto la torre Eiffel dominando el cielo de Lima. Una monumental estructura de 6,300 toneladas de hierro forjado y 300 metros de alto. La gente hacía cola, subía por los elevadores y se detenía en las plataformas a contemplar el manto de luces que se extendía sobre la ciudad.
Bajé corriendo las escaleras, entré al cuarto de mamá y se lo conté. Le dije que resistiera, que no se durmiera sin antes haber regresado a París. Ella me miró sin decir nada, hizo un esfuerzo y se levantó de la cama. Y juntos fuimos a visitar la torre, como simples turistas. Ella vestía chaqueta y pantalón negros, una bufanda rosa y su cartera Nina Ricci. Yo quería conservar los pequeños charcos del pavimento, aquellos en donde mi mamá y yo nos reflejábamos con el fondo de la torre encendida.
Ese fue el sueño. Discúlpenme hermanos si no tengo más detalles. Solo recuerdo que, bajo uno de los pilares de la torre, comprábamos postales de los lugares donde habíamos estado; examinábamos las camaritas ópticas, esas que proyectan vistas de monumentos históricos, y escuchábamos las risas de la montaña rusa de un parque de diversiones vecino. Desperté como golpeado por una honda tristeza, justo cuando leía en una de las postales algo que antes había escrito muy seguro de mí mismo, y hoy ya casi ni recordaba: Algún día regresaremos juntos.
Ballenas que se suicidan
TERMINADA LA NOCHE en los bares, las niñas buenas regresan a casa. Se quitan el maquillaje, dejan sus ropas ahumadas en la alfombra y se acurrucan en sábanas como océanos oscuros. No las despertemos: están soñando.
En la profundidad de sus mentes, el curso de las ballenas jorobadas –guiadas por Antares y otros astros reflejados sobre el agua– está trazando una criatura inconmensurable y aterradora: la constelación de Escorpio.
En cambio los hombres que se han quedado hasta tarde en los bares, se han perdido. Son como los navegantes que no encuentran en el firmamento a la Estrella Polar. En medio de la noche, en medio de las aguas, no saben cómo regresar a casa.
Los hombres que se han quedado hasta tarde en los bares ya no sueñan con ballenas. Pero si volvieran a hacerlo, las verían varadas en la orilla, luchando por regresar a un hermoso mar estancado. Porque nadie es feliz allí donde lo han arrimado las circunstancias, las medialunas negras y el veneno.
Entiende eso y no le guardes rencor a nadie si una mañana despiertas con mil respuestas equivocadas y lágrimas en los ojos.
Escucha las mentiras y las verdades de los hombres, pero no creas todo lo que te digan. Y no vayas por los bares deteniendo a las personas porque crees haberlas reconocido en uno de tus sueños.
Ama lo que queda de tus recuerdos: un perfume enredado en el viento, la sirena de los bomberos atravesando la medianoche, un ángel dormido al pie de las iglesias. Y en lo posible apártalo de los bares. Porque pasadas las doce, bajo cada vaso de la barra se esconde un escorpión.
Acordeón en el metro
Estación Bir Hakeim.
Suena un silbato.
Se cierra ruidosamente la puerta del metro.
Empieza el viaje.
Cada uno va a lo suyo.
Una joven llamada Ulrike
se delinea las cejas,
es babysitter,
sueña con cambiarle los pañales
a su propio bebé.
James Dean lee una historieta.
Monsieur Castagnet va distraído,
abrazado a un arreglo de claveles.
Un tipo flaco, de esos que entran en el metro,
se ha calzado al pecho el acordeón.
Empieza una melodía que quiere ser alegre.
Pero ese hombre está demasiado flaco.
Todo lo que haga resulta triste,
desesperanzador.
Ulrike piensa en su futura familia, no tiene
intención de dar propina.
James Dean ha dejado de leer,
cuenta unas monedas.
Monsieur Castagnet sigue el ritmo
con callada melancolía y piensa
en su vieja mujer,
que meses más tarde morirá a causa
de una burbuja de aire en la sangre.
El vagón da una curva cerrada,
y con un agudo chirrido
se interna en la boca del túnel.
Oscilan las luces.
Nadie dice nada. Ulrike, James Dean,
Monsieur Castagnet: los pasajeros
–cada uno a lo suyo–
observan a través de la ventanilla
las fugaces luces subterráneas.
Mientras el metro,
guiado por la voz del acordeón,
desaparece en el fondo del túnel.
Diciembre, 1987.
Los funerales de Isabel
Loreto, 14 de agosto de 1996
TOMÉ UN AVIÓN y me vine a Iquitos, a los funerales de mi abuela, la mamá Isabel. Ya todo terminó: las velas, la ceremonia, el entierro. Es tarde, todos los familiares regresaron al hotel. Yo he terminado en un concurrido snack bar, con luces de neón, televisor y música a todo volumen. He pedido un cuarto de pollo y una cerveza.
*
En medio de una sala grande, calurosa y sin muebles estaba el cajón, rodeado de familiares y de velas y de arreglos florales en forma de coronas y lágrimas.
Vi que mi tío Dany estaba golpeado. Tratando de despejarlo, le dije: vamos a ver la huerta.
Entre los árboles que quedaban en pie, mi tío reconoció cada rama y cada hoja y cada insecto, y también cada ausencia. Allí había una orquídea –dijo–, junto a un panal de abejas… y aquí enterré a mi perro Halcón, hace 35 años…
Cuando regresamos al velatorio estaban sacando el ataúd por la puerta principal. Nos acercamos a ayudar. Lo colocamos en la carroza fúnebre y el cortejo se dirigió al cementerio, donde se cumplió la ceremonia. Hacía calor, las flores corruptas atraían a los mosquitos. Tapiar el nicho duró lo que se pone el sol.
*
En la noche mi tío y yo salimos a caminar por el malecón.
Pasamos por una feria de productos de la selva y preguntamos por el precio de las cabezas reducidas, y por el de las pirañas disecadas con los dientes afiladísimos. Seguimos caminando. Acompañaba nuestros pasos el llamado de los grillos ocultos bajo la roca. Nos percatamos de que el Amazonas había estrechado considerablemente su cauce y en sus aguas flotaban terribles grumos de espuma.
Sentados en una de las bancas verdes de la Plaza de Armas, me dijo: ya es tarde. Comprendí que ese día mi tío había terminado de perder a su primera familia. La otra –su esposa y sus dos hijos– esperaba por él en Lima. Lo acompañé al hotel y luego volví al malecón, solo, a caminar por donde antes había caminado con él.
*
Hacía solo un mes que había estado en esta ciudad por trabajo y todo era diferente. Los hombres jugaban a las cartas en las cantinas. Las mujeres caminaban bajo las palmeras con canastas de frutas y pescado. El fotógrafo y yo íbamos a las entrevistas en mototaxi.
En esa ocasión le dije al chofer que se detuviera en una puerta de la calle Nauta, donde vivía la mamá Isabel.
La encontré en la huerta, sentada en una mecedora, bajo la vieja sombra de unos fresnos. Su enfermera le limpiaba los labios luego del almuerzo. Con la poca memoria que le quedaba no llegó a pronunciar mi nombre, pero en cambio sonrió y creo que lo pasó bien por unos minutos; porque cuando le dije que me iba, ella me respondió: ¿ya te vas?
*
Estoy en un snack bar con luces de neón, televisor y música a todo volumen. Mamá Isabel ha muerto. En una mesa vecina dos turistas invitan pollo a la brasa a unas loretanas bien coquetas, y arrojan las sobras a los niños lustrabotas sentados en el piso.
Dentro de unas horas tomaré el avión que me llevará a Lima y la Tierra seguirá rodando como siempre, en dirección al hemisferio norte. Todo seguirá igual, salvo una cosa: ahora sé que, en la huerta, junto al panal de abejas, había una orquídea que ya no está.
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