sábado, 25 de abril de 2015

PEDRO DE MEDINA MEDINILLA [15.759]


PEDRO DE MEDINA MEDINILLA    

(Sevilla ¿ - a. de 1621), poeta español del Siglo de Oro.

Casi nada se sabe de este poeta sevillano del Siglo de Oro al que ponderan elogiosamente tanto Cervantes en su Viaje del Parnaso como Lope de Vega en su Laurel de Apolo. Se conocen de él: una excelente égloga a la muerte de Isabel de Urbina, esposa de Lope de Vega, y varios poemas que recogió José López Sedano en su Parnaso español. Con veinte años, y quizá militar de profesión, parte hacia Indias y no vuelven a tenerse noticias suyas. Recientes estudios le atribuyen nuevos poemas y subrayan esa importancia que hizo a Lope calificarle de “nuestro Apolo”.




Negro era el toro, y de color tiznado,
erizado de cerro y lomo altivo,
corto de pies, de manos apartado
los ojos grandes, como fuego vivo,
de espeso remolino coronado,
en mirar espantoso y vengativo,
como un erizo levantado el vello,
de cuernos altos y arrugado cuello.
"Octavas a la desgraciadas y lastimosa muerte
de don Diego de Toledo". 

Pedro de Medina Medinilla



Gerardo Diego y Pedro de Medina Medinilla

Por JESUS MANUEL ALDA TESAN

El ilustre poeta Don Gerardo Diego Cendoya ocupó nuevamente en el mes de marzo último la cátedra de la Institución «Príncipe de Viana»». Su espíritu selecto y delicado se armoniza siempre con los temas elegidos para sus disertaciones que exponen un hondo saber doctoral dicho con la frase más bella: con el verso en los labios o con la voz revivida del piano.

En este año trató de un poeta amigo de Cervantes, que, ansioso del misterio apenas desflorado del mundo oriental, nos dejó el de su vida ofrendada a la aventura, y un poema perfecto; del difícil arte musical de Gabriel Fauré, y de la magia de Manuel de Falla.

Sin que ello signifique una especial estimación, «Príncipe de Viana» quiere destacar la primera conferencia dedicada a Medina Medinilla, el amigo de Cervantes y de Lope de Vega, con objeto de contribuir a la difusión de su maravillosa égloga escrita a la muerte de Doña Isabel de Urbina.

Parece que la figura angelical de Doña Isabel de Urbina y Alderete, raptada en novelescas circunstancias por Lope de Vega para ser su primera esposa, pasó por este mundo, sobre todo, para ser la musa de fragantes versos, como aquella otra Isabel, inspiradora de Garcilaso. Los romances y sonetos de Lope, y la elegía de Medinilla fueron gloria y laurel de la vida y de la muerte de la infeliz Belisa, que fué también «antes de tiempo y casi en flor cortada».

¿Qué prenda de más fina amistad puede haber que este poema gimiente donde lloran de consuno Medinilla y el propio Lope ocultos bajo los pellicos de Lisardo y Belardo?

Los escasos años de este amigo desconsolado bastaron para cubrir dos metas de una vida perfecta: el poema a Doña Isabel, impreso por primera vez con La Filomena, de Lope, y el ímpetu juvenil que le lleva a las lejanas tierras de la India oriental atraído por las riberas del Ganges, de las que, como dice Camoens,

o rumor antigo conta
que os vizinhos da terra moradores
do cheiro se mantem das finas flores.
(Os Lusiadas, c. VII, est. 19)

Y allí, el misterio le absorbió, quizá, náufrago y peregrino, en las minas de cristal de los mares tropicales.

Siglos después, bogando aquellas aguas, y sintiendo su planta sobre la ancha tumba de Medinilla, el poeta Gerardo Diego escribió este soneto:

¿Qué te impulsó a estos mares, Medinilla?
¿Soñabas con los reyes de Ternate,
con la canela de Ceylán granate
o con la flor del Ganges amarilla?

Siento que estás aquí, bajo esta quilla
que el índico oceano mueve y bate,
y a tratar con Neptuno tu rescate
voy, buzo vertical, por la escotilla.

Aquí estás, sí, trenzando arpas y violas
—-venas, cabellos de tus ríos claros—
magoas y soledades españolas.

No quiero despertarte. Canta a solas.
Muerto de pena subo. Uno, dos faros
sangran su triste luz sobre las olas.


En 1924, diez años antes de esta singladura, el mismo Gerardo Diego había librado del polvo del olvido la égloga de este poeta aventurero.

Fué en la biblioteca de José M.ª de Cossío, repasando un tomo del Parnaso español recogido por Sedano, se le aparecieron aquellos versos claros y temblorosos, y nadie antes que él había puesto en ellos los ojos con el corazón necesario. Un librillo breve, tirado en edición numerada y destinada únicamente a cien amigos, devolvió la vida a aquella égloga de muerte, si bien en un círculo limitadísimo. Siguiendo aquella lectura, y con el mismo amor la reproducimos aquí.



EGLOGA EN LA MUERTE DE DOÑA ISABEL DE URBINA, DE PEDRO DE MEDINA MEDINILLA, AL EXCELENTISIMO SEÑOR DON ANTONIO DE TOLEDO Y BEAMONTE, DUQUE DE ALBA



Yo canto con voz triste
dos pastores que cantan,
ambos de un mismo caso lastimados.
Tú, que sus penas viste,
(si penas no te espantan)
oye mis versos de dolor bañados.
Permiten los cuidados
que la grandeza cría,
que escuches, gran Mecenas,
sus rústicas avenas,
mientras mi nueva Musa canta un día
con voz mayor que de hombre,
la gran corona y gloria de tu nombre.



Y en tanto que tus glorias
(envidia de Alejandro)
fueren con las edades igualadas,
y dieren tus Vitorias
materia a tu Menandro,
que olvide las Eneidas celebradas;
mientras las heredadas
banderas ponen miedo
del Sur a los Triones,
con el divino nombre de Toledo,
escucha a dos pastores
en rudos versos trágicos amores.



Cuando en la peña asiste
el pájaro agorero,
que a cantar en la noche madrugaba,
en lo más mudo y triste,
entre el norte y lucero,
porque el del mundo ya en el cielo estaba;
al pie de la ancha cava
que baña el cano Tormes
de aquella Alba gloriosa,
por sus dueños famosa,
lloraban dos pastores tan conformes
que el llanto de Lisardo
duplicaba los ecos de Belardo.

LISARDO


Elisa, más hermosa
que vió en humano engaste
Alma Real, dignísima de imperio;
que para nueva Diosa
del mundo te libraste,
dejándola en afrenta y vituperio;
si por alto misterio,
aun en tu gloria sabes
de miserias humanas,
si tocan voces vanas
sus lumbreras, cruceros y arquitrabes,
penetren mis suspiros
sus colunas de jaspes y zafiros.



Helado Guadarrama,
humilde Manzanares
por campos del divino Isidro arados,
riberas de Jarama,
vegas del claro Henares,
montes del Tajo, valles, selvas, prados.
Llorad los acabados
años, y la cosecha,
la estéril sementera,
la hambre venidera,
que ni luce el esquilmo, ni aprovecha.
Llore el ciprés y el olmo
por quien al campo daba hartura y colmo.
Si vive cierta gente
con ver y oler las flores
que ofrece el fértil Ganges a millares,
mejor eternamente
vivieran los pastores
viendo la flor del mundo en Manzanares.
Oh, tiempo, no te pares,
ni des verdura al prado,
ni primavera hermosa,
pues marchitó la rosa
la cruda reja del villano arado,
la muerte, que es más dura
que el arado, la reja y mi ventura.
Victoriosa guadaña,
que ya el laurel te ciño
pues a quien te venció vencida llevas;
no tengas por hazaña
coger un blanco armiño
cuya limpieza en cautivarle pruebas;
qué mal tu ingenio apruebas,
porque si pretendías
manchar su estampa bella,
allá donde es estrella
vive en eterna efigie largos días;
y allí es razón se quede,
que no en estampas donde el tiempo puede.
Parece que la veo
en cierta huelga un día
que peces y almas a placer pescaba;
con donaire y deseo
un alfiler prendía
y un listón suyo por sedal lanzaba;
y como allí nadaba,
por ser grande el Estío,
el querido consorte,
hacia el amado norte
enderezó los ojos y el navio;
¿Pero qué pez hubiera
que a tan sabrosa muerte no acudiera?
Y allí cerca del Tajo,
Tajo que el oro engendras
por pies de montes de cabellos canos,
de una cuesta en lo bajo
la ví partiendo almendras,
menos sabrosas y albas que sus manos;
las flores de los llanos,
los lirios y las plantas
estaban envidiosas
de almendras tan dichosas
tocadas de aquel labio y manos santas,
que allí pudo comerlas
con boca de corales y de perlas.


10 

Oh, muerte, pues me acuerdas
las piedras de tal mina,
que fué del indo amor rico trofeo,
refregaré las cuerdas
otra vez con resina,
y Títiro repose, y duerma Orfeo;
y pues hiciste empleo
con mano avara y fuerte
de prendas tan altivas,
dinos, muerte, así vivas;
¿dónde estas piedras las escondes, muerte?
que si con vida medras,
almas daremos por tan ricas piedras.


11 

¿A qué región llevaste
la discreción y acento
que dijo, y pudo, y supo cuanto quiso?
¿en qué jazmín echaste
aquel divino aliento,
que allí el terreno paraíso?
la risa con aviso,
¿a qué aurora la diste?
¿y a cuál esfera el día
que en sus ojos ardía?
Mas como la robaste, muerte triste,
es tesoro enterrado,
que el ladrón, muerto despreció, 
turbado.


12 

Oh, Tormes riguroso
que con tal desatino
pusiste luto y sombra a nuestro polo;
vive de tí quejoso
Belardo aquel, divino,
honra del claro Tajo y luz de Apolo;
aquel único y solo
que tus Islas de arena
celebró tantas veces
su dulce lira, y pastoral avena;
cuando él te honraba ¡ay triste!
lo crue más adoró, tierra volviste.


13 

Si algún pastor curioso
quisiere entre sus buenos
saber quién fué su Elisa, 
esta pastora,
lo más está dudoso,
mas diciendo lo menos,
fué noble, fué discreta, 
fué señora;
ningún zagal ignora
que el mayoral Urbano,
su amado padre y noble,
le dió ganado al doble,
de invierno a Extremo, 
a Cuenca en el verano.
Tormes. esto he sabido
si la pensais casar con el olvido.


14
 Porque contar agora
sus virtudes divinas
fuera contar de Abril todas las flores,
las perlas a la Aurora,
las piedras a las minas,
las palabras a Amor, y los amores;
así, Tormes, mejores
de templanza y de cielo,
que yace en tí olvidada
la más pura y amada
beldad que supo amar en mortal velo;
tal fué, Tormes, el robo,
y la cordera que traspuso el lobo.


15 

Fué de Belardo vida,
y a sus fortunas, fuerte
estuvo siempre como al mar la roca;
fué del cielo venida,
llevémosla la muerte,
que acecha lo precioso, el bien apoca;
lloremos, pues nos toca,
llore el valle y el prado
con los montes supremos;
muchas veces lloremos,
llore el hato, el aprisco y el ganado;
y si en llanto acabamos,
de nuevo a ser, para llorar, volvamos.


16 

Y tú, amigo perfeto,
que sin tu luz quedaste,
sin guía, siendo luz de los poetas;
yo te juro y prometo
que el nombre que adoraste
dure lo que duraren los Planetas;
ni quedarán sujetas
al tiempo sus virtudes,
más en bronce y en jaspe,
desde Cádiz a Idaspe
y más, Belardo, cuando tú me ayudes;
y en tanto sólo digo
que he sentido tus panas como amigo.


17 

Aquí cayó en la tierra
Lisardo sin sentido,
atravesado del dolor funesto;
las fieras de la sierra
doblaron el gemido,
y el Tormes, de corrido, pasó presto.
Cantó luego tras esto
el que más pena lleva
y mayor luto viste,
aquel Belardo triste;
mas tú, divina Euterpe, con voz nueva
nos dirás en tu canto
lo que pudo cantar quien perdió tanto.


BELARDO

18 

Otro mundo, otra luz me parece esta,
y aunque hay pocas estrellas, yo solía
tales noches pasarlas con más gusto.
Oh, cuán caro el mirar al cielo cuesta,
y qué cielo me cuesta un triste día,
y qué días me ha dado el tiempo injusto.
Cuando el dolor es justo,
puede mejor un hora
descansar el que llora;
mas yo, con ser tan justo el mal que siento,
un hora no descanso, ni un momento,
ni tal pediré yo, ni Dios lo quiera;
que muerto ni contento,
mayor tormento que sentir quisiera.


19 

¿Cómo, fingido Tormes, es buen trato
burlar al peregrino, al que trata
de hacer su patria tus ajenos valles?
Oh, ya siempre de hoy más Tormes ingrato,
indigno de urna de cristal y plata,
digno de arroyo de afrentosas calles.

Ruego a Dios que no halles
agua cuando la quieras,
ni pan en tus riberas,
ni techo vedriado del rocío
te cubra de la nieve, ni del frío,
y que nadie te escriba, ni te nombre,
y que, turbio y vacío,
encuentres río que te quite el nombre.


20 

¿Qué te había hecho el Tajo por ventura,
o qué nuestro Salicio a tus Albanos,
si no es cantar sus glorias y despojos?
¿Qué te hizo mi luz eterna y pura,
si no es acrecentarte por los llanos,
derritiendo las nieves con sus ojos?
Oh, qué amargos manojos
de retama y torbisco
pace mi flaco aprisco.
Oh, mi cordera sobre el cielo amada,
a pan y a pensamientos regalada.
Oh, qué noche tan larga se me ofrece,
larga, oscura y helada,
que un alba puse en Alba y no amanece.


21 

Elisa, de mis ojos norte y guía,
mi bien, amores míos, mi señora,
mi amor en competencia el verdadero,
luz de los ojos en que fuiste aurora,
mi postrera esperanza, toda mía,
por quien en Dios y en tí de verte espero;
mi requiebro primero
con quien yo tuve amados
coloquios alternados;
cuando la mano con tu fé me dabas,
cuando verdad y veras me enseñabas,
y cuando para esclavo me rendías.
¿por qué no me avisabas
que me comprabas por tan pocos días?


22 

¿A dónde están los ojos dé paloma
que al amor contra España dieron jaras
con que leyes impuso y quebró fueros?
¿A dónde el labio de carmín en qoma,
y aquellas dos mejillas, blancas aras
donde amor degollaba mil corderos?

Los cadejos primeros
carmenados y bellos,
que ardió nieve cabe ellos,
¿a qué sombra siguieron? Mas el puerto
por donde yo pasé herido y muerto,
de manzanas de plata coronado,
dirá, llano y desierto.
que no es bien cierto el bien de un desdichado.


23 

Por tí al pasto primero vez ninguna
ví volver a las redes la parida
que trajese las ubres con alforza.
Por tí, a pesar del hielo y de la luna,
la más flaca, primal y comalida
de cándido licor bañó la orza;
la nata como alcorza
caliente se cuajaba
y en la leche nadaba.
Tú el año seco en lluvias le trocaste,
y en flores los abrojos que pisaste.
Por tí fué rey el monte y la espesura;
mas como nos dejaste,
dejonos el contento y la ventura.


24 

Ya no saca mi honda al lobo fiero
el hurto de los dientes, ya no estampo
mis dichas en los olmos que solía,
ya no soy hombre, ni aun zagal entero,
ya te llamo en el monte, ya en el campo,
y otra voz me responde todo el día.
Si digo: —Elisa mía,
¿adonde está mi vida?—
de allá me dicen: —ida.
Yo en tanto mal, para vivir cobarde,
la muerte juzgo para luego tarde;
y así, mi Elisa, en tanto desconsuelo
no tengo bien que aguarde
sino sólo pedir mi muerte al cielo.


25 

Oh maravilla octava de Filipo,
mayor que la potencia de fortuna,
de mejor duración y más firmeza;
pues yo de vuestra gloria participo
¿por qué vos no llorais por la coluna
que os prestó gravedad y suma alteza?

Cayó mi fortaleza,
aquel templo divino
forzado a tierra vino,
y entre las armas, triunfos y banderas
perdiéronse las ricas vedrieras;
y, puesto ya por tierra el noble fuerte,
poblé cadenas fieras,
desierta argolla que forjó la muerte.


26 

Yo me era un pajarillo prisionero
que hice en monte ajeno el nido vano,
del azor en mis vegas perseguido;
mas asechado allá del pastor fiero
prendió con dura percha y cruda mano
de mi querida alondra el cuello y nido;
y yo, al caso venido,
la ví al lazo rendida
en el surco tendida,
alrededor las plumas polvorosas,
fieras señales de la lucha odiosas,
cual deja el cierzo al olmo deshojado,
o como están las rosas
que el niño pisa cuando está enojado.


27 

Y así cual tierno infante que teniendo
en una mano el pan y en otra flores,
si le quitan las flores, impaciente,
de enojo, rabia y de coraje ardiendo,
con el mucho regalo y los amores,
arroja pan y flores juntamente;
tal de razón ausente
con razón me enojo
y mi salud arrojo;
la muerte un fiero intento resucita
desnuda el crudo hierro, el brazo incita,
la cual presto será de mí creída;
que pues mi flor me quita
no quiero yo el sustento que es la vida.


28 

Mas no es posible, Elisa, que vivimos
en una voz, un cuerpo, un alma, un nudo,
pues no me llevas, ni de mí te acuerdas.
Si dos templadas cuerdas siempre fuimos
¿cómo es posible aue la muerte pudo
tocarte sin tocar entrambas cuerdas?

Mas allá donde acuerdas
en ternos más subidos
los himnos no aprendidos,
si tal vez entre coros de almas santas
de dulces y clarísimas gargantas
alabanzas a Dios cantar quisieres,
canta por mí, si cantas,
que bien saben allí que mi voz eres.


29 

Acaba de llevarme donde halle
aquellos ojos míos de mi vida,
y aquella vida mía de mis ojos,
aquellas iris, paz de nuestro valle,
aquel cabello donde amor se anida
y aquellas manos donde fuí despojos;
no han de ser los enojos,
Elisa, tan de veras;
llévame a tí ¿qué esperas?
desátame estos nudos, baste agora,
desta por la vida que te adora,
pide que parta y suba mi tardanza,
pide, esposa y señora,
que un huésped nuevo cuanto pide alcanza.


30 

Pide ya, Elisa, amor de mis amores,
que yo presto te vea, y no suspire
uno, sin noche, eterno y claro día:
que, asidos por las manos entre flores,
firme y leda me mires y te mire
respirando en tu vista, y tú en la mía.
Oh ilustre mediodía
que naces de tí mismo
y te vido el abismo,
pues en tus paralelos nace el alba,
que al presidio del mundo rinde salva,
mientras mi día sale por tu cumbre,
sin lumbre quedo en Alba,
esperando la muerte que me alumbre.


31 

Y tú, mi vida que por mí no vienes
por no ser a tus fuerzas más posible,
como yo de tu fé tengo creído;
aquellos tuyos mal logrados bienes
de esta, cansada vida e insufrible,
(que más muerte sin tí que vida ha sido)
ofrezco al mundo olvido:
un laurel y una lira
y una voz que suspira.

quedando en este tronco duro y pardo
escrito con la punta de este dardo
porque haya troncos de mis males llenos:
«aquí acabó Belardo
que más amó, y gozó su vida menos».


32 

Allí murió la voz con dulce calma
y se trocó el acento en un gemido
que la respiración le suspendía;
que como el gran dolor tocó en el alma
quedó la unión y fuerzas del sentido
sin el uso y acciones que solía.
Ya comenzaba el día,
y el aurora aliñosa
madrugaba en la rosa,
barriendo con escobas recamadas
las sombras perezosas y olvidadas.
Mas en cuanto descansa el triste amante
de las penas pasadas,
tú, Mecenas, espera que yo cante.





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