sábado, 3 de septiembre de 2011
4556.- MARTÍN VÁZQUEZ GRILLÉ
Martín Vázquez Grillé (Buenos Aires. 1976)
Seudónimo: Mark Hollis
De donde vienen las palabras
hay un estanque grande como la noche misma.
En eso quizá pienses mientras te vas alejando
atolondrada, casi sin poder hablar
de la sucesión de voces
colores y formas que ha resultado ser tu vida
y seguramente
algunos muertos han venido a traerte sus mensajes
frases inconexas que marean hasta la naúsea
en el vaivén de los meses, grises
alertas a cualquier cambio en la coloración de la piel.
Tranquila, boca arriba
no ves la hora de sumergirte en el estanque
inmenso de la noche.
Ahora somos distintas lagunas
ni tan verdes, ni llenas de flores
y apenas cuchicheamos
si el viento lo permite, sobre lo triste del agua
que no tiene huellas en ningún lugar.
Lo que nadie dice es que uno puede
si quiere, verla llegar
con solo prestar un poco de atención
y enseguida advertir el aleteo, la suspensión
del tiempo, detenido en frágiles segundos como el hielo
que se mete entre la ropa y brilla
adherido a la piel, tensándola.
Nadie dice que eso no se presiente, ni se percibe
como una crecida anunciada
por el aire hinchado y las flores desprendiéndose
de todo el color que pueden contener,
hasta que un día se aprende
que uno puede mirarla a los ojos, casi tocar
sus músculos- tersos músculos de estatua-
siempre joven, sin poder hablar
apenas imaginar la nieve derretida formando charcos
en el campo, los huecos que esa nieve
va a dejar en la tierra seca del otoño
los yuyos, creciendo en racimos
solitarios a la buena del viento y a lo lejos
ceniza que viene, nubes enteras de polvo negro, inerte
cubriendo lo que queda de cielo, y mas allá.
Desandás el camino de tierra, por entre los pastos
crecidos del verano, bordeando la orilla a paso corto
diáfana e insegura en una mañana que viene asomando
despacio a través de las nubes y el hollín,
atrapada en tu propio follaje, deshaciéndose los últimos gestos
llegás al umbral del país amado, una oscuridad
solo entendida por los que van a morir, sabiendo
que los sauces van a abrazarte balanceándose
al otro lado del río, pasados los días de lluvia, y tal vez
llegado ese momento, pienses en el amor que se ha ido
en cómo, tomado por sorpresa, explotó en mil pedazos
y te dejó para siempre a la espera
tal vez, y solo a causa de entrar en el sueño
imagines las sirenas de los barcos
sonando para las fiestas o intuyas, casi como una predicción
el concierto de las copas de los arboles, llenas de hojas de otoño
al levantarse el primer vientito del año,
ahora que el agua es tan clara, y da miedo mirar.
Se estira la madrugada, se hace agua frente a la puerta.
Adormecidos, como hormigas en fila, los vecinos
emprenden la marcha a la fábrica en un silencio
apenas cortado por el saludo grave de las mañanas
o los velorios.
Calladita caminás, no vaya a ser que se rompa el embrujo
de la música de anoche
de los pasos subiendo la escalera de hierro
y la chapa sonando contraída en el frío.
Calladita esperás y quisieras que el camino fuera bien largo
para ver como la luz se asoma a lo lejos por el río
ese río negro de bocinas y grandes barcos repletos de aceite
que a veces, algún que otro amanecer
te envuelve en una bruma violeta antes de ir a trabajar.
Finalmente vieja, te has quedado dormida
sin saber de quienes
son las voces que conversan a lo lejos
o si es sólo el pasto acariciado por las ráfagas
que chiflan cruzando el descampado
y hay un aliento hosco en los arboles
que al pasar silban canciones para velatorios
como si una mañana cualquiera hubieran caído toneladas
de nieve y viviéramos ahora en un inmenso iglú
rígido y claro, donde no llega la noche, ni el día
y cada momento fuera uno solo
flexible, expandiéndose en una misma dirección:
un río oscuro, siempre ahí, planchado
a la espera de todo lo que se pueda tragar.
Acaso todo esto solo sea
la deriva de alguien que, finalmente vencido por el sueño
cae por casualidad en la parte más honda del río
y se deja arrastrar corriente abajo, abriéndose paso
por lugares donde siempre es de noche
sin poder imaginar lo cerca que está
de aquello que nunca pudo nombrar (apenas si lo habrá balbuceado
cuando niño)confundido por el ritmo de su propia respiración
y el sonido de cipreses que se juntan
en la orilla para ver a los que viajan, a veces nadando
y otras veces arrollados por el vértigo del agua,
desde una vigilia incierta, plagada de canciones que no van a morir
hasta un dormir sin tiempo ni lugar
presuntamente placentero, una luz que al final se desvanece
solo eso, una luz a punto de apagarse, y nada más.
De Pequeños botes cruzando lo negro del río
Acuático, hay un eco que vuelve y rebota en las paredes
como gorrión caído luchando por salir de la maceta
una centrífuga de frases dichas al pasar
que no siempre alcanzan la conversación
como si estuvieran ahí para armar por años
un rompecabezas y cada día un pieza nueva
llegara con el viento y la voz cambiada
a veces casi un susurro, para perderse al fin
esfumarse, así de húmeda como la niebla tapando
pequeños botes cruzando lo negro del río.
Finalmente vieja, te has quedado dormida
sin saber de quienes
son las voces que conversan a lo lejos
o si es sólo el pasto acariciado por las ráfagas
que chiflan cruzando el descampado
y hay un aliento hosco en los arboles
que al pasar silban canciones para velatorios
como si una mañana cualquiera hubieran caído toneladas
de nieve y viviéramos ahora en un inmenso iglú
rígido y claro, donde no llega la noche, ni el día
y cada momento fuera uno solo
flexible, expandiéndose en una misma dirección:
un río oscuro, siempre ahí, planchado
a la espera de todo lo que se pueda tragar.
Justo en medio del río
exactamente entre una orilla y la otra
en ese preciso lugar, chirriante de burbujas
plateado de peces que tomados por sorpresa
flotan sin sentido en la superficie
hasta quién sabe donde, en medio de un agua lenta
sin remolinos ni alertas de crecida inminente
se observan las casas pasar, a un lado y al otro
paredes familiares que habrán de cambiar
con el tiempo, como todo, como los cuerpos de los chicos
o la intensidad de las luces en los puentes
y este pequeño pedazo tuyo, que hay en mí, que al fin morirá.
Si amaneciera el día escarchado
y un silencio de estalactita nos acompañara
a salir y mojarnos los pies porque las botas
se han desgastado y la plaza
vacía enfrente se entregara a lo rojo de la luz
podríamos sentarnos a conversar
de las heladas anteriores
de los muertos que el frío dejó en la cuadra
casi todos viejos que no atinaron
a prender las estufas y en un estado
parecido a la gracia permanecieron durante días
mirando el techo, las manchas de las filtraciones
en el cielorraso, cada tanto una gota desprendiéndose,
sin mover una sola pestaña
como si morirse fuera tan deslumbrante
tan extrañamente encantador
como un callejón enorme
con una pequeña abertura en la esquina.
Me has contado que la brisa del sudeste
llega primero en forma de humedad,
que ese mismo viento se enfurece por las noches
levantando el agua sin control
y es entonces cuando el río crece y la otra orilla
se aleja como un pensamiento
borrada del mapa para ser otra
distinta, casi indescifrable, apenas una línea
de arboles que estoicos soportan el empuje
y así, con la misma parsimonia del que espera
no volver a despertar, se entregan a los caprichos del tiempo
que todo lo cambia, moviéndose.
Todos esos álamos que crecen frente a nuestra casa
serán un bosque cuando los años pasen
y el agua de lluvia los riegue
sin cesar, cada primavera, y grandes pájaros
del otro lado del mundo vengan
a construir sus casas, a criar familias
-cientos de grises pichones que trinarán
en la mañana, al ver salir a sus padres
en busca de comida-
y nosotros, tal vez ya fantasmas, sintiendo el mismo
reparo de la sombra, quietos como estacas
a la vera de un río que no para de fluir (despacio, siempre
hacia el mismo lugar) habiendo olvidado las tristezas
o la dicha que nos haya deparado el mundo
rondaremos de noche mientras el silencio nos ampare
sorprendidos de encontrarnos cada tanto
bajo el mismo árbol, soñando.
Lo que nadie dice es que uno puede
si quiere, verla llegar
con solo prestar un poco de atención
y enseguida advertir el aleteo, la suspensión
del tiempo, detenido en frágiles segundos como el hielo
que se mete entre la ropa y brilla
adherido a la piel, tensándola.
Nadie dice que eso no se presiente, ni se percibe
como una crecida anunciada
por el aire hinchado y las flores desprendiéndose
de todo el color que pueden contener,
hasta que un día se aprende
que uno puede mirarla a los ojos, casi tocar
sus músculos- tersos músculos de estatua-
siempre joven, sin poder hablar
apenas imaginar la nieve derretida formando charcos
en el campo, los huecos que esa nieve
va a dejar en la tierra seca del otoño
los yuyos, creciendo en racimos
solitarios a la buena del viento y a lo lejos
ceniza que viene, nubes enteras de polvo negro, inerte
cubriendo lo que queda de cielo, y mas allá.
Me he sentado a esperar junto a tu cama
el lugar donde tal vez quieras volver
aunque todo esté tan distinto ahora y tus vestidos
no se agolpen ya en el ropero
ni se escuche el silbato del afilador
a la mañana, temprano, endulzándonos los oídos
con una música extraña, encantadora
como el verano recién llegado al patio, las islas
de luz haciéndose mas anchas cada día y las flores
tus flores recién cortadas
llenando los floreros de la casa donde crecimos
y vimos el agua entrar para llevárselo todo
y algunos años después, nos despedimos, junto a tu cama
mientras mirabas hacia arriba y el mundo se paraba
para no moverse nunca más.
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