Harry Clifton
Dublín, Irlanda, 1952
Eccles Street, Bloomsday, 1982
Partida, despojada de sus fantasmas,
la mitad que quedaba de Eccles Street
estaba vacía, aquel día de días
en que mis pies
me llevaban sin saber
a una cita a ciegas, o un encuentro arreglado.
Una presión invisible, un calor invisible
fijaban las coordenadas azules
de una ciudad helénica
desde Phoenix Park hasta Merrion Gates,
donde, desconectados, a un paso
de la sabiduría, o del amor eterno,
un millón de ciudadanos trabajaban, almorzaban,
o soñaban con Joyce por un instante
y se sentían completamente reales,
los pares del destino, los amos de la elección,
como ocurría conmigo, en Eccles Street,
antes de que tú y yo nos encontráramos
en el designio más grande. . . . La coincidencia
regida invisiblemente, la cita casual
eclipsada por las infinidades griegas
que actúan entre nosotros como sentido común,
encarcelándome, dejándome en libertad
de soñar y vagar
en un mito demasiado joven para tener forma.
Yo mismo lo construía, con la puerta en ruinas
del burdel de Bella Cohen,
con otros sótanos, otras putas
desabrochando sus blusas
constantemente, mientras el tráfico se amontonaba
y los semáforos se ponían en verde y rojo
en planos de realidad cambiantes —
Y tú, una estudiante de último año,
leías sobre Joyce en la Biblioteca Nacional,
o estabas entre la gente, mi amor inadvertido,
en la inauguración de Stephen’s Green.
Pasó una hora, en Eccles Street —
Dos borrachos, en los portales del Mater,
bebían y cantaban canciones republicanas.
Vi una fila de taxis esperando
y pasto de verdad que había crecido
en las veredas míticas, ya inmortales,
verde como la vida, aún por investigar.
Yo había venido, esa misma mañana,
desde los muelles de Ringsend y la iglesia de Sandymount,
por el arco de la odisea,
con mi anhelo invisible
de romper el círculo, de liberarme,
como tú tenías el tuyo, hasta que un día
en la ciudad prefigurada,
donde cada paso es un paso del destino
y el reconocimiento sólo llega más tarde,
nos encontramos, tú y yo,
levamos anclas, por fin, y partimos.
Versión © Gerardo Gambolini
Eccles Street, Bloomsday 1982
Onesided, stripped of its ghosts,
The half that was left of Eccles Street
Stood empty, on that day of days
My own unconscious feet
Would carry me through
To a blind date, or a rendezvous.
Invisible pressure, invisible heat
Laid down the blue coordinates
Of a hellenic city
From Phoenix Park to the Merrion Gates,
Where disconnected, at one removed
From wisdom, or eternal love,
A million citizens worked, ate meals,
Or dreamt a moment of Joyce,
And felt themselves wholly real,
The equals of fate, the masters of choice,
As I did too, on Eccles Street,
Before ever you and I could meet
In the larger scheme. . . . Coincidence
Ruled invisibly, the casual date
Upstaged by Greek infinities
Moving among us like common sense,
Imprisioning, setting me free
To dream and circumambulate
In a myth too young to be formed.
I would build it myself, from the ruined door
Of Bella Cohen’s bawdyhouse,
From other basements, other whores
Unbuttoning their blouses
Forever, while traffic swarmed
And the lights outside turned green and red
On shifting planes of reality —
And you, a final student, read
Of Joyce in the National Library,
Or stood in the crowd, my love unseen,
At the unveiling in Stephen’s Green.
An hour went by, on Eccles Street —
Two drunks, at ease in the Mater portals,
Swigged, and sang Republican songs.
I watched a line of taxis wait
And saw where real grass had sprung
Through mythic pavements, already immortal,
Green as life, and unresearched.
I had come, only that morning,
From Ringsend docks, and Sandymount Church,
Along the arc of odyssey,
With my invisible yearning
To break the circle, set myself free,
As you had yours, until one day,
In the prefigured city,
Where every step is a step of fate
And recognition comes only later,
We would meet, you and I,
Weigh anchor at last, and go away.
Estación Retiro, Buenos Aires
Un ruinoso hall de ecos. Grita tu nombre,
lo escucharás de nuevo, desde generaciones idas
antes que tú... Los millones de almas
en que se han convertido, míralas, transmigrando,
dejando Europa, arrastrando baúles marineros
a bordo de los pullman — conscientes del rango,
victorianas... Ahí van, a quebrar el banco
del Gran Chaco, a fornicar, a morir borrachas
en una época de desarraigos. Una que echó una moneda
y terminó en Sudamérica, una que huyó de la Guerra,
una que se voló los sesos en el piso solitario
de su puesto de avanzada. Muertas, renacidas
en el lugar del eterno retorno, ¿qué tiene de extraño
que vaciles, con un aire de treinta grados,
un desierto de rieles ahí afuera,
al final de las plataformas, tantos muertos detrás de ti,
padres y antepasados? La praxis del alma
es no pasar, o vivirlas de nuevo en el control de boletos,
el millón de vidas inmigrantes
que brotan como pasto entre las vías.
Versión © Gerardo Gambolini
Estación Retiro, Buenos Aires
A run-down hall of echoes. Shout your name,
You will hear it again, from generations
Gone before you... The souls they have become
By the million, look at them, transmigrating
Out of Europe, dragging sailor’s trunks
Aboard the Pullmans — conscious of rank,
Victorian... There they go, to break the bank
Of the Gran Chaco, fornicate, die drunk
In an age of uprootings. One who flipped a coin
For South America, one evading War,
One who blew himself up, on the lonely floor
Of his own outstation. Dead, reborn
In the place of eternal return, is it any wonder
You hesitate, in thirty centigrade air,
A wilderness of shimmering track out there
Beyond the platforms, so many dead before you,
Fathers and forefathers? Not to pass
Or live them through again at ticket-control,
The million immigrant lives that shoot like grass
Between the tracks — is praxis of the soul.
Tren nocturno por el Brennero
¿Por qué debería parecernos tan extraño
estar retrocediendo,
dejar Alemania, mientras las horas cambian,
con toda la historia
en reversa, los pasajeros que duermen
sobre ruedas engrilladas, y todo el mundo a oscuras?
Era pasada la medianoche cuando salimos.
Los cohetes de Año Nuevo se apagaban
en las calles de Munich — el desorden del festejo,
los petardos, el vidrio roto,
y doscientos años de revolución
tardando en irse, como un olor a azufre en la nariz. . . .
El guarda tose en el pasillo, toda la noche.
Puede quedarse con nuestros documentos
si a la mañana nos los devuelve
sellados. Nuestro único deseo
es dormir en la paz del calor corporal
—¡que ninguna antorcha brille entre nosotros!—
mientras otro descifra por los reflejos
las luces que se mueven,
la dirección verdadera del tiempo. . . .
Los Alpes no nos importan —
Innsbrück, Brennero, Bolzano. Un sordo rugido
al pasar por cada túnel —
Las cumbres de Europa
siempre nos parecieron frías. Mejor soñar
con Munich y sus luces navideñas
o los maniquíes de Florencia,
ante uno de los cuales despertaremos seguro
por la mañana, después de una eternidad.
Cerca del alba, el sonido de voces —
Una estación desconocida. ¿Cuánto estuvimos aquí?
¿Una hora? ¿Una noche? ¿Doscientos años?
Palabras en italiano por un megáfono
‘. . . .Bologna, Firenze, binario tre . . .’
A la deriva en la oscuridad. Mil novecientos
ochenta y nueve fue y pasó —
Las alturas están a nuestra espalda.
Los primeros vendedores empujan sus carritos,
humeantes, por la aurora del Día Uno.
Dos vagabundos, un empleado ferroviario,
bajo la luz de un bar de la estación,
beben su trago amargo. Por un instante
la vida es igual para todos nosotros,
con cara de sueño, en el amanecer de la humanidad.
Traducción: Gerardo Gambolini
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