sábado, 19 de diciembre de 2015

SEBASTIÁN MORFES [17.790]


Sebastián Morfes

Sebastián Morfes nació en Bahía Blanca, Argentina en 1976 pero vive en Buenos Aires desde hace 10 años. Allí dirige Determinado rumor, una editorial digital de poesía de acceso libre.
Publicó los libros El jardín de los poetas, Parque Illia Blus del cani y Bar cheto. Fue co editor de la revista VOX virtual durante 24 números. 



Moesta et errabunda

de las callecitas de Guaminí recuerdo
en igual medida el aullar de los molinos
y el sonido de los caños
de las bicicletas contra los postes de madera.
Pero aparte, a vos Florencia Parva
bajando la vista ante los chabones
esas tardecitas del verano de aquel
año lleno de crisis.




A esta hora ayer bailábamos

¿el mundo tiene algo circulatorio? Digo porque 
estando acá tan cerca no pude evitar 
el patio; estaba fresco y el cielo sobre él cambiaba. 
Todas las otras personas se ataban el abrigo al cuello. 
Volví y, creeme, cada cuadra era un tibio desorden.
Nos controlaba una luna grande. La nombramos 
despacio y empezó a trabajar en nuestras cabezas. En la mía 
más, claro. Un aire acondicionado me congela las muñecas 
mientras trato de dormir. Ayer algunas cosas 
parecieron lindas, cosas que sonaron, 
las confusiones, caminar. Insisto en dormir 
y es como enfrentarse a una siesta. Además 
me engancho una uña abajo de la almohada 
y entro en un estado. Pensé hoy que en mi cabeza 
capaz hay un producto.




Hotel Miami

Calle Gascón. Habitación sin baño privado. Sin ventana
con una puerta al pasillo. Con una mesa en la que
entran o un plato o un libro o el mate y el termo
o un cuaderno o un codo sosteniendo esa masa
de electricidad y cada vez menos pelo o una computadora
o un bolso. Segunda quincena del mes de noviembre.
En esta ciudad en la que el el cardumen pasa y tus manos
arañando no  se quedan con nada.
Teléfono semi público. Un cuaderno donde mi nombre
adhiere a la inestabilidad de otros nombres
también separados o quizás a la sorpresa
de los turistas con poca divisa para alimentar el fuego
de esta balanza.
Alguien cruza del pasillo al baño, alguien mueve
el cable corrugado del semipúblico, alguien reta
a un chico que baja las escaleras martillando
cada escalón y espantando el sueño del piso.
Como nos enseñó en un video la cantautora Natalie Imbruglia,
entre los que van y vienen arrastrados por la respiración
asmática del Hotel Miami hay un alguien tratando
de multiplicarse para construir una escalera
que los ponga a la altura del tono de la elegía.




Compañero humo

Antes de que Mark Chapman subrayase
un párrafo cualquiera del cazador
en el centeno, libro que fue
su acompañante terapéutico
en esas las largas madrugadas
Ana Sexton en el garage
aceleraba su auto.
Era la previa a la celada del yo.
En un país vasto y verde
donde los mitos rompían
la tierra y donde los géneros
eran miniaturas
como la naturaleza
como sobrevivir;
antes de que el terror tenga medida
Ana Sexton en el garage
aceleraba su auto.
Era la previa a la celada del yo.
Las yemas de los dedos escribían
ideogramas descuidados en las repisas
vacías, no brillaba un adorno
ni sus detalles de oro
y antes de que rompiera ese vacío
una flamante botella
con forma de caramañola
Ana Sexton en el garage
aceleraba su auto.
Era la previa a la celada del yo.

(La bruma dulce que envuelve los poemas privados que no
encuentran remate)





LA FISURA DE LA CASA MORFES

La higuera no pasa los 5 años, y ha respirado todas
las congestiones del clima hasta llegar
a esta lluvia de granos helados y medias
y bolsas entre el escombro. La fisura de nubes
de arena, cal, cemento en bolsas
y pedregullo multicolor es una estación. Perdí
comí, perdí una capa de piel, embrutecí
en la orilla imaginaria, respirando el
cloro de la pileta de lona, movido por el ruido
de cuñas diminutas del mecanismo del reloj
de la alarma; dormí mientras la voluntad
de mi sangre se borraba con las fotos.
Temblor. La música fresca abajo de la parra cruje
y las chapas como las hojas habitantes
de un otoño simulado tienen la energía
y la vibra de un cráneo. Hollejo. Leo, la luz
que sucede el tejido plástico
del ventiluz me dicta palabras que parecen
clavarse en el barro. Socializo y en mi diaro
avanzan hacia la tapa más dura. Leo, el humo
grueso de la comida disipa el aire, no cuentan
los ábacos descartables de la mente, ni los dedos
de la mano. 
Desembalo de unas viejas cajas de cartón
blando un juguete roto de la infancia
que me hace acordar, por los colores
a mi voz.
Leo,
acepto moviendo la cabeza despacio
como si estuviera muerto
desde hace unos minutos y desde hace
menos minutos depositado debajo del agua.






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