Emilio García Montiel
Escritor e historiador del arte cubano con especialidad en Estudios de Japón. Naturalizado mexicano, resido en México. Mis áreas principales de trabajo se ubican en los estudios visuales, la imagen urbana y los estudios de Tokio. Libros publicados: "Muerte y resurrección de Tokio" (El Colegio de México, 1998); "Cultura Visual en Japón: Once Estudios Iberoamericanos" (El Colegio de México, 2009), en coautoría con Amaury García Rodríguez. También, los libros de poesía "El encanto perdido de la fidelidad" (Letras Cubanas, 1991); "Cartas desde Rusia" (Ministerio de Cultura, Ciudad de La Habana, 1989); "Squeeze Play" (Universidad de La Habana, 1987); "Retrato de Grupo" (Letras Cubanas, 1989), en coautoría con Antonio José Ponte, Carlos Alfonso y Victor Fowler.
Los Stadiums
A veces voy a los stadiums sólo por tomar aire.
El stadium es un gran respiradero en la ciudad podrida.
En la ciudad de las columnas sórdidas, de los lentos portales oscuros.
Entre el cansancio de un hombre que no
puede llegar y el letargo de un mundo que no quiere salir.
Entre el polvo, el calor y la sed como en una película de guerra.
Entre las calles enfangadas como en una película de corrupción moral.
Desde las casas, el cielo es dulcemente azul.
Desde los barcos, una nube grisosa que se enreda en el aire.
Bajo esa nube somos demasiado felices.
Bajo esa nube pensamos: la ciudad.
Pero al final decimos: parque, polvorín, iglesia, ayuntamiento.
Ya no hay frescor posible.
A veces voy a los stadiums sólo para tomar aire.
En un stadium no se juega el destino del país, pero sí su nostalgia.
O más bien la nostalgia de esta ciudad podrida.
Remendada con boleros y con tristes anuncios que ya no significan nada.
Los golpes
Hace ya mucho tiempo –ahora es muy difícil precisarlo –
yo descubría el mundo bajo el mismo cristal usado y transparente con que se ve la gloria.
Nada pretendía y nada sucedió que no estuviera definido entre el bien y el mal.
Yo imitaba a los héroes con la vieja confianza que da la mansedumbre,
con su oscura prudencia.
No conocía aún la insensatez de las muchachas:
si alguna noche imaginé entender algo, fue apenas un rubor.
Yo tenía un pupitre, una voz agradable, una ciudad dispuesta.
Los maestros tocaban mis espaldas y decían: muy bien.
Todo era hermoso: desde el primer ministro hasta la muerte de mi padre.
Y perfecto, como debían ser los hombres la Patria.
Pero eso fue hace tiempo –hace ya mucho tiempo – y ahora me es difícil precisarlo.
Un día de inocencia
Yo recuerdo a los hombres en el momento mejor de su caída.
Cerca ya de la noche.
Cuando apenas ya se advierte una sombra, una nostalgia, un temblor hacia el fin.
Yo los recuerdo en días apacibles:
hechos sobre un pasado de extraña lucidez.
Graves por la confianza o por la fama, o tal vez por el tiempo.
Pero nunca en la gloria.
La gloria es vanidad para creer que somos fieles, que alguna vez lo fuimos.
Tampoco en la tristeza.
Porque nada es peor que la tristeza para engañar a un hombre.
Yo los recuerdo en días apacibles:
loados e innombrables bajo tanta blasfemia.
Doce o treinta y seis: ¿a qué dios pertenecen las jugadas?
¿A qué dios suplicar no ser ni héroes ni traidores?
Alguna vez estos silencios ya no tendrán sentido.
Alguna vez sobre mis ojos el temor se hará inútil.
Sé que habrá un día –un día de inocencia – en que no me será dado decir más.
Yo lo bendigo, igual que a esas mujeres que tendrán mis palabras.
Que sabrán murmurar: «ha hablado de los hombres en días apacibles».
Igual, a los amigos, que cubrirán mis versos con su rostro.
Para bien, —para mal – mucho les pertenece.
Yo recuerdo a los hombres en el momento mejor que de mi caída.
En el momento de llamarme con simpleza Juan o Rey.
De no sentirnos héroes ni traidores.
De no llegar al fin.
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