lunes, 13 de septiembre de 2010

FERNANDO HERRERA GÓMEZ [1.062]



FERNANDO HERRERA GÓMEZ

Medellín, Colombia 1958. Estudió algunos semestres de Filosofía y Letras en la Universidad de Antioquia. Ha publicado los siguientes libros de poesía: En la Posada del Mundo, Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia 1985, La Casa Sosegada, Universidad Nacional de Colombia 1999 y Sanguinas, Ganador del VIII Concurso Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus 2002 libro publicado en 2005 por la Universidad Nacional de Colombia. Ganó una Beca de Creación otorgada por Colcultura en poesía en 1993. Ganador de una Residencia Artística en México del Grupo de los Tres en 2004. Ha sido profesor invitado de la Universidad Nacional de Colombia, publicista, editor de obra gráfica y de libros de artista y gestor cultural. Reseñista, traductor y comentarista de libros en revistas y periódicos especializados. Poemas suyos han aparecido en distintas revistas y antologías nacionales e internacionales.




HACE YA AÑOS

Hace ya años se le ve
parada en una esquina del parque.
Su oficio es una arenga interminable
que ella eleva contra los gobiernos
y aunque nadie se detiene para oírla,
sin duda todos coincidimos
con la desquiciada
que por años no ha cejado
en su propósito subversivo.

Pero ha pasado la vida,
y la pobre loca
ya no tiene la fuerza de otros tiempos.

Ahora,
sentada
- valida de un altavoz gangoso -
sigue lanzando su proclama monocorde.



COMPASIVA Y TERRIBLE

A las nueve y media
al salir de las clases nocturnas
- que pagan con el trabajo del día -
van bajando por la calle hacia la avenida
las diligentes secretarias.

El sonido de sus tacones finos
resuena en los andenes
poblando la calle con un eco
de potrancas nerviosas,
y el roce de sus medias de seda
es ya un preludio de su modesto lecho.

Comentan con tal ánimo
la materia de sus clases
y se asombran con tal gravedad
ante los prodigios
que les han sido revelados,
que uno siente en verdad
que el mundo gravita
merced a sus elementales nociones.
Se despiden de prisa
frente al bus,
buscando apuradas el pago en su cartera,
y se ausentan
mientras la noche, compasiva y terrible,
a todos nos borra.




EN UNA CURVA DEL CAMINO

Nos detuvimos
en una curva del camino
en donde hacía una semana
los habían matado.

Unos hombres hoscos
estaban allí.
En el piso había unas cruces blancas,
con las fechas
y los nombres.

Nos conmovió la escena,
pues pensamos en el pequeño túmulo
que allí se erigía.

Pero no era así.

Luego supimos
que eran los asesinos
que habían vuelto,
para arrancar las cruces y romperlas,
poniendo odio sobre el odio.



DEPÓSITO DE MADERAS APONTE

Vuelve a la bodega
del hombre que vende la madera.
Mira cómo se pasea airoso
entre los troncos,
cómo avanza con pasos afelpados
por entre el aserrín y las virutas
- tal un carnicero
pisoteando sus espejos de escarlata -.
Ve allí,
contempla la inocencia
de este dulce verdugo
que pondera las virtudes de sus tablas:
la madera del comino,
que aunque húmeda no se tuerce;
la firmeza del guayacán,
que puede llegar a trizar
los dientes de acero de las sierras circulares;
el manso cedro rojo del Caquetá,
que contará sus historias
desde los suaves brazos de su silla.

Vuelve,
ama como él, te digo,
estos árboles resignados
a la muerta geometría.
Vuelve,
pues no es un hombre malo
el hombre que vende la madera.
Verás cómo también por el olor
sabe distinguirlas
y se acerca a ellas
inclinando la cabeza,
como si besara
un íntimo cuello de muchacha.



JARDINES DEL NILO

Aquella tarde
al salir del Museo Egipcio
en el Cairo
¿Cómo me dejé guiar por aquel timador
por entre alfombras y espejos
en la tienda de perfumes?
En mi brazo quedaron
húmedas franjas de aroma
mientras el vendedor
de mirada aviesa
hablaba de flores y de granjas
a orillas del Nilo
-Tiernas violetas del amanecer
maceradas con espliego
y algo de azahar
recogido bajo la luz de la luna en primavera-
Estratagemas que esgrimía el comerciante
para venderme
el tenue recuerdo de esa tarde
que hoy recobro
en los jardines encantados de tu pecho






Rojo sol, que con hacha luminosa
cobras el purpúreo y alto cielo,
¿hallaste tal belleza en todo el suelo,
que iguale a mi serena Luz dichosa?

Aura süave, blanda y amorosa,
que nos halagas con tu fresco vuelo,
¿cuando se cubre del dorado velo
mi Luz, tocaste trenza más hermosa?

Luna, honor de la noche, ilustre coro
de las errantes lumbres y fijadas,
¿consideraste tales dos estrellas?

Sol puro, Aura, Luna, llamas de oro,
¿oístes vos mis penas nunca usadas?
¿Vistes Luz más ingrata a mis querellas?



El afilador

¿Hace cuánto no oías ese sonido? Tal vez desde que eras niño. Ahí va la torpe escala musical repetida que huye por las calles, y el joven con su bicicleta erizada de puntas de acero y sus discos de piedras de amolar.



Cementerios de provincia 

¿De qué vivirán los pobladores de esas aldeas que se levantan de pronto en los áridos campos sembrados de cactus que abundan en México? Algunos rebaños pequeños de cabras se ven de tanto en tanto ramoneando los pocos hierbajos que nacen entre las piedras, y se adivinan las aves de corral. Pero de resto, ¿de qué vivirán? Es difícil saberlo. Se divisan a lo lejos, cerca de las carreteras las agrupaciones de casas y, un poco apartadas, las tapias que encierran los cementerios en los que cada sepultura tiene como lápida una fachada de iglesia en miniatura adornada con flores. Cada cementerio es como otra aldea de juguete donde las almas de los muertos llevaran una inocente vida de niños.









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