FRANKLIN CALDERA
Nació en Managua, Nicaragua (1949). Poeta, abogado y crítico. Desde 1968 publica en La Prensa Literaria, poemas, críticas de cine y literarias y traducciones de poesía inglesa. Autor del libro: 100 Años de Historia de Cine (1996). Es co-editor, con Ligia Guillén, de la revista “Poesía Peregrina”. Reside en la Florida desde 1985.
SCÈNES DE LA VIE DE BOHÈME
Toulouse (el enano con nombre de ciudad)
colocó su sombrero sobre la mesa
y comenzó a dibujar a la bailarina
que enseñaba las piernas aparentando descuido.
Aquella noche pudo haberse emborrachado
o pasarla en la Rue des Moulins
o discutir con Yvette Guilbert
sobre la función del corazón en cuestiones de amor.
O hacer las tres cosas.
Al día siguiente iría al circo
o a la ópera
o al Moulin Rouge.
O tal vez sucedía algo interesante.
Casi de madrugada se retiraba.
Caminaba solo, como un precursor de Bogart o Aznavour:
“Aunque camine acompañado, está solo”.
Llegaba a su estudio en la 27 Rue Caulaincourt,
se quitaba la ropa y los lentes
y quedaba envuelto en su mayor alivio:
la oscuridad.
Del palacio del «Bosc» al Château de Malromé
desafió a la vida para poder encontrar la felicidad.
La lucha fue tan cruenta que murió en combate
(Rosa la Roja le mostró la parte más dolorosa del placer).
Su mundo de trazos y colores enérgicos, punzantes
-hábitat de chansonniers, clownesas,
malabaristas, cocottes, bailarinas…
¡portazo a su heráldica ascendencia!-,
encierra un grito de protesta
(satírico, melancólico; sarcástico, compasivo)
¡que sigue estremeciéndonos!
(11 de noviembre de 1968)
ELEGÍA COMPROMETIDA PARA EL ALMA DE POPEA
“Desde la Maja Desnuda hasta September Morning”
(J.C.U.)
Popea tenía
un altanero modito de morderse el labio superior,
levantar la cabeza y fugar la mirada.
Nuestras citas degeneraban con frecuencia
en prolongados e incómodos conflictos silenciosos
que Popea,
con dos o tres palabras,
convertía en una de esas horas
que se pegan después
como niños vendiendo chiclets a la salida de un cine.
Entonces yo hablaba y hablaba
aunque nunca logré sorberle un secreto.
Sólo supe que odiaba la actual poesía joven nicaragüense,
1as lunadas del Country Club,
la auto-suficiencia
y sobre todo
mi manera de insinuar las cosas,
de interpretar sus pensamientos.
-“...el único camino para
salvarla consiste en
que alguien efectúe en
ella un cambio radical
de estructuras ...”
dejándola intacta, claro,
pues ha sido educada de acuerdo con los métodos modernos de:
sicología infantil,
sicología del adolescente ...
(tan eficaces para el logro
de una muñequita de cuerda
propensa a molestarse con
el estallido de una gota de
vida)
(16 de febrero de 1969)
JUICIO FINAL
Una capa rojiza de polvo, formada por los vientos
que preceden las lluvias torrenciales, cubría el cielo.
Yo miraba hacia la ventana, desatendiendo al Hermano
que nos leía el Catecismo.
Vislumbraba en aquel telón de fondo demilliano
a Cristo que descendía para juzgarnos.
Abandonando el aula intempestivamente, corrí a casa
por el amplio patio asfaltado; las gotas salpicándome el rostro.
(Más que el juicio, la hecatombe me espantaba).
Tras de mí, el Hermano soplaba el silbato.
(Los demás, impasibles, miraban extrañados
al compañerito frentón que corría como un desesperado).
Y en mi mente: las láminas de cartón que nos mostraba
el “cura” enjuto y arrugado con perfil de Pío XII:
Cristo, los ángeles, las trompetas;
los justos, los condenados;
el fuego del infierno, las siluetas de los demonios…
Hoy es el tiempo el que ha huido por el viejo lago enlutado.
Son otras las voces, las miradas, los colores…
¡Hasta los recuerdos se han mudado de ropa!
(El pasado tiene siempre olor a madrugada).
Pero sigo temiendo el encuentro definitivo.
¡Más ahora que el camino al Paraíso es escarpado!
Ojalá fuera el hombre que quisieron forjar
aquellos Hermanos de las Escuelas Cristianas
que cantaban en latín y llevaban siempre puesta la sotana:
Agustín el mayor, Agustín el menor; Apolinar Pablo,
Eugenio, Pedro, Bernardo,
Basilio, Miguel, Eulogio,
Máximo, Andrés, Hildeberto,
Eusebio, Mateo, Ignacio,
Inocencio, Florencio, Antonio…
(Todavía oigo la campana
más distante ahora, más opaca)
LA LECTORA
¿De qué vieja leyenda nahua o germana surgiste
para alterar la quietud de los atardeceres?
En la pequeña iglesia católica de Sweetwater,
donde las oraciones de los exiliados nicaragüenses
se mezclan con los dejos de otros inmigrantes,
resuena tu voz cuando lees las epístolas de San Pablo,
durante la misa dominical en español, de las siete de la noche.
Tu impecable dicción sin acento para mis oídos
me revela tu origen entre mosquiteros y hojas de chagüite;
a pesar de tu cabellera suelta color castaño claro
(que refleja las raíces colgantes de un árbol de chilamate),
tus mejías nórdicas que realzan unos ojos ligeramente rasgados,
y esa nariz firme, desafiante, de amazona terrateniente pampeana.
(Sus pies transparentes, aunque evoquen los de la doncella “Lindopié”
en las láminas prerrafaelitas del viejo “Tesoro de la Juventud”,
nacieron para caminar descalzos sobre lodo, zacate, piedras y arena;
y aunque su cuello de princesa monegasca despida el aroma de j’adore,
la estela de su paso deja olor a maíz tostado, cacao, achiote y canela).
¡Cómo no estremecerse ante tu porte de emperatriz eslava!
¡Cómo no sentir el alma liberada al escuchar tu voz de mezzosoprano coloratura
que nunca se atreverá a cantar!
(Me pregunto de dónde emana esta visión de otros tiempos,
con vestidura blanca recién lavada y planchada, como su alma
que tiende a secar al sol antes de repartir la sagrada forma;
en época de voces prematuramente enronquecidas,
miradas vidriosas, tímpanos desgarrados
y besos de labios sin rostros y sin nombres).
¿Qué ángel de alas deslucidas te arrancó de la torre de tu castillo
para plantarte entre nosotros
dejando desolado al héroe de armadura
que decapitaba dragones para conquistarte?
¿O eres acaso la piadosa dama española del siglo XV,
cuyo marido mató de una lanzada
al poeta Macías, el enamorado, cuando éste besaba obsesivamente
el suelo que hollabas al caminar, una calurosa tarde jaenesa?
(¿Nos conmoverían, ¡galeotes de la belleza!,
con el mismo arrebato
su fervor religioso, su fe inexpugnable,
si no intuyésemos bajo el alba recatada,
los latidos de un cuerpo de gimnasta rumana?)
Visión inalcanzable, intemporal,
impoluta como los ideales que al realizarse se hacen polvo.
Mujer sin nombre que te alejas hacia una vida que no nos pertenece,
como camafeo olvidado en un barco pirata derrelicto.
¡Sueño diurno que, dando vida, matas!
(Agosto, 2001; Península de La Florida)
EPÍSTOLA SOBRE LA GUERRA FRÍA A UNA
COMPATRIOTA, COMPAÑERA DE EXILIO
I
Cuando pienso en la Trattoria Luna
donde cenamos después de ver La Dolce Vita
en el Absinthe de la calle Alcázar
o en ambos subiendo del brazo las escaleras de la Ópera
(a la manera de Charles Boyer e Ingrid Bergman
en las viejas películas de Hollywood),
me parece que todo sucedió en época remota,
en un mundo que desapareció una soleada mañana de septiembre;
aunque no haya transcurrido tiempo suficiente
para tirar a la basura los calendarios que adornaron esos días.
¡Pensar que llegaría a sentir nostalgia por la guerra fría!
Nikita Kruschev golpeando la mesa con su zapato;
Yuri Gagarín sonriéndonos desde la portada de todas las revistas;
los noticieros cinematográficos
con bodas y coronaciones de príncipes y princesas
-carreras de caballos, carreras de coches, desfiles de modas, concursos de belleza-
y la imagen del joven Fidel vociferando ante la multitud;
el atolón Bikini; la guerra de guerrillas; la crisis de octubre;
las citas de Mao, el diario del “Che”, Mater et Magistra
(Eugenio Pacelli, Angelo Roncalli, Giovanni Montini, Albino Luciani)
la primavera de Praga, la guerra del Vietnam, la contracultura hippie;
la guerra del Yom Kippur;
Nehru en Belgrado; Arafat en la ONU; el Papa en Varsovia;
la resistencia afgana, el affaire Irán-contra, la caída del Muro...
y las temibles bombas atómicas, maniatadas por su propia potencia destructiva.
Viejo mundo de trucos por todos conocidos,
con senderos marcados por las huellas de nuestros predecesores;
aunque los que cayeron, víctimas del choque de las ideologías,
conocieron el límite de la tragedia humana.
II
Hoy el mundo entero es un campo de batalla,
cada ser humano, un soldado desconocido.
Asistir a misa, abordar el metro,
ver un partido de fútbol, viajar, respirar...
tan arriesgado como cruzar un campo minado.
La religión y la política fusionadas
esgrimen viejas heridas jamás cicatrizadas,
profundas, como las fallas en la tierra.
Antiguos conflictos salen de sus sarcófagos
convirtiendo lanzas y espadas en armas de destrucción masiva,
mientras las reglas del juego yacen olvidadas
en el fondo de los lagos más contaminados.
Y todos tienen argumentos contundentes para justificar
el avance del caballo bermejo de la guerra;
el avance del caballo cetrino de la muerte.
No es el mundo que anidaron nuestros padres
(aquel entorno compacto, sobreprotegido, junto al Xolotlán,
que abandonamos arrollados por el viento del Este),
ni el que pensábamos legar a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos,
cuando aún se creía en el progreso, a pesar de su paso desigual y vacilante,
y que los científicos encontrarían la panacea del hambre y las enfermedades.
Pero no todos navegaban por esos derroteros.
Camuflados en los laboratorios de los grandes complejos militares-industriales
(en las estepas, en las praderas, en los desiertos...)
los que percibíamos como nuestros amigos,
los que percibíamos como nuestros enemigos,
fraguaban el macabro escenario del póquer de cepas microbianas
¡precipitando –en nombre de Dios, la paz y la justicia-
la marcha de la humanidad encapuchada al tanatorio!
(Octubre, 2001; Península de la Florida)
EL HOMBRE-CINE
¡Mejor hubiera pasado riéndome con Onfalia
o navegando con Isthar las noches de insomnio
derrochadas viendo películas de actores muertos!
Quizá tendría una actitud más resuelta ante la vida
si de niño hubiese declarado mi amor a las vecinitas,
evitándome semanas de trastornos sicosomáticos
atormentado por la muerte de Elizabeth Taylor
en “La última vez que vi a París”
o las reacciones que me producía Leslie Caron
con su tutú de muselina blanca en “La zapatilla de cristal”.
¡Tanto atardecer perdido batiéndome con los arbustos,
imaginándome Tony Curtis en “El Escudo Negro”;
o corriendo al trote como Gene Autrey y Roy Rogers
en las películas de vaqueritos que pasaban en las matinales!
¡Cómo iba a madurar aquel joven abogado de portafolio
con las neuronas sobrecargadas de imágenes ladeadas
arrancadas de películas expresionistas, realistasocialistas,
poeticorrealistas, neorrealistas, posneorrealistas
o de la bienamada “nouvelle vague”!
¡Por qué no utilicé en aprender a desarmar computadoras
el tiempo gastado acumulando botellas de cerveza vacías
en mesas de restaurantes chinos, remembrando
con Mario Cajina Vega, Ramiro Argüello y Juan Velásquez
los encantos susurrantes de Mylene Demongeot,
Catherine Spaak, Elsa Martinelli o Bernardette Lafont!
Y entre campos/contracampos, panorámicas y travelines,
tiempo hice para leer la Biblia, la Ilíada, El Quijote…
Pero acostumbrado a lidiar con los demás,
inmóviles y silenciosos,
en el entorno rigurosamente compartimentado de un cine,
difícil me es hallar con quién discutir
la arenga a los cabreros, el origen de los mirmidones
o si la vida espiritual continúa en el momento de la muerte
o se interrumpe hasta “Il Giudizio Universale”.
¡Yo, incapaz de hacerle daño a una mosca,
reconcentrado siempre en imágenes de corsarios,
odaliscas, mujeres fatales, apaches-chiricahua y vampirólogos,
causo miedo a los niños y a las visitas!
Mi esposa me ve como ser de otro mundo.
Mis hijos me tratan a distancia;
excepto el mayor, comediante de micrófono,
medio poeta y aficionado a las películas incomprensibles,
que se pasa la vida dando saltos de un lado para otro
como vikingo tuerto con hoyuelo en la barbilla.
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