Félix Suárez
(Estado de México), poeta, ensayista y editor. Estudió la Maestría en Humanidades en la Universidad Anáhuac y el doctorado en Letras Modernas en la Universidad Iberoamericana. Fue becario del Instituto Nacional de Bellas Artes y del Centro Toluqueño de Escritores. Obtuvo la Presea Sor Juana Inés de la Cruz en Lingüística y Literatura (1984), el Premio Nacional de Poesía Joven “Elías Nandino” (1987), el Premio Internacional de Poesía “Jaime Sabines” (1997) y el Premio Literatura Estado de México, 2011, otorgado por trayectoria. Tiene los siguientes títulos de poesía publicados: La mordedura del caimán (1984), Peleas (1987), Río subterráneo (1990), En señal del cuerpo (1998), Legiones (2004), También la noche es claridad. (Antología poética 1984-2009,) y El amor incluso (2011).
Su obra se encuentra incluida en más de una veintena de antologías colectivas. Ha colaborado en revistas y suplementos literarios del país y del extranjero. Obra poética suya se encuentra incluida en publicaciones como Siempre, La Jornada Semanal, Universo del Búho, Arena, Castálida (Revista del IMC), Universidad de México (Revista de la UNAM), Alforja, revista de poesía, La Colmena (Revista de la UAEM), Tierra adentro, Parteaguas (Revista del Instituto Cultural de Aguascalientes), Crítica (Revista de la UAP), etc. Fue director fundador de la revista Castálida; subdirector de publicaciones del Instituto Mexiquense de Cultura, y coordinador del Programa Editorial de la UAEM. Actualmente se desempeña como miembro ex oficio del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.
Cruje la hojarasca.
Y el polvo,
conmovido,
se estremece
humildemente
mientras
pasa.
(«Melancolía»)
Con una oscura conciencia
de animal escarnecido
lo voy sabiendo:
no duramos.
La mañana es un patio con sol
y pájaros de estruendo.
Luego uno está ahí por un instante.
Solo. Deslumbrado.
Ciego con tanta luz.
Y enseguida oscurece.
(«In memoriam»)
1
Acataré la estricta disciplina
y los hechos sin vuelta de mi vida.
Seré obediente a las señales únicas del cielo
y rodaré todos los días, celosamente,
la piedra oscura de mis actos.
Y me tendrán por manso.
Pero yo devastaré la piel
y sorberé los huesos y los ojos
de todos los que lleguen hasta aquí
buscando asilo,
de todos esos tristes penitentes
que vienen a buscar fortuna entre tus muslos.
Devastaré sus carnes y redaños.
Después me tenderé contigo, suavemente,
como una mansa bestia, inerme
y sin aliento.
Ésta era la casa: allá crecía el ganado y las vacadas tiernas de leche; más al fondo había un granero, repleto y tibio, abierto siempre para abastecer la mesa y los espléndidos banquetes. Y justo aquí, en el umbral, el altar doméstico de nuestros lares, los celosos guardianes, los ingratos y terribles protectores.
Un día de pronto se marcharon, y las ubres del ganado se partieron, se cubrió de sal y de ceniza el campo. No oí a mi padre nunca más cantar, ni a mi madre la volví a mirar cepillándose la oscura trenza.
Una nube de cuervos ensombreció de pronto los tejados. La más dura piedra se volvió caliza y azogue tormentoso el insumiso estanque.
Ésta era la casa. Hoy es un largo y silencioso gemido que me ahoga.
(«Lares»)
Mentira, dulce Clodia. Mentira que no disfrutes tú mis versos cojos, mi pobre fama, los dos y hasta tres besos que te he robado.
Mentira, digo, tus castas manos, tus castos ojos. Lo sé bien: ardes por dentro, te quemas con un calor de yegua que relincha en tus entrañas. Y aunque niegues tu amor, tu cuerpo grita lo contrario. Lo sabemos tú, yo y el oráculo aquel de Apolo que ha dicho, sabiamente, que te encanta.
Demórate,
hermosa Lidia.
Demórate
en ese gesto suave y tuyo
con que desnudas tus caderas.
Ese día, amada,
sobre el umbroso Valle de Josafat,
no despertaremos tampoco juntos.
Ni volveré a mirar
como hoy, en otros días,
el primer rayo de luz sobre tu cara.
Nada
-está escrito-
nos volverá a la dicha.
(«El día de la resurrección»)
La mordedura del caimán
Pájaros
I
Son la luz y el primer alboroto de la mañana.
Y mientras llenan de menudos gritos la casa,
uno se despierta en el mismo cuerpo de ayer,
convulso, adolorido,
muriendo de corrientes fiebres
y oscuros males sin importancia.
II
Triste verdad: no somos nada;
nos comba el frío y la enfermedad,
nos marca el rayo.
Polvo y ceniza nos caen del cielo.
Y el amor, amor, en sordas treguas,
nos va matando de veras.
El descenso
(Variaciones sobre un tema
en dos partes y un intermezzo)
Originalmente con el título de "Lejano es el descenso".
El descenso nos llama
como nos llamó el ascenso
William Carlos Williams
Nadie me salvará de este naufragio
Miguel Hernández
Uno
Pausados pacientes, cuerpos que confunde
el mar mientras galopa,
enfermos de fuego,
efímeras prisiones,
cárceles que habita el sol por un momento.
Y aún así caemos.
Piedras arrojadas al abismo,
cristales rotos que tiré en la noche.
Por qué si nada ha de quedar,
si nada dura, aún así caemos.
Qué objeto tiene el sufrimiento,
este morir a pausas bajo el humo,
bajo la idólatra memoria,
y agobiados.
También descienden los amantes,
los cuerpos abrazados al asombro,
a un mismo fuego que los ata
y los consume; sombra del espejo
uno del otro,
ansiosa confusión de las miradas.
Y un día encallan,
y, agobiados,
mitades de una equívoca incisión,
se vuelven con la cara a la pared,
y chirría el cable y la atadura.
El tajo de una piedra cae
y turba el agua.
Algo queda intacto sin embargo,
algo, allá en el fondo, se empecina;
marea insistente que se alza
hasta ser nube, pájaro,
o trémulo fervor.
Violento rojo que las flores acumulan.
Y cae el amante,
y cae la dicha, pesarosa, como el luto;
la señal sin ojos, en el pozo de la noche;
una misma devoción,
un mismo ruego,
la piedra que adoraron juntos y en silencio,
su Moloch de oro,
su idéntica certeza como un pacto...
Y velan armas,
pausados centinelas;
velan el niño fiel de su caída,
el muerto justo, irrevocable,
que han de llevar a gritos ya,
y sin remedio.
Los ojos abismándose en la duda,
tanteando el hueco que dejó el incendio,
la mirada,
su espectro
al desplomarse del penúltimo escalón.
Será o no será éste el cuerpo que transita
hacia el vacío,
la mano que me falta cuando caigo,
ahora que no estás y las semillas
crecen, perseguidas,
hacia abajo.
Escucho lo que digo,
lo que me digo a veces a mí mismo,
lo que me he dicho ya,
frente a este muro sin oídos.
Ayer me vi en su ruina;
mírame hoy red, vasija,
olivo palpitante,
extrema resonancia de otro cuerpo.
Mírame andar, caer en sueños,
lejano y sin medida.
No soy el mismo que venció en el ángel,
ni el que te dijo un día, irreflexivo,
en la espesura de un café nocturno:
No basta sólo el pensamiento,
un beso tuyo es más que todas mis ideas.
Hoy no lo sé.
Declinan las espigas
que anoche ataron al vacío;
un hombre avanza hasta la orilla de sí mismo
y se derrumba, tembloroso, en una esquina.
Atrás insiste el hueco, lo vivido,
la súbita inquietud que a veces me entra
y me hace perseguir
muchachas en silencio,
palabras y humo, signos, alas
que cruzan las paredes como pájaros...
Y nada al fin.
La estatua furtiva de sal,
el árbol vuelto hacia el camino,
inmóvil.
Y esperando.
Intermezzo
(la alegoría)
I
Voy hasta el límite de ti,
y me detengo.
Allá están las caídas, el abismo,
si de verdad eres el hijo de Dios,
arrójate,
pues escrito está
que han de venir los ángeles en tu auxilio.
Y el descenso, como una brusca ola,
irguiéndose en el aire, me tentaba.
Caer hasta la piedra o el desamparo,
hasta tocar el dulceamargo del hastío,
la ciénaga imposible de los justos.
Y despreciarme.
Arena y polvo mientras caigo.
La sed cavando entre los párpados del sueño.
un fruto recortado por la luz,
El agua que se agolpa en el asombro
y llama,
desmedida,
en sus vivísimos costados palpitantes.
Y nadie la oye.
Atrás quedó el desierto,
la algarroba restallando sin motivo,
la grey de los camellos
contra el cielo recortados
--su inasequible pesadez a distancia;
frutos o barcos tantaleantes,
espectros ebrios contra el humo del naufragio.
Apenas vistos se perdían,
y el cielo era un enigma inalterable,
indiferente al ruego que lo cruza como un río,
mitad espuma, mitad espejo recién lavado,
casa vacía, sin nada
donde apagar los ojos, la fatiga.
Sin nadie que arruine un poco.
II
Y ocultas y perdidas
me sitian en el viejo atril
de la memoria.
Y desde ahí las veo,
me veo, antiguo gnomo.
Y el agua es un espejo recurrente,
donde la suave voz de una muchacha,
envuelta en años,
desde un auto,
o al fondo de una tarde entre la lluvia,
repite el nombre de ese instante
y agita la distancia con la mano:
¡Adiós, perplejo!
La mañana es azul
y zumban los insectos sobre el charco;
intenté apartar las hojas para verme,
y en el fondo descubrí la trampa:
los ojos indelebles,
a los que inútilmente
--mucho antes de que hoy cante el alba--
habrás de repudiar.
No hay olvido.
Recordarás su nombre,
las manos como peces contra el hielo,
su andar de brusco remolino entre las hojas,
la tarde sin atisbos, a ciegas,
en un llameante cuarto de alquiler;
y el cielo,
las mañanas intensas sobre el frío,
después de haber perdido una batalla.
III
Es un regusto a sal,
a flores machacadas,
a viejos ramos sobre el túmulo del campo.
El aroma propicio de la sangre,
las vísceras invictas,
y en una ánfora,
oculto, removiéndose en el sueño,
el polvo del derrumbe, lo que ha sido:
un híbrido temblor,
el salto sobre el filo del trapecio.
Eso fue.
No hay olvido:
seremos piedras resonantes, cargadas de agua.
Y el eco
habitará en el fondo.
IV
Hondo espejo
en que te miro y me miro al mirarte.
Fuiste tú la que un día, en medio del invierno,
suave y sedienta,
me condenó al naufragio,
a vivir como sombra, incierto,
y a desafiar el monstruo,
la astada eternidad del laberinto.
Perdí el camino, el hilo que trasciende
el extravío,
y en la gruta,
oscuro yermo de palabras,
desesperé de miedo.
En la tierra de Abraham me despertó el incendio:
la ciudad arrasada por la cólera de Dios.
Soy el único justo,
"le veuf, l'inconsolè".
Pero esta noche el fuego arrodilló los muros,
cribó la llama el abanico de los ojos,
y me encontré distinto, ajeno.
Cantando en el instante del descenso.
V
No verme caer mientras la planta
desata el nudo forcejeante de sus hojas,
mientras en ella,
oscura fuente, párpado que sueña
y hace soñar a los cautivos de la torre,
se inmoviliza el baile sigiloso de la cobra,
el mundo, ya cascado, se detiene
y observa su profética inminencia:
la caída, palabra hecha de pozos.
VI
Cayendo, pájaro inequívoco, él
se desmintió de un golpe.
Trazó un poema en un cuaderno
y luego de extraviarlo en algún sitio,
se sumergió en el sueño
y aún fugazmente, pensó que la tendría...
Agua de espejos imposibles,
como cazar relámpagos,
como atrever sagradas prohibiciones,
como querer asir la forma,
la edad que nos agobia entre paredes;
mustios castillos del asalto,
expectación entre postigos solamente.
Y no poder, ay hermana.
Y no poder.
VII
¿O fue la lucha
de los peces constreñidos en la red,
los múltiples latidos de la pesca
y su resabio?
Olor de azul, de azul intenso,
gris el movimiento que nos lleva al fondo:
el límite indeciso de los ojos,
donde el asedio cede
y vuelven las raíces laboriosas,
las manos que especulan sin embargo,
a tientas y en el lodo,
en este andar de ciego
y como ausente.
VIII
Te miro ahí, en el ardor
perpetuo que me sigue sin remedio,
en el futuro abismo de otros ojos,
en las secretas guías,
aún sin nombre,
por donde el tiempo filtra sus dulcísimos
venenos:
instantes por hacer en cada día,
por atenuar la prisa y el auxilio,
el miedo que me da la oscuridad
y el estar solo.
Dos
Abrir los ojos, ver
lo que nos queda,
lo que ya somos:
una ciega devoción,
palabras mínimas
del sueño
y dos
mitades, trémulas,
caídas,
que van quedándose
más lejos,
inexorablemente
más y más solas.
El mismo mal, el mismo grillo que ejecuta
a ciegas su instrumento;
la pena idéntica y sus élitros,
la herida que sonríe de horror
mientras medita.
Y otra vez el mismo andar,
la misma cantilena de mis actos,
un ir y venir tras de la piedra,
tras el esfuerzo que derrapa,
insostenible,
en el penúltimo escalón.
Subir para caer de nuevo,
y nada es cierto,
sólo la vívida conciencia del retorno,
la sed que te levanta,
a media noche,
trémulo de ardor,
como una mano de raíces hasta el cielo.
Y repetir y repetirme, sin embargo;
piedra condenada al sacrificio,
pausada rueca que deshila su memoria,
Sísifo a pedazos,
caída en la que expío yo no se qué falta,
qué culpa,
o mancha que se extiende sin medida,
más allá del sueño,
en lo que aún no veo
y solamente es un presagio,
algo que adivino apenas tras la puerta;
una serena expectación,
el hueco que se advierte en una hoja,
en una gota inmensa,
fija,
que no termina nunca de caer,
presencia ya colmada y en sosiego,
remanso del que nada espera,
porque ha entendido que nada ha de esperar;
un estar fijo,
sin eco, sin futuro, detenido
en la inminencia como un golpe,
anclado en lo más alto de la hora.
Sólo un estar que no desea, que nada quiere
y pasa, sin embargo,
y se despeña.
Las cosas y los años
cayeron de algún modo,
caerán por siempre.
No hay remedio.
Para qué, pues, el luto, tanta inútil
y terca pesadumbre.
En señal del cuerpo
Para Patricia R.
Para mis hijas
Como la huella de nuestros cuerpos
no quedará señal alguna de que estuvimos en este lugar.
El mundo se cierra tras nosotros,
la arena vuelve a alisarse.
Yehuda Amijái
ABALORIOS
Entregué mi corazón al desaliento
por todos los fatigosos afanes
bajo el sol.
Eclesiastés: 2,20
Y ni de amor ni de odio saben nada
los hijos de los hombres: todo les
resulta incomprensible.
Eclesiastés: 9,1
A LA SOMBRA
DEL ECLESIASTÉS
I
Es éste el mismo aire,
la misma luz,
el mismo cielo convertido en agua,
la misma lija oscura
que devastó a mi padre y a mi abuelo.
La misma piedra intacta.
Y sólo hoy -este instante-,
sólo esta dicha pasajera y mía
no volverá.
II
Holgarse con los pies hundidos en el agua.
Hartarse de los besos y los vinos de tu amada.
Saciar el corazón contrito, la carne ciega.
Y que no haya más afán
ni más tremor en nuestros días.
Así lo ha dicho el Cohelet.
Así lo dije en mi ciego corazón desmemoriado.
Que así sea.
III
Todas las cosas dan fastidio
y lo que ayer nos levantara apenas
como un cadáver tierno en su tercer día,
hoy nos hace morir de agobio,
nos deja como cepos rebalsados,
como tinajas breves de agua.
Como a costal de pobre, nos repleta y nos desborda.
O lo que es peor tal vez:
ya no nos llena más.
IV
Qué gana el que se afana con fatigas
Eclesiastés 3,9
Por eso hoy me he quedado en cama, inmóvil, sin hablar,
y me he puesto a recordar de pronto
los mustios girasoles de septiembre,
la mancha roja que dejaron en tu falda.
Y nada más.
No he pedido ni deseado nada más.
Me he quedado así: inmóvil, en silencio,
como buscando que no me oiga el desconsuelo.
V
Cumpleaños
Has llegado hasta aquí, hasta este día.
Has llegado con todo y ojos, manos, páncreas
y hasta un alma.
Pero quién habrá de decirte,
quién te dará a saber,
cómo habrás de partir.
VI
Al otro lado de la puerta oigo a mis hijas.
Juegan sin consecuencia a ser adultos,
a ser madres y esposas suaves, firmes,
como puntal de dura piedra.
El corazón entonces me da un salto,
porque no hay duda de eso:
crecerán y serán madres y esposas suaves,
y sostendrán la vida en hombros,
y comerán del plato envenenado.
Y un día, al otro lado de la puerta,
preguntarán -acaso-,
si no han estado criando,
si no han estado dando,
huesos y carne para el dolor.
VII
Anda, come con alegría tu pan
y bebe de buen grado tu vino.
vive tus pocos días
con la mujer que amas,
y no te des a componer libros,
que es tarea sin fin
y apacentar de vientos.
El cometa
Miraremos el cielo
detenidamente mientras pasa.
Lo veremos cruzar por una sola vez,
en una sola noche. Juntos.
Bajaremos los ojos después,
los mancharemos con polvo,
para que el cuerpo,
mujer,
no olvide en esas horas su destino.
Fortuna
Me unge de aceites y perfumes este día,
me pone mirto en las sienes
y ramas de laurel
y suave albahaca.
Me arropa deleitosa entre su seno.
entre sus sábanas blanquísimas me tiende.
Este día -lo sé muy bien.
Porque después,
no sé qué daño,
qué nuevo estrago me tendrá.
Paisaje nocturno
Asciendo entre las ruinas y rastrojos de la noche.
El aire quema a estas alturas.
Una canción mantiene en cruz la madrugada.
De quién es deudo este pesar.
De dónde esta ventisca de hojas secas
que arrastra almas y vivos hasta el valle.
La tristeza es otra, sí, y no ha venido.
Hoy nada más
es una flor febril que no termina.
Hijos
¿Serán lo que probablemente
pudimos ser:
compañeros de viaje?
O acaso
nada más
lo que realmente fuimos:
severos jueces,
incómodos testigos de otras vidas.
De otros fracasos.
Claroscuro
Con una oscura conciencia
de animal escarnecido
lo voy sabiendo:
no duramos.
La mañana es un patio con sol
y pájaros de estruendo.
Luego uno está ahí por un instante,
solo, deslumbrado.
Ciego con tanta luz.
Y enseguida oscurece
Don Trini
Para mis hermanos
Era músico, tío de mi padre,
mío y de mis hermanos.
Era un árbol garrudo, leñoso, tibio.
Y era carpintero.
Pero hacía violines y arpas
que dejaban en uno
el sonido ronco de los guitarrones,
No tuvo cerca una mujer: tuvo una yegua
a la que besaba en los belfos
y a la que daba regios tragos de cerveza:
Muñeca-muñeco, le decía.
Y era un hombre bueno.
Tocó toda su vida en ferias,
velorios y bautizos,
y no tuvo otro afán.
Separados por años, por siglos de no sé qué cosas,
no pudimos decirnos mucho en realidad, casi nada.
Pero seguro nos queríamos.
y al fin como soy, me negué a verlo
en sus últimos días.
Ay, tu tío Trini, me decía mi mujer,
y lo mirábamos caer, sentadito en su silla,
por los desfiladeros de la edad.
Ay, tu tío Trini,
y yo me despedía de él, desde lejos,
en silencio,
arrodillado en mi corazón.
En esta arena
A José Emilio Pacheco, con gratitud.
Porque una misma es la suerte de los hijos de los hombres
y la suerte de las bestias...
Eclesiastés 3,19
He cruzado los mares y los ojos
para venir a desovar aquí, en esta arena.
Pero en su escaso arsenal defensivo,
en su ridícula torpeza milenaria,
nada puede, nada sabe
de los niños que bajan unas horas después
y rompen y roban sus huevos,
y desaparecen.
Y como nada sabe de ellos,
tampoco sabe de los otros que vendrán.
Pero esta luz de azogue,
de afiladas navajas pendencieras,
la anuncia
con un golpe repentino en las pupilas,
el crimen desolado que le espera.
Gorrión
Apenas un instante atrás,
entre los setos verdes
y las ramas del tomillo,
surgió cortando el aire.
Febril.
Como un disparo.
Y en ese instante atroz,
en descampado,
lo devastó un suspiro.
Admirable el amor por las letras pausadas de quien juega con los matices del tiempo y la transparencia: un poeta.
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