Rogelio Ramos Signes
Nació en San Juan (Argentina), en 1950; vivió en Rosario, provincia de Santa Fe, en los años 60; y reside en Tucumán desde 1972.
Publicó un libro de cuentos: “Las escamas del señor Crisolaras” (1983); tres libros de ensayos: “Polvo de ladrillos” (1995), “El ombligo de piedra” (2000) y “Un erizo en el andamio” (2006); tres libros de poesía: “Soledad del mono en compañía” (1994), “La casa de té” (2009) y “El décimo verso” (2011); un libro de microrrelatos: “Todo dicho que camina” (2009); y cinco novelas: “Diario del tiempo en la nieve” (1985), “En los límites del aire, de Heraldo Cuevas” (1986) Premio “Más Allá” a la mejor novela argentina de ciencia ficción publicada en el bienio 85-86, “En busca de los vestuarios” (2005) Premio ALIJA a la mejor novela ilustrada para jóvenes, “Por amor a Bulgaria” (2009) Primer Premio de Novela Luis de Tejeda 2008, y “La sobrina de Úrsula” (2015).
Tiene más de 20 libros inéditos en diferentes disciplinas. Ha sido incluido en varios diccionarios de la literatura y en antologías nacionales e internacionales. Colabora con publicaciones de la Argentina, España, México, Colombia, Venezuela, Chile, Francia y los Estados Unidos.
Parte de su poesía ha sido traducida al francés, y parte de su narrativa, al inglés.
Ars poetica vespertilia
Todavía sentado a la mesa de los sobrevivientes
declaro mi deuda con medio centenar de poetas
a los que aún no he leído.
Los notarios de la literatura pueden fraccionar mi cuerpo
en tantas partes como la ley lo crea conveniente
y / si algo queda de mí /
un dedal de tierra me espera al final de este camino.
Reconozco haber pecado de melancolía
en cinco de cada siete versos escritos
en siete de cada siete versos pensados
y en diez de cada siete versos asumidos.
Sin pudor ni control abusé de las palabras,
de su malevolente representación de la vida.
Pequé de alusión
nombrando a cada cosa por su imagen.
Parodiando a cada objeto en su espasmo fisiológico
pequé por omisión.
Reclamé amores, papeles y linternas.
Sobre los bordes de un jardín humillante de tan verde
tatué axiomas que caducaron a la medianoche.
Blasfemé, escribí cartas, dormí entre los muertos
y / como quien es parte de una fábula /
me levanté temprano. Preparé las valijas.
Todavía sentado a la mesa de los indelebles
y temiendo preguntar por los que faltan,
declaro en contra de mis pocos aciertos
buscando el camino
a no sé qué cielo de portentos largamente prometido.
El vampiro de mi poesía
yace a los pies de una estatua de Quevedo.
Fugacidad eterna
"Nuestros muertos no están muertos,
sólo regresan a los sueños."
(Reynaldo H. Uribe)
En este poema mi padre está vivo
(como en los sueños),
poda sus plantas,
limpia de hojas el diminuto jardín,
habla de fértiles valles en medio del desierto
y espera el encuentro del domingo
donde Independiente posiblemente gane.
En este poema mi padre lee con voracidad,
sin discurso que lo sustente, sin ideología.
Lee por el simple placer de la lectura,
alimento del alma
que sólo consumen algunos seres animados.
En este poema mi padre habla de maderas,
de la siempre misteriosa veta del roble,
del aroma del cedro
que perfuma los dientes de la sierra.
Es el olfato de un hombre
que goza de todos sus sentidos
el que habla por boca de mi padre.
Yo sólo soy un niño de siete años
que escucha y aprende.
En este poema
(al igual que en una fotografía)
mi padre es el tercero desde la izquierda,
el que sonríe como diciendo
"en algo hay que ocupar el tiempo".
Y en su tiempo está vivo.
En este poema
mi padre inicia un nuevo injerto
sobre la rama motora del ciruelo.
Tal vez por eso se lo ve inquieto,
anhelante, lleno de locas expectativas.
En este poema
mi padre vive eternamente.
Pero es el poema
(pequeño, mezquino, dubitativo)
el que no está a la altura de mis necesidades.
Es el poema
(volátil, inexacto, cobarde)
el que no logra que este instante sea eterno.
Digamos Zobeida
"Detén tus pasos, Lógica, no quieras
que se hagan pesimistas los idiotas"
(Almafuerte)
"Detén tus pasos, Lógica, no quieras
que se hagan pesimistas los idiotas"
(Almafuerte)
Aquella mujer (digamos Zobeida)
nada sabía de los lenguajes figurados.
Pobrecita Zobeida.
Para ella marmota era marmota
y un gallo era un gallo
nunca el lascivo esposo vigilante
de la verba gongorina
(doméstico del Sol, nuncio canoso)
jamás el barbado de coral
que ciñe su púrpura turbante.
Como toda niña prodigio
(que deja de ser prodigio
cuando deja de ser niña)
Zobeida puso su biblioteca
al cuidado de una motociclista,
y la salud de sus dientes
en manos del café y la nicotina.
Si es de su corazón que debemos hablar,
un borracho diplomado cuidó de él mientras pudo
hasta que (pájaro en cautiverio
que siempre fue) abrió la jaula
a mediados de un año no-bisiesto
y se hizo parte del mundo.
Gente muy suspicaz (que la hay)
me pide que opine sobre zoología,
sobre el eterno poder seductor de las frases latinas,
sobre diminutos ceniceros de ónix,
sobre algunos vinos que se añejan
en un galpón umbrío de Mendoza
e inclusive sobre hostias profanas
que envuelven no sé qué delicioso mazapán.
"Pregúntenle a Zobeida" es mi respuesta.
Creo estar en lo correcto.
Atardecer de invierno
“Me paro en la luz oscura de la calle oscura
y miro mi ventana. Yo nací allí.”
Gregory Corso
Las luces de los modestos talleres
de corte y confección
ya se habían encendido
al costado de un canal de deshielo
que por Zonda y Marquesado bajaban del oeste.
Las luces de las melosas fábricas
de dulce de membrillo
ya se habían encendido
sobre el vapor de unas ollas enormes
con destino de cielo raso
y sin paradas intermedias.
Las luces de las carbonerías
ya se habían encendido
en la promesa de un calorcito que vendría después
con la merienda preparada por mamá
y el negro del carbón se haría rojo fuego
y el rojo se volvería incuestionablemente gris
y el gris, cosa que vuela.
“No soples de tan cerca
que hace mal a los ojos”.
Las luces de una habitación
donde un niño miraba viejas estampas
coloreadas en imprentas que nunca conocería
ya se habían encendido.
De la simplicidad de la llama. De la pasión de la piedra.
a Teodoro
Frente a un afiche lejano y placentero
Una mujer,
una bella modelo
de piel más que perfecta
sostiene en sus dedos un cigarrillo
y lanza al aire el humo que le sobra
después de haber tapizado con él
la intimidad absoluta de sus pulmones.
La imagen ha dado la vuelta al mundo.
Detrás del humo:
su pómulo izquierdo levemente velado
y los canales de Venecia
concurridos de estandartes y de góndolas.
Delante del humo:
el fotógrafo que hizo la toma
(por eso no se lo ve)
y ahora
en un mercadito de Calingasta
donde la cordillera está más acá
del límite de la vista
yo me ahogo
no con el humo del afiche veneciano
que visitó esos pulmones
de mujercita plástica al detalle
que me mira sin descanso,
sino con el polvo de una vereda de tierra
que un niño se empeña en desordenar
corriendo porque sí atrás de una gallina.
Hazte de fábula y échate a la fosa
(o Cuídate del Mauser 1896)
Puesto a beber en la fuente de las corderitas
lobo fue
mas no dejó sus huellas.
Alguien baló, alguien meó, alguien dijo
“asesino”
alguien puso un cartel
“no beberá de esta fuente quien desgarra,
quien produce escozor bajo las lanas”.
Puesta a llorar en la charca inmunda de los lobos
cordera fue
pero nunca ¿por qué? cuerpo ultrajado.
Alguien aulló, alguien meó, alguien dijo
“pobre mujer”
alguien soltó un proyectil harto certero
sobre el cuerpo del lobo que dormía.
Yo sé
(yo sé, yo sé)
que jamás encontraré la moraleja.
Ingeniería del corazón
No todos mis caminos conducen a Roma.
Vientos huracanados
de más de cien desazones por hora
echaron abajo el mejor de mis puentes
(los vecinos más viejos cayeron al vacío).
Lluvias que suceden por debajo de los ojos,
algunos excesos -que fueron muchos-
y esa suerte que siempre está de espaldas
dañaron la carretera más pequeña
(mujeres empantanadas
terminaron desarmándose
en la boca humeante de los lobos).
Pero, aquí me ves
recostado a pesar de la prisa
aguardando la buena voluntad
de obreros que no conozco
y una pizca de miedo.
Dicen que en los caminos
que todavía conducen a Roma
hace mucho calor
y la gente discute sin motivos.
Aquí el frío por momentos es intolerable,
la tinta se cristaliza antes de llegar al papel
y algunas lenguas improvisan saludos.
Hasta donde pude averiguar
nadie sabe quién poda por las noches
el ligustro de los sueños.
El café está prohibido.
Poema de, y acerca de, la piedad
Donde estaba su sabueso rondando cosas nutritivas,
donde estuvo mi silla y cayeron pájaros asesinos
una tarde que andábamos levantándole los ojos
entre tanta desazón, vinieron hombres antinubes
querida hermana
comandante Ernesto
con dulces en las manos vinieron
y eran hombres felices aunque cargaban la cruz.
Les hicimos la pregunta de rigor en estos casos.
Contestaron que mañana, que el jueves,
que algún día de éstos,
que pasadas las lluvias,
que si Telésforo regresaba reluciente de mica
y no sangraba por los brazos,
que si salía el sol media hora más tarde,
que si graznaba la corneja
pero no aquí
sino en Winnipeg (Lago Riverton) Manitoba,
que si lloraban las mujeres
en Pie de Palo, departamento Caucete
y yo te sentaba sobre mis piernas
negros los dos
a veces blanca
las cosas cambiarían.
Les contestamos que sí,
que de piedad ya estaba bueno
y que los hombres en el fondo no son tontos.
Pero te oscureciste de cipreses
que fue un capricho,
un dejarte morir inmolada y tan serena
como murió El De Los Clavos.
Los diarios dijeron
que las cosas cambiarían.
Donde estaba mi hija descifrando el universo
mataron a un anciano que robaba comida
(puedo dar fechas, nombres y lugares)
dolor sobre dolor.
Pero de piedad ya estaba bueno
repetían los diarios,
ya estaba bueno de voltearse a los costados del cuerpo
con una sola madre y un solo castigado
hermano comandante
amiguita mía.
Fue por eso que hicimos la pregunta.
Dijeron que mañana, que el jueves, que pasado
(lo corriente en estos casos),
que la mica de Telésforo
y el sol de los diaguitas,
que la misma corneja graznando en Manitoba.
Diario de ruta
No es niebla. Es humo lo que acontece en el paisaje.
Pasto seco que difunde su noticia con el viento,
concordia fugaz de antiguos adversarios.
Ella frena el motor de sus pensamientos
centímetros antes del precipicio.
Es mujer en desapego a los milagros
que ingresa y se retira de los espejismos
como quien bebe de una fuente sin dar las gracias.
Ella es un mantel de hilo que se agita sin premura,
promesa de desayunos bajo un árbol
en la vera cruz de dos caminos con historia.
El mundo la protege aunque ambos lo nieguen.
Profecías como caligramas. Gatos como perros.
Arsenal de palabras en desuso, por ahora,
que se resolverán en frases de caprichoso sentido.
Como un director de orquesta con su batuta
ella espanta las moscas con una rama de sauce.
Pronto llegará la lluvia a decretar finales.
Mientras tanto es humo lo que ocurre,
mensajes indios de dolor irreparable
volviéndose hilachas al paso de los camiones.
El fin de los bosques
Detrás de estos árboles
milagrosamente verdes
avanza otro mundo.
Las orugas mecánicas multiplican el desierto
y estás aquí
al alcance de mi mano
mirándome
preguntándome sin palabras
qué será de ustedes:
“¿Qué será de nosotros?”.
Como en mis sueños te he visto anciana
sé que sobrevivirás.
Sé también que criarás niños tuyos
aunque ignoro si serán nuestros.
Debo confesarte que he tratado de soñarme
pero no he podido.
El desierto avanza sin atenuantes,
Dios está de licencia,
mañana es asueto en la administración pública
y el jueves no tendremos ni siquiera
el alivio de esta sombra.
Acerca de una foto al pie del Tunari
La que sonríe sutilmente en la fotografía
frente a los portones
de la granja Patiño, en Pairumani,
es Marlén, de 14 años,
hija del señor Muriel
(desconocido por este cronista)
y de doña Etrudes Calatayud
(también en la foto)
48 años, desdentada ya,
de diestro y jocoso quichua.
A su lado, la señora Felisa
vecina del poblado de Vinto
de multisonoro aymara.
(Se dice que la alcaldía de Vinto levanta una capilla
en honor a la Virgen de Urqupiña
con dinero del gobierno italiano.)
Y cerrando el grupo, Juan (el conductor del trufis
en el que viajamos esa tarde)
hombre de Quillacollo, silencioso aunque trilingüe.
El sol,
que en Amsterdam (dicen)
da su exacto color a las cosas,
o que en Lisboa elimina los tonos medios,
es un cuchillo de luz en Cochabamba,
un fantasma de vidrio
que ingresa en la cámara oscura
de tu máquina fotográfica,
un emisario del Inca
viajando en los destellos del tiempo.
Tierra aquí
tierra allá,
rota una y mil veces
el planeta en todas sus partículas.
Al fondo de la vista:
el pico del cerro Tunari
(5.000 metros sobre el nivel del mar)
telón exagerado, si se quiere
para fotografía tan modesta.
(Quillacollo, Bolivia, 4/10/1990)
El cine nuestro de cada día
Matilde le lava la cabeza al señor Doneker,
mientras Antoine le acaricia las nalgas,
la panza y el pubis, a Matilde ( por supuesto).
Todo sucede en El marido de la peluquera
una película de Patrice Leconte de 1990.
Antoine es Jean Rochefort
y Matilde es Anna Galiena
(Dios existe, Anna).
Matilde, la esposa de Paul Verlaine,
está en Bruselas, Bélgica,
desnudándose en una habitación.
Matilde es Romane Bohringer
en El fuego y la sombra,
una película de Agnieszka Holland de 1995.
Dios sigue existiendo.
El nombre Matilde también,
al menos en el cine.
El personaje de Melanie Lynskey
en Criaturas celestiales
(de Peter Jackson, Australia, 1994)
se llama Paulina, así nomás, a secas.
Si se llamara Matilde
esto sería una experiencia religiosa.
La Casa de té
Raras veces el año llega sin ventarrones
a la casa de té que levantamos en este desierto.
La vida es apacible aquí:
algunas obligaciones y unos cuantos amigos.
Nunca falta un sapo en el pozo para purificar el agua
ni la indiscreción de una estrella
... sobre el árbol que cubre de hojas el patio.
Lao-Tsé (que así llamamos en la casa -por pura broma-
a este chino impredecible que inventa aforismos)
arrastra a las viejas damas del classic room
hacia el hechizo de nuestra repostería,
asegurándoles que en los hidratos de carbono
no están las puertas del infierno.
El señor Ezra Pound, que ha llorado
frente a las barbas de Allen Ginsberg
(y dicen que arrepentido) también estuvo con nosotros
en aquel otoño casi italiano del 69,
entre nenas a go-gó, que nada sabían de ese pobre hombre,
y una buena mousse de chocolate
batida por estas manos.
Aquí juraron no reincidir los traductores de Blake
y aquí murió de insalvable soledad
-con las tripas endurecidas por tanto y tanto té sin compañía-
el primer fotógrafo que pudo registrar
las trombas tubulares de la Isla Mauricio.
Nuestra clientela siempre fue el orgullo del establecimiento.
Cada taza lavada en esta vieja batea de bronce
debería contar su historia. Cada cuchara. Cada plato.
El desierto es como dicen los libros
y aquí difícilmente llueve,
eso sucede en las películas (a la noche, muy tarde)
o en siestas de verano, cuando el viento
dobla las palmeras hasta hacerlas besar el suelo.
Salvo el desmesurado mes de junio
(que a veces tiene más de treinta días)
y el muchacho de los libros (que llega sin avisar
cuando el chino y la señora Ruth están durmiendo)
todo es apacible y natural en este espejismo,
como la pálida flor del ciruelo
ruborizándose por la erección de los brotes,
como el engreído girasol de la huerta
que siempre amanece mirando hacia el Este,
como la arena que a veces cubre el tejado,
como el dominó de hueso, la pequeña biblioteca
y esa masa tan dulce llamada maamul.
Hoy no recuerdo si lo dijo Spender sentado a esta mesa
o si es fruto de la corrección que generan los años,
pero sé que esta casa de té sobrevivirá a través de los tiempos,
cuando todo duela
y la tarde se extienda hacia paisajes diferentes.
Nada (ni los aviones desintegrándose en la línea del horizonte)
es casual o caprichoso aquí:
las horas pasan y el ocio es lo que queda
rondando entre las tazas,
organizando carreras de sanjorges en maratones sin público,
enhebrando cordones montañosos
con margaritas deshojadas por el fuego,
distanciando el mundo en que vivimos
del mundo donde el hombre
no se permite imaginar siquiera una casa de té como esta.
Raras veces el año llega sin ventarrones
a la casa de té que levantamos en este desierto.
La vida es apacible aquí:
algunas obligaciones y unos cuantos amigos.
Nunca falta un sapo en el pozo para purificar el agua
ni la indiscreción de una estrella
... sobre el árbol que cubre de hojas el patio.
Lao-Tsé (que así llamamos en la casa -por pura broma-
a este chino impredecible que inventa aforismos)
arrastra a las viejas damas del classic room
hacia el hechizo de nuestra repostería,
asegurándoles que en los hidratos de carbono
no están las puertas del infierno.
El señor Ezra Pound, que ha llorado
frente a las barbas de Allen Ginsberg
(y dicen que arrepentido) también estuvo con nosotros
en aquel otoño casi italiano del 69,
entre nenas a go-gó, que nada sabían de ese pobre hombre,
y una buena mousse de chocolate
batida por estas manos.
Aquí juraron no reincidir los traductores de Blake
y aquí murió de insalvable soledad
-con las tripas endurecidas por tanto y tanto té sin compañía-
el primer fotógrafo que pudo registrar
las trombas tubulares de la Isla Mauricio.
Nuestra clientela siempre fue el orgullo del establecimiento.
Cada taza lavada en esta vieja batea de bronce
debería contar su historia. Cada cuchara. Cada plato.
El desierto es como dicen los libros
y aquí difícilmente llueve,
eso sucede en las películas (a la noche, muy tarde)
o en siestas de verano, cuando el viento
dobla las palmeras hasta hacerlas besar el suelo.
Salvo el desmesurado mes de junio
(que a veces tiene más de treinta días)
y el muchacho de los libros (que llega sin avisar
cuando el chino y la señora Ruth están durmiendo)
todo es apacible y natural en este espejismo,
como la pálida flor del ciruelo
ruborizándose por la erección de los brotes,
como el engreído girasol de la huerta
que siempre amanece mirando hacia el Este,
como la arena que a veces cubre el tejado,
como el dominó de hueso, la pequeña biblioteca
y esa masa tan dulce llamada maamul.
Hoy no recuerdo si lo dijo Spender sentado a esta mesa
o si es fruto de la corrección que generan los años,
pero sé que esta casa de té sobrevivirá a través de los tiempos,
cuando todo duela
y la tarde se extienda hacia paisajes diferentes.
Nada (ni los aviones desintegrándose en la línea del horizonte)
es casual o caprichoso aquí:
las horas pasan y el ocio es lo que queda
rondando entre las tazas,
organizando carreras de sanjorges en maratones sin público,
enhebrando cordones montañosos
con margaritas deshojadas por el fuego,
distanciando el mundo en que vivimos
del mundo donde el hombre
no se permite imaginar siquiera una casa de té como esta.
El llorar de los llorares
Y lloré por algo que yo no entendía.
Y lloré con ella.
Y el viento golpeó la puerta.
Y protesté “¡Qué elemental es el viento!”
Y Dios -que por entonces
era ayudante de cocina- dijo
“Ya está bien. Acompañar la comida con lágrimas
hincha la panza”.
Y ella dejó de llorar.
Y yo dejé de llorar con ella.
El origen del mundo,
(Gustave Courbet, 1866)
Esta es la caverna primera y primordial
de todos los sueños. Entremos en ella.
Suavecita y muelle. Recóndita. Nutritiva,
nada malo puede sucedernos aquí.
Su música de extraños decibeles
se escucha con la lengua, se cata con los ojos.
La lluvia ocurre en sus paredes sin descanso
y su oscuridad es el sol de los tiempos.
Este es el jardín salvaje al que siempre volveremos.
El portal de la desmesura. La certeza de Dios.
Esbozo y lamento por la niña suicida
Y a la hora de volar
pequeñita
dejas la mano
que fue el nido
dejas la casa
que fue el mundo
dejas la vida
que fue un libro a medio leer
y que cualquiera consigue por monedas
en un negocio de usados.
La canción del encastre
Ahora iniciarán los cuerpos
un diálogo sin tregua y en fisura.
Ahora se hará carne literal
aquello de “lo mío es tuyo”
y su irresistible viceversa.
Ahora vendrá la sangre de la vida,
el aire que quita la respiración.
Ahora nos bautizaremos mutuamente.
Ahora pondremos a trabajar
hasta el más alejado poro de frontera.
La mirada cómplice
Párate frente al espejo
sin miedo, sin ropa, sin complejos.
Acomoda el orden vanidoso de tu pelo
con algún ademán copiado de tu padre.
Como si fueses tu hermano,
ensaya un gesto de vigor.
Aspira profundo. Mira de soslayo.
Perfúmate las axilas y no sufras.
Es tu madre quien te mira desde el espejo.
Todo está en orden.
Naufragio
a Claudia Nicolini
¿En qué parte de tu cuerpo
se acumulaba la falta de cariño?
¿En qué trayecto de tus huesos
se delataba la inminencia de lluvia?
¿En qué pasillo de tu corazón
pendían retratos de posibles salvavidas?
Deja ahora que ese caballero español
(que llegó tarde a este continente
para descubrir tierra alguna)
mitigue su agobio en la siesta de tu geografía.
No te duermas
No te vayas sin acariciar el lagarto
que trajimos de no sé dónde.
No soples los alimentos
que cocinamos para quemar tu garganta.
No cierres con llave
las puertas que carecen de cerradura.
No pidas perdón
cuando todos los perdones te hayan sido negados.
No llores, no supliques, no grites.
Nadie puede ayudarte desde adentro de un sueño.
Pasatiempos del imperio
No hay aviones aquí (todavía)
pero sí en el mundo que acecha tras la puerta.
Las jóvenes señoras cambian de vereda
(en esta ciudad y en estos versos)
apretando un paraguas, sosteniendo un pañuelo
que el viento les agita con gracia.
En los charcos de la calle
se refleja un cielo tranquilo, a pesar de la lluvia,
un cielo donde mañana, o el jueves a más tardar,
cruzará un avión de los Estados Unidos arrojando bombas.
Poema intercepto
El alcohol ya había hecho su trabajo.
La conversación rondaba esas tierras aledañas
a la literatura y a la filosofía.
Mi mano sobre el balcón de su escote
celebraba la bendición de la pródiga naturaleza,
el adiós al dinero, a las fuentes del odio,
a la lucha por la vida en esta despiadada jungla.
Fue entonces que me miró a los ojos, y me dijo:
“Ramos ¿No le parece que ya está un poco grande
para andar escribiendo versitos?”
DONDE PASADO Y PRESENTE SIGUEN SIENDO
UNA CUESTIÓN DE TIEMPO
Como si mirara hacia un punto inquietante
agobiada del presente que la oprime
bruñe por simple inercia las antiguas cucardas.
Habla del viejo colegio.
Habla del padre muerto en juventud.
Habla de unas amigas siempre prontas para el festejo.
Yo sé que a esta altura del poema ella siente frío
y es niña todavía para tanto ajetreo.
ZANJAS AL RIEGO
Sucedió en este pueblo
que historias que venían de lejos
un día se tocaron / y sus autores
(ella y yo para ser más exactos)
fuimos felices en la lejanía
mientras nos hacíamos promesas,
pero nos poníamos tristes al encontrarnos
y luego de los menesteres de la cercanía
con caricias, o no / horizontales, o no.
Y culpamos por esas privaciones
a los designios de un oráculo gitano
que estaba en nuestra contra,
y tejimos una historia de enredos
donde dos más dos nunca daba cuatro,
y las coordenadas se juntaban
en medio del desierto o en el fondo del mar,
que es más o menos lo mismo.
Tal vez la historia fue complicándose
o fuimos nosotros quienes no supimos
abrirle zanjas a tanta agua de riego.
Por eso, al correr de los días
sólo quedó el desconcierto
en esta jungla de únicamente lluvia.
Así fue desapareciendo la alegría
(por supuesto)
y ya se sabe que en este juego de las lágrimas
quien llora primero llora dos veces.
COMO UNA SILLA DE MÁRMOL
Y me dio un reloj que no andaba
y el reloj marcaba un tiempo
de otros tiempos, cuando las mujeres
saludaban entornando los ojos
y yo dije (en tono solemne,
estúpido como siempre)
“Un reloj detenido puede ser
un buen pisapapeles.”
En esta parte de la historia me despierto
mientras la lluvia le impone silencio a los tejados.
¡Perdón, mujer desconocida,
sé que nunca más aparecerás en mis sueños!
Pero vuelvo a dormirme,
solo y triste, como una silla de mármol
en un baile de egresados,
sin saber si el tiempo de las colaciones
sucede en una cama.
Mujer del detenido reloj
que no volviste a aparecer en sueño alguno,
perdóname.
Como van las cosas
lágrima serás, gota de esperma ocasional.
Serás, no sé, no sé,
algún océano.
QUITÁNDONOS LA MÁSCARA
Yo soy el que atiende el bar en tus sueños,
el que te abre la puerta del baño de damas
y te espera en la puerta del baño de caballeros.
Yo soy la célula vegetal que te convierte en carnívora,
el ciclamato de sodio que endulza tu café y amarga el mío,
el que saluda desde la pista cuando parte tu avión y te vas con otro.
Yo soy el que sube las escaleras cuando bajan las aguas,
el que dispone sobre la mesa los cubiertos de tu cena,
el que a fuerza de no ser invitado duerme solo cada noche.
Yo soy el aprendiz de brujo que decide y escribe tus horóscopos.
DUE CORPI
a Juan Bautista Gatti, in memoriam
Dicen que en el Museo Nacional de Nápoles
hay gallos que riñen eternamente
desde pequeños mosaicos esmaltados
que recuerdan otras glorias.
Es una vieja disputa de las aves
que anidaban en Pompeya;
un fracaso de la cancillería que sesiona en los corrales.
En Lastenia (Tucumán)
entre la ceniza despiadada de la malhoja que vuela
otros gallos deciden por sí mismos
algún retazo de poder,
ciertos honores.
Picos que horadan.
Bisturíes.
Espolones que rajan. Tus gallos
(como aquellos sobrevivientes alados del Vesubio),
cuando el dinero de la apuesta de los hombres
ya no cuenta,
libran otra batalla que también es eterna.
MINIATURA DE IMPULSO VITAL
Escapándole al centinela que descubre tu camino
antes de que lo intentes,
porfiada en tu mar de necesidades
que es sólo una que se repite como un paisaje infinito,
vas y vienes de mí y hacia mí, renovando la carga.
En tu cuaderno de visitas multiplicas la biblioteca ideal,
aquella que sucede en la mente
sin olvidar el paraguas por si llueve, pero no llueve.
Es hora de marcar tus debilidades.
Es decir:
es hora de hablar de mí en este texto.
Desoladamente solo, extrañándote a chorros,
me pregunto por qué la vida ha llegado a ser como es,
por qué avanzo al tacto, desnudándote con torpeza,
como un cieguito en la bruma de un bolero.
Los dioses de la desolación, indolentes, aburridos,
cansados de inventarle escollos al amor (que es una grieta),
están tranquilos esta tarde.
Saben que podremos beber el agua de cualquier espejismo
sin descanso, hasta morir de sed.
VIAJE A IRSE
a mi amigo Jorge Leonidas Escudero
Va.
Como quien viene, va
a gestionar salud para sus huesos
en los pechos siempre turgentes
de una mujer difunta.
Va.
Como quien viene, viene
al café puntual con el amigo
que ya no estará presente
salvo en el trayecto de los recuerdos.
Insiste en un poema de palabra escondida
como quien porfía en el metal de las piedras.
Alucina oro, cabalgadura, tamiz,
apuesta a un número de posibilidades harto esquivas.
Son los ríos de Manrique (una vez más)
“que van a dar en la mar
que es el morir.”
UN LIBRO DE POESÍA
Abriste el libro, no para leerlo
sino para acercarlo a tu nariz.
En una de esas páginas
las palabras decían que mi madre cocinaba,
que dosificaba el azafrán
en el arroz de los domingos.
Nunca pude saber
si mi poesía te decía algo,
hasta ese día en que acercaste el libro a tu nariz
y dijiste “azafrán”.
LA SEÑORA DE LAMAGLIA
Mientras se aburre en un asado, la señora de Lamaglia
piensa que en las playas de Punta del Este
va a recuperar el antiguo brillo de la familia.
La señora de Lamaglia se pinta los ojos
como sólo puede pintárselos una señora
casada con un aspirante a macho argentino en el año 68.
Fuma en una exposición (cuando todavía se puede fumar
en espacios cerrados y delante de otra gente),
nada en un lago salpicado de camalotes,
ora en el nombre del Padre y del Hijo,
lee la revista “Nocturno”.
Cuando sale a la calle, el día llueve.
Llueve y hay sol pero no hay arco iris,
sólo plantas tropicales en un mundo que no es el trópico.
Una anciana zurce un mantel
junto a un cenicero de vidrio ganado en una quermés
y repite una historia de perdido abolengo.
La casa está igual que siempre, los muebles, los cuadros,
el espejo que repite el jardín en sentido contrario,
la jaula sin pájaros, la estación de trenes sin trenes.
A una hora que no alcanzo a interpretar en los relojes
la señora de Lamaglia prepara su valija para escaparse
con alguien que no es Lamaglia, y tampoco yo.
La señora de Lamaglia es Julia von Grolman
y yo me iría con ella, sin pensarlo dos veces,
antes de que termine la película.
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