Álex Chico
Álex Chico (Plasencia, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y DEA en Literatura Española. Ha publicado el ensayo ficción "Un hombre espera" (2015) y los libros de poemas Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas, (La Isla de Siltolá, 2016), Habitación en W (La Isla de Siltolá, 2014), Un lugar para nadie (de la luna libros, 2013), Dimensión de la frontera (La Isla de Siltolá, 2011) y La tristeza del eco (Editora Regional de Extremadura, 2008), además de las plaquettes Escritura, Nuevo alzado de la ruina y Las esquinas del mar.
Sus poemas han aparecido en varias publicaciones (Turia, Litoral, Suroeste, Cuaderno ático o Paralelo Sur, entre otras), y en diferentes antologías (Punto de partida. Jóvenes poetas en España, UNAM; Martiz desposeída. Últimas voces de la poesía extremeña, El Brocense). Ha ejercido la crítica literaria en diversos medios, como Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos, Nayagua, Revista de Letras, Clarín, o Ex Libris. Fue cofundador de la revista de humanidades Kafka.
En la actualidad ejerce de profesor en un instituto de El Prat (Barcelona) y forma parte del consejo de redacción de Quimera. Revista de Literatura.
Primer momento
Lo más extraño del viaje
es no saber hacia dónde se regresa.
Acaso diría Walter Benjamín
que en esos lugares parece haber pasado todo
lo que aún nos espera.
Elipses
Recuerdo haber leído
que el único viaje de nuestras vidas
es el que se emprende
hacia uno mismo.
Es cierto. Sin embargo,
es ahora cuando lo recupero,
sin el afán de antaño,
pero con el placer de haberlo reconocido.
Paseo hasta aquí conciliando una huella,
más allá de las constantes
que han fundado mi vida
como un espejismo y, claro está,
como otra mentira.
Al fin y al cabo, escribo
para reconocerte:
en la ciudad,
en el puerto,
frente a una muralla
o ante el momento de la ausencia.
He decidido admitir mi memoria,
y constatar un nuevo camino,
más arriesgado.
El único, pienso,
el primer instante que proyecto
ya no en mi pasado, sino en todo mi futuro
(so beautifull
so sad,
and so silly).
Ciudad del hombre
me pregunto
por qué sé describir tan justamente
ese país en el que nunca he estado.
Juan Antonio González Iglesias
Volvería a este lugar
si lo hubiese habitado.
Buscaría mi exacta conciencia,
recordando nuevamente mi rostro
en cada esquina.
Ocuparía el atardecer
para que la ciudad me retomara,
rescatándome desde la tierra,
si pudiera,
como a un hijo suyo.
Si perteneciera a este paisaje,
plegado entre los valles que la concentran,
la voz de algún pariente me reconocería,
y volvería a hablar conmigo.
Yo me sentiría un ser prolongado,
asumido entre su especie.
Pero nunca he habitado este lugar,
mi paso por aquí no es más que un espejismo.
No he construido esta tierra,
ni puedo ocupar –es imposible - el silencio que la nombra.
Las aguas que la circundan no me pertenecen
y las voces que creí escuchar de mis parientes
anuncian, en otra ciudad, el final de este viaje.
La ciudad
He vuelto.
Con todo mi cuerpo intento descifrar
cada uno de los avatares de estas esquinas.
El nombre de la ciudad
poco importa (sospecho que, tras la lectura
del poema, se acabará olvidando).
Sólo vine hasta aquí para rehacer el mismo recorrido,
vigorizar por unas horas las habitaciones,
los pasajes de mi juventud envueltos en ámbitos repetidos.
De la plaza al puerto,
y desde el puerto a un hogar que, cada vez,
intuyo más lejos.
Mi situación en este lugar ya la explicó Albert Camus:
no poseo nada, no imagino nuevas voces para el reencuentro.
Una despedida me acaba acercando
hacia ese vínculo exacto, concreto,
estancado en las horas que vi pasar
en esta distancia perpetua.
Desde fuera, veo cómo participan en tertulias,
acólitos librescos que se agotan en la biblioteca, y no me reconocen.
Me detengo sobre el lomo de un libro de Leopardi,
o sobre algún manual de literatura contemporánea
en donde los nuevos nombres
recapacitan sobre la idea de regreso.
(«Ya llegué. He vuelto»)
Este pueblo
(o ciudad, según el último censo)
sólo me reserva un lugar en sus orillas,
no en su esencia.
Encontrarme de nuevo en sus calles
y pasear telúricamente, como un oriundo
más de la zona, es, lo admito, una ilusión
imposible.
La vida que para mí dejaron
en este territorio
continúa siendo un lugar de la memoria.
El camino
Así como la vida
nos sugerirá
varias páginas,
el amor será
una mera variante
del viaje.
Último tranvía
No caminaré por tus sábanas,
como cuando alguien muere
cerca de sí mismo.
Prefiero pensar torpemente en el salitre,
angosto,
sitiado.
Sentir que te tuve,
aunque me mienta.
He decidido volver
sobre mis pasos para reconocerte.
Saber de nuevo el mismo camino.
Pero ya ves: es imposible la distancia.
Y ya no puedo cruzar las secuencias
que creí precisas durante tanto tiempo.
No podré amar las mismas calles,
ni reír tendidamente con amigos.
Nunca el instante me acercará de nuevo.
Decido olvidar,
y me cuesta, a lo sumo,
aceptarlo.
Hoy que te amé,
te he perdido.
Insistencias en Lyon
Sentado en un lugar
cercano a la vía,
recuerdo todo lo que pasó en esta ciudad.
Observo, desde el andén,
los últimos volúmenes de luz
que, sin esfuerzo, se proyectan muy a lo lejos.
Los viajeros encuentran una nueva demora,
buscando esa vereda que les preceda
y se empeñe en ser definitiva.
Aquí, en la estación, espero
el regreso.
Aujourd´hui,
c´est moi, longtemps.
Doucement.
Soliloquio
Hasta que llegue
a este puerto, varado,
hasta que regrese
reiteradamente a sus aguas,
hasta que permanezca
inmóvil para siempre,
hasta que retome, de nuevo,
mis pasos,
hasta que sienta
por primera vez
la existencia de un lugar.
Península
Cómo enlazar los dos
márgenes de esta Europa,
con qué motivo
aunar cada continente
que nos corresponda.
La Península acontece a la deriva,
imaginando un puente
sobre el Duero
que estreche sus dos orillas. Cruzarlo
es, en este momento, un anclaje más
que me trae de vuelta.
Iberia se reconoce en cada lugar
que visito,
desde el mismo paraíso prohibido
que busca su primer nombre.
Y en esta huida
parece que el territorio renace
con un nuevo destino.
No sé a qué acento corresponde
esta fuga: será ahora más certero el aviso.
Conozco esos lugares
que permanecen en la frontera,
y por todos ellos siento viva la memoria.
Cualquier espacio al oeste de Europa
podrá ser por sí mismo
una antigua trilogía.
Cualquier luz que no sobresalga
merecerá una habitación oscura y antigua.
Si todas las ciudades son, en definitiva,
una misma ciudad, puede que esta trasparencia
no se oculte: las luces de Granada
se anticipan a otros destellos del norte.
Será ese mismo crepitar el que nos diga
que el pábilo surgió en antiguos malecones
del Cantábrico,
intuidos desde Cádiz o Mojácar.
Este recinto de oscuridad
envuelve lo que digo.
(Volviendo a la orilla
con sumo cuidado, se pueden intuir
los minúsculos pesqueros).
Sigo habitando en Barcelona,
y será allí, en cada boca
de metro,
donde distinga un lugar único y certero.
Me viene a la memoria
aquel pinar de acantilado
que despertó mi conciencia
viendo partir los últimos barcos
desde la costa. O aquel tranvía
al que creí observar despejando
entre las calles más estrechas de toda la ciudad
los fulgores de una noche conclusa, satisfecha.
Distingo cualquier sonido
que me haga recordar una lejana conversación
en Coimbra
o una breve estancia
en Lisboa.
Los círculos fronterizos anuncian
algunas plazas que conocí en Salamanca.
(Rodeados de tierra, los paisajes urbanos señalan
todo su abismo).
Desde una oculta atalaya de muralla y piedra
observo escondidos los valles de Plasencia,
envueltos en hojarasca.
Los maizales invitan, de nuevo, a la partida.
Es curioso este azar que se abre camino
y me descubre todos los lugares de mi infancia,
observados ahora con la misma premura
y asombro.
No sé si será el silencio quien encumbra las aguas
de este río de sombra: Tajo o Ebro sirven a un idéntico espejismo.
Si la felicidad ha sucedido en estos paisajes,
aconteció sin apenas conciencia de ser vivida.
(Sortirem per la ciutat, baixarem cap al nord)
Todo atesora una intensa calma mientras se observa.
Parecen reproducirse ante mí lejanas imágenes visitadas
y me siento incapaz de condenarlas una a una al olvido.
Cualquier voz,
cualquiera,
recordará algún melancólico hallazgo del viajero.
Cualquier voz,
cualquiera,
conseguirá habitar algún instante
de su memoria.
Se ha conseguido fraguar otro mapa
observando un mar en armonía.
Vuelven ahora los seudónimos que desearía
haber utilizado desde el comienzo: Torga, Kavafis, Al Berto,
Pámpano, Espriu, Lorca.
(Posible es ya el sonido desde Faro: Mensagem, en Pessoa).
En la estación de San Bento
diviso, por última vez, la ciudad de Oporto.
Son todos esos lugares, todos esos nombres, los que continúan
imperecederos en mi memoria.
Son todos ellos los que se repiten en la distancia
del eco
y me infieren nuevamente
tanta tristeza.
Del libro La tristeza del eco (Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2007)
Interiores
El final del recorrido se sospecha inmóvil.
Un candil sobre una mesa vacía
proyecta, con cierto esmero, una luz
tenue. Señala el límite de una casa deshabitada,
dispuesta para nadie, porque se olvidó
con prontitud después de su abandono.
Las habitaciones se alejan para siempre
del contorno de un paisaje perdido.
Sólo la memoria recupera su estado
de sitio.
Ignoro si fue visitada, si por azar
se descubrió en una noche otoñal
y sirvió como un incierto refugio
de algún viajero. No obstante, aquí
no se viene a morir, sino a permanecer.
No existe conciencia del encuentro.
Simplemente se regresa para habitarla.
Por eso, uno sólo puede volver
a este punto de forma casual,
sin voluntad por recuperar su origen.
Hoy estas cuatro paredes sostienen
el abismo.
La sombra extranjera
Así has concebido esta permanencia,
cuando no esperas que el cielo se proteja
más que a sí mismo.
Minado se refleja el camino
en esta oscuridad remota del paisaje.
Aunque sientas agotada
esta luz que se abre paso,
y cierres la ventana con tanto ímpetu
como nostalgia.
Aunque recuerdes, bien entrada la noche,
los designios que iba a cruzar tu vida paso a paso.
Es esta oscuridad la que te ha cercado,
sitiándote entre los dos puentes que cruzan la orilla.
Es esta incertidumbre de no esperar nada,
aguardando con poca luz la urgencia de un nuevo día.
No hay novedad que pueda resolver tu estancia,
ni permanencia que consiga liberar este espacio
alterado en la ceniza.
Pocas palabras esperas
con el tiempo,
porque la soledad ahora es otra,
y son otras las voces que lideran el camino.
Vuelves a ser un extranjero de tu propia lengua.
Testament
potser demà, et tindràs de despedir,
no sols de tot lo que estimes, sinó
de tot lo que estimaries
Santiago Rusiñol
Ya es hora de admitir la derrota,
porque el tiempo se ha vuelto
mucho más frágil.
Es hora de admitir la añoranza
de ese punto de luz sobre el río
que, alguna vez, bien pudo ser la vida.
No es cuestión de memoria,
sino de fracaso.
La soledad se elabora a base
de ir juntando pequeñas ganancias,
de acumular sin certeza las minúsculas
anécdotas de una ciudad a medianoche.
Por el día, también yo
caminé por extramuros,
y sentí la ausencia como una muestra
impalpable de la densidad del territorio.
Recorrí calles en deuda con el frío,
falsas avenidas en donde el hielo
no era más que una presencia
vaga de la sombra.
Y volví, sin saberlo, al hogar más vacío.
Yo también pensé en reconstruir
las ruinas, y como todos volví
a escribir sobre el agua que tarde o temprano
situaría los límites.
Oí las mismas voces, intentando
equipararlas al sonido de mi propia boca.
Por eso, cuesta ahora imaginar
que cada tramo pueda olvidarse.
Se perderá –no me cabe duda –,
como la luz del tabaco se escapa
en cada poso de ceniza.
Ahora lo sé.
Sólo escribí para morir con cierta dignidad.
Permanencia del lugar
Apenas gozo de habilidad
para avanzar nuevamente.
Si escarbo con cierto esmero,
descubriré bajo la tierra una imagen
que encierra mi nombre.
Por eso, decido permanecer
en este lugar, aceptando con ligero
estoicismo mi ubicación en el mundo.
Que sea este importa y mucho.
Imaginaba que el centro de mis pasos
no gozarían de un espacio concreto, preciso.
Me equivoqué. Mi lugar está aquí,
en mitad de un páramo sin ruinas,
más solitario que un callejón
plagado de gente y luz difusa.
No hay más presencia que la mía,
ni diálogo que sirva como hábil comentario
a la soledad que me circunda.
Me limito a precisar mis coordinadas
con cierta tristeza.
No soy capaz de preguntarme por qué
este y no otro. Sería ciertamente inútil
analizar más allá del territorio. Quizás,
por eso gozo de la necesidad
del testimonio, esperando que alcance
distancia suficiente y alguien
- un semejante – se acerque. Que venga
con sigilo. De otra forma es imposible.
Que no ocupe mi lugar. Que se limite a regresar
a casa, y tome prestada alguna palabra
que explique lo que ha visto.
Sólo en ese momento podrá recuperar
mi nombre –el suyo.
Lisboa
Debajo del mirador
se extiende el vacío.
Resulta difícil acudir a la experiencia
en un lugar que se pensaba prohibido.
Si lo que antes fue un río,
ahora reaparece como arrecife en la costa.
Las farolas, dispuestas al margen
de esta vía, iluminan la inscripción del camino.
Puedo, incluso, observar mi nombre.
Con facilidad se tensa la memoria,
porque las piedras regresan de su estancia
siempre geométrica.
Dentro de aquella plaza
se esconde una nueva ciudad.
Con gratitud rescato
esta idea en el paseo
que ahora me ocupa
(vía Liberdade, dirección sur).
Aljibe
Y ahora, ¿qué permanece?
Solo la carnalidad,
tan fría en los meses de estío.
Queda el cuerpo,
lo que antes fue piel
y ahora sólo memoria.
No basta con volver hasta el lugar
en donde dejamos de tener fe en el tiempo.
Quizás sea más necesario preguntarnos
por qué no seguimos conservando la belleza,
encajando las pocas piezas
que sitúen con precisión los últimos
restos de la derrota.
Y ahora, ¿qué queda?
¿Una cita a destiempo?
¿Un recuerdo que acabe por disgregar
más la fractura?
¿O una fuente que repite, como nosotros,
su movimiento eternamente circular?
Tampoco ella lo sabe: su ritmo siempre
será el mismo. Su agua, un hilo
de piel cada vez más cansada.
Meditación en Barcelona
Entonces, descubres el destino
del apátrida. Bajo el suelo, vuelves
a significar la soledad,
percibiendo que sólo acontece en el trayecto
de los posible no lugares: en la frágil
simetría de un ascensor o en el paréntesis
que une dos o tres bocas de metro
(Catalunya-Liceu-Drassanes).
Despedirse nuevamente no es sólo
una premisa indispensable del azar,
sino una condición del que invariablemente
observa.
Esta es la eterna ruina del viajero:
evadirse hacia otro punto en apariencia
más humano.
Cada día es más difícil apreciar
el rastro de otro cuerpo frente al espejo,
su sombra, algún retazo de piel
que conquiste el tiempo de la memoria.
(De todo ello, hay que decirlo,
queda a veces una vaga noción
con la que dialogar en los días sucesivos
a la huida).
El recorrido se emprende
bajo una oscuridad remota y triste,
entre varios canales subterráneos
desde los que conectar la ciudad,
como en cualquier proceso de deserción.
Por eso, no queda más remedio que avanzar
en el trayecto, por necesidad, por vocación,
por abandono. Siempre por abandono.
En Central Park, con Holden Caulfield
aguardando entre el centeno
las hojas fragmentadas de la tarde,
deseando retomar los restos de vida
que aún quedan en la escasa infancia
de la memoria.
en los juegos nocturnos, más allá
de una cama vacía,
de su intermitente soledad a media noche.
así – creo- comenzaré a respetar
esta nocturnidad de las cosas,
tan cercanas a medida que me acerco
al estanque,
caminando con esmero hacia la intimidad
absoluta y alevosa del parque.
donde no hay gente.
donde nunca hubo nadie.
se resuelven con quietud
las viejas ramas heladas,
el tiovivo exacto, que repite la misma
música circular.
hace tanto tiempo que convertí el viaje
en un oficio aislado
que al llegar no descubro un destino,
sino otra huella.
aspirando, quizás, a quedarme y mirarla.
nada más.
solo observar el agua,
las migraciones de aves,
decirme al fin que olvidar
es una rutina larga, extraña.
la lectura, acaso un límite
en cualquier parte, un extremo
remoto de algún lugar,
un abismo, repitiendo, como Plath,
que lo único que cabe hacer
con tan bello vacío es suavizarlo.
Adagio in Sol minore
Tiempo después nada se ha convertido
en menos frágil, porque, de súbito,
sobrevienen los viejos temores
como un ser solo y enemigo.
El silencio no es ya una muestra
grata de la soledad, sino la premisa
de un entorno siempre adverso.
Escuchar hasta el último sonido
es sólo eso: perderlo todo.
Cuántas veces me acostumbré
a juzgar las cosas como si fueran
un preámbulo de algo mucho más grande,
más digno, y volver a la vida
con el asombro de quien se cree
aún a tiempo. Pasar las tardes frente a un café,
por ejemplo, intentando observar
la disposición de las mesas
cubiertas de manteles con olor
a fruta fresca y a tabaco.
Cuántos prólogos en los que sentir
la devoción de un encuentro seguro.
Pero no hay mercado capaz de saciar
el instinto, ni rostros que dignifiquen
la memoria. Ya no basta con suministrar
las verdades en breves parcelas –lugares comunes,
fronteras incapaces de dividir el mundo
en dos mitades. La vida –he aquí el enigma –
no se engrandece con el engaño.
Lo terrible es suponer lo contrario
y descubrir en algún momento
que todo no ha llegado.
Seducir no era más que buscar
el placer prohibido, los flecos de una antigua
derrota, los jirones de ropa expuestos al sol
alrededor de cuerpos semidesnudos
(la geografía de la carne también se compone
de realidades). Sin embargo, la ficción –un poema,
una imagen ocre, una tira fotográfica
ennegrecida – sólo es capaz de situar el límite.
Nada más.
Estoy seguro: todo ha terminado.
Y lo peor no es que frente a mí aparezca
una playa y medite al observarla vacía.
Lo peor es que todo ha concluido
y no ha pasado nada. Pienso en la gaviota
que sobrevuela una montaña y no siento
el menor atisbo de desolación.
Sólo lo interpreto como un mero accidente.
Esa es la desventaja de quien ya no sueña
porque no puede, y olvida que resistir
fue también un oficio del presente.
A lo lejos, alguien me llama.
Dejo esta meditación estúpida
y me encamino hasta alguna calle.
Me conformo con refugiar
esa impresión confusa en la opaca
conversación de la noche. Disimulo.
No trataré de que el gesto termine
por delatarme. No hay razón
para desubicar también mi entorno,
fraguado con esmero durante tantos años.
Ya va siendo hora, me digo, de interpretar
la vida con un poco más de calma.
Del libro Más allá del Sur
Instante
Ciertos lugares conservan el paso
de los que se detienen, y deciden –al cabo –
observar lo que les rodea.
Sin más interés que el de permanecer allí
por algún tiempo.
Esos territorios en donde el instante
pretende ser perpetuo,
cercados en un bosque
con una explanada verdosa en su centro.
En esos lugares se aprende a decir: lo desconozco.
De ahí su condición inabarcable: siempre quedarán
sujetos a una duda.
Un espacio –un lugar – que acaba por no saberse
si existió, y logrará subsistir en la distancia.
Donde no ha ocurrido nada y sin embargo
se logra no haber sido nunca.
El lugar de la casa
(leyendo a Eugénio de Andrade)
Bordeas la casa
y sientes cómo te pertenece,
como si cada paso por el jardín
que la rodea fuera una nueva estancia.
Las habitaciones recuperan su fulgor
al observarlas desde lejos,
bien entrado en el camino.
Y escribes, entonces, un poema,
poco antes de partir y abandonarla.
Con la esperanza de encontrar un verso,
una palabra,
que advierta a otros viajeros: seré, por fin,
lo que he olvidado.
Muerte en Campo di San Polo
(leyendo a Thomas Mann)
Ante mí
se alza, al final, aquella plaza.
Deshabitada, siquiera,
de gente.
Decido permanecer
en algún rincón
provisto de claridad,
y dejar en la distancia
los volúmenes de oscuridad
que invaden el tránsito
de un extremo a otro.
A lo lejos,
justo al margen,
me veo también sentado.
Le observo.
Soy yo mismo, me digo,
hace años.
Es joven, como yo lo fui
o creí, al menos, serlo.
Sé que entre los papeles que maneja
elabora, en silencio,
su nuevo plan de fuga.
Y sé que, más allá de sus anotaciones,
aún no sabe que regresará
a este punto de partida.
Urquinaona, 1980
Qué quedará de mí
en este lugar,
cuando apenas se sujeten
los últimos bancos del parque.
Me miro ahora a lo lejos
y reconozco a un ser solitario,
rodeado de los pocos árboles
que delimitan esta plaza.
Qué quedará de mí
y qué quedará de estas formas inciertas
que acompañan al viajero -en su estancia siempre breve.
¿Seguirán aquí,
tiempo después?
Cuando la luz sea trasparente
y esta sombra de mayo
se convierta en la ruina que ahora soy.
Reflejo
Poco importa que no pueda ver
tras el cristal.
Le basta con su reflejo:
el de una casa vacía,
con hojas secas sobre el fregadero.
El de un hombre que observa
y se siente, por eso,
en el centro del mundo.
El de un extraño que está,
como su hogar,
en mitad de ninguna parte,
y se conforma, al cabo, con no mirar
más allá del vaho que lentamente
humedece los cristales.
De Tiempo después
TIERRA DE NADIE
Otro hueco en la noche me ha dejado
permanecer al límite.
Cerrándose el contorno, queda un lugar
cercado por la neblina.
Esta estancia vacía es una evocación
transitoria, un espacio al que restar
la vana superficie de las cosas.
Un minúsculo agujero –frágil, solitario-
donde olvidar que vivimos
más allá de la extrañeza.
POEMA DE CZESLAW MILOSZ A FRANZ KAFKA
En la habitación, un par de luces
se resisten a dejarlo todo a oscuras.
Leo a intervalos, con desgana,
porque aún ignoro qué hay detrás
del cuarto que me encierra.
Varios bloques de cemento
que consiguen distanciarme, en apariencia,
del mundo.
Aislarme del entorno.
Mirar hacia mí mismo.
Rebobino la música y consigo tranquilizarme.
Vuelvo a la lectura.
Sin embargo, sé que alguien se acerca.
Tres o más personas.
Ellos saben cómo entrar.
Todo volverá a ser como antes.
De: Dimensión de la frontera, Isla del Siltolá, 2011.
`Habitación en W´
Sobre un tema de Blas de Otero
Pregunto por la distancia
entre el libro y la vida
y accedo a la ventana para ver el mundo.
Una comarca indescifrable se abre paso
y me quedo a mitad de camino.
Establezco un pacto secreto con alguien
que asoma entre líneas.
No es más que un rostro oculto
a la espera de un nombre.
Se detiene el lenguaje
y descubre su función de siglos:
definir, en su justa medida,
las sombras que se deslizan
sobre una casa extranjera.
Pregunto por la distancia
y compruebo que no existe espacio
entre uno y otro punto.
Sólo una extraña manera de permanecer,
de fingir,
de estar atento.
Aparentar que somos uno
cuando, al observar por la ventana,
también mentimos.
ENCUENTRO
a Álvaro Valverde
Somos el paisaje que ahora observamos.
Somos el agua intermitente creando bancales.
Somos un lugar remoto
y su proximidad al leerlo.
Somos el revés de una ciudad soñada.
Somos ese límite del mundo
que construyó murallas.
Somos su forma de aislarnos.
Somos un cementerio de Yuste,
con ciento ochenta tumbas de soldados alemanes.
Somos memoria común
y, por familiar, callada.
Somos la moneda que alberga
en una misma cara ida y regreso.
Somos un paseo a media tarde.
Somos cada uno de los palacios
que recuerdan un esplendor clausurado.
Somos ese instante perpetuo
a partir de unas pocas, sencillas verdades.
Somos el abandono y las ruinas,
la geografía de una naturaleza póstuma siempre.
Somos este entorno lleno de valles.
Su densidad cuando, al prevenirnos,
también nos expone.
Somos el río a su paso por una isla talada.
Somos esa encina solitaria que,
al llegar la noche, dialoga con el pasado.
Somos un territorio ajado del suroeste de Europa.
Somos lugares de tránsito,
sus estaciones y sus dársenas.
Somos los puertos desde donde zarpan barcos
hacia Nápoles.
Las vías de un tren avanzando
hacia Lisboa.
Las islas por siempre varadas
de los mares de Grecia.
Somos la fotografía que alguien olvida
sobre una mesa.
Somos la sombra de alguien que no existe,
mientras fija su perfil en los muros
desconchados de una ciudad del sur.
Somos esa luz que hacia dentro se dirige.
Somos amigos.
Eso nos basta.
Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas
Por Rubén Romero Sánchez
Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas, de Álex Chico
La Isla de Siltolá, 2016, 85 páginas.
“Lo que debemos exigirle a un libro es que nos cambie de tal forma que al concluirlo ya no seamos la misma persona que antes de leerlo”, escribe E.P. en una posdata. Este libro, se lo aseguro, cumple con creces.
Álex Chico, poeta y miembro del consejo redactor de la revista Quimera, elabora un inmenso libro que mezcla el pensamiento y la poesía y donde reflexiona, a partir de la teoría (solapada) y la crítica literaria, sobre temas como la memoria, lo perdurable, lo que no se recupera o la pasión y su ausencia (“la literatura es un diálogo con lo que ya no somos, con lo que fuimos”); pero también establece un tratado de la identidad, del poeta como fingidor, que diría Pessoa, de la razón de ser y el motivo de la escritura (“pequeño ejercicio de resistencia”). A través de la antología de algunas de las mejores posdatas recopiladas en la correspondencia del misterioso y maravilloso autor E.P., Chico crea un viaje al fondo de la Belleza y la Poesía en una incesante y humildísima búsqueda de la inmortalidad: “Quizás sólo sigamos escribiendo libros por este motivo: para encontrar un verso o una línea a la que parecíamos destinados desde el comienzo. Lo único por lo que verdaderamente mereceríamos ser recordados”.
La literatura, de cuya mano virgiliana caminamos al encuentro no de la verdad sino de las preguntas precisas, actúa como remedio sanador: “Para eso sirve (…): para recomponer o para dar sentido a las piezas que previamente hemos roto”; la literatura como forma de estar en el mundo, en el ordenado y en el caótico; en el que, exteriormente, se concretiza en ciudades que habitamos igual que páginas de libros, cronotropos que nos configuran como creadores y personajes simultáneos de la misma historia, “un lugar cuya motivación principal es conectarse con otras geografías, leídas o escritas”, espacios que hemos de ocupar, en los que confluimos con el otro, el real y el ficticio, ese al que “al dejarlo caminar por su cuenta, nos perdona”.
Primer enorme acerto del libro, lo que Philip Roth denomina en Operación Shylock, con su guasa característica, “complejidad irónica”: E.P. es un autor con una obra cuya clave para su total comprensión se halla en unas posdatas, que por sí mismas explican y hacen innecesaria su obra literaria, y en muchas de ellas, irónicamente, reflexiona sobre la utilidad de la escritura y la perdurabilidad de lo escrito: “hay cosas que nunca podrán ser pronunciadas”, afirma E.P., en presumible diálogo con Wittgenstein. Al no poder efectuarse, el acto de la escritura queda anulado, carente de sentido, a la manera de los héroes bartlebyanos tan caros a Vila-Matas en su opción radical: “Quizás sea ahí, en esa decisión a veces tan vaga, donde se encuentre el verdadero alcance de un escritor”, escribe en una posdata de 1987 para continuar en otra de 1992: “No sé, entonces, qué razón hay para seguir publicando”. Seis años después, el silencio.
El aforismo, estructura clave en la obra, le sirve a E.P., como no podía ser de otra forma, para destruir, también, las etiquetas genéricas. ¿Qué estudiante de teoría literaria no ha tenido que embarullarse en el desasosegante laberinto de las taxonomías genéricas? Incólume o perdido para siempre, finalmente se sobrevive. E.P., en la definición más poéticamente inteligente que servidor ha leído sobre el tema, afirma que un escritor no debe aspirar a llenar los estantes de las librerías con sus libros, sino “a que sus libros sean capaces de saltar de balda en balda”, como este, precisamente. Segundo enorme acierto: demostración de por qué no hay que ser obtuso.
Pura poesía cargada de filosofía con estructura narrativa, primo hermano de Jabés en su riqueza formal y significativa, nos hallamos ante un libro, a la manera del manuscrito encontrado, donde se habla del propio libro que se está escribiendo como parte del mundo ficticio que engloba (¿recuerdan a Alonso Quijano corrigiendo a Cervantes?), pero lo hace empleando la ironía y la poeticidad de un modo absolutamente conmovedor a la vez que intelectual en su diálogo con otros creadores y teóricos. Tercer enorme acierto: la metaliteratura puede ser profunda y divertida sin imitar a los iustrados ni caer en banalidades posmodernas.
La comparación del escritor y el lector con el Minotauro, no con Teseo, y el hilo de Ariadna como único vínculo con la realidad, es tan hermosa que molesta que no se le haya ocurrido antes a uno. Cuarto enorme acierto: el lector debe sentir envidia ante el arte del autor (sana o insana, dependiendo de los humores corporales de cada uno).
E.P. es primo hermano de Borges en su querencia por el laberinto como estructura a partir de la cual dar sentido a lo que nos encierra. Pero también del Flaubert que se pasaba el día escribiendo cartas en las que reflexionaba sobre el arte de escribir como medio imposible de entenderse a sí mismo. Puro juego, baile de máscaras. Pero, qué quieren que les diga: octubre de 2016, servidor afirma que este libro es un clásico desde ya, referencia ineludible a partir de hoy, y que afortunados somos de que su autor solo tenga treinta y seis años: se me desata la imaginación de pensar en sus futuras obras. Un libro tremendo lleno de poesía, pero también un libro de reflexión filosófica sobre los temas universales del ser humano, una radiografía de la pérdida, la búsqueda y el anhelo de perdurar que nos conforma como seres humanos.
“La escritura sólo consiste en esto: tener algo que decir y encontrar la mejor manera de hacerlo”. ¿A que parece sencillo? Pues no es así, queridos, a pesar de que libros como este, asombrosamente bellos e inabarcablemente profundos, parezcan hacer creer lo contrario.
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ÁLEX CHICO, Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas, La Isla de Siltolá, Sevilla, 2016, 88 páginas.
De este volumen, ya sería de gran interés, simplemente, el juego de cajas chinas que en él se encierra: el autor, Álex Chico, como editor que selecciona las posdatas de un escritor-personaje, E.P., que son a su vez fragmentos extraídos anteriormente de entre sus propias obras. Sin embargo, lo realmente destacable, en realidad, son la calidad de estas reflexiones: aforismos, apuntes, registros más o menos breves sobre la creación literaria, la relación con el espacio y la memoria, que dialogan entre sí y con la misma forma del libro con notable e incansable acierto, para componer, en suma, esta brillante propuesta metaliteraria.
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Alguien le preguntó al escritor de posdatas a qué se refería cuando hablaba de crear un personaje que fuera un pirata literario. ¿Un ladrón de historias?, preguntaron. En absoluto, respondió el escritor. Y siguió diciendo: No se trata de un personaje que robe historias ajenas. Como sabéis, un pirata es alguien que ve por un solo ojo, porque uno de ellos lo tiene tapado. Pues bien, ese ojo con parche es el que le permite observar lo que sucede. Su escritura se limita a describir su propia oscuridad.
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La creación literaria supone una particular caída al vacío. La función de la literatura sería trasmitir lo que encuentra en ese descenso.
(Si es que son ajenas las palabras, 1987)
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La poesía sucede en un estado anterior a su escritura. Adquirimos, escribe Seamus Heaney, un conocimiento previo de ciertas cosas y, por ese motivo, tenemos la sensación de recordarlas de antemano. Encontrar el lenguaje adecuado y adaptarlo a esa vieja realidad exige un esfuerzo hercúleo, casi inhumano.
(En préstamo, 1997)
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En una ocasión encontré a E.P. recortando imágenes de una revista. Me dijo que, en realidad, estaba escribiendo. Dos días más tarde volví y pude verlo en su escritorio, con una máquina de escribir Olivetti. Me dijo que estaba mirando viejas fotografías.
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Para eso sirve, si es que sirve para algo, la literatura: para recomponer o para dar sentido a las piezas que previamente hemos roto.
(Libro de las anotaciones, 1984)
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Siempre he sentido una especial predilección por un chiste, el del tipo que cada día se sitúa al lado de su bañera mientras sujeta entre sus manos una caña de pescar. El siquiatra le pregunta si alguna vez ha pescado algo, a lo que el tipo responde: ¿Cómo voy a pescar, si es una bañera?
Como sabemos, todo exceso de lógica puede conducirnos al absurdo.
(Si es que son ajenas las palabras, 1987)
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La literatura es un diálogo con lo que ya no somos, con lo que fuimos.
(Cuaderno de apuntes, 1980)
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Habitamos dos tipos de libros: aquellos que nos gustaría haber escrito y aquellos que desearíamos haber pensado.
(Si es que son ajenas las palabras, 1987)
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Quizás sólo sigamos escribiendo libros por este motivo: para encontrar un verso o una línea a la que parecíamos destinados desde el comienzo. Lo único por lo que verdaderamente mereceríamos ser recordados.
(Confesión en Santa Marta, 1992)
http://documentaminima.blogspot.com.es/2016/08/sesenta-y-cinco-momentos-en-la-vida-de.html
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