Marcela Noriega Rodríguez
(Guayaquil, Ecuador 1978). Escritora, poeta y periodista. Escribe poesía desde los 13 años. A los 19 años, con un libro que contenía cuatro poemarios ganó el segundo lugar de la V Bienal de Poesía Ecuatoriana, Ciudad de Cuenca. En 2010 ganó el primer lugar del mismo concurso con el libro No hay que dar voces, editado por la universidad de Cuenca en 2011.
En 2011 un cuento suyo apareció en la antología de narradores ecuatorianos Todos los Juguetes, editada por Dinediciones. Ha sido reportera y editora en los diarios Expreso, El Telégrafo; también ha hecho periodismo en Argentina.
Acaba de publicar su primera novela, Pedro Máximo y El Círculo de Tiza, editada en España. Escribe periodismo narrativo y publica con regularidad en las revistas Soho Ecuador y Mundo Diners.
II
Su extravío empezó el día en que lo llevé a ver las gaviotas
fue cuando me pidió que volásemos juntos
Escudriñé su rostro, su cuerpo, incluso miré bajo sus párpados
No adiviné que entre sus dientes había restos de muertos
Ave oscura, de uñas largas y aliento feroz
Le mostré cómo debían moverse las alas,
cómo era flotar sobre los torbellinos,
descender sobre las rocas, ligero y potente como la luz
Lo solté desde lo alto,
volaba invencible, alrededor del sol refulgente
De pronto, dio un grito de vida que sonó hueco, desolador
y se despeñó por un abismo sin fondo
Mis ojos lo buscaron días y noches en el horizonte oscuro
Descendí hasta lo más profundo del cráter
y estando abajo, muy abajo, lo hallé
en la negra pupila de los vagabundos
Estaba enojado, irascible,
resollaba como un lobo
Como el mar se aventaba sobre los rompeolas
Maldijo el presagio de las gaviotas
Se volvió contra mí, me llevó al borde del barranco
cortó con sus dedos finos mis manos aladas
las despedazó sin necesidad de cuchillos
Y me lanzó al olvido.
Extracto del poemario No hay que dar voces
Primer Premio VII Bienal de la Poesía Ecuatoriana, Ciudad de Cuenca
Editado en 2010 por la Universidad de Cuenca
I
Rindo un triduo en honor a mis diosas.
El universo que todo lo contiene,
Sus lágrimas,
sangre salida de sus úteros antiguos,
caen en densas capas hirientes
que bebo a largos sorbos,
intentando alimentarme de su inmortalidad.
Lo femenino me puebla como una gota a la tormenta,
un respiro al jadeo,
la muerte al abismo.
Soy el alfil minúsculo, la microcopia en sus manos.
Dios nos alejó su aire de varón
y nos hizo rezagos de lo que más temía: la libertad.
II
Reina ciega de los velos blancos
Estoy muerta bajo el polvo de tus dedos
El metal de tus pálidos pechos
Quiero ser profunda como tu hendidura
Y austera como la inmensidad de tus deseos
Tu saliva es la cama de hospital que me ata
Tus movimientos delante de mis huesos secos
Son el teatro perfecto para una madrugada silente
Tu sonrisa de Artemisa se quema en la hoguera
De mil espasmos eclipsados por la luna
Huelo la carne que arde a través de tus agujeros oscuros
Diseñados por el autor del deseo
El dios que me acaricia la piel con la vista
Y se hace mujer
En tus ojos de infierno
III
La luz invade la habitación, desprendiéndose del témpano helado
que debe ser el cielo
Nosotras somos una hilacha de esa luz infinita
Y mínima como un asesinato.
Nos cubrimos el cuerpo con nuestras débiles manos
y aullamos de alegría en nuestra paz
Luciérnagas inquisidoras vuelan en cruces
Sobre mis despojos sueltan su música sombría
Pordioseras en su cerviz,
Arrogantes en sus miserias
Tus delirios me hincan los ojos, me muerden las manos
Salpican en mis pupilas su suciedad alada
Hunden sus picos en mis pezones
No me dicen su nombre ni su edad
Son seres salidos de mi memoria
Que traen tu mensaje, tu voz a lo lejos
Tus pelos largos revolcados en el lodo de enero
Me halan los párpados
Su aleteo me persigue y me adormece
Me dejo llevar por su suicida incitación
A la cúspide de tu locura
IV
Arrinconadas, sin poder gritar nuestros nombres
Así nos ha descubierto la piedad,
Los ojos de nuestras entrañas
Los pies de nuestros nervios
Los dedos de nuestros clítoris
Nos miran absortos cosernos con el mismo hilo
Somos huesecillos hambrientos,
Buscadores de una boca de ninfa.
Cuando el espejo vomita nuestros cuerpos desnudos,
volteamos la cara
para no ver los mismos cabellos,
cinturas y pubis que nos cobijan
en este amasijo de soledad.
Carecemos de espanto,
Somos anémonas enredadas en la noche
Un amasijo de verbos desnudos
Dos inútiles diosas de carne
que despiertan en medio de un charco
que huele a pólvora y a nuestra propia sangre
Nos parecemos al voraz lamento de un árbol derribado
El calor se duerme en nuestros muslos
Bebemos la acuosidad
Y nos puebla la angustia como en una batalla.
V
Los días pasaban serenos y apabullantes en su sinsentido.
Como colchas, esperábamos un cuerpo que se nos metiera dentro.
Llegaban remotos duendes que no sabían tocar nuestros hilos
ni sacar música de nuestras caracolas.
Nuestra arpa permanecía arrinconada sin sonar.
Somos la inmovilidad
Seremos instrumentos que pervierten
Los sagrados segundos de la monotonía
Invasoras de oídos ajenos,
De lenguas y apareamientos
Nos hará falta solo la luz de nuestras cuevas
Para desbrozar el camino que lleva a los pliegues secretos
Serán los mausoleos y las casas de las hormigas
El mejor escondite para besarnos en días de lluvia
Y en noches de viento.
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