domingo, 7 de octubre de 2012

GERALDINE MAC BURNEY [8.001]



Geraldine Mac Burney Jones 

Nací en Trelew, Chubut un 23 de noviembre de 1984. Viví en Trelew, Gaiman, Gales y Córdoba. Desde los siete años asistí a diferentes talleres. Actualmente, en La Docta, mientras culmino mis estudios de Abogacía y Notariado; siempre encuentro lugar y espacio propicios para escribir. Hoy, intermitentemente, me reúno con seres mágicamente etéreos en "Palpita el Barro", coordinado por Leandro Calle. Mi primer poemario: "Vestal de luna".




Paraguas

Uniformada de mar
a dentelladas de Dios
cae la lluvia.
Lame la tierra hasta desgranarla
baja en torrentes
para besarte los pies con sabor a sequía.
Pero antes que toque tu cabeza
izas la guerra para no sentirte vivo.

De tanto correr, de tanto temblar por callar
te quedas solo
arrancando raíces.

Todo es desierto
en el llamado del niño desandado.
Dejar de morir es dejar el paraguas.

Para llegar a tu médula
hoy te quemarás de lluvia.





S/T

"¿Cómo levitar sin calma,
con tanta sangre encapsulada?"
y discreto
desplumó ángeles enloquecidos
abrió sus ojos de plástico azul
desperezó la mirada
y eligió depositar su fe
                                           cuesta abajo.

Sin resistencia
desbordado de besos Hiroshima
se encogió hasta dormir
                                    bajo tierra
próximo al cielo
relamiendo el ombligo al sol
siempre en sus caníbales
siempre dando guerra.








Hypnopaedia

No son las muñecas vudú con listones de alfileres en sus espaldas
ni la impericia de derramar saleros
ni la puntual congregación de lechuzas afuera de casa.
No son las líneas de estas manos
ni los dígitos de nombre y natalicio
ni copas dadas vuelta evocando invisibles.
No son cartas ni runas
ni calendario maya, ni ratas chinas ni centauros
que marcan su señal en mi alborada.
Nada de esto preside mis días.
Es el mismo rigor uterino
que desteje soles con guantes de luna,
señala el ocaso de los pájaros,
escurre fauces de cielo,
avienta la tierra con besos de agua,
circunda de luceros la oscuridad de tanta piedra transitada.
Ese mismo rigor,
traza este apetito incesante de acunarte,
juega a postergaciones de arena con tu nombre.
Mientras
me desgajo como carne de res.
Las heridas que me cruzan se agigantan.
El cenit de la espera, éste cielo crucificado, mi vientre.








"Y sobre las costillas de Robot
sollocé largamente.
Robot, atento, consultó sus fichas,
y en el agua increíble de mis ojos
vió un absurdo licuado.
Luego, juicioso, evaporó mis lágrimas
a ciento veinte grados Fahrenheit."
El Poema de Robot, Leopoldo Marechal.


El jardín

Era un día como cualquiera.
Robot anclaba en las mejillas del jardín
con halos de alquitrán y chicle orina.

Obituarios hambrientos gemían en cada semáforo,
cofradías de colosos acariciaban racimos de cielo,
trillones de grillos chillaban, doblegados, en sarcófagos de cal.

Cada noche era una bestia
besando ojos
con sabor a bruma entre sus dientes.

Los labios terrestres brotaban como llagas
entre murallas de cal,
aguas arteriales y hollín en los bolsillos.

Desde mi alcoba todo era visible:
vegetales embalsamados en leproso envoltorio,
frutales bajo un malón de vastas mordeduras,
trizados malvones ronroneando heridas.

De pronto,
cucarachas en mi cuerpo.

Fue entonces
que mis ojos recordaron el dulzor entremezclado de damascos y de jazmines
que vertían otras siestas….
mil hojas de robles trinando en mis oídos.

Era un día cualquiera.
La ciudad... me había inhalado.





Entre dos tierras 

“Pero los verdaderos viajeros sólo parten
por partir; corazones livianos, como globos…”
Charles Baudelaire. 


I.

De pronto, sientes un croar de ojos burbujeando,
granadas,
sobre tu espalda.
Es la noche
con sus labios
abrazada a tus venas.

Se abre el cielo
-sarcófago de fresca turmalina-.

Despiertas con la luna en tu espalda,
vastas lenguas de plata,
mejillas  al sol,
falanges  florecidas:
has llegado a la corteza.

Tus uñas tiemblan versos hasta henchirse de carmines.
El cielo es un retazo encriptado en tus manos.

Mañana la luna se cerrará en tus pupilas.
Mañana será    tiempo de eclipses.



II.

Como un desvarío de antorchas en penumbra
duermes
con los ojos abiertos
de batallas
te anudas.

Afuera   la tinta se escarcha entre relojes   que no saben de auroras.
La rueca rueda cicatrices.
Este cielo
huele a derrota.

No  es un croar de ojos.
Es el tiempo temblando en tus manos
como granadas.

Tus huestes aguardan piel adentro.

Adentro
hay una guerra.





Frente al cementerio caminan  errantes.
                                                        Llueve.  El hombre que sabía volar

llora abrazado a una niña perdida.

I.

                 Buenos Aires  me besa las entrañas.
         Las palomas se estrellan contra los ventanales.
           
                             Entre tumbas llueve.
                El agua corre como limosna. Lame
                     los cuerpos fríos, en jirones,
        los dedos, que alguna vez fueron,
               y las palabras asidas en los huesos.

                               Así, corre el agua
                 con los párpados de los muertos,
              con la lengua profana de los mudos
hasta leer tribulaciones, naufragios, orillas, primaveras
          y el instante incierto de exhalarnos la vida.

                 Así, corre el agua hacia nosotros
                    para lamer nuestros párpados
                      con el amor de los muertos.





II.

                            Entre tumbas, llueve
                  y nosotros estamos tan muertos
                            que ya no tememos.


  -Estrellados de ceguera, morimos, como palomas, hace un tiempo-.

                                            El agua cesa
                            pero la piedra de destiempo
                                          gotea

y gotea.

                           De pulsiones estamos,    hacia el desierto.

                                 Queríamos   lavarnos de deseo,
                               escurrirnos hasta desangrar arena
                                       hasta esta madrugada…

                             Nos sobran las yemas de los dedos,
                                    los pies de niebla y astillas,
                                       las manos mutiladas.
                             ¡El tiempo! Nos sobra el tiempo.
                        Nos sobra el silencio de tanta herida.
  
                           Sólo nos queda      morir de carne.




Los siguientes poemas pertenecen a su libro inédito, El Cañadón de las Viudas y otros poemas.


Taid[1]

Mi abuelo se levantaba antes que los gallos cantaran
y el sol se despertara
como cervatillo de leva enfurecido.
Encendía el horno para hornear sueños
antes que se fueran por las sombras
y la noche los colgara eternamente en sus tendales.
Mi abuelo amasaba cometas de harina,
de agua, de levadura, de sal.
Las estrellas del pueblo lo escuchaban cada noche
moldeando el cielo diurno entre sus manos
con la misma persistencia
con la que su abuelo picaba en las minas de carbón.
Sólo había un reposo mientras leudaba la masa,
entonces a escondidas de mi abuela,
fumaba bajo la alameda sintiendo
uno a uno sus dedos pequeños y adormecidos.
Después de unas horas, horneaba un bullicio de espigas,
esas eran sus campanas, y los panes germinaban
en las cestas de mimbre, en las que volaba de niña
como en aerolitos o platos voladores.
Así acontecían los días en un pueblo fuera de esferas.
A menudo desentierro recuerdos como niños vivos.
Recuerdo que sólo había un reposo mientras leudaba la masa,
que fumaba bajo la alameda a escondidas de la abuela
y el humo volaba como bellotas de lana negra.
Cuando niña pensaba que se había ido.
Mi madre no quería que lo viera muerto.
Hoy he visto pasar a un hombre parecido a él,
a veces el viento es fecundo cartero.
Hoy he visto pasar a un hombre como él,
la noche es más espesa y mi abuela duerme
y lo sueña y lo encuentra sin gobiernos
ni leyes más que su luz
que da cuerda a nuestros corazones.
A veces pienso estas cosas
y me quedo en silencio.
Mi abuelo fue más que un hombre que madruga.
Escribió las partituras mismas de los sueños,
encendió las bombillas de las cosas perfectas
los domingos de luz.
Y cuando me pregunten quién fue mi abuelo
les diré que es el sastre único de todas las luciérnagas.



Abuela, la luz se agiganta 

Abuela, la luz se agiganta
pero temo que este invierno
sea el más largo de mi vida.
Bajo el agua sueño una ciudad lejana
de rotaciones lunares bien dispuestas,
flores y campanadas.
Sueño tu pelo, abuela, tus manos
y tu risa de cometas y alhelíes.
Bajo el agua sueño muchas luces,
magos del oeste, una lluvia de conejos
y los teros murmurando su lengua Sur.
No es posible soñar estas cosas sin sentir
irse párpados afuera.
Abuela, la luz se agiganta y no te veo.
Me quedo frágil, de pocos trinos.
Sácate las luciérnagas, vuelve sin tus alas
haz como sea, abuela.
La luz se agiganta y el sol marca la hora.
Los perros ladran,
las lámparas tiemblan como cintas,
la luna se quiebra marmolina,
los días pasan y ya no me siento niña.
Abajo, más abajo, en el peldaño
más bajo de la tierra,
es el invierno más largo.


Nϊkaϊ[2]

En el mundo vuelan días, calendarios,
mientras en el Cañadón las noches bajan
del centro de la tierra y vienen a escuchar los ojos.
Los párpados pliegan y despliegan
túneles de vírgenes anémonas.

A veces, la luna como un ojo durmiente.
La noche se duplica como un cáliz de terca neblina.
Las abuelas caminan sentadas.
Atraviesan ríos y lomas porque saben del Amor
que corre en silencio como una noria.

Los ratones aparecen, los escarabajos vacilan,
las lombrices menean eternidad
y los abuelos regresan del escondite bajo tierra
a librar cometas, madreselvas, tréboles y jazmines.
Recorren las cocinas, acarician sus mujeres
y vuelven a sus lechos negros cuando un gallo clama sol.

Al nacer el silencio de tortugas,
las ranas tienden su croar en los jardines,
y ya no cazo insectos ni simulo gomeras.
Sólo me siento en el techo, mientras
la luna se pliega y despliega como caracol blando
y los abuelos se despiertan.

Llegan al Cañadón vestidos de formas secretas.
Las abuelas preparan sus largos camisones,
se acuestan para encender luciérnagas.
Sobre tierra, la noche se duplica como arena.
Los gallos no cantan.

Las abuelas caminan dormidas.
La noche y los gallos quieren verlas reír.
Mientras sus cuerpos se bifurcan
y se van de viento. Se van de aurora.



Un sueño frondoso

El sueño suele venir a cambiar las cosas,
por eso me acuesto al lado de la mujer
más hermosa de todas.
La miro, ella no sabe de la naranja silenciosa,
es mejor así, porque la mujer más hermosa
merece los trinos, la luz,
el follaje entero de los árboles.
Si me duermo ¿estará ella mañana
con su bastón y su paciencia de tortuga?
Si me duermo ¿quién cuidará su sueño?
Quizás el sueño venga y cambie las cosas,
como la muerte que a veces viene en forma
de naranja silenciosa.
Quizás el sueño venga como la muerte
que también es otro sueño, vasto y frondoso
que viene y se va y nunca avisa.

Notas

[1] Taid: Abuelo, en idioma galés.

[2] Eudocio Becerra, en el diccionario uitoto-español que acompaña el segundo tomo de Religión y Mitología de los Uitotos, dice a propósito del nϊkaϊ: “sueño; nϊkaϊ finode, entrar en estado de trance; nϊkaϊ beite, encontrar en estado de trance una respuesta; nϊkaϊ ϊϊgaϊ, hilo soñado”(1994,II,879). Por su parte, Konrad T. Preuss profundizó en el concepto del nϊkaϊ en la primera parte de su investigación (1994,73), consciente de su papel decisivo en las narraciones relacionadas con el padre Creador y los antepasados. Él dice que sus “informantes” llaman al alma Nϊkaϊrama, pues en la noche ésta puede escaparse como un doble oscuro e imprevisible, como un otro “yo” dueño del delirio.







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