martes, 15 de marzo de 2016

PEDRO LARREA [18.243]


PEDRO LARREA

Pedro Larrea (Madrid, 1981) 

Es autor de tres libros de poemas: La orilla libre (Madrid, Ártese quien pueda, 2013), La tribu y la llama (Madrid, Amargord, 2015) y Manuscrito del hechicero (Valparaíso Ediciones, 2016).

Ha publicado poemas y reseñas en ABCD, Cuadernos de Valverde, Nayagua, Calidoscopio, Lateral, Generación XXI Deriva y Fósforo. Ha publicado en la editorial española Renacimiento, su libro de ensayo Federico García Lorca en Buenos Aires.

Se licenció en teoría de la literatura y literatura comparada por la Universidad Complutense de Madrid, y obtuvo su maestría y su doctorado en literatura por la Universidad de Virginia, donde ejerció como profesor de lengua y literaturas hispánicas. También para la misma institución dirigió la Casa Hispánica Bolívar y participó en varios programas como UVA in Valencia y Semester at Sea. 

A partir del otoño de 2015 imparte clases para Randolph-Macon College (Virginia, EEUU).





3

No deberían arder las ciudades
sino los hornos de pan y las farolas,
el combustible de los repartidores de gardenias
y las baldosas naranjas del paseo con sol reciente.

No deberían arder las ciudades
porque una ciudad es una cebra fogosa,
una ofrenda necesaria de sombra y luz
para aplacar la mandíbula del león humano.

No deberían arder las ciudades,
ni la que tiene piscina de leche para baño de unicornios
ni la poblada por escorpiones y tentáculos que los devorarían.
No deberían arder ni la torre ni la madriguera.

Deberían arder la muerte y su geometría.
Debería moldearse un cuerpo nuevo que recordara por sí mismo
cómo llegar al pantano en que se oculta la salamandra de la respiración.
Deberían arder las corazas. Deberían arder todos los círculos.

Pero no deberían arder las ciudades.



7

No te pinches al leer la palabra cactus.
No te ahogues al oír la palabra trasatlántico.
No temas al tocar la palabra anguila
ni pienses en otra edad al escuchar la palabra tintero.
Todo lo que pasa por ti lo llevabas ya contigo
y lo nuevo es una sombra de lo viejo, pero es tuyo.

No pueden quitarte lo que no tienes y está en ti,
no saben lo que tú sabes ignorándolo todo.
Quieres llegar a más, cruzar puentes, volar a un planeta,
y no te das cuenta de que la formación de los cuásares
tiene lugar en la más mínima de tus arterias,
o quizá en tu corazón tan sensible al fuego.

Hay parábolas con que los matemáticos explican el picor
y fórmulas que resultan en la consistencia de la piel humana.
Hay quien crea y quien destruye con sólo seguir los gráficos.
No es información lo que llevas en el puño
sino una herramienta ante la cual las coordenadas importan menos
que el hueso de las aceitunas en la anatomía.

No sabría decirte, y sin embargo comparto contigo esa posesión.
Te la puedo explicar tocando la ocarina o dibujando un mamut en la arena.
Puedes entenderla escuchando la quietud de un iceberg
o sintiendo en los pies el bamboleo de las placas terrestres.
Hay distintos puntos de vista, pero es mejor que no preguntes a nadie
y que dejes de leer estas inconsecuencias de quien te comprende y arde todavía.



15

Cuando mueves las manos me enseñas a blandir tulipanes.
Esa dosis de armisticio que propagan tus uñas
es una escuela de cómo domar dromedarios.
Quiero dibujar tus dedos pero ya están trazados por delfines
o por la lluvia que espolvorea semilla de yuca
sobre el jardín salvaje de un llanto incomprendido.

Cuando mueves las manos combates el hambre
y te reconozco en tu postura de ninja durmiente,
de húsar que ofrece su espada a un sintecho.
Eres una valkiria que toca una tuba oxidada
en la terraza de un sórdido rascacielos.
Aunque alimentan, nadie sabe entender tus yemas todavía.

Cuando mueves las manos entran en ritmo
las sonrisas de toda una ciudad en donde importan.
Tienes algo indescriptible en los nudillos,
algo así como bongos olvidados en la jungla
pero más profundo: quizá el cuero de una darbuca abisal.
Hay artefactos que no comprendo sin que tú los hagas música.

De pronto tus manos no se mueven. Sé que descansas,
que ahora no vas a crear más dulces conflictos
y que después atenderás a los quiromantes.
Mientras, yo vigilo tus guantes y difundo tu sueño.
Cuando no mueves las manos petrificas koalas.
Te esperaré batiendo palmas y forjando anillos.



20

No hay nada como verter
un cubilete de azahar sobre tu blusa,
abrirte el balcón y anunciarte
que aún no ha llegado el correo de las islas.

No hay nada como hacerte ver
que un nómada te sostiene la sombrilla
cuando vas a remojarte los pies a la charca con luna.
No hay nada como tener celos de un vestido.

No hay nada como escoltarte a la bañera
y abrirte el tarro de sales y algas.
Nada como alcanzarte la toalla
que ayer te plancharon las sirenas chipriotas.

No hay nada como tenderte una mano
y que la  tomes. No hay nada como cerrar los ojos
y verte. No. No hay nada que nos falte,
nada que se nos olvidara en la costa.

No hay nada como ensartar todo lo nuestro
en un collar de minutos para el cuello de la esfinge,
nada como un vaso de zumo de nuestro tiempo.
No hay nada que se resista a nuestra doble soledad en punto.

Sí lo hay. Hay pensar que en el solsticio de mañana
nos habremos olvidado de acordarnos,
y que a partir de esta noche faltarán constelaciones
para que no sepamos reinventar la madrugada.




Pedro Larrea.
La orilla libre.
Ilustraciones de Cristina Rodríguez García.
Ártese quien pueda. Madrid, 2013.


RESEÑA Por Santos Domínguez




Cada vez que te desnudas 
la calle padece el crujir de los escaparates.

La ropa de las tiendas 
querría pasarse de moda durante tu cuerpo.

Pero déjame que no te vistas.

Escribe Pedro Larrea en uno de los textos de carácter amoroso que aparecen en La orilla libre, que publica la editorial Ártese quien pueda. 

Es el primer libro de un poeta que había dado ya algunos anticipos de textos sueltos en revistas convencionales –todo lo convencional que puede ser la poesía- y en algunos lugares del ciberespacio. 

Casi inaccesibles o con escasa difusión en uno u otro formato, es ahora cuando Pedro Larrea da una muestra amplia y heterogénea –tal vez demasiado heterogénea- de su mundo poético en seis secciones en las que conviven diversas propuestas rítmicas y estilísticas, desde el fragmento al verso libre, pasando por el soneto y sus endecasílabos disciplinados o por el arte menor asonantado.

Pero eso no es más que la piel superficial de un libro lleno de sacudidas verbales y de ímpetu visionario, de rupturas creativas con la norma, de ambición imaginativa y hallazgos expresivos.

Los textos de La orilla libre habitan un territorio poético que está muy lejos del vuelo bajo y de la prosaica trivialidad expresiva o de la ocurrencia burbujeante y sin sentido.

Porque muchos de estos poemas son el resultado de la convergencia de una mirada y una palabra que se cruzan para dar como resultado otra manera de observar y entender el mundo. 

Una propuesta que sólo puede desarrollarse en el cauce expresivo de una poesía tan frecuente en destellos como estos:

(sobre un poema de Carl Sandburg)

Puede que no haya mejor
imagen del tiempo que esta:
en un puerto, un gato y niebla.
Pero a Carl se le olvidó
aclarar que el gato era
otra cosa que la niebla
misma, y que aquella ciudad
era más vieja que el mar.
Así está bien. Un maullido
flota, un vapor ronronea.
El gato explica la niebla
como el tiempo el infinito.






La tribu y la llama (Madrid, Amargord, 2015).

PEDRO LARREA. LA TRIBU Y LA LLAMA

por MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ SANJUÁN

¿CÓMO VERBALIZAR LA OSCURIDAD-ME?
        
Tras el título La tribu y la llama se esconde un libro agramatical, oscuro, denso, dolorido, dramático, auto-aislado, auto-incomunicado, auto-referido…; en suma, cerrado. La tribu y la llama es lo que es en sí mismo, para bien o para mal, para llegar a significar algo o para arder con la brea de sus calafateadas no-palabras; permutaciones y experimentaciones fonéticas interferidas a su vez por un lenguaje nuevamente interferido por el dolor que lucha por tener otro origen, por concebir un big-bang propio.
       
Dividido en dos partes, La tribu y La llama, las cuales dan nombre al libro, Pedro Larrea realiza una destrucción sistemática del lenguaje heredado de sus orígenes en La tribu, y se propone una reconstrucción de ese mismo lenguaje, pero ya respondiendo a otro código, a otro orden en la segunda parte, La llama. Ambas fases se contraponen, y ambas se complementan: en una se desprecia y se destruye el pasado, y en la otra se cimienta y se diseñan los principios sobre los que se asentará ese futuro que hecho presente será un nuevo pasado. La tribu y la llama propone una salida de los límites del tiempo como realidad convencional y verbalizable, para proponer dos rutas, una de regreso, representada por La tribu, y sustentada por un itinerario fechado que aparece al pie de cada uno de los textos que la componen, y una segunda ruta, esta ya de apertura a un desconocido exterior caracterizado por un balbuciente deseo de pronunciar el tiempo desde otros parámetros emocionales, que es desde donde parece querer establecer su principio de realidad Pedro Larrea a lo largo de todo el libro.
        
No sé qué ha pesado más a la hora de escribir estos textos, si la circunstancia confesa del autor de que cuando escribió la primera parte del libro lo hizo en un barco que le traía de Estados Unidos hasta el Mediterráneo y en el cual se encontraba «saliendo muy lentamente de una crisis de salud psicológica fuerte que le llevó a bucear en su pasado familiar, lo que le permitió descubrir que allí estaba la razón de la crisis; la tribu en la que nació y creció», o en una reacción contra el conservadurismo formal del lenguaje poético que en su tradición trae implícita la aceptación de qué debe entenderse por poesía y de cómo debe ser un poema, en vez de ofrecer posibilidades para que el riesgo continúe existiendo en la creación interviniendo de otra forma en los márgenes que nos imponemos sobre lo que es o no comunicable.
        
A toda obra, en su génesis, parece poder presuponérsele perseguir un principio que es el de que en su proyecto proponga un significado, un sentido; pero quizá, aquí, donde los periodos sintácticos y morfológicos son ausentes por incompletos, y donde la experimentación lingüística que se realiza se apoya en fonemas, previamente aislados de sus palabras matrices para, posteriormente, combinarse aleatoriamente con otros fonemas, quizá, como decía, este principio no se cumpla, o no se haya perseguido, o no sea del todo verdad, o quizá no sea del todo mentira, pues La tribu y la llama expone una experiencia en sí misma exiliada en ella misma, ofreciendo un cauterio para calentar en la llama, pero no identificando con claridad dónde ni cómo es la herida a cauterizar. Y de nuevo, en el principio de los principios poéticos, saber o acordar qué límites no debe sobrepasar o, si se quiere mejor, qué límites debe respetar el creador en su lenguaje para ser utilizable de una forma artísticamente comunicativa. Precedentes de este tipo de experimentación poética —al menos en su actitud— los tenemos en las obras de los norteamericanos Peter Inman o Ted Greenwald, y en la órbita del español, al chileno Vicente Huidobro o a los españoles Francisco Pino, Juan Eduardo Cirlot o Ignacio Prat, entre otros.
        
Ello demuestra que la experimentación que desarrolla La tribu y la llama es conocida y tiene sus precedentes, algo que no impide que sorprenda igual que un reactivo utilizado a conciencia. Por ello, ante propuestas tan extremas como esta de La tribu y la llama, por lo que tienen de ruptura con la palabra y su significación básica, quizá cabría preguntarse si la comunicación es algo que se persigue en ellas o simplemente es algo que da para establecer un debate entre lo que deberíamos de entender como palabra o no-palabra. En última instancia, sólo restaría decir lo dicho por John Ashbery refiriéndose a la obra de Laura Riding: «Mi incapacidad para entenderla no afecta a mi juicio sobre su belleza o su fealdad». Pedro Larrea ha realizado una propuesta en la que parece gritar una voz ininteligible que grita llorando de sed: 

«Lapírá / mídeltiem / blóraréna // cérpáramo / papificar / tasátrapapás // queárdrome / llárcame / llórodeséd».
    
Después de haber saltado con La tribu y la llama desde un lugar que aún está por descubrir, no es difícil imaginarse que en la obra de Pedro Larrea ya no volverán a ser igual ni el silencio ni las palabras, pues es mucho lo que ha quemado para arrancarse a sí mismo de él mismo. Sólo desearle suerte en esta empresa tan ingrata como extraña que supone circunvalar un asteroide aún por habitar.



GENEALOGÍA

No se olvida la casa persistente.
De mi abuelo paterno no me queda nada.
De mi abuela paterna que por mí durmiera en una silla.
De mi abuelo materno la querencia de las porterías,
los ojos de psicópata
y el miedo a perder el carné de identidad. También la ternura.
De mi abuela materna el veneno, la desvergüenza,
el no poder dormirme hasta las tres de la mañana,
el escándalo.
De mi padre el gusto por ciertos bares, el tabaco,
el sur y el primer amanecer, la roturación de los nervios,
el alcoholismo, la mala sangre. El doble. El margen.
De mi madre
no lo digo
porque no hablo aquí de amor.
Luego, claro, mis tíos, mis hermanos. Apenas volvían de la Antártida.

No fui feliz en mi familia y tuve que marcharme.
A veces pienso en ellos
a cien mil páginas de distancia.







Manuscrito del hechicero (Valparaíso Ediciones, 2016).


Alguien compra el manuscrito de un hechicero con la quinta y última moneda que le queda. El propósito no es otro que aprender el conjuro del pan antes de morir de hambre y de vergüenza. Pedro Larrea ha escrito un libro que encierra la experiencia personal del mundo bajo la visión del otro, instalándose en lo simbólico para descifrar aquello que se presenta ante sus ojos como la realidad. Lejos de recopilar sus certezas, el hechicero se ocupa de mostrar un mundo lleno de contradicciones y tensiones enfrentadas en el que el futuro se conjuga con el verbo querer.



17

Tiemblan truchas: has echado hierro en mi bebida
o en la ingesta no he sabido tolerar el topetazo
que planeó en su receta el viticultor salvaje.
No me queda más remedio que gritar para que no me escuches,
esconderme en la bolsa marsupial de la ley seca
y remendar la red del equilibrista con sed y sin suerte.

Dime que eres un canguro. Dímelo rápido y créetelo.
No bebo de un cáliz sino del cuenco ambiguo de tus manos.
Me quedo afónico si pronuncio el nombre del mineral
con que tapizas luminosamente las paredes de mi celda.
Vamos, criatura migratoria. Vuelve de tu viaje esférico
y difunde que sólo hasta entonces pero habrá primavera.

Tengo sed tienes sed y su eco tieso en el vientre.
La autopsia de esta ballena mostraría la soledad del remero
que bebió de su leche para alcanzar la costa con vida.
Qué difícil fue luego aprender a llevarse a una boca vacía un vaso lleno.
Lloraría si para hacerlo no arriesgase en las lágrimas ese líquido
que necesitamos contra tu sed contra mi sed y su asfixia con cactus.

Se me ha quedado la lengua enterrada en mantequilla.
He olvidado la postura que necesitan mis labios para beber.
Están mis comisuras sin hipótesis, mis dientes sin epopeya,
sin objeto mi saliva como un semen masturbado a solas.
Pero tus genes transportan un cargamento de esperanza irresistible
a través de una región cuyos pozos no conozco aunque aguardo sin medida.



18

Yo quería haberlo sido todo, que mi aleta
caudal desconectara la brújula de piedra. Yo quería.
Yo quería. Pero pobre bumerán era mi pie
y lo que he sido en desdén de lo que quise ser
me lo ha enseñado todo: espero, espero en la azotea
a que el recuerdo se acabe y destiña lo sido.

Espero. Ser nadie no es serlo todo pero sí quererlo ser.
Los inmortales recogen camelias así, con la mano culpable
de haber rechazado su fatalidad de historia cuadrada
y una identidad que hace sangrar primates por los poros.
Habrá que idear un radar que nos marque el ardor
y alimentarse de moka e ir sobreviviendo a los personajes.

Espero. Sufro mi ocio, incendio hipódromos, cazo corazas.
Sé que me asignan tareas, pero no acepto bofetones
porque no respeto la maquinación del hacedor de máscaras.
Espero. Siempre hay alguien al otro lado de la línea oscura
con la misma voz rasposa que deniega el sueldo a los acróbatas.
En mis entrañas un plan: ser tú. Y vosotros. Y no ser otro sino lo otro.

Para alcanzar mi objetivo esquivé centinelas armados
a través del podrido servicio al cliente, tan duro
que apaga la fogata y borra inexplicablemente la canción de amor
que dedica el capitán de un portaaviones al piloto menos cauto.
He cruzado, he navegado, he descendido, he pululado, he comprendido
y ahora no me queda más salida que sabotearme la memoria y el teléfono.








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