Carlos Alberto Castrillón
(Armenia, Colombia 1962)
Poeta, ensayista y traductor. Ganador del premio nacional de poesía del “Festival Mundial de la Juventud ” (1985). Ha publicado los siguientes libros de poesía: El rostro de los objetos (1990), Diccionario de humana anatomía (en coautoría con Juan Aurelio García, 1998) y Compendio de virtudes y alabanza (2003).
Entre sus publicaciones recientes se destacan: Apuntes de coronimia antioqueña (coautor, 2011) Marginalia: Encuentros con la literatura (comp., 2010) Libro de abluciones (2010) Bernardo Pareja y los argonautas del espíritu (2010) Tres ensayos de vecindad (2010) Baudilio Montoya. Obra poética (1938 – 1963) (varios autores) Burlemas e infortunios en la ironía de Les Luthiers (2011). En breve la Biblioteca de Autores Quindianos presentará su libro Palabras reincidentes, 2014, una compilación de ensayos.
Es profesor de literatura en la Universidad del Quindío. Ver el perfil completo del autor: Carlos Alberto Castrillón.
Poética
Da pena reconocer que uno no tiene ni idea.
Busco una palabra que conjure la pregunta.
La encuentro escrita en el poso del café.
Es algo así:
Ser poeta parece una estratagema para sortear
sin remordimientos
ciertos obstáculos de la vida y del lenguaje.
Remolinos ausentes para el cálido abrazo.
Palabras convocadas a la cena más pobre,
grafías inconclusas de un horizonte doble.
Lúcidamente ingenuos,
cómodamente tontos.
Señales de humo
De ventana a ventana
hay cinco metros de aire.
Su boca toma ritmo en la espesura;
su boca cierra el gesto inapelable.
Palabras en cuarentena
para resistir el instante.
Su boca entra y sale de la madriguera;
su boca promete diente y quemadura.
Dos líneas perfectas
son espirales acosadas por la luz.
Caminos grises, cuerdas al sol de la tarde.
Su boca es arena movediza;
su boca es una gruta tentadora.
Ella le lanza un círculo de humo;
él le devuelve una larga bocanada.
PROBLEMAS DEL HOMBRE CONTEMPORÁNEO
Si intentas vencer, ya estás vencido.
Manual de Aikido, IIa
Todas las mañanas lo despierta
el mismo deseo.
Tratar de encontrar una salida decorosa para su vida:
Un fuego de amor,
alguna voz silenciosa,
un destello del aire en su respiración pausada.
Desaparecer sin que nadie lo note,
como al doblar una esquina,
pero sin que lo encuentren luego
tirado por ahí
con algún gusano en el cuerpo.
Sin quedar haciendo falta
en algún dormitorio
o en la luz que abre zanjas por los corredores.
Con un alma estéril para los abrazos
y unos brazos que derivan en ciruelos,
desea vivir sin edad,
como los viejos y como los niños,
con ese pudor que sólo es propio de los ciegos.
No sabe qué hacer con el tiempo,
tantea los minutos como monedas en el bolsillo,
los lanza al aire
como quien regala dulces a las colegialas
(Siempre hay un límite para la mano,
un pedazo de piel que no se toca).
No dice mentiras,
pero ya se le olvidaron todas las verdades.
Y cuando llega la hora del suicidio,
desecha el veneno para ratas
por lo que pudieran pensar sus amigos.
A MI CASA
A mi casa sólo llegan los mendigos,
en la última hora de la noche,
cuando ya he clausurado las puertas.
Siempre con una nueva llaga,
y una renovada rosa en los labios.
Sólo mendigos nocturnos,
aves de alfarería,
siluetas que en la oscuridad no dejan sombra,
vientos perdidos de un naufragio doméstico.
Y aquí estoy,
imaginando encuentros y palabras,
frases que desharán todos los nudos;
clavos en la voz y alquimia en la mirada.
Miradas que caen como moneda en la alcantarilla.
No hago más que soñar con tu ruina.
Compendio de virtudes (y alabanza)
Para Eli, y sus consecuencias
Mi oficio de defensor de la noche;
mis gatos sueltos,
dispersos por los siete rincones de tu falda;
el fulgor de caracol con que acometes tus pequeños
crímenes;
Nuestras miradas hacia el lado verde de la casa,
donde velamos los espejos ciegos;
tus espacios vacíos, tu colección de vientos;
mi ánimo desastrado,
mis silencios de niño perdido en el país de las
palabras;
la puerta que se abre sin ser tocada;
el abrigo para dos donde sólo uno cabe.
Todo aquí.
Déjame defenderte de la noche.
Cuatro en mi mesa
Hoy se sentaron a mi mesa tus criaturas.
El amor que hicimos
con cuerpos ajenos,
el lecho en que nunca yacimos,
los sudores que no fueron
(que se quedaron formando
lagos tristes bajo la piel),
los versos escritos con premura.
Traen buenos olores tus criaturas.
Estás aquí, en mi mesa,
impidiéndome comer,
quitándole gusto a la bebida,
vistiendo de extraños sabores mis pausas sobre el
plato.
Hoy se sentaron conmigo,
como duendes hambrientos.
Y esta noche, en mi lecho.
Poema del abandono
Saliste con todo
lo que alguna vez fue tuyo:
tu saliva espesa, tu
zapato de Cenicienta engañada,
tus razones de náufrago.
Crece desde la tierra
una hierba persistente
como testigo de tu paso.
El tiempo desplaza con más levedad
su alpargata rosada.
¿No podrías irte con más frecuencia?
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