Eduardo Gómez Haro
Eduardo Gómez Haro (5 de noviembre de 1871, Puebla de los Ángeles- 12 de agosto de 1938, Ciudad de México, fue un literato, periodista, historiador y poeta poblano.
Nació del matrimonio formado por don Eduardo Gómez y Morales y doña Luz de Haro y Cazarín. Su primera educación la recibió en el colegio del poeta sanandreseño Manuel M. Flores y el de Manuel García Conde. Pasó luego al Colegio Franco-Mexicano de educación primaria bajo la dirección de Francisco J. Cid. La preparatoria y los primeros años de medicina los estudió en el Colegio del Estado donde destaco por su aprovechamiento, pero su carrera fue trunca, porque su afición a la literatura y al periodísmo lo llevaron por otro lado. Desde estudiante empezó a escribir y a publicar periódicos: El Rebuzno, de carácter político; El Cocuyo y El Bohemio, de literatura; y el diario El Día que no daba lugar a ninguna nota roja o escandalosa. No satisfecho con esos periódicos colaboró en otros locales: El Amigo de la Verdad, El Presente, La Musa del Atoyac, El Clarín de Oriente y Puebla Ilustrada. Perteneció a la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística y fue profesor del Instituto Normalista de su Estado natal. Fue director del periódico oficial del Estado por varios años y desde 1916, en que se traslado a la Ciudad de México, jefe del departamento de corrección del Excelsior, hata su muerte ocurrida en 1938.
Obras
Entre sus libros históricos se encuentran:
Puebla y sus Gobernantes (2 Volúmenes).
Puebla y la Guerra de Independencia
Reminiscencias históricas, publicada en fragmentos.
El Teatro Principal.
La historia del periodismo mexicano.
Colecciones de versos líricos:
Púgil (1905)
Alma española (1914)
Tradiciones y Leyendas de Puebla (1944), obra póstuma publicada por su hijo Carlos.
Para el teatro escribió:
Toros en Puebla
El 30 de febrero
El holgazán arrepentido
Comedias y Zarzuelas:
El Cristo de bronce
La rendición en la Muerte
El crimen de la Profesa
Puebla y el 5 de Mayo
Siluetas poblanas, que alcanzó más de cien representaciones en los teatros de Puebla.
Orfandad
Los azares de la boda
Entre la vida y la muerte, drama en ql que se inspiró Benito Pérez Galdós para escribir Amor y Ciencia.
La calle de la Calavera
En dulce monotonía,
sin sobresaltos violentos,
en año de mil seiscientos
cuarenta y nueve corría.
La ciudad no sacudía
su constante postración;
y entre toques de oración,
nunca su paz patriarcal
ni su aspecto conventual
Dejaba la población.
Todo era doquier quietud:
de queda el toque al sonar,
sepultaba en el hogar
sus bríos de juventud;
la clausura era virtud
a quien nadie daba ultrajes,
y en los públicos parajes
no atronaban el ambiente
ni el bullicio de la gente
ni el rodar de los carruajes
Jamás se oyó, de la luna
Al tibio rayo de plata,
que en amante serenata
cantara alguien su fortuna,
No turbaba voz alguna
el silencio funerario;
tan solo se oía a diario,
en la noche muda y honda
las pisadas de la ronda,
fiel guardián del vecindario.
Tranquila era la existencia
en esa edad virreynal
lo mismo en la capital
que en lejana residencia.
Y enseñaba la experiencia
que era una cosa harto rara
ver que el orden alterara,
cual febril sacudimiento,
algún acontecimiento
que escándalo provocara.
Más ¡ay! el tirano amor,
que caro sus dichas cobra,
prepara inicua obra
de exterminio y de dolor.
Con sigilo engañador
infernal trama tejía
para matar la alegría
de un hogar todo bondad,
y esparcir por la ciudad
desolación y agonía.
Modelo de hombres de honor
por honrado, caballero,
y católico sincero,
era el marqués de Alba-Flor.
Su caudal era el mayor;
su casa la más suntuosa
la consorte más virtuosa
era su consorte bella
y su hija la doncella
más amable y más hermosa.
Don Juan de Ibarra, el marqués
de fortuna tan notoria
era un anciano de historia
rebosante de interés.
Contaba ya ochenta y tres
años de edad, más en vano,
pues conservaba su mano
tal firmeza y energía,
que cual doncel esgrimía
fuerte acero toledano.
Nacido en Extremadura,
de otros nobles en compañía
joven pasó a Nueva España
donde halló dicha segura.
De varonil apostura,
bravo, decidor, jovial,
en la cúspide social,
fue impecable solterón,
hasta que ya sesentón,
se rindió al lazo nupcial.
Fruto único de esa unión
con doña Inés de Torroella,
fue la encantadora Estrella
un ángel de bendición.
Por su noble condición,
por su virtud ejemplar,
por la hermosura sin par
de sus veintitrés abriles,
admiradores a miles
la rondaban sin cesar.
A lides de amor ajena,
en la edad color de rosa
jamás anheló otra cosa
que el rosario o la novena.
Nunca respondió a la pena
de tenaz adorador,
hasta que el hado traidor
conocer hízola al fin
a don Alberto Rubín,
de galanes nata y flor.
Fue un memorable día
de grata festividad:
por doquiera la ciudad
engalanada lucía;
la gente se dirigía
vistiendo el traje mejor,
con bullicioso rumor
y en correcta compostura,
más con marcada premura,
hacia la Plaza Mayor.
La Catedral, que hasta hoy goza
de fama bien cimentada,
iba a quedar consagrada
por Palafox y Mendoza.
El pueblo, que se alboroza,
al ver pompa y brillantez,
buscaba la esplendidez
de las ceremonias graves,
y las anchurosas naves
llenaba con avidez.
Comenzó desde temprano
la regia solemnidad
con toda la majestad
propia del culto romano.
En torno del diocesano,
formando cuadro imponente,
se encontraban el Teniente
de Capitán, regidores,
frailes, clérigos, señores,
y gran concurso creyente.
Ante el altar del Perdón,
puesta de hinojos, Estrella,
la noble y gentil doncella,
alzaba tierna oración.
Su singular devoción,
su modestia celestial,
dábanle un aspecto igual
al de esas madonas puras
que ostentaba en sus pinturas
la flamante catedral.
Alberto fue a ese lugar,
más que devoto, curioso,
y quedó ciego y dudoso
ante ese rostro sin par.
Ella miró, por azar,
a su apuesto admirador;
mezcla de asombro y candor,
quedó en su faz retratada,
y fue esa mutua mirada
germen de infinito amor.
Desde entonces, con afán,
lleno de pasión creciente,
en pos iba diariamente
de la doncella el galán.
Ella creyó que Satán
tentaciones le ponía
al ver que en su alma surgía
desconocida afección,
y auxilio a la Religión
demandaba noche y día.
El, que en más de un amorío
de voluble cobró fama
sin que la candente llama
le robara el albedrío,
temiendo que con desvío
pagara Estrella su anhelo,
le pintó su amante duelo
en ardorosa misiva,
red en que cayo cautiva
la beldad de ojos de cielo.
¡Con qué inefable ternura
pensó al fin la hermosa niña
que su pasión amorosa
no era una pasión impura!
soñando dicha segura
lanzábase de ella en pos,
pues la liga que a los dos
causaba divino encanto
era amor puro y santo
que inspira y bendice Dios.
Más, temiendo los enojos
del marqués, revelación
a nadie de esa pasión
hicieron sus labios rojos;
pues, anegados los ojos
en llanto, decir solía
don Juan: -“Ah! Si tú algún día
amaras a alguien que osado
te arrancara de mi lado,
lo juro, me moriría”.-
Rodrigo, criado fiel
de la casa de Alba-Flor,
sorprendiendo aquel amor,
dio a su amo golpe cruel.
súpolo don Juan por él
y súpolo en mala hora;
angustia devoradora
sintió, porque herida tal
fue, por intensa mortal;
por imprevista, traidora.
Rogó con doliente voz
mas al no conseguir nada
amenazóla feroz.
En vano; suplicio atroz
le robaba la quietud,
y minaba su salud
el pensar que iba a perder
a quien pudo dicha ser
de su mustia senectud.
El alma de Estrella, espejo
del amor, mirar no pudo
con calma, siempre sañudo
de su padre el entrecejo.
A las plantas del buen viejo
fue demandando perdón,
más no pudo hallar razón
que a su padre convenciera,
ni logró extinguir la hoguera
de su gigante pasión.
Llena de dolor profundo,
estaba en lid tan cruenta
conjurando la tormenta,
con acento gemebundo,
entre su esposo iracundo
y su Estrella, doña Inés.
Así un mes tras otro mes
iban de mal en peor,
los jóvenes con su amor,
con su cólera el marqués.
La hermosa, entre llanto y hiel,
procuraba inútilmente
que el deber de hija obediente
matara al de amante fiel.
Sin tino procede aquel
que a amor mueve lid violenta:
en vez de que, cual lo intenta,
segar pueda el manantial,
la oposición paternal
más, de fijo, lo alimenta.
Es de libertad avara
la pasión, y, harta del yugo,
llegó un día en que a un verdugo
Estrella en don Juan mirara.
Esta, anhelando ir al ara
su amor a santificar
dejó su querido hogar
¡Cuánto a Alberto no amaría,
que a su padre, a su alegría,
consintió en abandonar.
Rubín, henchido de amor,
más cristiano y caballero,
salvar quiso, lo primero,
de su futura el honor.
Sin que el de Ibarra temor
infundiérale, guardada
dejó en una casa honrada
a la que iba a ser su esposa,
mientras en mansión fastuosa
preparábale morada.
Del centro de la ciudad
en un sitio no apartado,
mas ya casi en despoblado;
por fuera todo humildad,
más dentro suntuosidad,
galas, holgura, esplendor,
estaba el nido de amor,
el coqueto camarín
donde pensaba Rubín
vivir con la de Alba-Flor.
Ansiando estaban los dos
tocar el supremo instante
en que al fin su unión amante
fuera bendita por Dios;
de sus anhelos en pos
llegó un plazo perentorio,
y en el privado oratorio
de Alberto, en nombre del cielo,
fray Benito del Carmelo
santificó el desposorio.
Fue de Estrella la partida
golpe tan abrumador,
que en el lecho del dolor
a don Juan casi sin vida
dejó, la pena homicida
lo aproximó al ataúd,
pues en su decrepitud
herido por dura garra,
perdía el marqués de Ibarra
la razón con la salud.
Presa de fiebre voraz
que su cuerpo consumía,
se agitaba noche y día
en un delirio tenaz.
Ni un solo instante de paz
mitigaba sus afanes;
con furiosos ademanes
se echaba del lecho afuera,
y una lucha verdadera
trababa con sus guardianes.
Con la faz bañada en llanto
al mirar así al marqués,
la virtuosa doña Inés
abrigaba hondo quebranto.
En su desventura ¡cuanto
lloró y cuán amargamente!
La palidez de su frente
denunciaba su pesar,
a la Virgen sin cesar
rogaba con voz doliente.
Evadir don Juan un día
consiguió la vigilancia
que con asidua constancia
por cuidado se ejercía.
Con presteza y energía
saltó fuera de la cama;
vibró en sus ojos la llama
del odio; y salióse en busca
de don Alberto y su dama.
Su agitación interior
revelando en el semblante,
corrió ciego, jadeante,
a impulso de su furor.
Daba a la gente pavor
su faz enjuta y sombría;
y por fin con alegría
llegó a la triste calleja
donde la joven pareja
su hermosa mansión tenía.
Corriendo siempre, con planta
nerviosa llegó al umbral;
rugidos de odio infernal
brotaron de su garganta.
Llamó. Le abrieron. ¡Con cuánta
satisfacción miró abierta
por su hija misma la puerta!
por su hija, a quien su figura
dejó helada de pavura,
lívida como una muerta.
A Alberto miró e impresa
quedó en su faz la expresión
malévola de león
cuando feroz se embelesa
frente a frente de su presa.
Hasta él, con lentas pisadas,
denunciando en sus miradas
de locura claro sello,
llegó, erizado el cabello,
y con las manos crispadas.
Levantó la voz bravía
y, duro e incoherente,
insúltole bruscamente
con indómita energía.
Al maldecir parecía
viva imagen de Satán;
y al fin, cumplido su afán
de increparle en voz sañuda,
descargó su mano ruda
sobre el rostro del galán.
Este ardió en indignación
ante esa mortal ofensa,
y sintió que nube densa
le turbaba la razón.
Más la anormal situación
del marqués comprendió, y, fiel
a su nobleza, el cruel
golpe queriendo olvidar,
quiso huir de ese lugar,
más don Juan corrió tras él.
Ansiaba el febril anciano
en su delirio inclemente,
de Alberto en la sangre hirviente
anegar su encono insano.
Buscando el joven en vano
ante aquella saña impía,
en qué lugar se pondría
bien a cubierto y seguro,
bajó el subterráneo obscuro
que en una sala se abría.
No se detuvo el marqués;
antes bien, hecho una fiera,
descendió por la escalera
que miró abierta a sus pies.
Vio Rubín el interés
de su ruina en la acechanza
del anciano; sin tardanza
defenderse decidió,
y cada cuál se aprestó
a desplegar su pujanza.
Formando estrecho collar
don Juan con sus brazos, pudo
en indisoluble nudo
a su contrario enlazar.
Buscó una arma que empuñar
en esa oscura palestra;
de su cinto con la diestra
desenvainó el puñal fino
y sus ojos de felino
brillaron con luz siniestra.
En su obcecación no había,
para lograrlo calmar
a su encono valladar,
dique a su furia bravía.
Por la tierra húmeda y fría
rodó, a su contrario unido,
y allá en lo más escondido
del lóbrego subterráneo,
su puñal le hundió en el cráneo
dejándole sin sentido.
Ese esfuerzo su postrera
energía aniquiló,
y vacilante subió
a tientas por la escalera.
Ya del subterráneo afuera
Estrella vióle y dio un grito;
miraba a su hija de hito en hito
con estúpida expresión,
sin saber su situación,
sin comprender su delito.
Lanzó en la estancia anchurosa
su mirada vagamente,
y prorrumpió en estridente
carcajada dolorosa.
Aquella risa nerviosa
deshízose en un lamento.
Después se extinguió ese acento,
apagóse su mirada,
y su masa inanimada
cayó sobre el pavimento.
En la casa del marqués,
al notar presto su huída,
corrió a buscarle afligida
con dos criados, doña Inés.
Por la calle iban los tres
inquiriendo con tesón,
y, por oculta intuición,
la marquesa, tras la huella
que iban buscando, de Estrella
les condujo a la mansión.
Llegaron ¡que horrible escena!
el marqués inmóvil, yerto;
y de hinojos, junto al muerto,
Estrella de espanto llena
miraba, muda de pena,
con semblante pavoroso,
hacia el subterráneo umbroso,
sin atreverse a bajar,
por el temor de encontrar
algo allí más horroroso.
De pronto impresa en su faz
quedó otra expresión distinta,
cual si ya estuviera extinta
su anterior pena voraz.
Retrató célica paz
en su mirada hechicera;
una risa placentera
plegó su labio menudo,
mas articular no pudo
ni una sílaba siquiera.
El golpe que de repente
y de manera tan ruda
la estremeció, dejó muda
a la víctima inocente;
dentro de su pálida frente
la sombra que más espanta
lanzó; y en desdicha tanta
reinar hizo el hado impío
en su cerebro el vacío,
el silencio en su garganta.
Ya no más el dulce acento
de su boca angelical
cual caricia musical
daría al oído el viento
ya no más el pensamiento
su mirada animaría:
desde aquel infausto día
iba a ser la hermosa Estrella
un ser inútil, sin huella
de luz en su mente fría.
A la paternal mansión
fue por los tres conducida
Estrella: cuerpo sin vida,
espíritu en inacción.
Adormida su razón,
sin volver a la salud,
vivía en dulce quietud
sin dichas ni desengaños,
y así pasaban los años
de su inerte juventud.
Nada se supo de cierto,
y supuso doña Inés
que había el pobre marqués
de Rubín a manos muerto;
que por salvarse huía Alberto
a otra lejana ciudad;
y en su negra oscuridad
guardó el hondo subterráneo
de aquel drama momentáneo
la terrífica verdad.
La marquesa en la vejez,
muerta su adoración única,
vestida de negra túnica,
pálida y mustia la tez;
hundida de la viudez
en el tenebroso abismo,
sufría con heroísmo,
y mientras lloraba ella,
idiota reía Estrella
sumergida en su mutismo.
Una tarde, ¡cosa rara!
brilló en su mente un fulgor;
sintió cual si de un sopor
profundo se despertara.
su memoria se hizo clara
tras tan largo desconcierto:
recordó al marqués y a Alberto
presas de homicida afán,
el cadáver de don Juan
y un nido de amor desierto.
Escuchó de nuevo ruido
que del sótano salía:
los ecos de aquella impía
lucha; después el gemido
de Alberto al sentirse herido….
miró llegar una dama:
doña Inés. Oculta llama
fue su cerebro a alumbrar,
e ir quiso a su antiguo hogar
para reconstruir el drama.
Nadie entonces le veía.
salió sin vacilación;
dirigióse a la mansión
que habitó en lejano día.
Llegó. ¿Qué sola y sombría
la casa antes bullidora!
una vieja servidora
la cuidaba, que al abrir,
sintió el asombro acudir
a ella al ver a su señora.
Estrella, sin vacilar,
llevando una luz por guía,
bajó a la tiniebla fría
del sótano. A ese lugar
no había vuelto a bajar
desde la muerte de Alberto
avanzó, y al rayo incierto,
vio un cuerpo ya descarnado
y con un puñal clavado
en el cráneo descubierto.
Dio un grito. Corrió demente
llevando el cráneo consigo,
y queriendo hallar abrigo
a su dolor inclemente….
más sin fuerzas, impotente,
fijó la vista en el cielo,
sintió de la muerte el hielo,
cayó inerte en el umbral,
y unidos cráneo y puñal
rebotaron en el suelo.
La veraz leyenda narra
que hasta el fulgor matutino
quedó allí el cuerpo divino
de doña Estrella de Ibarra
la muerte dejó su garra
impresa en el rostro aquél,
pero no fue tan cruel,
pues quedó aquella hermosura
como clásica escultura
debida a insigne cincel.
Muchedumbre numerosa
en la mañana siguiente
a la víctima inocente
acompañó hasta la fosa.
Según costumbre piadosa
hija de santo fervor,
la insignia del Redentor
se erigió sobre la puerta
en cuyo umbral cayó muerta
la heredera de Alba-Flor.
Como popular conseja,
la gente desde aquél día
horrorizada decía
que en esa triste calleja
de noche una larga queja
rasgaba el dormido ambiente
y que, inmóvil e imponente,
la calavera de Alberto
lanzaba al espacio abierto
su fulgor fosforescente.
La calle, en su soledad
triste, la señal sombría
de aquel cuadro de agonía
legó a la posteridad
Hasta hace poco, en verdad,
sufrió maldición severa,
pues habitóla doquiera
gente de pésima fama,
y hasta la fecha se llama
calle de la Calavera.
La calle de las Bellas
Los que en pos de la forma novelesca,
de otros siglos buscáis la poesía,
una fúnebre historia oíd que fresca
mi memoria conserva todavía.
Historia en que hay hermosas, libertinos,
bailes alegres, ósculos amantes,
y que leí en polvosos pergaminos
de un bibliófilo antiguo en los estantes.
Con los encantos
que siempre ostentan
las que son lindas
y aún se encuentran
en los albores
de la existencia;
poniendo presos
entre cadenas
a cuantos miran
su gentileza;
en todas partes
donde hacen fiestas;
en los paseos,
en las verbenas,
las procesiones
y las comedias,
Berta y Elodia
son las primeras;
las dos hermanas
más pizpiretas
de cuantas viven
en esta tierra.
En diversiones,
sin darse tregua
pasan las horas
de su existencia.
Todas las noches,
ante sus puertas
hay serenatas
y cantinelas,
pues mil galanes
amantes penan
y se desviven
sólo por ellas;
y las adulan
y las obsequian,
siempre pintándoles
su pasión férvida.
Al verse objeto
de tan extremas
demostraciones
de preferencia,
las dos hermanas
están muy huecas.
A los suspiros,
a las endechas,
responden dando
miradas tiernas
a los mancebos
que las cortejan.
y así, con todos
siendo benévolas,
encienden celos,
provocan negras
rivalidades,
y hasta suena
que dan motivo
las dos coquetas
a que reluzcan
en mil pendencias
armas mortales,
que con frecuencia
en sangre ponen
tintas las piedras
de aquella calle
donde se encuentra
la perfumada
mansión risueña
que habitan solas
ambas estrellas.
¿Solas? no tanto,
pues cosa cierta
es que reciben
a cuantos llegan
a tributarles
por su belleza,
ciego homenaje
dulce obediencia.
A todas horas
frente a sus rejas,
adoradores,
ansiando verlas,
hacen sus cuartos
de centinelas.
Y tantos mozos
en la casa entran
a visitarlas,
que más se cuentan
por centenares,
que por docenas.
En mil habillas
picantes ruedan
de boca en boca
Elodia y Berta.
¡Qué historias dicen
las malas lenguas,
tan maliciosas,
tan indiscretas!:
que las dos pasan
noches enteras
en compañías
no muy honestas.
Y tales cuentos
al aire sueltan,
y luego tanto
las dos se empeñan
con sus locuras
en dar materia
para los chismes
esos que ruedan,
que éstos a diario
más se acrecientan.
Una mañana,
cuando su aérea
ventana abre
la aurora apenas,
las dos hermanas
el baile dejan;
ambas ahitas
de vino y cena.
Hacia la casa
van ya de vuelta,
y al lado suyo,
y armando grescas,
mozos alegres
y calaveras.
¡Qué risotadas
las que resuenan!
¡Qué juguetonas
van las parejas!
Las pocas gentes
que a esa hora dejan
el tibio lecho
y pasan cerca
del bullicioso
grupo, no aciertan,
al contemplarlo.
si son aquellas
lindas muchachas
y esos troneras
ebrios que salen
de una taberna,
o bien dementes
que sin conciencia
prodigan risas
gritos y muecas.
En esto pasan
frente a la Iglesia
de la doctora
Santa Teresa,
y al ver la humilde
fachada austera,
las dos hermosas
el brazo sueltan
de los galanes,
y con ligera
planta, burlonas
ambas se acercan
al zaguán amplio
por donde se entra
en el convento.
Llama allí Berta;
la gruesa aldaba
tres veces suena.
-¿Quién es?-pregunta
dentro una hueca
voz temblorosa
que ser demuestra
de alguna asmática
hermana vieja.
-Madre-, muy grave
dice la bella,
-pida a los cielos
por dos enfermas
que en lecho triste
sufren y penan,
y que, si no hace
la Providencia,
un gran milagro
es cosa cierta
que hoy mismo mueren
y las entierran.
-Descuide, hermana;-
dice la seca
voz temblorosa
de la portera;
-en este instante
diré sus penas
a las monjitas,
y con presteza
mil oraciones
al Dios que reina
piadoso y justo
sobre la tierra,
pedirán luego
salud completa
para esas pobres
que desesperan
de hallar alivio,
y ya de cerca
ven a la muerte,
cuidado pierda.-
Atronadoras
risas corean
las de la hermana
frases postreras.
Siguen andando;
todos comentan
esa oportuna
burlona idea
y aquel engaño
locos celebran.
Por fin a casa
de las risueñas
y juguetonas
hermanas llegan,
y al despedirse
ya en la escalera,
dicen alegres
Elodia y Berta:
-Aquí mañana
tendremos fiesta;
que no nos falte
vuestra presencia.
Muy formalmente
damos promesa
de que habrá canto,
vino y orquesta.
-¿Faltar nosotros?-
¡Locura fuera!-
Y al decir esto
salen, se alejan;
las dos hermanas
suben, se acuestan,
piden al sueño
descanso y fuerzas,
y al adormirse
aún se acuerdan
de aquel bromazo
de las dos muertas.
Pasa el día. En la noche
se acercan los invitados:
los más, a pie, apresurados;
otros, los menos, en coche.
Llegan, pero nadie pasa
y quédanse en la escalera,
pues ni un indicio siquiera
de festejo hay en la casa.
A ninguna gente ven;
llaman: más no abren la puerta.
Lo probable es que ni Berta
ni su hermana dentro estén.
Ni un ruido en derredor,
ninguna luz en los postigos.
¡Dejar así a los amigos
solos en el corredor!
Y mientras a Berta y Elodia
censuran engaño tal,
suena un canto funeral
como responso o salmodia.
Y creen que por diversión
quieren aquellas sirenas
con fúnebres cantinelas
dar principio a la función.
Celebran todos la broma
y llaman más y más fuerte.
Pero aquel canto de muerte
incremento mayor toma,
y ninguna voz contesta;
cerrado hasta el camarín,
y a comentarios sin fin
esa situación se presta.
Hartos de tanto esperar,
fuerzan una cerradura
y... ¡qué cuadro de pavura
contemplan en ese hogar!...
Aunque afuera no salía
claridad del interior,
ocho cirios su fulgor
dan a aquella estancia fría.
E inmóvil el blanco pecho,
Berta y Elodia sin vida
están, cada una tendida
sobre el lino de su lecho.
¿Será broma? ¿Será cierto?
Les hablan... ¡Silencio augusto!
¡Qué lívido el ancho busto!
El talle altivo, ¡qué yerto!
Están muertas... muertas... ¡Sí!
el pulso no late... ¡No!
Pero, ¿qué drama ocurrió
ha pocas horas allí?
¿Quién imprimió mortal sello
en esos vivientes lirios?
¿Qué mano encendió los cirios
que vierten mustio destello?
¿Quiénes lanzaban el canto
fúnebre como lamento,
si se halla cada aposento
tan sólo que causa espanto?
Nunca aclarar pudo aquellas
dudas humano criterio,
y sigue hasta hoy el misterio
de la Calle de las Bellas.
La calle del Mesón del Cristo
Ocho años han trascurrido
desde que cayó el imperio
de que fué postrer monarca
el indomable Cuauhtémoc.
Se inicia apenas el año
de gracia de mil quinientos
treinta, y en una posada
de pobre y humilde aspecto,
levantada no hace un lustro
en sitio hermoso y desierto,
para que en ella consigan
descanso hallar los viajeros
que al llegar del Viejo Mundo
a las playas de este Nuevo,
necesitan dirigirse
desde el caluroso puerto
de Vera-Cruz a la hermosa
y antigua ciudad de México,
nótase un ir y venir,
un continuo movimiento,
que indica bien a las claras
algún notable suceso. ..
Es que allí desde la víspera
se hallan dos huéspedes nuevos:
el franciscano Toribio
de Benavente, modelo
de cristiana caridad,
varón muy justo y muy bueno,
y don Juan de Salmerón,
oidor de principios rectos,
amante de la equidad
y de la honradez espejo,
que en la noble y alta Audiencia
ocupa un honroso puesto.
Todos anhelan servirles
haciéndoles grato el tiempo
de su permanencia en ese
solitario lugarejo.
Todos les aman, pues saben;
porque hasta allí llevó el viento
con la fama de sus nombres
la relación de sus méritos,
que el padre Motolinía,
nombre cariñoso y tierno
con que al buen fraile conocen,
procura con santo celo
el bienestar de los indios,
que es su defensor acérrimo,
que afanoso su adelanto
busca por todos los medios
y que amigo y padre llámenle
con gratitud todos ellos;
y que el oidor ha sabido
sentar plaza de hombre recto,
desinteresado y probo,
trabajando con empeño,
desde que llegó a esta tierra,
por que los males sin cuento
causados a Nueva España
por Delgadillo y Matienzo,
oidores de la primera
Audiencia, encontraran término.
Lo que desde que llegaron
hacen, parece misterio:
desde que amanece el día
hasta que el sol váse hundiendo,
dibujan, levantan planos,
salen a medir terreno,
y sólo Dios saber puede
cuides serán sus proyectos,
pues en la posada nadie
ha conseguido saberlo,
y entre sí inquieren, preguntan,
amos, sirvientes, viajeros.
Fray Toribio nada dice,
don Juan calla como un muerto,
y a indagaciones curiosas
oponen cauto silencio.
Desespérense los mozos,
las mozas pierden el seso,
y cuando el más atrevido
se aventura hasta el extremo
de preguntar algo al fraile
o al oidor, contestan presto,
Salmerón con evasivas
y Benavente con rezos.
Vive en la misma posada
don Fernando de Aguilar
que fama de militar
bizarro tiene ganada.
Con su valor y la espada
que lleva ceñida al cinto,
sintiendo en marcial instinto
arder su entusiasta pecho,
defender supo el derecho
de su Señor Carlos Quinto.
Cuando, con mortal rencilla,
de insurrección sonó el eco,
y doña Juana Pacheco
alióse a don Juan Padilla,
por el trono de Castilla
él aprestóse a luchar;
corrió valiente a empuñar
el nunca menguado acero,
y al osado comunero
batir supo en Villalar.
Joven, de arrogante porte,
sin miedo al diablo ni a Dios,
de aventuras siempre en pos
vino ha poco de la Corte.
Llegó, y su amoroso norte
en él fijó desde luego
la hija de Maese Diego
el posadero, una chica
que, si en doblones no es rica,
lo es en belleza y en fuego.
Hermosura soberana
que tres lustros cuenta apenas,
y ya siente las cadenas
de la pasión más tirana.
Es una virtud romana;
mas don Fernando, al mirar
a la diosa de ese hogar,
buscando nueva aventura,
rendir pudo su alma pura
diciéndole sin cesar:
-Que siempre tu amor bendito
alegre la vida mía,
pues él, mi gentil María,
más que el aire necesito.
De inmensa pasión el grito
brota formidable en mí;
te adoro con frenesí,
mirarte es mi único empeño,
y sólo vivo, mi dueño,
cuando vivo junto a ti.
A la luz de tu mirada
que me encanta y me fascina,
el placer en mi germina
cuando brilla apasionada.
Sin tí no ambiciono nada,
y todo lo hallo contigo;
nunca la dicha consigo
si no me la das piadosa:
te idolatro como a Diosa;
como a un ángel te bendigo.
Siempre alegre y decidor,
jovial siempre y pendenciero,
al ver tu rostro hechicero
menguar sentí mi valor,
y en tu encanto seductor
quedó prendida mi fe.
Yo, que fama conquisté
en mil locos devaneos
de riñas y galanteos,
ante tí, débil temblé.
En tus brazos la quietud
anhela mi alma afanosa,
y olvidar mi borrascosa
y agitada juventud.
El nombre de la virtud
fué para mí nombre vano;
mi capricho soberano
dique no tuvo ni valla.
¡Así inunda y avasalla
el indómito Océano!
Mas te vi, y esclavo soy,
morir a tus pies ansío.
Paga con tu amor el mío,
y otro seré desde hoy.
Sintiendo en mi ser estoy
germinar un noble anhelo;
mitiga mi amante duelo,
cura esta mortal herida.
¡Es un infierno mi vida!
¡Llévame, por Dios, al cielo!
Así hablaba el capitán
pintando pasión inmensa,
y en la tórtola indefensa
hizo presa el gavilán.
Como va tras el imán
en su obediencia el acero,
así tras el caballero
va la niña enamorada,
ciega, loca, fascinada,
porque este es su amor primero.
Es de noche. Maese Diego,
Salmerón y Fray Toribio,
cenando están, y el segundo
el misterio descorrido
deja al fin de sus proyectos,
y al posadero el motivo
de su viaje explica así:
-Por Dios que el plan es magnífico:
verdad que se necesita
poner en este camino
algo más que esta casucha
que es a veces corto sitio
para contener a todos
los viajeros que aquí mismo
necesitan descansar.
Por eso nuestro Ilustrísimo
Prelado don Sebastián
Ramírez de Fuenleal, digno
presidente de la Audiencia,
levantar ha concebido
aquí una ciudad que sirva
a los viandantes de abrigo,
y llegue a ser, con el tiempo,
de población centro activo.
Y tan sabia decisión
coincidió ¡caso rarísimo!
con un sueño que hace poco
Fray Julián Garcés, Obispo
de Tlaxcala tuvo: dice
que vió un hermoso planío
que un ejército de ángeles
cruzaba en rumbos distintos
construyendo con sus manos
los primeros edificios
de una ciudad, y según
las señas que darnos quiso,
el lugar que vió al dormir
es en todo parecido
a éste, por eso juzgamos
que del cielo fué un aviso.
Nosotros de directores
el encargo recibimos;
ya el terreno con cuidado
tenemos reconocido,
y no faltan muchos días
para que demos, con brillo,
comienzo de fundación
a los trabajos. ¡Dios mío,
haz que logre yo mirar
el fin que tanto codicio,
premiando de esa manera
lo mucho que hemos sufrido!-
-¿Sufrir vosotros?-
-Si tal.
Mil rabiosos enemigos,
a mí y los otros oidores
sus envenenados tiros
nos asestaron ocultos.
¿Y sabeis por qué motivo?
Pues porque nuestro deber
nos impuso el alto oficio
de poner coto a los males
que Matienzo y Delgadillo,
oidores de la primera
Audiencia, habían cometido,
a don Nuño de Guzmán
diabólicamente unidos.
Entre los tres consiguieron,
con sus manejos inicuos,
indignar a esta colonia
que deseaba su exterminio.
En este instante María
entra con paso intranquilo
y señal de intenso espanto
impresa en el rostro lívido,
dando voces, santiguándose,
y haciendo que, por sus gritos,
se interrumpa aquella cena
cuando estaba en su principio.
-¿Qué es esto?- pregunta Diego.
-¿Qué sucede?- a un tiempo mismo
preguntan oidor y fraile,
alzándose de sus sitios.
-¿Qué ocurre? dice Aguilar
que llega al oír el ruido.
¡Es ella! ¡Jesús! ¡Es ella!
-dice la niña -la he visto.
-¿A quién?
-Mirad- y los lleva
a la ventana.
-¡Dios mío!
Y yo que no me acordaba
ya de ese espectro maldito!
exclama el buen Maese Diego;
y bien claro ven los cinco
atravesar por el campo,
de la luna al rayo limpio,
una figura que envuelve
su cuerpo en lienzo blanquísimo;
una mujer que el cabello
a la espalda desceñido
lleva, y que lanza al espacio
desgarradores gemidos,
agudos y penetrantes
como afilado cuchillo.
-¡Aparición más extraña!-
dice al verla Fray Toribio,
y mirando que María
de miedo casi el sentido
pierde, se quita del cuello
un hermoso Crucifijo
de bronce, y al de la hermosa,
mórbido, albo, columbino,
lo cuelga, diciendo:-Toma,
hija, pienso que este Cristo
podrá librarte desde hoy
de espantos y maleficios.
-Es la Llorona-,aterrada
dice la niña-a estos sitios
viene con frecuencia.
-¿Cómo?
pregunta Aguilar con brío.
-¿Acaso os causa pavor
ese fantasma ridículo?
Quiero mostraros que no hay,
cual creeis, aparecidos:
a ver... ¡mi caballo! ¡presto!
En este instante la sigo
y veré qué significan
sus lamentos y suspiros.
A tan gran atrevimiento
oponerse quieren: vivos
ruegos dirigen al joven
pretendiendo disuadirlo
de su empeño, mas Fernando
apura un vaso de vino,
monta en su corcel y vase
sin pedir ajeno auxilio.
Diego quédase pasmado;
don Juan, serio y pensativo;
Benavente pide al cielo
libre a Aguilar de peligros;
y desmáyase María,
pensando que ese capricho
va a dar la muerte a su amante,
y creyendo que, de fijo,
el correr tras los fantasmas
es despeñarse a un abismo.
De ese impenetrable arcano
queriendo rasgar el velo,
va el apuesto castellano,
impulsado por su anhelo,
cruzando el desierto llano.
Del enigmático ser
va sin cesar tras la pista;
sigue a la extraña mujer
sin que la llegue a perder
ni un solo instante de vista.
Por fin, y tras mucho andar,
gimiendo ella sin cesar
llegó con ligera planta
a un cerro que se levanta
bien distante del lugar .
Notando que viene alguno
detrás, en una caverna
que está en la cumbre, se interna,
mas en vano: el importuno
desmonta con ágil pierna,
entra también decidido
en aquél antro escondido,
y ve, a la luz de un brasero,
que la que espectro han creído
dueña es de un rostro hechicero.
De su amante a la morada
don Fernando torna luego;
pregúntale con marcada
curiosidad, pero nada
dice, y está sin sosiego.
Es que cautivo inconsciente
de aquella india la arrogancia
hizo al joven, e impaciente,
devorando la distancia,
corre a verla diariamente.
Supo que su nombre era
Zitlali, mas siempre austera
le rechaza de su lado.
El mozo está enamorado;
ella, indiferente y fiera.
Y la india tanto a Aguilar
cegó, que éste al fin menguar
siente el amor que tenia
a la inocente María,
flor de perfume sin par.
Una noche en que, tornando
a seguirla diligente,
alcánzala el mozo ardiente,
entre Zitlali y Fernando
hay el diálogo siguiente:
_¡Ah! Tu color y tu traje,
castellano, te delatan.
Sí, tú eres de los que matan
haciendo a mi patria ultraje;
de los viles que mi hogar
trocaron en duelo y ruina.
- Nunca incendia ni asesina
don Fernando de Aguilar.
- ¡Mientes!
-(¡Su rostro es divino!)
-El corazón me lo dice.
Ya mi patria te maldice;
yo, Zitlali, te abomino!
Escúchame, Hubo un día
en que al ronco son de guerra
una flota hacia esta tierra
su raudo vuelo emprendía.
Cruzó el hirviente océano,
soñando, para su bien,
hallar un mágico edén
en este suelo lejano.
La codicia era su luz,
y traía ¡extraña suerte!
la espada, signo de muerte;
signo de vida, la cruz.
¿De vida? No . . . ¡Horrible engaño!
Su Dios no fue un Dios clemente:
por él nuestra sangre ardiente
corrió en espumoso caño.
Sangre que, para calmar
de ese Dios la eterna gula,
fue catarata en Cholula
y en Tenoxtitlán fue mar.
Y después de tantas luchas,
Cortés tuvo, tú lo viste,
tan sólo una noche triste,
y nosotros muchas. . . ¡muchas!
-Calla; tus negros pesares
comprendo y tu atroz quebranto.
Tú viste, bañada en llanto,
ruinas hechas tus hogares;
tú, con el alma hecha trizas,
viste a tu patria caer,
y al león de España nacer
de ese montón de cenizas.
Sentiste pena sin par,
dudaste del porvenir,
viendo a tus padres morir,
a tus hijos expirar;
y al ver tan dura sentencia,
tu alma al cielo pedir pudo
que el conquistador sañudo
te arrancara la existencia.
Dices que te causa horror
tanta sangre derramada;
y tu pueblo, desgraciada,
en su fanático error,
¿no vertió tanta que arredra,
matando indios a millares
en los funestos altares
de sus deidades de piedra?
-¿De piedra? Sí; el castellano,
al ver a un dios de granito,
llamóle infame, maldito,
y lo destrozó inhumano;
y al de plata u oro hecho
por la tosca indiana diestra,
con mayor fe que la nuestra
adoraba satisfecho.
-Ese odio que muestras claro,
¿es justo en el indio? No.
Si en la conquista sufrió,
la religión fue su amparo.
Mira el contraste que alcanza
a ver hoy mi fantasía:
aquí dolor y agonía,
allí paz y bienandanza;
de un lado, de los cañones
el trueno, ayes y gemidos,
y el otro, confundidos,
mil himnos de bendiciones!
Primero, rencores vanos,
odio a muerte nunca visto;
luego los dogmas de Cristo
que a todos hacen hermanos.
Frente a humo del combate
que al sol roba sus fulgores,
de incienso nube de olores
que sus blancas alas bate.
Responde al rudo clarín
de una iglesia la campana,
y roza humilde sotana
las mallas del paladín.
Mira correr a torrentes
la sangre por rojo abismo,
y las aguas del bautismo
limpias, puras, transparentes.
Cerca del cuartel, la ermita;
del cadalso, el hospital;
allí rencor infernal,
aquí caridad bendita.
Si ese de valor blasona,
éste el hierro le arrebata.
¡Junto al soldado que mata
está el fraile que perdona!
- Un crimen fue la conquista,
y la hicieron sin razón. . .
- ¡La fuerza y la religión!
Nada hay que ante ellas resista.
-¿Por la fuerza?. . . ¡Y eso pasa!
¿Y hay quien se atreva a hacer tal?
- El destino es ley fatal:
¡si halla obstáculos, arrasa!
-Hoy Anáhuac triste llora.
-Anáhuac feliz será.
-¡Su verdugo España es ya!
-España es su redentora.
-Mas parte ya. . . Me hace daño
tu tez blanca. . . Vete! Vete!
-¿Por qué?
-¡Porque me acomete
hoy un sentimiento extraño!
Tu planta holló inadvertida
este lugar; hasta mí
llegaste, sin ver que aquí
corre gran riesgo tu vida.
Aquí ignorada existía,
mi guarida aquí hice yo,
y nadie venir osó
hasta la presencia mía.
Envuelta en duelos impíos
lloré en esta sepultura
de mi patria la amargura
y la muerte de los míos.
¿Cómo llegué aquí? No sé. . .
Huyendo de la batalla:
mi morada aquí se halla;
mi tumba aquí encontraré.
Algunos de mis hermanos,
ansiando la libertad
y temiendo la crueldad
de los fieros castellanos,
forman mi acompañamiento.
Amplio aquí es nuestro horizonte.
Palacio nos brinda el monte;
suelo y fieras, alimento.
Siempre oculta entre dolores,
la luz del sol me da miedo,
firme resistir no puedo
el raudal de sus fulgores;
porque ¡ay! si su placentero
rayo buscara, vería
una tierra que era mía
y que hoy es de un extranjero.
Más cuando la noche llega,
lenta, grave, tenebrosa,
y el mundo entero reposa,
entonces, de llorar ciega,
en silencio aterrador,
siempre en guerra, nunca en calma,
siendo que rasga mi alma
el aguijón del dolor;
y desesperada, loca,
corro, y lanzan sin sosiego
mis ojos llanto de fuego,
y ayes que hielan, mi boca.
Es el silencio mi anhelo,
la soledad es mi amparo,
son las tinieblas mi faro,
las lágrimas mi consuelo.
Pero tu rostro español
al ver, algo en mi odio cedo. . .
¡Y tengo a tus ojos miedo
como tengo miedo al sol!
-Soldado soy; poco ha
que llegué a la Nueva España,
y libre de torpe saña
mi pecho tranquilo está.
Yo no soy de esos crueles,
como tu enojo les nombra,
que de muertos sobre alfombra
se ciñeron mil laureles.
Nadie que fui se presuma
con Hernando, el varón fuerte
que entre grillos dio la muerte
al infeliz Moctezuma.
Ni en pos de rico botín,
del honor ahogando el grito,
causé tormento inaudito
al bravo Guatemotzín.
-¿De veras? Grande te veo!
- ¿Me aborreces?
- No.
-Tu mano.
-(¿Qué pasa en mi? ¡Hondo arcano!
¡Ilusorio devaneo!)
- Mas, ¿qué tienes? ¿qué te altera?
¿Por qué tu mano se crispa?
-¡Pienso que basta una chispa
para encender una hoguera!
-¿Y esa chispa?
-Ya brotó.
- ¿La hoguera?
- ¡Fuego vomita!
-¡Te comprendo!
- ¡Quita! ¡quita!
- Tu mano.
- ¡No!
- ¿Por qué?
- ¡No!
- ¿Por qué no te oigo sereno?
Ven a mí; calma tu afán.
- ¡No eches más fuego al volcán
cuando ya hierve su seno!
¡Por qué llegaste atrevido
a mi retiro lejano?
¿Por qué, dí, alcanzó tu mano
de el águila el alto nido?
Al mirarte embebecida
siento algo que mi alma llena. . .
¡Yo no sé si es dicha o pena!
¡Yo no sé si es muerte o vida!. . .
- ¡Vida!
- No sé. . . me parece. . .
-¿Sentiste la chispa?
- Sí.
- También yo.
-¡Ay de tí y de mí
si voraz la hoguera crece!
Tengo un no sé qué. . . ¡Me hundo
bajo una gran pesadumbre!
-¡Sólo un átomo de lumbre
puede incendiar todo un mundo!
-Tu atracción me causa horror. . .
¡Huye! Tocarme no intentes.
-¿Sabes el fuego que sientes
cómo se llama?. . . ¡Amor!
-¡Calla! Tu labio no empuje
mi anhelo. . . ¡No digas nada!
¡La chispa está en tu mirada!. . .
¡La hoguera en mi pecho ruge!. . .
Mas ahogaré, claro es,
lo que hoy en mi ser germina:
¡Yo no seré otra Marina!
-¡Ni yo soy otro Cortés!
Di, ¿no te causa ansiedad
el salir de este desierto?
¿No ves que hay un mundo abierto
donde impere tu beldad?
Será tu mirar de diosa
de mil galanes el norte;
no dudes, hasta en la Corte
te admirarán por hermosa.
Y a temer no llegues nada
del guerrero castellano:
te dará apoyo mi mano;
te defenderá mi espada!
-¡No más! ... Ya pierdo la calma.
Tu mirar luce y me ciega;
tu acento vibra y me llega
a lo más hondo del alma.
¿Lograrás que mi fe baje?
¿Calmarás de mi odio el grito?
¡Mira que lucho y me agito
como una leona salvaje!
De pronto mi piedad cesa:
te miro, y mirarte quiero,
con el mismo gozo fiero
con que el tigre ve su presa:
anhelo tu pecho abrir,
tus entrañas desgarrar,
quiero tu sangre chupar,
en tu dolor sonreír,
y cuando ya emprendo el salto
para caer sobre tí,
no sé lo que pasa en mí:
te contemplo alto, muy alto!
¡Y me encanta el fuerte brillo
que hay en tu mirada ardiente,
cual fascina la serpiente
a ligero pajarillo.
Mezcla de cordero y hiena,
ni yo comprendo mi instinto;
un sentimiento indistinto
a otro en mi pecho refrena.
Eres de la lid testigo
que en mí rebramar se siente...
¡Si juegas con el torrente,
puede arrastrarte consigo!
-¿Qué me importa? Nada alcanza
a apagar todo mi fuego.
Ante tí yo me doblego;
tu vista a un edén me lanza.
¿Es del cielo o infernal
tu ser, propicio o nefando?
¡Estoy loco en tí mirando
algo sobrenatural!
Ven; fuera tengo un corcel
veloz como el pensamiento;
sobre las alas del viento
los dos iremos en él.
¿Dudas? Tu gesto altanero
me amenaza y desespera.
¿Alienta aún la pantera?
¿Huyó espantado el cordero?
¿Me aborreces? Toma, pues,
mi daga; hiere con ella.
Amame, y beso tu huella:
hiéreme y beso tus pies.
Muerto, acallo tu rencor.
Vivo, alegraré tu suerte.
¿Quieres existencia o muerte?
¿Qué anhelas? ¿Luto o amor?
-¿Quién hay que a tu voz resista:
¡ah! por piedad, ¡calla! ¡calla!
Siento que mi frente estalla
y que se apaga mí vista.
¿Quieres que mi afán se aquiete?
¿que aquí no me vuelva loca?
Pues sella, impío, la boca.
¡Vete! . .!vete! -. . . !vete! .. ¡vete!. . .
-Adios, pues.
-Déjame a solas.
-Para siempre.
-Sin tardanza.
(Siento un mar que hierve y lanza
a mi cerebro sus olas).
-Adios. En mi alma no anida
más la esperanza de verte.
-¡Húndase el odio que es muerte,
y brote el amor que es vida!
Sí; yo siento que es amor
con lo que hoy a tí me enlazas.
Hoy aquí mismo dos razas
se funden a su calor.
Yo siento que en él me abraso;
tras él mis anhelos van.
¡Nace en mí como huracán
que todo troncha a su paso!
Mas ya de ver luz es hora;
la obscuridad ya me espanta:
quiero mirar cuál levanta
su antorcha sin par la aurora,
encantarme en su arrebol
y en su transparencia clara.
Si ya te vi cara a cara,
¿qué me importa ver el sol?
Así el amor entre la hermosa india
y el arrogante mozo castellano
crece sin respetar los valladares
que impedir puedan su intranquilo paso.
Ni el cariño inocente de María
pone dique al anhelo de Fernando,
ni el odio de la raza es en Zitlali
a su pasión irresistible obstáculo.
Júzganlo ellos así... Mas, por ventura
¿su amor no será sólo fuego fatuo
que, si ilumina, extínguese al momento,
dejando obscuridad y desencanto?
¿No puede ser capricho de un instante,
ilusión que disipa el tiempo vario,
nubecilla que el viento hace girones,
sueño que se evapora, dulce engaño?
Quizá... ¡tilas no! ¿Oísteis los bramidos
que en su cólera lanza el Océano
azotando a la tierra con sus olas,
con sus aguas las nubes salpicando?
Pues más potente rebramar se oye
de esa pasión el eco soberano.
¿Visteis rasgar los encendidos aires,
hijo de la tormenta, el ígneo rayo,
para imprimir el cárdeno destello
de su gigante chispa en el espacio?
Pálido y débil es fulgor tan vivo
de ese amor con el brillo comparado.
Del aquilón a impulsos, en el bosque
furioso arroja el corpulento árbol,
al sacudir su secular melena,
como un himno de cíclopes su canto,
no más atronador que ese que brota
de aquel afecto loco por los labios.
Alzase majestuosa y solitaria
montaña altiva en extendido llano,
hasta esconder en la región del éter
su cima que a los ojos causa espanto;
pues así la sublime idolatría
de los dos se levanta alto, muy alto.
¡En el mundo nada hay que extinguir pueda
ese volcán abrasador, titánico!
Llora sin cesar María
de su amante la mudanza.
¿Dónde están los juramentos?
¿Dónde las promesas santas?
¿Así premia el fementido
a quien sin doblez le ama?
¿Así cumple un caballero
cuando empeña su palabra?
¡Ay! la niña entre suspiros
siente morir su esperanza.
¿En dónde está la alegría
que sus risas y su charla
derramando iban en todos
los ámbitos de la casa?
¿En dónde están sus cantares?
¿Dónde las sabrosas pláticas?
¿Dónde los frescos colores
que eran gloria de su cara?
¡Ay! que siente la doncella
que la vida se le acaba,
poco a poco, lentamente,
como se extingue una llama,
porque penando la deja,
porque abandona la estancia
desde antes que el sol se esconda
detras de la Mujer Blanca ,
y vuelve hasta que calientan
los rayos de la mañana.
¿Qué va a buscar a deshora?
y afuera el dueño de su alma?
La doncella no lo sabe
y en conjeturas se abrasa.
Pregunta, mas el mancebo
su incertidumbre no aplaca.
Decide por fin un día
poner término a sus ansias,
y cuando se va Fernando
según su costumbre diaria,
sale tras él, y le sigue
sin temor, a donde vaya,
sin llevar más compañía
que la imágen sacrosanta
del Cristo que fray Toribio
colgó a su cuello. La marcha
emprende, por ver a dónde
lleva Aguilar sus pisadas.
Ninguno la vió salir:
Diego ocupado se halla,
Fray Toribio y Salmerón
planes y proyectos fraguan,
y nadie el paso a María
cierra. Con ligera planta,
sin que note el capitán
su presencia, la distancia
devora al par que su amante,
y, ya la noche avanzada,
llegan al sitio en que al joven
la hermosa Zitlali aguarda,
Amedrentada María,
al ver la cueva, se para,
mas distingue que está dentro
una mujer que entrelaza
sus brazos al derredor
del cuello de Aguilar...
¡Cuánta zozobra siente la niña...!
Observa... oye... y la mata
el dolor cuando a su oído
el viento lleva en sus alas
el dulce rumor de un beso
que el corazón le desgarra.
No espera más: entra, ruge
como una fiera acosada,
pues los celos ira engendran,
y ella celosa se halla.
Fernando la mira entrar
y la turbación le embarga;
Zitlali mira confusa
aparición tan extraña,
todos presienten que algo
terrible allí se prepara.
La española al capitán
ingrato e infame llama,
le recuerda sus promesas
y con su rival se encara
diciéndole que Aguilar
simboliza su esperanza,
que antes de mirarle en brazos
de otra mujer, arrostrara
los martirios más cruentos
la muerte más amarga.
Pide explicación la india
a Fernando, pero nada
dice éste, que su conciencia
grita, mas sus labios callan.
Zitlali siente que en olas
a su cerebro se lanza
toda su sangre... sospecha
que aquel mancebo la engaña
porque prefiere a esa joven
que es tan hermosa y tan blanca.
Está de cólera ciega...
va hacia Fernando ... le saca
el puñal del cinturón
y, llena de encono y rabia,
con la rapidez del rayo
en la española lo clava,
y sale a llamar afuera
a los indios, que se lanzan
a su encuentro por saber
qué es lo que Zitlali manda,
En el suelo se desploma
la niña, y la sangre mana
de la herida; el capitán
en sus brazos la levanta,
en el corcel deposita
la dulce y doliente carga,
y con ella hacia el mesón
emprende veloz la marcha.
Zitlali a los indios dice
que el corazón le acibara
el mirar que el castellano
nunca la amó ni la ama,
que todos sus juramentos
han sido huecas palabras,
pues que también a María
prometió firme constancia,
y les ordena que de ambos
tomen sangrienta venganza.
¡Así el amor de Aguilar
juzga Zitlali patraña,
y es que los celos impiden
mirar las verdades claras!
Ellos tras los fugitivos,
cual torbellino, se lanzan.
Es ya más de media noche;
ni un astro fulgor derrama:
sólo hay pavor y tinieblas
en la senda solitaria.
Por fin., alcanzarles logran
ya cerca de la posada,
y entre ellos y el capitán
reñida lucha se traba,
en la que al fin el segundo
su postrer suspiro exhala.
Los vengadores después
a la española rematan,
y, satisfechos, callados,
honda sepultura cavan;
los cuerpos en ella arrojan;
se van, y el misterio guarda
el funesto desenlace
de aquella aventura trágica.
Han transcurrido los años
y ya no está yermo el sitio
donde Diego construyó
su posada, pues han ido
llegando muchas familias
para poblar el recinto
de la ciudad que promete
un crecimiento florido.
También la posada aumenta,
pues, si fué humilde al principio,
su dueño quiere trocarla
en mesón más amplio y limpio
en lugar algo distante
del que ocupaba el antiguo,
y manda echar los cimientos
para alzar un edificio
donde encuentren los que viajan
siquiera hospedaje digno.
Los operarios comienzan
a trabajar con ahínco,
mas a poco de ahondar
la tierra, con terroríficos
semblantes al posadero
se presentan; están lívidos
de terror y le dan cuenta
de que enterrados han visto
restos humanos, los cuales,
a juzgar por los vestidos,
parecen de un militar
y una mujer. Al oírlo
se estremece Maese Diego.
Sin vacilar corre al sitio
indicado, y queda mudo
de espanto al ver confundidos
con los huesos de Aguilar
los de su hija. Es el Cristo
que Fray Toribio a Maria
regaló ha tiempo, solícito,
el que en torno de las vértebras
por un cordón está fijo.
Lo toma... lo ve... lo palpa...
No cabe duda... es el mismo.
Son los restos de la hija
cuya ausencia su martirio
causó... ¡por la que ha llorado
tanto aquel padre afligido!
Siente que el suelo se hunde,
que en torno se hace el vacío,
y lanzando un "¡ay!" doliente,
se desploma sin sentido,
contra su pecho apretando
aquel viejo Crucifijo.
Y, para dar testimonio
a los subsiguientes siglos
de aquel horrible suceso
que a los honrados vecinos
de la naciente ciudad
causó un espanto inaudito,
el mesón de Maese Diego,
edificado en un sitio
de la calle que después
de Mesones llevó el título,
hasta hace muy poco tiempo
se llamó Mesón del Cristo.
.
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