miércoles, 2 de julio de 2014

JOSÉ MIGUEL IBÁÑEZ LANGLOIS [12.129]


José Miguel Ibáñez Langlois

José Miguel Ibáñez Langlois (Santiago de Chile, 1936) es un sacerdote del Opus Dei, poeta, teólogo y crítico literario chileno, conocido por su seudónimo: Ignacio Valente. Dueño de una amplia cultura humanista, Ibáñez Langlois es reconocido como uno de los más renombrados críticos literarios hispanoamericanos del siglo XX con una producción de decenas de libros y miles de artículos.

Estudió en el Saint George's College, donde participó en la Academia Literaria “El Joven Laurel” que dirigía el poeta y profesor Roque Esteban Scarpa. Estudió ingeniería. Posteriormente realizó estudios en Europa en la Universidad de Navarra, donde recibió el título de periodista. Allá obtuvo dos doctorados, el de Filosofía Eclesiástica por la Universidad de San Juan de Letrán en Roma y el de Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid con una tesis que versó sobre La génesis y producción de un poema, dirigida por el célebre José María Valverde, la que en 1964 se convirtió en el libro La creación poética.

En 1960 fue ordenado sacerdote y pertenece a la Prelatura del Opus Dei. Desde 1962 ha ejercido la docencia universitaria en España, Italia y Chile. En cuanto a su tarea como crítico literario, ésta ha sido publicada en el diario El Mercurio desde 1966.

Actualmente ejerce de capellán y de profesor de Teología Moral en la Universidad de los Andes.

Obras

En 1995 hizo una selección de 77 artículos críticos que considera más representativos bajo el título de Veinticinco años de crítica, en donde destacan su ágil pluma y su predilección por la literatura anglosajona (W. Collins, T. S. Eliot, C. S. Lewis, Ezra Pound, por ejemplo)

Ibáñez Langlois ha escrito más de una treintena de libros, algunos traducidos a varios idiomas, entre los cuales cabe destacar:


BIBLIOGRAFÍA POÉTICA

José Miguel Ibáñez Langlois es autor de más de treinta libros, muchos dedicados a la filosofía y a la teología. Entre ellos, de poesía los siguientes: 
Qué palabras, qué lágrimas, Josén Laurel, Santiago de Chile, 1954 
Desde el cauce terreno, col. Adonais, Rialp, Madrid, 1956 
La tierra traslúcida, col. Adonais, Rialp, Madrid, 1961 
La casa del hombre, Talleres Gráficos Orbe, Madrid, 1961 
Eterno es el día, Zigzag, Santiago de Chile, 1968 
Poemas dogmáticos, Universidad Santiago de Chile, Santiago, 1971 
Futurologías, Editorial Universitaria, Santiago, 1980 
Historia de la Filosofía; Texto auxiliar para cursos de Historia de la Filosofía, Historia de la Cultura e Historia General, Andrés Bello, Santiago, 1983 
Libro de la Pasión, col. Patmos, Rialp, Madrid 1987 
Busco tu rostro; antología poética, Editorial Universitaria, Santiago, 1989 
Poemas dogmáticos II, Editorial Universitaria, Santiago, 1994 
Rey David, Editorial Universitaria, Santiago, 1998 
Oficio (antología poética), Selección y prólogo de Enrique GarcíaMáiquez, Colección Númenor, Sevilla, 2006

Entre sus libros de ensayo pertenecen al dominio de la teoría y la crítica literaria: 

La creación poética, Rialp, Madrid, 1964 
El mundo pecador de Graham Greene, ed. Zigzag, Santiago 1967 
«La poesía de Nicanor Parra». Prólogo a su antología Antipoemas. Barcelona: Ed. Seix Barral, 1972: 7-66. 
Poesía chilena e hispanoamericana actual, Nascimiento, Santiago, 1975 
Rilke, Pound, Neruda; tres claves de la poesía contemporánea, Rialp, Madrid, 1978 
Introducción a la literatura, Nuestro tiempo, Eunsa, Pamplona, 1982 
Sobre el estructuralismo, Nuestro tiempo, Eunsa, Pamplona, 1983 
Veinticinco años de crítica, ed. Zigzag, Santiago, 1992
Diez ejercicios de comprensión poética, ed. Andrés Bello, Santiago, 2001 
Josemaría Escrivá como escritor, Rialp, Madrid, 2002



José Miguel Ibáñez Langlois nace en Santiago de Chile en 1936. Además de Teología, ha estudiado Filosofía y Periodismo. Crítico literario desde 1966 en el diario El Mercurio con el seudónimo de Ignacio Valente. Escritor abundante e infatigable, es autor de más de treinta libros, de los cuales, junto a varios ensayos filosóficos o teológicos y ocho de crítica literaria, once son de poesía.

Además (y sobre todo) es sacerdote. No es ése un dato privado para relegar entre las curiosidades biográficas: se trata de un aspecto central del personaje poemático, del hablante lírico, perfectamente integrado en su discurso, como ha observado el profesor Eddie Morales Piña en Lecturas sobre textos líricos (Facultad de Humanidades, UPLA. Valparaíso, 2004). José Miguel Ibáñez Langlois lo reafirma, adelantándose a las reticencias de un hipotético público laicista, con una provocadora naturalidad:



OFICIO

Soy cura
y qué 
otros buscan perlas en el fondo del mar 
o instalan ojos y oídos humanos en la estratosfera 
yo trabajo en este y en el otro mundo 
yo tengo el poder de expulsar demonios de las computadoras 
yo transformo leprosos en arcángeles 
y mujeres de Lot en estatuas de sal 
yo me visto como ni los reyes para celebrar la Misa 
yo hablo todas las lenguas de Pentecostés y algunas otras nuevas 
yo soy la mano de Dios que borra los pecados más increíbles 
yo soy el espejo de Dios que camina por la historia sagrada 
otros tocan la flauta a las serpientes artificiales 
yo resucito muertos 
soy cura 
y qué



El ministerio sacerdotal también resulta clave para encuadrar al poeta en su tiempo y entorno. Juan Manuel Martínez Fernández, en la laudable tesis doctoral Tres caminos y nueve voces en la poesía religiosa hispanoamericana contemporánea (Universidad Complutense de Madrid, 1999), estudia la abundancia de poetas sacerdotes, entre los que sobresalen, además, Joaquín Antonio Peñalosa, Ernesto Cardenal y Pedro Casaldáliga (que como poeta sobresale, todo hay que decirlo, bastante menos).

Tampoco es Ibáñez Langlois un caso insólito en lo referente a la forma. La influencia del humor y el coloquialismo de Nicanor Parra o de Ernesto Cardenal son fundamentales a pesar de las hondas divergencias teológicas e ideológicas. Escandalizarse por el tono o la audacia formal de nuestro poeta es no haberse hecho cargo del ambiente poético desde el que escribe, siempre en constante diálogo (y discusión) con sus contemporáneos. Si existiese, como entra dentro de lo posible, menos tolerancia hacia Ibáñez Langlois que hacia los aclamados y cáusticos Cardenal o Parra, habría que concluir, con G. K. Chesterton, que la ortodoxia es la última heterodoxia que de verdad le escuece a Occidente.

Por otra parte, la faceta más combativa de Ibáñez Langlois sigue dócilmente una venerable tradición occidental: la poesía epigramática. Como él mismo ha reconocido, los poemas de Ezra Pound son su antecedente más inmediato. Pero no sólo bebe del modernismo anglosajón, acude directamente a las fuentes. Conviene no olvidar que Ibáñez Langlois ha sido traductor de Catulo, sobre todo para entender cómo es capaz de escribir algo así:



Claudia, cuya virginidad cuidaron los ángeles 
y el rocío de Dios corroboró por veinte primaveras 
es hoy atravesada por el falo de su amigo López 
con el complaciente OK de la divina providencia 
que le brinda el oráculo de su confesor y padre 
siempre que lo haga por elevado amor 
y no por pura concupiscencia erótica. 
Claudia, cuyas lágrimas los ángeles recogen.



El desparpajo de estos versos alarmará sólo a los que desconozcan la poesía de Roma o de nuestro Siglo de Oro, cuando los poetas zurraban a sus colegas de lo lindo con versos como varas. Ni más ni menos, eso es lo que hace en «Le défroqué»:



Después de diez años de mediocre continencia 
y mediocre piedad 
el Reverendo se enamoró de su secretaria 
y descubrió de golpe que las herejías cristológicas del siglo IV 
cuestionaban seriamente el dogma 
y que la doctrina de la Iglesia 
era inadecuada a los tiempos que corren.



Con todo, lo epigramático no agota el contenido de los versos ni, mucho menos, su propósito. Ibáñez está, en última instancia, ofreciendo un ejemplo de que la ortodoxia católica y el rigor teológico pueden ser inspiración y materia de una poesía actual, libérrima, vibrante, vivificadora.

A esa serie de poemas breves y punzantes, recogidos en libro en 1971, los tituló Poemas dogmáticos. Debió de quedar muy satisfecho del título, porque lo repite en una segunda colección, publicada veintitrés años después. El nombre tiene a su favor la polisemia: poemas que por un lado se basan en los dogmas de fe y que por el otro hacen de la contundencia un eficaz recurso retórico. El título se presenta, pues, con la elegancia y hasta con la gracia de ir con la verdad por delante en todos los sentidos.

En Poemas dogmáticos, Ibáñez encuentra su estilo. Antes había sido un poeta muy precoz: con dieciocho años se estrenó con Qué palabras, qué lágrimas, al que seguirán varios poemarios de tanteo y asimilación de influencias. No pierden por eso interés: en ellos no sólo se adivina un poeta, sino que se adivina el poeta que José Miguel Ibáñez Langlois será. Inaugura temas como la fe, su vocación poética, la crítica social o la reflexión metaliteraria. Y a la vez se va decantando por un versículo vigoroso y visionario. En su evolución, destaca el libro Eterno es el día (1968), donde hace su aparición el empeño de escribir poemarios que desarrollen un único tema central.

El primero de esos grandes libros unitarios es Futurologías (1980), compuesto por 131 cantos de extensísimas tiradas de versos más o menos endecasílabos sin signos de puntuación. Con resonancias bíblicas y dantescas, sus referentes contemporáneos son el Ezra Pound de los Cantares, el Pablo Neruda del Canto General y el Huidobro de Altazor. Ibáñez Langlois, desde sus convicciones y desde esta época, profetiza la sociedad de los tiempos venideros. Profecía que es, en realidad, una utopía y que como las mejores utopías tiene su parte más fecunda en lo que implica de crítica a la actualidad.

En Futurologías realiza un alarde de dominio formal. El culturalismo y el coloquialismo se dan la mano sin que ninguno avergüence al otro, la voz propia y la voces ajenas se unen en un coro sin ahogarse, la subjetividad y la objetividad, la libertad literaria y la coherencia interna, el dogma y la emoción, el humor y la trascendencia, las rimas internas y los versos blancos, la escritura semiautomática y el proyecto unitario, la sátira y la caridad, todo está aquí dispuesto para que quienes estén exentos de prejuicios ideológicos y estéticos disfruten.

Tres años después, con Historia de la filosofía, asistimos al hecho sorprendente de que se haga poesía con el devenir del pensamiento abstracto. Si Futurologías sorprende por su potencia, por su valentía y por la libertad de pensamiento, lo que ahora asombra es la capacidad del autor para escribir poemas con un tema tan prosaico como la crítica filosófica. Lograr emoción y belleza sin dejar de hacer filosofía, filosofía aristotélicotomista para colmo, se puede contar como otra conquista más de la poesía contemporánea, empeñada en enriquecer con temas y tonos el repertorio de lo poético. Véase un ejemplo:



Unaufgeklartheitsmoglichkeit 
qué nombre más raro para una cosa que no existe 
en la historia de la filosofía los nombres más complicados 
se los llevan las cosas que no existen 
las cosas que no existen 
tienen una rara predilección por el alemán para no existir 
prefieren no existir en alemán 
lo cual es una forma de inexistencia mucho más perfecta 
que dedicarse a no existir en sánscrito 
o en inglés por ejemplo qué vulgaridad 
o en latín por ejemplo donde todo existe.



En 1987 publica El libro de la Pasión, el más acabado de su obra. Se realiza en él un recorrido a través de los últimos días de Jesucristo, su pasión y cruz, intercalando reflexiones y diálogos. Ibáñez sigue los relatos evangélicos y otros libros piadosos, especialmente el Vía Crucis de San Josemaría Escrivá y La dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo de la beata Anna Katharina Emmerich. Sólo la temática religiosa de El libro de la Pasión y el hecho de que se publicara en Patmos, colección de espiritualidad de la editorial Rialp, pueden explicar que, por los compartimentos estancos que padece nuestra cultura, no tuviese una recepción más calurosa o, como mínimo, más atenta por parte de los lectores de poesía. Juan Manuel Martínez, tras un pormenorizado análisis de los múltiples aspectos literarios de este poemario, afirma que «si tuviésemos que quedarnos con uno, como orientador o aglutinador del estilo, elegiríamos el de fuerza poética». Y concluye: «Este magnífico libro no es sólo una narración, ni sólo una contemplación, ni sólo una catequesis, ni sólo una profundización, sino todas estas cosas a la vez».

Tras una segunda entrega de Poemas dogmáticos en 1994, Ibáñez Langlois publicó Rey David en 1998, su último libro hasta la fecha. En él, con la técnica de El libro de la Pasión, se centra en el personaje del Antiguo Testamento que más le ha fascina. La fascinación resulta contagiosa.

Cuando esa fascinación se siente además por una obra completa, antologarla resulta difícil: duele descartarse de poemas excelentes. Ya me costó mucho en las 336 páginas de Oficio, así que imagínense ahora. Ante las lógicas limitaciones de espacio, he preferido centrarme en las piezas breves de los Poemas dogmáticos antes que presentar unos pocos fragmentos entresacados de sus grandes libros unitarios. Consuela saber que la desinhibida fuerza de Futurologías, el trasfondo intelectual de Historia de la Filosofía o la fe encarnada de El libro de la Pasión se encuentran también en estos concentrados epigramas. Por suerte, con los poetas mayores (y José Miguel Ibáñez Langlois lo es sin duda) bastan apenas unos versos para que la potencia y la emoción se abran camino, y alcancen a los lectores.





PALABRAS 

Qué son estas palabras 
cuando un hombre se salva o se condena. 
Qué son todos los libros de este mundo 
a las puertas del cielo y del infierno. 
Que Dios me deje ciego 
si alguna vez me olvido de su Iglesia 
por escribir palabras.




AD MISSAM 

Con un Lienzo me cubro la cabeza, con polvo 
y ceniza, con la profunda noche. La luna 
se eleva en las montañas del valle de Josafat. 
Una blanca Mortaja me ciñe ahora el cuerpo 
mientras San Juan enciende los cirios. El infierno 
vela en la faz de Dios el sudor de su sangre. 
Las antorchas judías se acercan en la noche. 
El Cíngulo en mis lomos: por los eternos siglos 
empujan de esta soga los hijos de Israel. 
En mi cuello la Estola. Estoy triste hasta la muerte. 
Padre, si puede ser que este cáliz se aparte 
sin que rueden los mundos en tus manos. Por fin 
viene el Manto sagrado. Yo caigo de rodillas. 
Jesús el miserable está en manos del cielo 
con su oscuro terror. La misa ha comenzado.




PISCATORES HOMINUM 

Para Dios lo mejor. Arrebato a la especie 
los varones más fuertes, las hembras más hermosas. 
Que el Espíritu Santo los convierta en sus templos 
y el rebaño de imbéciles los llore por las plazas.




IDEAS

No hace más que comer y fornicar.
Con todo, no es un cerdo:
tiene un don superior que lo redime:
sus ideas.
Aunque su alma se pudra
sus ideas avanzan
por la historia.
La historia absolverá sus defectillos
porque es hombre
de ideas
a-van-za-das.



PROGRESO

Los antiguos pensaban 
que el fiero mar se amansa a la orilla del mar 
por voluntad de Dios 
y que el día y la noche se suceden por obra 
del Espíritu Santo. 
Nosotros los modernos 
sabemos que ello ocurre por causas naturales 
de fácil comprensión 
amén.




PROSCRITOS

Terroristas del mundo, alucinados, 
drogadictos, pilotos de la muerte, 
pervertidos de la profunda noche: 
habéis equivocado los caminos. 
En Dios está el terror y la violencia 
y la gloria y el sexo y la ignominia. 
En Dios está la ciencia y la locura 
y el fruto prohibido y el horror. 
Venid, adoradores, al peligro 
y a los vértigos de su santo rostro.




CONFESIÓN 

Diez años estudié con los filósofos 
grandes y pequeños, griegos y alemanes. 
A
Y cuanto más cavilo, más 
catecismo 
de los hermanos 
de las escuelas 
cristianas. 

[De Poemas dogmáticos I]





RETORNO 

Cada vez que entro al mundo de Tolkien 
y tiemblo bajo el vuelo de los siete Nazgul 
y oigo hablar y cantar a los pueblos en élfico 
y miro hasta el fondo de los ojos de la Dama Galadriel 
y estoy bajo la acción a distancia del Señor Oscuro y sus palantir 
y soy un atrevido hobbit que etcétera etcétera 
confieso que me da un dolor de cabeza horrible 
volver al siglo xx y leer El Mercurio 
la política nacional e internacional 
oír el heavy rock de los muchachos del frente 
que se creen satánicos y son cretinos.





RELEVO 

El comunismo nos hacía mártires en las catacumbas 
el neoliberalismo nos entierra en nosotros mismos 
entierra viva a la Iglesia dentro de sus iglesias 
dentro de sus hermosos cánticos funerarios 
y cuando la Santa Madre quiere salir a la vía pública 
debe hacerlo en la forma de esas viejas limosneras 
que mendigan a la salida de las iglesias 
que pordiosean a la salida de sí mismas 
cuando veáis esas viejas ciegas de amor a Dios 
sabed que son la Santa Madre Iglesia 
en la forma que ella toma a la salida de misa 
a la salida de sí misma en la ciudad neoliberal.





POSTMODERNO 

El postmoderno es un perfecto imbécil 
que vino al mundo en una época de sonido y furia 
y lo celebra con una tremenda gracia personal.





FE

Si me dejaras 
si un poco de Tu mano me dejaras 
yo no creería ni en mi propia sombra 
yo me convertiría en mi propia sombra 
llena de teorías luminosas sobre sí misma 
y el sol y bla la lá si me dejaras 
yo me creería el sistema solar en persona 
creado por mí mismo de la nada 
en un acto de rara inteligencia 
y contaría mi historia por bares y jardines públicos 
y hasta los niños me sabrían idiota 
si un poco de Tu mano me dejaras. 

[De Poemas dogmáticos II]




Qué palabras, qué lágrimas
Autor: José Miguel Ibáñez Langlois
Santiago de Chile: Eds. del Joven Laurel, 1954


CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1954-12-19. AUTOR: CARLOS RENÉ CORREA
Integra este libro de un nuevo poeta las Ediciones del Joven Laurel, que dirige el poeta y catedrático Roque Esteban Scarpa. Obtuvo el Primer Premio de Poesía del Festival Latinoamericano de Arte Universitario y trae un mensaje de renovada juventud a nuestra poesía. Interesante la personalidad de José Miguel Ibáñez Langlois, quien, a pesar de su juventud, canta en su primer libro, casi de adolescencia, como un hombre maduro. ¿Qué le espera para más tarde? Roque Esteban Scarpa le augura el triunfo porque tiene temperamento de verdadero poeta que “siente la distancia que existe entre el yo y las cosas y los seres, y cómo esa separación, éter cósmico, está constituido de tristeza”.

Es curioso anotar que este libro de un poeta joven, se inicie con un poema de la muerte. Dice:



“De niño,
entre los dulces patios sonámbulos apenas,
muerte era solo un ángel negro,
cifra difícil
contra el sencillo amor que todo lo podía.
Pero el tiempo y ahondándose en los ojos,
y en un húmedo temblor del párpado hacia el mundo
he visto la tierra abierta a nuestros pies.
La tierra abierta nos espera”.



Llegará un día en que José Miguel Ibáñez Langlois encontrará el seguro camino de la poesía: la visión de las cosas será más introspectiva y la creación del auténtico poeta irá depurándose. Ya posee una inicial jornada que es augurio de una poesía honda, vital, plenamente lograda.



La casa del hombre
Autor: José Miguel Ibáñez Langlois
Madrid, España: Ágora, 1962

CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1962-05-06. AUTOR: JAIME MARTÍNEZ WILLIAMS
José Miguel Ibánez publicó en Chile su primer libro de poemas cuando tenía apenas dieciocho años y en los ocho años siguientes ha entregado otras tres obras a la imprenta española, dos en la Colección Adonais y esta, “La casa del hombre”, en las Ediciones Ágora. Aquella temprana vocación bajo el signo del joven laurel se ha visto, pues, confirmada y sostenida por una constante labor. Por otra parte, el considerable caudal de verdadera poesía reunido en sus libros e insuficientemente difundido entre nuestro público obligaría en justicia a dedicarle un estudio extenso y meditado. En la imposibilidad de hacerlo ahora, cumplamos siquiera el mínimo deber de decir a quienes se preocupan por la poesía chilena que hay aquí una voz segura y creadora, un acento distinto.

Estos poemas son esencial y espontáneamente religiosos. No lo son como buscada fórmula, sino en cuanto adecuada expresión de la actitud íntima del autor. Los signos exteriores de religiosidad faltan en ellos casi por completo, pero el aliento sustancial es poderoso y muestra al poeta vitalmente cogido por la presencia divina, absorto en su misterio, seguidor inseguro pero tenaz de su huella. Frente a tanto vocativo y tanta efusión sentimental como solían acompañar a la versificación religiosa, los poemas de José Miguel Ibáñez ofrecen una serenidad de agua profunda, sin exclamaciones, sin sollozos, sin adornos. Y no es que falte en ellos la turbación o la angustia, pero su herida es honda y el poeta la vive a la par que la esperanza y la expresa, como esta, en baja y lenta voz.

De los temas perennes de la poesía religiosa son varios los que cruzan estas páginas. Desde el “humo, polvo, sombra, nada”, hasta el “eres Dios, casa del hombre”, que da nombre al libro. Pero hay uno de esos temas –que lo es, además, de la más alta literatura clásica española- que halla en “La casa del hombre” múltiples expresiones: es el del sueño, con todos sus complementos, la noche, la ilusión, el alba, el desvelo, el olvido, el mañana, la tiniebla, el dormir y despertar, la sombra y la claridad crecientes. De los cuarenta y siete poemas ahora publicados, apenas hay uno que contiene abiertamente ese tema y aun en ese lo esencial es la idea de la muerte, profundamente ligada a la del sueño. Pocas veces hemos visto una mayor unidad temática, un meditar poético más continuo sin perjuicio de su multiplicidad. No tenemos a la mano las obras anteriores de José Miguel Ibáñez, con excepción de “Desde el cauce terreno” (Adonais, 1956) pero ya en esta, que no es la que precede inmediatamente a la que comentamos, puede observarse idéntica insistencia en el tema del sueño y sus variantes.

De ese solo rasgo que es una línea tenaz y palpitante, podrían deducirse muchos aspectos, positivos o no, de esta poesía; en cierta forma, diríamos que toda ella ha sido construida sobre la trama significativa del sueño.

En lo que se refiere a la forma de los poemas, la persistencia de aquel tema infunde en ellos una sensación de obra inconclusa, como si en su mayoría fueran solo apuntes o asomos del poema total. Contribuye a esa impresión el tono predominante, muy suelto y natural, que apenas revela el esfuerzo creador y que pasa igual de una a otra creación. Desde este preciso punto de vista, adquieren una individualidad más definida los versos que se encuadran en marcos ceñidos, pues en ellos no cabe ese sabor a vaguedad. Puede servir de ejemplo el siguiente poema que, a pesar de lo simple de su construcción y de no ser representativo en su contenido, se destaca por ese aspecto formal:



“Una estrella, a través de aquellas nubes,
a través de los muros de esta casa,
a pesar de mis párpados cerrados.
Qué quiere ella de mí.
Mas prosigue, ha cruzado ya mi vista,
me toca otros sentidos más secretos
que no suelo ejercer en este mundo.
Hasta dónde me hiere.
Tan profundo me toca, que se pierde
en tinieblas que nunca supe mías,
en abismos que suenan con mi voz.
Qué infinita distancia.

En vacíos oscuros me revela,
me demuestra ancho y negro en el camino
de una luz que no cesa: su ancho espacio
todavía soy yo”.



El poema es buena muestra, también, del tono contenido y pausado, no obstante la fuerza apasionadamente fría de las palabras que usa. La poesía de José Miguel Ibáñez es engañadoramente diáfana. Su cristal pulido cierra el paso y exige una conquista lenta. La lectura repetida recompensa: estamos ante uno de los más personales y valiosos poetas jóvenes de Chile. Cosa extraña y saludable, al leerlo no surgen espontáneos los nombres consagrados. Este libro, de gratísima presentación, enriquece la lírica nacional y amplía el paisaje –reciente y en rápido crecimiento- de nuestra poesía religiosa. Su oración, su anhelo ultraterreno, su cansancio hondamente humano, queda resonando en nosotros:


“Dame el sueño que instaura en nuestra noche,
el olvido que habrá de poseernos”.




CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1962-10-27. AUTOR: ARMANDO URIBE
José Miguel Ibáñez Langlois ha publicado tres libros de poesía en España, luego de un primer cuaderno que las Ediciones del Joven Laurel dedicaran, en 1954, a la colección de poemas que tituló, con acierto adolescente, “Qué palabras, qué lágrimas”. Los dos primeros volúmenes europeos –“Desde el cauce terreno” y “La tierra traslúcida” de la colección Adonais- se daban en contenido e intención como esquemas o proyectos de algún otro volumen más compacto, y exigían desde su interior mismo un espíritu de plenitud que impregnara esa tierra y les diese un significado común a todos los hombres.

Es este cumplimiento el que realiza su reciente libro –el cuarto-, publicado en la colección Ágora de Madrid.

Un escritor dotado de conciencia no elige el nombre de sus obras siguiendo el calendario ocasional de los sentimientos, malos o excelentes: José Miguel Ibáñez ha encontrado “La casa del hombre” en un sitio que es todo lugar, y el hombre que la habita es Hombre e Hijo del Hombre.

También su Padre. Y al llamarlo con mayúsculas no perseguimos, naturalmente, la atención del que lee ni la memoria de quien recuerda (si recuerda) es obligado homenaje al verdadero padre, al hijo verdadero de las genealogías evangélicas:

“Tú eres Dios, eres la casa del hombre...”

Pues el libro, la casa, templos son de Cristo. No de un hombre, no del poeta o del amante: del Hombre. Este poeta cree en Dios Padre, en Dios Hijo y en Dios Espíritu Santo; y su profesión y vida es creer, y es profesión de poetas valientes. Cuán difícil.

“Aunque sea yo el amante y el amado”.

Creer en Dios supone creer en sí mismo; y la mayoría, la generalidad de lengua trabada y aun los que balbucean, creen apenas en cierto modo de ser, en ciertos momentos de ser; y quisieran, más que nada, lograr un éxtasis en que ser otro; no otro más, un pequeño otro cualquiera. ¡Felicidad incipiente de temerosos, de reducidos!

El autor de este libro es el único poeta en nuestro país, el primero después de largos años –tan largos que hemos olvidado el tiempo de oro, inexistente, que debe sin duda haber precedido a este-, el único que no se glosa ni asume el carácter de un héroe de la letra; el solo poeta que cree en una realidad espiritual y objetiva en forma absoluta, no en función de una experiencia individual –respetable o estúpida-, sino en relación a un orden de verdades y emociones superior, antiguo y cotidiano eterno.

Cuando Eliot en su ensayo sobre Dante observa la necesidad de un sistema –que llama filosófico o teológico o intelectual (no lo queremos recordar)- para la creación de una poesía duradera, se impone la tarea, que en él no es goce de satisfacer esta necesidad en su propia poesía. Somos de quienes creen que, pese al enorme talento y buena voluntad de Eliot, la tarea impuesta marca de un sello de cansancio irrecuperable la mayor parte de su poesía, y la sujeta a vientos temporales que aventaran mucho de lo que ahora creemos trigo en él.

Pero cuando un escritor, guardando todas las distancias, todas las proporciones, todas las modestias, cuando un hombre ha fundado su vida en un sistema real, no puramente probable, en una entrega absoluta, y se ha hecho rueda del sistema y a su ritmo desarrolla todas sus energías, bien puede afirmarse que ya como hombre lograra un rendimiento espiritual significativo, y es posible que alcance sentido excepcional como escritor.

Para ello, ciertamente, debe ser poeta verdadero. Este lo es. Veamos de qué modos:



“Me visitan las aves,
viene el cuervo del arca a desgarrar
mi cadáver sobre el barro.

Comerá de mis huesos,
nacerán en el cuenco de mis ojos
sus oscuros descendientes.

Y serán mil miradas
hacia todos los vientos repartidos
en memoria de mi raza...”



No es quien dice “yo” el que domina con su aleteo este poema: son las aves que le dan nombre, cuervo o paloma: pensamiento. Apenas hay otro poema en nuestra tradición poética –quizá la injustamente olvidada “Fontana Cándida"- que acepte esta prueba de fuerza en que se mide el tiempo y el oído; que pueda reposar como este del arca, después del diluvio. Notemos la disposición singular en tercetos que armonizan el heptasílabo y el endecasílabo plausibles con el irreductible octasílabo, aliando así de manera inesperada el verso tradicional castellano y las dos formas italianas y renacentistas.

Hay poemas que obtienen una máxima eficacia de la propia humillación de sus recursos, reiteración y asonancias:



“Por verte camino yo, por verte
y el viento que sopla en el desieto
por verte yo, sopla por verte
yo camino y sopla el viento por verte.
Por verte yo, las noches van cayendo
y los días naciendo por verte...”



Poema en que lo conceptual es solo máscara de un rostro que brilla demasiado, en que lo conceptista exterior es disfraz de la pasión del alma por Alguien a quien no se osa decir Tú. En esta cuna de barro que guardamos devotamente porque no tenemos otra, en esta magra tradición literaria nuestra, ¿no podría creerse que los Nocturnos de la Mistral han tenido descendencia en este “sueño de verte y de no verte”, “en medio de la luz, ciego durmiente”?

¿Qué conclusión puede ya deducirse de la somera revisión de este libro?

La de que su autor se atribuye un lugar en una tradición de lenguaje dada, la castellana, y que no pretende creer sino en orden a enriquecer esa tradición. Enseguida, y tal vez tenga esto último la mayor importancia, que dominar relativamente aquella tradición y sus fuentes no solo literarias; culturales, espirituales, religiosas.

Es tan rara cualidad la de este poeta que no da las espaldas al pasado vivo, tan singular en nuestro país, que aun vacilando lo creemos único.

La ruptura de las convenciones poéticas en nuestro medio, obra de dos o tres autores valiosos, ha producido el efecto lamentable de inducir a la facilidad y a la ignorancia desdeñosas a cuantos han escrito poesía en los últimos años. La recuperación de algunos artificios (no siempre esta palabra es peyorativa) y el respeto a varias reglas elementales de versificación, constituyen una no pequeña novedad de esta “Casa del hombre”. La casa del hombre debe ser habitable; ello exige medidas y altura.

Acaso en otras páginas, menos livianas, sea posible hacer un examen y elogios (o críticas) del todo particulares a algunos de estos poemas. Bástenos ahora levantar este libro sobre otros muchos.




Eterno es el día
Autor: José Miguel Ibáñez Langlois
Santiago de Chile: Zig-Zag, 1968

CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1968-11-03. AUTOR: FERNANDO DURÁN
En su Primera Elegía de Duino, cantó Rainer María Rilke la inalcanzabilidad y el terror del ángel. “¿Quién si yo gritara, me escucharía entre la cohorte de los ángeles?”. Y se respondió que “si alguno de ellos llegase a abrigarme en su corazón, me haría desvanecerme bajo el peso de su existencia demasiado fuerte”.

Y, sin embargo, lo divino nos rodea y nos envuelve, no solo como una realidad que está fuera y más allá de nuestro límite, sino también, y aquí está lo inmenso y lo inefable, como algo que se comunica con nosotros y hace penetrar su onda infinita en la onda fugaz e inestable de nuestro ser. Es como si el océano se introdujera en el lago y desencadenase allí su tumulto, hinchiendo su caudal y derramándose incontenible, en sus riberas.

Para el poeta que intenta expresar este como choque y compenetración de dos mundos tan sideralmente distintos, pero entre los cuales se da y se crea la intimidad, la tarea es difícil. La palabra debe capturar lo inasible, expresar lo inefable, reducir a metáforas, ritmos y asociaciones un conjunto de fenómenos que no caben en su delgado y quebradizo cuenco. Hay que hacer inteligible lo que excede la inteligencia, elevar a sentimiento lo que ha comenzado por arrebatar la emoción. Hay, en fin, que tocar el umbral de lo invisible para traerlo hasta la fraternidad de las cosas visibles.

“Eterno es el día” logra en una fina y delicada medida algo de ese imposible. Gracias a una transparencia y diafanidad del lenguaje, en que lo natural y lo real no renuncian a nada de sí mismos, se opera una especie de pequeño milagro. Lo eterno se vuelve en cierto modo temporal, lo divino se humaniza y lo extraordinario se cobija en las tierras y en las fronteras de lo cotidiano. Para quien no tenga el espíritu muy limpio y el oído muy sutil, este trastorno puede pasar, y pasa inadvertido.

Porque en esta poesía hay una apariencia de inmovilidad, un silencio destinado a que se escuchen voces muy internas y, por lo mismo, demasiado ricas e inhabituales. A ella hay que llegar con el alma descalzada y desnuda. Nada debe interponerse entre la visión, que tiene que hacerse interior, y la expresión que está obligada a servirla y a obedecerla. El que se acerque a ella con prejuicio o con turbiedad seguramente no podrá comprender nada de lo que allí acontece.

El poema inicial de “Miércoles de Ceniza” comunica esta interiorización de Dios. Él está y reside entre las cosas, permanece a través del tránsito de las estaciones, es luminoso en el estilo, opaco en los inviernos, vacilante en los otoños. José Miguel Ibáñez sugiere esta como trayectoria de Dios, una en quien transita y variadamente infinita en las etapas de su tránsito.



“Te he buscado en el día ceniciento;
de noche, retirado en mis entrañas
te he buscado. En la luz del gran estío
se vio de ti un temblor sobre los vientos
como quien ha pasado. Pero, otoño,
he sabido que moras y apareces,
oh, Dios, entre castaños, a lo lejos,
de pronto, amor, lluviosa epifanía
de mis ojos”.



El cosmos, en una perspectiva tan metafísica como poética, aspira a Dios y es aspirado por Él. Esta procesión de la realidad en pos de su causa y de su meta, es sugerida en versos de una sencillez en que el resplandor del fenómeno se hace, por lo mismo, infinitamente más perceptible.



“Las piedras quieren verlo. Por eso han caminado
tantos siglos
y en la noche
se levantan y tañen sus laúdes.
Las selvas quieren verlo.
Por eso abren el libro sigiloso
donde muere
un rey en la tiniebla a cada página.
Las bestias quieren verlo.
Por eso iluminadas tras la cópula
en el bosque
junto al fuego se tornan invisibles.
Los hombres quieren verlo.
Por esto hacen imágenes de sangre
que en el polvo
canten himnos nupciales a la vida.
Los ángeles lo ven.
Por eso están uncidos en el carro
que tira de la tarde hacia la gloria
de totales tinieblas”.




Un vuelo creador, en que cada cosa es arrancada de su quicio, para movilizarse en busca de su propia perfección, de un más que acusa su deficiencia individual, pero también su complementación ideal, parte de la piedra para culminar en el ángel. Mientras los demás se mueven hacia, este último se mueve dentro de un Dios cuya visión y posesión se expresan para nosotros, hoy día y desde la ceguera terrenal, como “la gloria de totales tinieblas”.

En “Jueves Santo” el ministro, el servidor de la Divinidad que tiene poder sobre ella, porque puede traerla a habitar en medio de la multitud humana, adquiere una dimensión profética y creadora.


“Soy la fiesta del día, soy el pueblo que se alza
divino, de la piedra solar del sacrificio”.


En “Domingo de Resurrección” el drama de lo cotidiano y su esfuerzo por buscar el infinito en lo transitorio, la plenitud en lo limitado y quebradizo, alcanza un acento desgarrado, que la acumulación caótica de imágenes, deliberadamente buscada para sugerir la confusión, el choque, el cabezazo perdido contra la muralla por negarse a cruzar la puerta lleva a un vigoroso clímax.



“La mañana está enferma de reyes abrumados
que brotan del olvido junto a verdes botellas
de un licor, como el mar azotando las rocas
de la patria perdida en la niebla del humo
(sus reinos en el fondo de los vasos refulgen),
y rameras escancian, y la vida, la vida,
y la vida rehace sus ademanes náufragos
detrás de la mañana, muy lejos de sí misma
y la vida está enferma de cenicientas bocas
que respiran el turbio claror de la mañana”.



El flujo de la idea poética, la continuidad de la visión y su arrebato dentro del flujo contradictorio de lo que el hombre busca y el extravío de los caminos en donde lo inquiere, tiene una traducción feliz en las metáforas y en el agolpamiento borbotoneante del ritmo. La ansiedad del hombre por ubicarse en la felicidad, su amargura de rey destronado que no descubre su reino, la asociación con el mar que azota el roquerío de una patria perdida entre las brumas, y la evocación de una vida en que las bocas cenicientas respiran la claridad turbia de la mañana, desencadena una asociación poética de sorprendente musicalidad y de asordinada violencia.

Acaso el mayor acierto de este poemario religioso, en el que no faltan, sin duda, algunas deficiencias, por exceso metafórico, enlace a veces demasiado forzado o distante de la realidad sugerida con el símbolo sugerente, es el domino de sus difíciles materiales. Para algunos puede parecer trivial, pero eso les ocurre solo a los que son incapaces de distinguir matices demasiado ricos, como les ocurrirá, sin duda, al escuchar una obra de Bela Bartok en que la extremada y exigente asociación se resume, para ellos, en una combinación de ruidos comunes. Mas para el que tenga oído poético y espiritual, “Eterno es el día” constituye una obra de innegable calidad, de acendrada experiencia humana y mística. Por virtud de ellas consigue eternizar el tiempo en la visión sobrenatural y la realidad mostrenca e inconclusa en la comunión complementadora. Lo que permite, como quería Rainer María Rilke, que en obra “perduren esas misteriosas presencias de la vida, a través de una obra  de un existir que están hechos de realidades destinadas a destruirse y que caminan hacia su fin”. Lo que, en síntesis, es precisamente la poesía.




1 comentario:

  1. Gracias por el artículo: precioso; profunda y terriblemente teológico este sacerdote contemporáneo.

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