Felipe Benítez Reyes
Felipe Benítez Reyes (Rota, Cádiz España 1960) es un escritor español.
Es un poeta nacido en Rota, donde inició sus primeros estudios, que después continuó en el Colegio San Luis Gonzaga de El Puerto de Santa María. En el instituto, fue alumno del poeta Luis Javier Moreno. Estudió Filología Hispánica en la Universidad de Cádiz y en la de Sevilla. Actualmente reside en su lugar natal, Rota. Es autor de una obra versátil que abarca la poesía, la novela, el relato, el ensayo y el artículo de opinión. Ha obtenido el premio Nadal de novela, el premio Hucha de Oro de cuentos, el premio Julio Camba de periodismo, el premio Ateneo de Sevilla de novela, el premio Loewe de poesía, el premio de la Crítica y el premio Nacional de Literatura. Sus libros están traducidos al inglés, al italiano, al ruso, al francés, al rumano y al portugués.
Premios
Premio Ciudad de Melilla, por Vidas improbables (1995)
Premio Nacional de Poesía, por Vidas improbables (1996)
Premio de la Crítica, por Vidas improbables (1996)
Premio Nadal, por Mercado de espejismos (2007)
Obra
Poesía
Paraíso manuscrito (Calle del Aire. Sevilla, 1982).
Los vanos mundos, (Maillot Amarillo. Granada, 1985).
Pruebas de autor (Renacimiento. Sevilla, 1989).
La mala compañía (Mestral. Valencia, 1989).
Poesía 1979-1987 (Hiperión. Madrid, 1992).
Sombras particulares (Visor. Madrid, 1992).
Vidas improbables (Visor. Madrid, 1995).
Paraísos y mundos. Poesía reunida (Hiperión. Madrid, 1996).
El equipaje abierto (Tusquets. Barcelona, 1996).
Escaparate de venenos (Tusquets. Barcelona, 2000).
Trama de niebla (Tusquets, 2003) reúne los poemas de Paraíso manuscrito, Los vanos mundos, Pruebas de autor, La mala compañía, Sombras particulares, El equipaje abierto y Escaparate de venenos. Además incluye la sección "Poemas dispersos", que recoge versos publicados en varias publicaciones y algunos poemas hasta ahora inéditos.
La misma luna (Visor, Madrid, 2007).
Las identidades (Visor, Madrid, 2012).
Narrativa
Chistera de duende (1991).
Tratándose de ustedes (1992).
Un mundo peligroso (1994). Relatos.
La propiedad del paraíso (1995).
Humo (1995).
Impares, fila 13 (1996). En colaboración con Luis García Montero.
Maneras de perder (1997). Relatos.
El novio del mundo (1998).
Lo que viene después de lo peor (1998). Narrativa juvenil.
El pensamiento de los monstruos (2002).
Los libros errantes (2006). Literatura infantil.
Mercado de espejismos (2007). Premio Nadal Destino, 2007.
Oficios estelares (2009). Relatos, incluye: Un mundo peligroso, Maneras de perder y el inédito Fragilidades y desórdenes.
Cada cual y lo extraño (2013). Destino. Relatos.
El azar y viceversa, (2016).Destino. Novela.
Híbridos
Formulaciones tautológicas (Zut ediciones, 2010). Texto + collage
Teatro
Los astrólogos errantes: leyenda en verso en tres actos (2005).
Ensayo
Rafael de Paula (1987). Escritos taurinos.
Bazar de ingenios (1991).
La maleta del náufrago (1997).
Gente del siglo (1997).
Palco de sombra (1997). Escritos taurinos.
Cuaderno de ruta de Ronda (1999).
El ocaso y el oriente (2000).
Papel de envoltorio (2001). Artículos de prensa.
Traducciones
T. S. Eliot, Prufrock y otras observaciones (2000). Traducción y notas.
Vladimir Nabokov, Poemas, Ultramar, Santander, 2004.
EL DIBUJO EN EL AGUA
Bien sabes que estos años pasarán,
que todo acabará en literatura:
la imagen de las noches, la leyenda
de la triunfante juventud y las ciudades
vividas como cuerpos.
Que estos años
pasarán ya lo sabes, pues son tuyos
como una posesión de nieve y niebla,
como es del mar la bruma o es del aire
el color de la tarde fugitivo:
pertenencias de nadie y de la nada
surgidas, que hacia la nada van:
ni el mismo mar, ni el aire, ni esa bruma,
ni un crepúsculo igual verán tus ojos.
Un dibujo en el agua es la memoria,
y en sus ondas se expresa el cadáver del tiempo.
Tú harás ese dibujo.
Y de repente
tendrás la sombra muerta
del tiempo junto a ti.
EL EQUIPAJE ABIERTO
De todo comienza a hacer bastante tiempo.
Y en una habitación cerrada
hay un niño que aún juega con cristales y agujas
bajo la mortandad hipnótica de la tarde.
Comienza a hacer de todo muchos años.
Y la noche, sobrecogida de sí misma,
abre ya su navaja de alta estrella
ante la densa rosa carnal de la memoria.
Comienza a ser el tiempo un lugar arrasado
del que vamos cerrando las fronteras
para cumplir las leyes
de esa cosa inexacta que llamamos olvido.
Y llega la propia vida hasta su orilla
como lleva el azar la maleta de un náufrago
a la playa en que alguien la abre con extrañeza
—y esa ridiculez de disfraz desamparado
que adquieren los vestidos de la gente al morir.
Lejano y codiciable,
el tiempo es territorio del que sólo
regresa, sin sentido y demente,
el viento sepulcral de la memoria,
devuelto como un eco.
Como devuelve el mar su podredumbre.
Todas nuestras maletas
reflejan la ordenación desvanecida
de un viaje
que siempre ha sucedido en el pasado.
Y las abrimos
con la perplejidad de quien se encuentra
una maleta absurda
en esa soledad de centinela
que parecen tener las playas en invierno.
EL SONETO NOCTURNO
La luna era ese párpado cerrado
que flotaba en el circo de la nada
—y el niño retenía la mirada
su hipnótico vagar de astro cegado.
La noche es un jardín narcotizado
con esencias de alquimia y sombra helada
—y tu infancia una estrella disecada
en el taller de niebla del pasado.
La luna vive ahora en los relojes
que lanzan sus saetas venenosas
sobre la esfera blanca de este sueño.
De este sueño sin fin del que recoges
la ceniza dorada de esas cosas
de las cuales un día fuiste dueño.
INFANCIA
El viento golpea la puerta
del cuarto siempre cerrado.
El viento llama a la puerta.
El viento quiere abrir
la puerta en que detiene su camino
ese caballo blanco con ojos de cristal.
El viento araña
la puerta con su garra de dragón errabundo.
Los sioux y comanches
van tensando sus arcos.
La paloma mecánica
mueve sus alas frías.
Pero el viento
derriba al fin la puerta.
Y deja ver
la habitación de sombra y amargura.
LA CONDENA
El que posee el oro añora el barro.
El dueño de la luz forja tinieblas.
El que adora a su dios teme a su dios.
El que no tiene dios tiembla en la noche.
Quien encontró el amor no lo buscaba.
Quien lo busca se encuentra con su sombra.
Quien trazó laberintos pide una rosa blanca.
El dueño de la rosa sueña con laberintos.
Aquel que halló el lugar piensa en marcharse.
El que no lo halló nunca
es un desdichado.
Aquel que cifró el mundo con palabras
desprecia las palabras.
Quien busca las palabras lo cifren
halla sólo palabras.
Nunca la posesión está cumplida.
Errático el deseo, el pensamiento.
Todo lo que se tiene es una niebla
y las vidas ajenas son la vida.
Nuestros tesoros son tesoros falsos.
Y somos los ladrones de tesoros.
El artificio
Un punto de partida, alguna idea
transformada en un ritmo, un decorado
abstracto vagamente o bien simbólico:
el jardín arrasado, la terraza
que el otoño recubre de hojas muertas.
Quizás una estación de tren, aunque mejor
un mar abandonado:
Gaviotas en la playa, pero quién
las ve, y adónde volarán.
Y la insistencia
en la imagen simbólica
de la playa invernal: un viento bronco,
y las olas llegando como garras
a la orilla.
O el tema del jardín:
un espacio de sombra con sonido
de caracola insomne. Un escenario
propicio a la elegía.
Unas palabras
convertidas en música, que basten
para que aquí se citen gaviotas,
y barcos pesarosos en la línea
del horizonte, y trenes
que cruzan las ciudades como torres
decapitadas.
Aquí
se cita un ángel ciego y un paisaje
y un reloj pensativo.
Y aquí tiene
su lugar la mañana de oro lánguido,
la tarde y su caída
hacia un mundo invisible, la noche
con toda su leyenda de pecado y de magia.
Siempre habrá sitio aquí para la luna,
para el triunfante sol, para esas nubes
del crepúsculo desangrado: metáfora
del tiempo que camina hacia su fin.
La música de un verso es un viaje
por la memoria.
Y suena
a instrumento sombrío.
De tal modo
que siempre sus palabras van heridas
de música de muerte:
Gaviotas en la playa...
O bien ese jardín:
Todo es de nieve y sombra,
todo glacial y oscuro.
El viento arrastra un verso
tras otro, en esta soledad. Arrastra
papeles y hojas secas
y un sombrero de copa
del que alguien extrae
mágicamente un verso
final:
Una luz abatida en esta playa.
Y hay un lugar en él para la niebla,
y un cauce para el mar,
y un buque que se aleja.
En cualquier verso tiene
su veneno el suicida,
su refugio el que huye
del hielo del olvido.
Puede
cada verso nombrar desde su engaño
el engaño que alienta en cada vida:
un lugar de ficción, un espejismo,
un decorado que
se desmorona, polvoriento, si se toca.
Pero es sorprendente comprobar
que las viejas palabras ya gastadas,
la cansina retórica, la música
silenciosa del verso, en ocasiones
nos hieren en lo hondo al recordarnos
que somos la memoria
del tiempo fugitivo,
ese tiempo que huye y que refugia
-como un niño asustado de lo oscuro-
detrás de unas palabras que no son
más que un simple ejercicio de escritura.
De "Sombras particulares" 1992
El símbolo de toda nuestra vida
Hay noches que debieran ser la vida.
Intensas largas noches irreales
con el sabor amargo de lo efímero
y el sabor venenoso del pecado
-como si fuésemos más jóvenes
y aún nos fuese dado malgastar
virtud, dinero y tiempo impunemente.
Debieran ser la vida,
el símbolo de toda nuestra vida,
la memoria dorada de la juventud.
Y, como el despertar repentino de una vieja pasión,
que volviesen de nuevo aquellas noches
para herirnos de envidia
de todo cuanto fuimos y vivimos
y aún a veces nos tienta
con su procacidad.
Porque debieron ser la vida.
Y lo fueron tal vez, ya que el recuerdo
las salva y les concede el privilegio de fundirse
en una sola noche triunfal,
inolvidable, en la que el mundo
pareciera haber puesto
sus llamativas galas tentadoras
a los pies de nuestra altiva adolescencia.
Larga noche gentil, noche de nieve,
que la memoria te conserve como una gema cálida,
con brillo de bengalas de verbena,
en el cielo apagado en el que flotan
los ángeles muertos, los deseos adolescentes.
De "Los vanos mundos"
En contra del olvido
Si el tiempo en la memoria no muriese
tan lento y torturado, disponiendo
por tanto una manera melancólica
de volver al pasado y de sentirlo
no como un algo muerto, sino siempre
a punto de morir y siempre herido
-y renacido siempre, y de tiniebla.
Si el tiempo, en fin, tuviese potestad
para borrar su estela de memoria,
para enterrar sin daño los recuerdos
en vez de darles rango de abstracción
-y en las tardes vacías recordar;
con algo de tahúr y algo de mago,
lo que ya sólo es ficción del tiempo
como un viento lejano, un eco frío.
Si todo fuese así, si en el pasado
no fuera uno la estatua de sí mismo
en una plaza oscura y sin palomas
o el actor secundario de una obra
retirada de escena, me pregunto
qué sería -imagina- de nosotros,
que sellamos un pacto tan antiguo
como el color del aire en la mañana.
Qué habría de ser entonces, sin memoria,
de nosotros, que hacemos renacer
al juntar nuestras manos esta noche
tantas noches y lunas y ciudades
y tembloroso mar de las estrellas.
De "Sombras particulares" 1992
Habitaciones prestadas
Era un sonar de llaves indecisas.
Un ruido profundo de ascensores;
inquietados huéspedes de aquellos edificios
de la periferia, dorados por la tarde.
Era buscar a ciegas
interruptores de luz, como quien busca
en esas bibliotecas truculentas
el secreto resorte
que conduce a la cámara privada,
al sitio inconfesable. Era el olor
de sábanas extrañas, y el olor
desconsolado de los cuartos
de huéspedes, con libros y revistas
de desecho. Era
vestirse con el frío. Salir de allí
de nuevo como extraños.
Más unidos, en fin, por una sombra.
El amor tiene ahora en el recuerdo
olor a cuartos húmedos
y el sonido furtivo de una puerta al abrirse.
Las sombras del verano
Aquel verano, delicado y solemne, fue la vida.
Fue la vida el verano, y es ahora
como una tempestad, atormentando
los barcos fantasmales que cruzan la memoria.
Alguien retira flores muertas
del cuarto de los invitados
y hay una luz cansada tendida sobre el suelo,
como un dios malherido, y van yéndose coches
en que agitan pañuelos unos niños.
Trae la noche
un viento helado y bronco que es el viento
del pasado, y en la terraza esparce
hojas secas y rosas y periódicos, mientras miro
el sepulcral avance del mar sobre la arena,
llevándose y trayendo troncos viejos,
hierros llenos de algas, y algún juguete roto.
Ahora recorro
ciudades que son una ciudad sola, y siempre oscura,
cargado de maletas, sin dinero,
buscando un hotel sin nombre
donde alguien me espera
para revelarme aquello que no quiero saber,
para darme una llave...
Oigo esta noche
tu cuerpo desplomarse en la piscina,
y las risas festivas
de los amigos, encendiendo bengalas.
Y estoy
de pronto en una calle, esperándote
para acudir al piso de las citas furtivas
olor a tabaco rancio.
Se muere el mar de otoño
y hay niños que apuñalan las estatuas
y las olas arrastran candelabros, sables rotos.
Alguien que no conozco me persigue llorando
-pero sé que el verano fue la vida.
Llega un balón rodando hasta mis pies,
a la mesa en que escribo.
Unos niños,
con los ojos vacíos, me hablan
y es un eco trasmundano
el que tienen sus voces, que resuenan
en el jardín, como un disco incesante
cada noche, en la memoria.
Estoy de nuevo
en la ciudad entenebrada que nunca he visitado,
buscando direcciones
que dicta la memoria confusa -y un papel
con cifras de teléfonos que suenan
en salones vacíos.
Me he sentado
en un cafetín del muelle a descansar
y alguien comenta a gritos no sé qué
de una niña suicida que encontraron
con las muñecas abiertas, y una carta a sus padres...
Se marchaban los coches cuando el sol declinaba,
mientras yo recogía los juguetes
y el mar iba volviéndose más frío,
verde y bronco.
Oigo pasos
casa no hay nadie.
mi memoria recorre, descalza, el laberinto.
De "La mala compañía"
Persistencia del olvido
Recuerdo una ciudad como recuerdo un cuerpo.
Caía ya la luz sobre las calles
ya caía en tu cuerpo
-en un hotel oscuro, o en no sé
qué habitación sin muebles de no sé
qué ciudad- la luz agonizante
de velas encendidas.
Un temblor
de velas, o un temblor de árboles,
en el otoño sucedía -no lo sé-
en la ciudad que no recuerdo
-ya esa desmemoriada sensación
de haber estado allí, ignoro adónde,
con alguien que no sé,
quizás en la ciudad que siempre olvido.
Tal vez era la lluvia: mi pasado
ocupa un escenario de calles desoladas.
Sin duda era la lluvia golpeando
los cristales de un taki, con alguien a mi lado,
con alguien que ha perdido
sus rasgos con el tiempo.
O era yo
-no lo sé-, tal vez yo mismo
reflejado en cristales mojados por la lluvia.
Quizás era en verano, no recuerdo,
y era otra ciudad la que ahora olvido.
Una ciudad con bares junto al mar,
donde tú nunca estabas.
No sé bien
qué ciudad era aquélla en que la luz
tenía la apariencia de una flor abrasada,
pero tus manos frías estaban en mis manos,
tal vez en algún cine con palcos de oro viejo,
en su caliente oscuridad.
Una ciudad
se vive como un cuerpo,
se olvida como él.
Posiblemente
ahora evoco ciudades que existieron
al lado de esos cuerpos que existieron
en ciudades que existen tal vez en el olvido.
Que deben existir, pero no sé.
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