miércoles, 11 de marzo de 2015

FRANCISCO DE LA TORRE [15.182]


Francisco de la Torre

(Torrelaguna, Madrid)
Francisco de la Torre, (1534 - 1594), poeta español de la segunda fase del Renacimiento, perteneciente a la Escuela de Salamanca, que no hay que confundir con el poeta homónimo de la primera mitad del XVI.

El gran enigma de la poesía áurea sigue siendo Francisco de la Torre, de cuya peripecia vital se ignoran tantos datos que hay, incluso, quienes creen firmemente que nunca existió, y que tanto él como su deslumbrante corpus poético fueron una ingeniosa y malévola invención de Francisco de Quevedo. Algunos lo hacen madrileño y ubican su nacimiento en Torrelaguna, hacia 1534; y otros, amparándose en un documento que le denomina “vecino de Salamanca”, creen que fue natural de la ciudad del Tormes, en la que podría haber fallecido hacia 1594. Lo único probado es que, en 1631, Quevedo editó un manuscrito de un tal “Francisco de la Torre” –recuérdese el nombre propio del editor, y que era señor de la Torre de Juan Abad– que, según él, le había vendido un librero casi con desprecio; y que, una vez leídos los poemas que contenía, quedó deslumbrado por aquella notable muestra de la auténtica poesía castellana, frente a la oscuridad latinizante de los culteranos. Sorprende, desde luego, el celo editor de Quevedo, que aquel mismo año editó también la poesía de fray Luis de León, mientras se desentendía de su propia obra lírica… En fin: en medio de tantas dudas sobre De la Torre, nos cabe al menos la certeza de que su amada era bellísima y él (real o no) un consumado poeta.

Casi nada se sabe sobre su vida y sin duda es el poeta más misterioso del siglo XVI. Nada más que una suma de conjeturas extraídas de los débiles indicios que ofrecen sus versos es la biografía bosquejada por Aureliano Fernández-Guerra como discurso de entrada en la Real Academia de la Lengua en 1857. Según este autor, habría nacido en Torrelaguna hacia 1534, habría estudiado en Alcalá de Henares y seguido la carrera militar en Italia, para al final de su vida hacerse clérigo.

Un manuscrito de sus poesías circulaba a principios del siglo XVII con una Aprobación de Alonso de Ercilla, que murió en 1594, y llamó la atención de Quevedo, quien lo compró y editó junto a las obras de fray Luis de León en 1631 para combatir con buenos ejemplos de poesía clásica los excesos del Culteranismo. Quevedo se preocupó de indagar sobre el autor del manuscrito, que el librero le vendió con desprecio, pero no pudo sacar nada en limpio; es más, en él estaba "en cinco partes borrado el nombre del autor con tanto cuidado, que se añadió humo a la tinta". Cuando en 1753 José Luis Velázquez reimprimió las obras de Francisco de la Torre en Madrid pensó que su autor era en realidad el propio Francisco de Quevedo, teoría que la crítica moderna rechaza con unanimidad desde Manuel José Quintana en el siglo XIX.

Sus obras han sido editadas modernamente por Alonso Zamora Vicente en la colección Clásicos Castellanos, en 1944, y hay otras posteriores no menos notables, por ejemplo la de María Luisa Cerrón Puga en Ediciones Cátedra, de 1984, que anota las fuentes italianas. En un ensayo reciente, Antonio Alatorre insiste, sin aportar detalles biográficos nuevos, que "Francisco de la Torre nació a mediados del siglo XVI en Santa Fe de Bogotá, donde parece haber pasado toda su vida".

Muy influido por el Petrarquismo, algunos de sus poemas son traducciones de escritores italianos, sobre todo Benedetto Varchi, y construye su cancionero en torno a una tal Filis, que al retorno del amante de Italia encuentra casado con otro. Por modelos tiene a Garcilaso y Horacio dentro de una cosmovisión inmersa por completo en el Neoplatonismo, pero le singulariza su finísima sensibilidad ante temas como la noche, la tórtola solitaria, el dolor por la ausencia de la amada, etcétera. En Francisco de la Torre la existencial melancolía garcilasiana se aquilata, depura y refina aún más todavía hasta llegar casi a lo prerromántico; al igual que el poeta toledano, su actitud es paganizante por extremo.

La obra está dividida en tres libros: Libros primero y segundo de los versos líricos, donde destacan algunos sonetos de extremada perfección formal y emoción, como los dedicados A la noche y a temas pastoriles, y Libro tercero de los versos adónicos, así como ocho églogas reunidas bajo el título de Bucólica del Tajo.

Sus Canciones gozan de justa fama, en especial A la tórtola y A la cierva herida. También hizo algunas aportaciones a la métrica española, como la llamada estrofa de La Torre o sáfico adónica, que fue seguramente el primero en cultivar. También escribió endechas en heptasílabo suelto y en hexasílabos:



Endecha II

El pastor más triste
que ha seguido el cielo,
dos fuentes sus ojos
y un fuego su pecho.



Endecha IV

Veneno su pecho,
yerba y áspid hecho,
dentro de mi pecho,
crudo amor, te siento.




Bella es mi ninfa, si los lazos de oro

Bella es mi ninfa, si los lazos de oro
al apacible viento desordena; 
bella, si de sus ojos enajena 
el altivo desdén que siempre lloro. 

Bella, si con la luz que sola adoro
la tempestad del viento y mar serena; 
bella, si la dureza de mi pena 
vuelve las gracias del celeste coro. 

Bella si mansa, bella si terrible;
bella si cruda, bella esquiva, y bella 
si vuelve grave aquella luz del cielo, 

cuya beldad humana y apacible
ni se puede saber lo que es sin vella 
ni vista entenderá lo que es el suelo.




¡Tirsis!, ¡ah, Tirsis! vuelve y endereza

  ¡Tirsis!, ¡ah, Tirsis! vuelve y endereza
tu navecilla contrastada y frágil
a la seguridad del puerto; mira
     que se te cierra el cielo.

  El frío Bóreas y el ardiente Noto
apoderados de la mar insana
anegaron agora en este piélago
     una dichosa nave.

  Clamó la gente mísera y el cielo
escondió los clamores y gemidos
entre los rayos y espantosos truenos
     de su turbada cara.

  ¡Ay!, que me dize tu animoso pecho
que tus atrevimientos mal regidos
te ordenan algún caso desastrado
     al romper de tu Oriente

  ¿No ves, cuitado, que el hinchado Noto
trae en sus remolinos polvorosos
las imitadas mal seguras alas
     de un atrevido mozo?

  No ves que la tormenta rigurosa
viene del abrasado monte, donde
yaze muriendo vivo el temerario
     Enzélado y Tipheo

  Conoce, desdichado, tu fortuna
y prevén a tu mal, que la desdicha
prevenida con tiempo no penetra
     tanto como la súbita.

  ¡Ay, que te pierdes! vuelve, Tirsis, vuelve,
tierra, tierra, que brama tu navío,
hecho prisión y cueva sonorosa
     de los hinchados vientos.

  Allá se avenga el mar, allá se avengan
los mal regidos súbditos del fiero
Eolo con soberbios navegantes,
     que su furor desprecian.

  Miremos la tormenta rigurosa
dende la playa, que el airado cielo
menos se encrueleze de contino
     con quien se anima menos.




¡Cuántas veces te me has engalanado

¡Cuántas veces te me has engalanado,
clara y amiga noche! ¡Cuántas, llena 
de oscuridad y espanto, la serena 
mansedumbre del cielo me has turbado! 

Estrellas hay que saben mi cuidado
y que se han regalado con mi pena; 
que, entre tanta beldad, la más ajena 
de amor tiene su pecho enamorado. 

Ellas saben amar, y saben ellas
que he contado su mal llorando el mío, 
envuelto en los dobleces de tu manto. 

Tú, con mil ojos, noche, mis querellas
oye y esconde, pues mi amargo llanto 
es fruto inútil que al amor envío. 




Esta es Tirsis, la fuente do solía

    Esta es, Tirsis, la fuente do solía
contemplar tu beldad mi Filis bella;
éste el prado gentil, Tirsis, donde ella
su hermosa frente de su flor ceñía.

    Aquí, Tirsis, la vi cuando salía
dando la luz de una y otra estrella;
allí, Tirsis, me vido; y tras aquella
haya se me escondió y ansí la vía.

    En esta cueva deste monte amado
me dio la mano y me ciñó la frente
de verde hiedra y de violetas tiernas.

   Al prado y haya y cueva y monte y fuente
y al cielo desparciendo olor sagrado,
rindo de tanto bien gracias eternas.




Este Real de amor desbaratado

Este Real de amor desbaratado,
de rotas armas y despojos lleno,
aguda roca y mal seguro seno
de mi doliente espíritu cansado,

al enemigo vencedor amado
rendido francamente como bueno,
de mí le siento eternamente ajeno,
por verse de contrarios ocupado.

Y el tirano cruel de mi contento,
burladas mis antiguas confianzas,
los vencedores escuadrones sigue.

¿quién podrá remediar mi perdimiento,
si faltan del amor las esperanzas,
y si quien amó tanto me persigue?





La blanca nieve y la purpúrea rosa

La blanca nieve y la purpúrea rosa,
que no acaba su ser calor ni invierno,
el sol de aquellos ojos, puro, eterno,
donde el amor como en su ser reposa;

la belleza y la gracia milagrosa
que descubren del alma el bien interno,
la hermosura donde yo discierno
que está escondida más divina cosa;

los lazos de oro donde estoy atado,
el cielo puro donde tengo el mío,
la luz divina que me tiene ciego;

el sosiego que loco me ha tornado,
el fuego ardiente que me tiene frío,
yesca me han hecho de invisible fuego.





¡Noche, que en tu amoroso y dulce olvido

¡Noche, que en tu amoroso y dulce olvido
escondes y entretienes los cuidados 
del enemigo día y los pasados 
trabajos recompensas al sentido! 

Tú, que de mi dolor me has conducido
a contemplarte, y contemplar mis hados 
-enemigos ahora conjurados 
contra un hombre del cielo perseguido- 

así las claras lámparas del cielo
siempre te alumbren, y tu amiga frente 
de beleño y ciprés tengas ceñida, 

que no vierta su luz en este suelo
el claro sol mientras me quejo ausente; 
¡De mi pasión bien sabes tú y mi vida! 




Sigo, silencio, tu estrellado manto

Sigo, silencio, tu estrellado manto
de transparentes lumbres guarnecido, 
enemiga del sol esclarecido, 
ave nocturna de agorero canto. 

El falso mago amor con el encanto
de palabras quebradas por olvido 
convirtió mi razón y mi sentido; 
mi cuerpo no, por deshacelle en llanto. 

Tú, que sabes mi mal, y tú, que fuiste
la ocasión principal de mi tormento, 
por quien fui venturoso y desdichado, 

oye tú solo mi dolor, que al triste
a quien persigue cielo vïolento, 
no le está bien que sepa su cuidado.





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