DANIEL ACEVEDO
Daniel José Acevedo (Medellín, Colombia 1986) Historiador de la Universidad Nacional, magister en estudios literarios y tallerista de escritura creativa en el Retiro desde el 2014. Pertenece al comité editorial de la Revista Innombrable. Ha participado del I Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes 2014.
Sus poemas y escritos han salido en varias de sus ediciones. También ha publicado en la Revista Homo Sacer de México y la Revista “Coma” de Argentina. Ha participado del I Encuentro Nacional de Poetas Jóvenes 2014 y en el evento Nuevas Voces de la Poesía en Medellín en el marco del XXVI Festival Internacional de Poesía. Hizo parte de una novela colectiva llamada “Ella, La puta” de actual circulación en la Argentina y ha participado en varios talleres literarios de ese país. Tiene un libro de cuentos inédito llamado “El Ferrocarril de los sueños perdidos” y un poemario inédito que se titula “Los Rituales del Viento”.
Maneja un Taller de Escritura Creativa. Aquí su blog: http://deveniresprosaicos.blogspot.com.co/.
Devenires Prosaicos (poemas de Daniel Acevedo)
ABISMO LUNAR
Y entonces miraba perdidamente aquel punto sonoro. Intentaba descifrar el acertijo que me presentaban aquellos labios, dos pequeñas puertas de cristal que se abrían y cerraban en un torpe concilio de palabras, un discurso que hablaba de un “nosotros” pero que quería decir “yo”. Cuando la voz se apagaba solo quedaba el horizonte de su rostro: pequeñas dunas y montañas por donde habían fluido alguna vez corrientes de luz. Pero estas ya no estaban, el suelo se había secado y fragmentado, la esperanza se diluía por las grietas de la decepción. El silencio imperaba, como un dictador somnoliento, ordenaba a la voz obedecer su régimen, le hacía caminar lejos, por los senderos del eco, para perderse en una búsqueda sin fin. Pero él, aquel hombre, seguía allí parado, un poco terco, nadie más podía llevar a cabo su misión. Y esa era una verdad temblorosa, una verdad que desestabilizaba la columna central: nadie más podía quitarse la manzana de la superficie de su rostro, nadie más podía encontrar una cuerda que amarrara los dos lados del abismo lunar. Nadie más podía convertirse en funambulista, intentar cruzar al otro lado, aceptar el riesgo de caer y hundirse, entregarse de lleno a la ausencia, a una criatura que devora gatos, recuerdos y almohadas, a una oscuridad que se expande como un torbellino bajo las cuevas subterráneas de la piel.
ASFALTO
Juan se desplomó en la calle. Su cuerpo no aguantó y cayó en el asfalto. Pequeños ríos de sangre desembocaron en las alcantarillas. Abajo, en las cloacas, el olvido se alimentaba con voracidad. Sólo lo recordarán su familia y amigos.
Pero, nadie recordará a Juan, estudiante de tercer semestre de arquitectura. Nadie recordará que le gustaba ir a cine a ver películas de Almodovar y Roberto Benigni. Nadie recordará a Juan y su baile de celebración cuando el Atletico le metía cinco a Millonarios, ni sus besos azucarados y su fetiche por las orejas femeninas. Nadie recordará su pasión por coleccionar tapas de refresco, ni sus pegajosos riffs cuando tocaba el bajo. Nadie recordará a Juan y sus estadías en el parque Malibú. Allí, prendía un cigarro, se recostaba en el banco y miraba absorto las estrellas.
Nadie recordará a Juan. Pero sí lo recordarán los gallinazos que sueñan con una cena memorable. Sí lo recordará la gente ensimismada que rodea su cadáver y disfruta del teatro de la muerte. Sí lo recordará el periodista del boletín informativo que toma fotos para el morbo. Sí lo recordará la lluvia que cae a cantaros y llora lo no-llorable. Sí lo recordará el espejo en el que se vio antes de salir ese día para su trabajo. Sí lo recordará la bala perdida que desvió su camino y atravesó su cabeza de lado a lado.
Y Juan lo sabe. Lo sabe todo. Lo sabe mientras cierra los ojos y se entrega al abismo y al silencio. Lo sabe, pero pronto lo olvidará.
EL REDENTOR DE ESCARCHA
Todo poeta tiene, potencialmente hablando, persiguiéndole en la penumbra, un vehículo, un carro de escarcha. Es el emisario del silencio, el ángel que aparece en el instante preciso, el toro con cabeza de hombre, el redentor de su alma sensible y torturada.
Pronto caerá la ciudad, la muralla de cabello, piel y palabras. No hay voz o suplica que valga ante el ariete del olvido, ante su golpe que aniquila el fuego inmanente, la vitalidad, nuestra admirable insignificancia.
¿Qué rostro tienes redentor mío?
Trayectos nebulares
Hoy he decidido arrancar las cortinas que esconden el universo. Su vista turbia, sus pliegues danzantes, ya no pueden afectarme. Salgo y me paro sobre la cornisa y salto por encima de los microabismos de runas y cemento. He visto la sombra de un pelicano que cruza la ciudad primigenia, aquella bifurcación nebular, un cielo sin brazos. He deseado mientras cruzaba mis dedos, y mi tacto diluía una barrera sin nombre, provocar ligeros cataclismos. He buscado un poco de un “yo” difuso perdido en el eco proveniente de un espejo roto.
Soy un caballito que cabalga las corrientes del cosmos y, se agita, con la danza de los nenúfares, la estela que deja con sus pasos, una mujer con ojos de ocelote. Mujer que es una y doscientos setenta y siete y se balancea en una hamaca que cuelga de los pilares del templo. Quizás, con un poco de suerte, logré descifrar la escritura cuneiforme de su abrazo. Entender porque no se cae, cuando yo torpe choco, con los cimientos de su cuerpo, polvo volcánico que simula ser piel y forja una escultura de carne.
Espectador de lo inefable
Mi abuelo es el páramo y mi abuela la fría brisa que sale de los entresijos de la montaña. Me han bendecido con su aliento fecundo mientras me bañaba en un riachuelo en Santa Elena. Quiero pensar por un instante que es posible esbozar un rostro con las piedras cercanas. Que es posible pensar en un lienzo que, mirado desde la bóveda celeste, sea digno de un museo de criaturas astrales. Allí, regocijados, con un sexto dedo apoyado en el mentón, se burlan de los colores extintos de las metrópolis y de la insignificancia de nuestros rezos.
Aun así la brisa sigue soplando y toca sus pómulos. Aun así la brisa sigue…y trae un canto ancestral que evoca un paraíso perdido.
Aborto de los nimbos
Adentro, en el útero de la niebla, crece el feto de un burócrata. Tiene sombrero, maleta y abrigo, del color del tucán. A su lado, una anciana le canta una nana en código binario. Sus ojos se abren y cierran, como dos ventanales, de dos solteronas, el día de San Valentín. Sus piernas se doblan y simulan ser arcos romanos para sostener un acueducto de sumas y restas. Sus manos intentan alcanzar una birome imaginaria para escribir un inventario, interminable, de suspiros bajo la lluvia. Y pronto, cuando se escuche el aullido del semáforo, el parto iniciará. Se abrirán las puertas giratorias y la niebla desaparecerá.
537
Me ha tocado el turno quinientos treinta y siete. Tres horas y cinco minutos serán, quizás, tan sólo el inicio que saque a los primeros cincuenta caminantes fuera del escenario y el telón. Sólo sé que tengo quinientas treinta y siete razones para manifestar mi desprecio. Quinientos treinta y siete augurios de que no se abrirán los labios verdes y que, mediante un corto manifiesto y una falsa danza de papeles ambarinos, se me obligará a abdicar. Para volver luego y volver a empezar el ciclo. Quizás ya no sea el quinientos treinta y siete, sino el cuarenta y cuatro o el doscientos ochenta y dos. Poco importa, si se piensa, los números como las bisagras de un laberinto y la larga espera como un formulario que nunca se termina de rellenar.
¿Cuánto llevo aquí? ¿Dos, tres, cuatro horas? Quinientas treinta y siete conversaciones con el techo que ya no puedo recordar. Quinientos treinta y siete maldiciones que he lanzado contra el azul infausto de su oficina y sus corbatas que se asemejan a horcas para pájaros. Sacrificar un ala, registrar y consignar como pago la pluma quinientos treinta y siete, el aviso de “No se aceptan soñadores” está colgado en el gran portal. No hay un lugar para la palabra y el diálogo en el piso diez. Los vidrios de las ventanas están blindados contra las suplicas de una madre enferma, las lágrimas de los estudiantes y los aviones de papel.
La celda número quinientos treinta y siete es habitada por el cadáver de una quimera y dos gnomos barbados que registran con furia, en un folio largo, las quinientas treinta y siete veces que el viento choca contra las paredes de la prisión. Sus barrotes son intereses al doscientos por ciento que se cobran a las nubes por dejar pasar, por pequeñas aberturas, la costosa luz del sol. Quinientos treinta y siete mil pesos dice el hombre obeso de camisa de rayas es la cifra a pagar. Quinientos treinta y siete mil pesos que se repiten cada mes, un miércoles cualquiera, y que traen el advenimiento de la catástrofe, de la lluvia en las mejillas, del silencio incomodo que se extiende entre los esclavos del capital.
La Danza de los Espejos
En la colina sinuosa de Salamina
van rodando los espejos
unos, lentos, disfrutan el ritmo de las sacudidas
otros, con más prisa,
Caen, danzan y aceleran
como torpedos en el báltico
Ruedan, ruedan, los espejos
como planetas por fuera de su eje
como canicas bajo la lluvia
Ruedan, ruedan, los espejos
con el recuerdo del último rostro
y los cuerpos que desaparecen
Ruedan como protesta
contra la imposibilidad del desdoblamiento
un grito sale de sus grietas vidriosas
"Soy yo"
"Existo"
"Mis dedos son callosos y respiro el mismo aire"
"No soy tu reflejo"
Ruedan, ruedan, los espejos
sin saber que habitan la ilusión del movimiento
Ruedan, ruedan, los espejos
caminan los senderos de los hombres
y se estallan, como caracoles salinos,
Al llegar al pavimento
CLEPTÓMETROS
Un cleptómetro se posa en tu rostro
Te roba los ojos, la piel y la voz
Desarma tu lengua de palabras
Luego escapa y se escabullé
En medio de las calles
De la ciudad del río
De la urbe de la luz.
Un cleptómetro vuela silencioso
Se mueve como un fuego fatuo
Aparece en un breve estallido
Desaparece en la bruma
con un parpadeo agitado
o una canción de desamor.
Un cleptómetro sube por un cabello
De la montaña asesina
La parca muerte ha iniciado su discurso
Y las balas son una audiencia cumplida
Que no ven al pequeño clepto
Que excitado les roba su voz.
Un cleptómetro camina los senderos
Del cuerpo de una mujer
Navega el río que va
de su espalda a sus nalgas
Se alimenta de suspiros y besos
Desaparece en medio de la lluvia
De las sábanas mojadas
Un cleptómetro defeca en un confesionario
Allí no puede alimentarse
Palabras travestidas
Palabras maquilladas
Palabras que les falta la pimienta
Del verdadero dolor.
Un cleptómetro casi es aplastado
Por la multitud en el metro
Metidos en sus hipnóticos rituales
De apretar teclas de símbolos
Para intentar ocultar el abismo
de su soledad de cristal.
Un cleptómetro saborea
Un helado dulce y frío
Son las palabras y el llanto
De una madre que perdió a su hijo
En la guerra del tráfico
De esperanzas de salvación.
Un cleptómetro llega a su colmena
Aglomera las palabras en pequeños agujeros
Guarda alimento para el invierno
Y le da sopa a sus pequeñas larvas
Que sacan sus dientes
Y sonríen satisfechas.
Y en la ciudad solo queda el silencio
Ya no hay cleptómetros
Ni palabras
No queda nada
Más que el susurro del viento
El olvido y el adiós.
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