EDUARDO PAREDES OCAMPO
Eduardo Paredes Ocampo (México D.F., 1989). Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado en revistas como Río Arriba, La pluma del ganso, Marabunta, Artebuhonero, Síncope y Cuadrivio. Después de trabajar un año como becario de investigación en El Colegio de México, comenzó una columna quincenal en Linnemagazine. Desde 2014 estudia una maestría en Literatura comparada en King’s College de Londres.
HARAKIRI
Para el harakiri
no existe
ocaso,
es imperio
del sol
sólo naciente.
Trama
–del ser al metal
y de vuelta–
el resurgir:
la sangre del suicida
sirve de riego
al arroz.
Cualquier sacrificio
encuentra
a su serpiente:
mordiéndose
la cola,
la cifra
de infinidad
se le hermana.
LABIO
Desembocan
tus labios
lejos.
De un paisaje
efigie:
desnuda
pruebas
que todo
es repetido.
Hasta ramas
acumula
tu cause
a sus riquezas.
Porque,
junto al proclive
de vida,
la muerte
en la marisma
impera.
Yo respondo
repartiendo
–río arriba,
río abajo-
besos.
CUENTAGOTAS
Es tortura
de latir
su atruene,
el tanto
resemblarse
centella
y sangre.
No hay paz
a quien
se empapa:
sólo en
leves lloviznas
vivimos.
Como abrigo
del ahogo
ese irrigar
también
nos trunca –
hasta en querer
tenemos
cuentagotas.
PALABRAS DE LAVANDERAS
Expiar
no es palabra
para la otra piel
que, con culpa,
habita
el hombre:
expiar
no es palabra
de lavandera.
De imborrables
estigmas
discuten.
La ropa
se lava,
se seca
sólo para volver
a ensuciarse.
RÉPLICA
Tantas veces he sentido que tiembla,
tantas me he mentido…
Tantas veces he seguido su paso de agujas
que tantas me he cosido al suelo.
Aquí tiembla. Aquí
dan campanadas las torres de la tierra
cada hora
cada cuarto para la hora
cada quince minutos.
Aquí el pasto se enreda en el pasto
con los dedos dóciles de cada sacudida
y esa paciencia de costurera
cuesta quince mil muertes
cada quince minutos.
Pero me miento, a veces, me miento
y sigo caminando:
es sólo un paso de hormigas por los pies,
un par de pellizcos bien puestos,
son los latidos de los enterrados,
la última ancla quedada en la vida,
es lo que he sentido siempre
y lo que por miedo siempre me digo:
“Aquí
no tiembla. Aquí nunca ha temblado tanto”.
ADVIENTO
Vino el adviento
y pudimos perdonar.
Para quien espera,
ese fue un casto silencio,
el estático tiempo
marcado, para los niños, por las mordidas de perro
y el temor a la rabia.
Para nosotros
hubo penurias:
cada culpa acumulada
astillando como llanto de cristal
las paredes endebles de las venas,
todos nuestros enemigos muertos,
paja sigilosa, ancla de eco a nuestros pasos,
recordándonos cada día
el camino al fin del sufrimiento:
el mango de un hacha,
el lugar donde guardamos madera
y aminora el ruido del alma
que, libre de peso,
torpe paso de niño apenas aprendiendo,
sombra confundida con los senderos del escape,
tropieza con todo.
No somos asesinos.
Sentimos el mismo pecado,
los dientes del perro
adentro, diluyéndose
el calcio
para hacer otro fantasma
de fuego fatuo:
las vidas de esos
urdidas en nosotros
como aquellas dentelladas.
Afuera los niños han aprendido
a patear a los perros,
a dispersar su mordida
con la punta del pie,
a reírse de la rabia.
Por eso vino adviento
y por fin pudimos perdonar.
RELÁMPAGOS
Como remilgos
los rayos
zurcieron el cielo
y quitaron de las techumbres
el brío de espejos
que, después de bracear el aire,
dejaron los pájaros
durante el día.
Como antorchas
y haches de chispas
alargadas por el viento,
como estrellas deshiladas
desde adentro,
las centellas se descolgaron
del cielo
prendiendo pasto
y asustando a las mulas
que en sus ojos era hierro tanto fuego,
como en los nuestros un daguerrotipo.
Ese era otro azul,
ese, del que se colmó
la mansedumbre inmensa
con borrascas y bramidos
del viento que, con su fricción
de fósforo,
hasta a los fuegos fatuos inflamaba.
Ese era otro azul,
ese, el que brotaba
de las vacas
para consumirlas
y confundirse con las fulguraciones
del calcio
que el mismo fuego,
a fuerza de adentrarse,
en segundos les doró de los huesos.
Ya nuestras sombras
se subían prendidas al caballo,
ya las espuelas de ellas
espejeaban
una opacidad de centella,
ya los relinchos de nuestras recuas
se rizaban en sus contornos
como cuando prendes pelo.
“Vámonos cabrones”
grité a los llaneros
y todavía el ganado encendido
nos siguió un gran trecho
hasta que se fueron tropezando
con las bolas de fuego
que ellos mismos hacían
con su trote y la tierra
como perros que, celando
una perra,
se matan con sus mismas mordidas.
Siamés
A lo hosco
tuerce,
a enmascararse
tras
rasguños.
Del sufrir
gesto
enterrado
sólo a la sombra
táctil.
Otro visaje,
sumiso,
sobre
la sepultura
muestra.
Goza
las mieses
de su siamés
al sol
remozándose.
La sed
su asimetría
tatúa:
raíces
para saciarla,
fronda,
satisfecha.
Intrusa
Instantes
a recordar
seducidos:
tras su pelo,
intrusa
te supe.
Un ceñirse
al pasado
serán
sus caricias,
cada una
destile
de lo tenido.
Tendré
–que otra,
en mí,
memoria
acumule –,
desde nosotros,
como imposible
cuento.
Sin llegar
a reemplazarla
por tú,
por ti,
ella
la llamo.
No corregiré
cuando
su gesto
de sobra
se te aproxime
y, cada vez
más,
quedes.
Mañana
que el error
todo
encarne,
¿quién será
la intrusa?
Nostalgia del eclipse
Al alcance
del ansia
la ceguera
se tiene
de niño.
Un eclipse,
aún sin sentir
su luz
asesina,
codiciamos.
El resplandor
siamés
de soldar
ya a nadie
seduce,
ido,
como tantos,
otro candil
de la infancia.
Quien sortea
cada fulgor
–contra ver
a golpes
repartidos –
crece.
Quien, confrontando
el menguar
del sol,
decide
cegarse,
en su miniatura
se encierra:
tan insólita
su imagen
como un crepúsculo
amaneciendo.
.
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