José Jacinto Milanés y Fuentes
(Matanzas, Cuba 1814 - 1863) Poeta cubano. Inició su actividad literaria gracias a su amistad con Domingo del Monte. Sus primeros poemas (El aguinaldo habanero, 1837) son de un tierno romanticismo e imitan el tono sentimental de Lope de Vega, pero en su poesía publicada después de 1837 se advierte la influencia de Espronceda. En 1838 escribió El conde Alarcos, que tuvo una gran repercusión en el movimiento romántico cubano, al mismo tiempo que empezó a escribir para diversos periódicos y revistas de La Habana y Matanzas. También cultivó el teatro en sus diversos géneros; así, el drama en Un poeta en la corte, y la comedia en Por el puente o por el río. En 1848 sufrió un revés amoroso que le sumió en un estado de desequilibrio mental y, para remediarlo, emprendió un viaje por EE UU, Londres y París, del que volvió a Cuba en noviembre de 1849, ya recuperado. Pero en 1852 recayó sin que nunca más llegara a reponerse.
El indio enamorado
¿Piensas en mi rival, Aloide mía?
Antes escucha. Entre la calma etérea
ya con ala temblante en danza aérea
gustó el colibrí el pétalo de un día.
¿No es hora ya de amor? La ancha bahía
con su móvil cendal de tinte acérea
brinda a nuestra gimnástica funérea
la orla blanda y fugaz de su onda fría.
Antes que con él nade en giro ardiente,
ni el primer emplumar del tocoloro
en el areito adornará mi frente.
Ni garza cazaré, ni alción canoro:
ni adoraré tras el palmar durmiente
la amiga luz de tus chagualas de oro.
La caza y la sorpresa
Salí a coger un zorzal
cierta mañanita a pie:
pero ¡qué cosa encontré
dentro de un cañaveral!
Allí donde está aquel buey
de negro y rojo manchado,
con tanta pereza echado
a la sombra de un jagüey,
sobre el cual tiende sin ley
su cabello vegetal
un bejuco desigual,
hay un trillito... y por él
un día, sin ser cruel,
salí a coger un zorzal.
Este, por costumbre antigua,
en todas las estaciones,
tras de saquear mis limones
se escondía en la manigua.
Y como más que una nigua
me duele, y me ofende, a fe,
que apenas en flor esté
pique el zorzal el limón,
salí a cazar al ladrón
cierta mañanita a pie.
Puse liga, de camino,
a una vareta ligera:
el ave emprendió carrera
a un cañaveral vecino.
Yo, que no tengo mal tino,
de la liga me cansé,
con un guijarro me armé
y corro al cañaveral:
busco y no encuentro el zorzal,
pero ¡qué cosa encontré!
Vi una hermosura campestre,
fresca como la mañana,
cuya cara soberana
no era de mujer terrestre.
Dejé mi casa pedestre,
volé a aquel ángel mortal;
pero huyó entre el manigual
como corre y se extravía
y se escabulle una jutía
dentro de un cañaveral.
El beso
De noche en fresco jardín
sentado estaba a par de ella:
yo joven: joven y bella
mi serafín.
Hablábamos del negror
del cielo augusto y sin brillo,
del regalado airecillo,
y del amor.
Hablábamos del lugar
en que primero nos vimos,
y sin querer nos pusimos
a suspirar.
A suspirar y a sentir
gozo en volver a juntarnos:
a suspirar y a mirarnos,
y a sonreir.
Porque amor casto entre dos
es colmo de las venturas,
y unirse dos almas puras
es ver a Dios.
Una mano le pedí
porque en sus lánguidos ojos
y en medio a sus labios rojos
brillaba el sí.
Ella, al oirme tembló,
y en mi largo tiempo fijo
su dulce mirar, me dijo
tímida: no.
Pero era un no, cuyo son
pone el corazón risueño:
un no celeste, halagüeño,
sin negación.
Por eso yo la cogí
la mano y con loco exceso
a imprimir sobre ella un beso
me resolví.
Beso que en mi alma crié
en sueño de gloria y calma,
y que por joya del alma
siempre guardé.
Puro como el arrebol
que orna una tarde de Mayo,
y ardiente como es el rayo
del mismo sol.
Pero al besarla, sentí
mi labio sin movimiento,
porque un negro pensamiento
me asaltó allí.
¿Quién sabe si el vivo ardor
de mi boca osada, ansiosa,
no iba a secar ya la rosa
de su pudor?
¿Quién sabe si tras mi fiel
beso, otro labio vendría
que ambicioso borraría
las huellas de él?
¿Quién sabe si iba el desliz
de mi labio torpe, insano,
a volver su mano, mano
de meretriz?
Mano asquerosa, infernal,
para el alma del poeta:
que sufre el beso y aprieta
el vil metal.
Así pensé... y fuime en paz,
dejándola intacta y pura:
y lágrima de dulzura
bañó mi faz.
El mendigo
La casa de baile muy bella lucía:
todo era cortina y luces y espejos,
y damas vistosas entrando a porfía
y música dulce sonando a lo lejos:
el vals bullicioso llevaba girando
los talles gallardos de vírgenes mil;
y la edad madura gozaba, mirando,
las frescas escenas de su antiguo abril.
La vista atractiva de un mundo risueño
que se odia y halaga, se adora y detesta,
que irónico alaba y encubre su ceño,
crujiendo pomposo sus ropas de fiesta:
la voz de la flauta poética, hermosa,
y tantas beldades y alborozo tal
llevaron mi planta veloz como ansiosa
(aún era yo joven!) al fúlgido umbral.
Alegres mancebos entraban conmigo,
cuando al ir entrando, tendida a nosotros
la pálida mano de anciano mendigo
pidiónos limosna, negada por otros;
pero aunque mil ayes el mísero exhala
y en su faz el lloro del hambre se ve,
la turba de mozos lanzóse a la sala,
y una carcajada su limosna fue.
Hecho ya al idioma cruel del agravio,
me mira el anciano y ante mí se pone,
mas yo, vergonzoso, con trémulo labio,
le di como todos mi estéril “perdone”.
Con la luz vecina de alegres arañas
dos lágrimas nuevas le vi derramar;
y al irse el mendigo, clavó en mis entrañas
el dardo profundo de un triste mirar.
Entré: la gran sala toda era hermosura,
que en carros lucidos al baile llegaron,
y a todas acaso sus mil desventuras
contó el hombre pobre, mas todas pasaron.
Y ostentaban todas, que era fácil verlas,
sus perlas, sus trajes, como hace una actriz,
sin ver que brillaban sus nítidas perlas
cual lágrimas tristes de un hombre infeliz.
Inmóvil en tanto, serio y pensativo,
quedé a los umbrales de la alegre sala,
temblándome el pecho, sin ver el motivo,
como hombre que acaba de hacer cosa mala.
Si acaso pasaba riendo un amigo,
creía escucharle que hablaba de mí:
ved: ese no tuvo que darle al mendigo
y viene a reírse y a danzar aquí.
Turbada mi mente de culpa tan grave,
quise, oculto en sitio más solo y sombrío,
que echase de mi alma la flauta suave
las nieblas confusas de aquel desvarío;
pero estando oyendo yo meditabundo,
noté, dominado por fatal esplín,
que el ¡ay! del mendigo sonaba profundo
por entre las voces de flauta y violín.
Y aquel hombre triste se pintó en mi mente
hasta que el cansancio disipó la fiesta;
por calles torcidas, oscuras, sin gente,
susurró en mi oído cláusula funesta:
se grabó en mi espejo: se sentó en mi silla:
de mi cabecera tomó posesión:
y la mano neqra de la pesadilla
la apoyó tres veces en mi corazón.
De codos en el puente
Le poéte en des jouds impies
vient preparer des jours meilleures,
il est l'homme des utopies:
les pieds ici, les yeux ailleurs.
V. Hugo, Les rayons et les ombres.
San Juan murmurante, que corres ligero
llevando tus ondas en grato vaivén,
tus ondas de plata que bate y sacude
moviendo sus remos con gran rapidez,
(monstruoso cetáceo que nada a flor de agua)
la lancha atestada de pipas de miel:
San Juan, ¡cuántas veces parado en tu puente
al rayo de luna que empieza a nacer,
y al soplo amoroso de brisas fugaces
frescura he pedido, que halague mi sien!
Entonces un aura, la más apacible
que en ondas marinas se sabe mecer,
que empapa sus alas en ámbar suave,
y a aquel que la implora le besa fiel,
haciendo en las olas que mansas voltean,
un pliegue de espuma, deshecho después,
llegaba a mis voces, cercábame en torno,
bañando mi frente de calma y placer:
y yo silencioso y a par sonriendo,
a Dios daba gracias del hálito aquél,
del beso del aura que casi es tan dulce
como es el de amores que da una mujer.
Mas siempre que pongo, San Juan murmurante,
el codo en el puente, la mano en la sien,
y siempre que miro los rayos de luna
que van con tus ondas jugando tal vez,
cavilo que fuiste, cavilo lo que eres:
y allá en las edades que están por nacer,
medito si acaso serás este río
que surca la industria con tanto batel,
o acaso un arroyo sin nombre, sin linfa,
que al pie de un peñasco, sin ser menester,
estéril filtrando, te juzgue el que pase
vil hijo de un monte sin nombre también.
que al paso que llevan los varios sucesos
que nunca atrás vuelven el rápido pie,
no extrañan los ojos ver llanos mañana
los cerros cargados de quintas ayer.
Asáltame a veces algún pensamiento
que el seno me oprime, y el débil poder
del ánimo triste, ni basta a templarle,
ni estorba tampoco que hiera cruel.
Amante ardoroso del arte divino
que esparce los rayos del claro saber,
sectario constante de todas ideas
que al lento progreso le suelten el pie,
desnudo de fuerza, privado de apoyo,
engasto en la rima, que sabe correr,
los gritos, los ecos de hermosa cultura
que atajen los males y tiendan al bien.
Mas ¡ay! ¡manso río! que van mis canciones
como esas tus ondas, que en dulce lamer
las unas tras otras tus márgenes corren,
y allá en la bahía se pierden después.
Y no me conceden los mudos destinos
la gloria profunda y el hondo placer
de verte ¡oh, Matanzas! ciudad adorada
que en dobles corrientes el rostro te ves,
colmada de fuerzas, colmada de industria,
feliz acogiendo, sin agrio desdén,
las artes hermosas que vagas mendigan,
y al vicio dedican su triste niñez.
Con todo, yo espero (porque es la esperanza
la amiga que el vate no puede perder)
que vean mis ojos un alba siquiera,
si un sol de cultura mis ojos no ven.
Si no, ¿de qué sirven, San Juan apacible,
tus aguas que brillan en manso correr,
tus botes pintados de rojo y de negro,
que atracan airosos a tanto almacén,
y el canto compuesto de duros sonidos
de esclavos lancheros que bogan en pie,
y alzando y bajando las palas enormes
dividen y azotan tus ondas de muerte?
El alba y la tarde
Y en los bellos cafetales
todo es frescura y olores,
besadas sus blancas flores
por las brisas tropicales.
Recuerdo, J. Padrines.
Cuando la aurora tiñe de rosa
el cielo, y de oro las blancas nubes,
cuando en la copa del caimitillo,
canta el pitirre la nueva lumbre,
cuando alza el velo de vagas nieblas
la parda noche que lejos huye,
es dulce cosa salir al campo
donde rociada la yerba luce,
y al terralillo de la mañana
tan deliciosa como salubre,
sentir oreado la sien ardiente
si largas velas de noche sufre.
Las cañas—bravas me ofrecen luego
su embovedada verde techumbre
que en arco ojivo me está brindando
brisas suaves y sombras dulces.
Tú, que tuviste la buena idea
de que estas cañas que al viento crujen,
en los ardores del seco agosto
del sol amparen al transeúnte
aunque no lleves, colono amable,
en letras y armas un nombre ilustre,
aunque no entiendas lo que es la fama,
ni el gusto sepas ni lo procures
de que en los corros del vulgo ciego
tu casto nombre jamás retumbe,
digna es tu casa que la señalen,
digna tu frente que la saluden,
dignos tus hechos que los publiquen
y tus palabras que las escuchen.
Mas no, mal digo, —de nada sirve
que te conozca la muchedumbre,
ni que el poeta con rima de oro
vista y proclame tantas virtudes,
más en tu elogio dice el silencio
de estos umbrosos y altos bambúes;
y a ti te basta, cuando paseas
por esta calle sin inquietudes,
ese sonido tan misterioso,
ese quejido tan hondo y dulce
que entre las hojas secas y largas
forma la tenue brisa de octubre:
canto apacible que te regala
naturaleza, porque eres útil:
eco amoroso del Dios que adoras
que te adormezca cuando susurre.
Pero bajemos al verde valle
que al pie del monte se extiende inmune.
¡Qué inspiraciones tan apacibles
en mí su vista feliz produce!
¡Auras cargadas de fresco aroma
que vuestras alas tendéis volubles
por las llanadas llenas de flores
y por los lagos tersos y azules,
las que a la aurora partís ligeras
en tropa alegre que trisca y bulle,
y por las tardes tenues y flojas,
lentas y tristes dejáis las cumbres,
y desmayadas venís al suelo
dando suspiros entre dos luces,
venid, y henchidas de mil recuerdos,
y de ilusiones y de perfumes,
a mis niñeces volvedme gratas,
que ya volaron como las nubes!
Forzoso ha sido que el libro cierre,
que adormeciendo mis pesadumbres,
tan distraído me va llevando
por este trillo que aquí concluye.
Tuércese el trillo, y en dos se parte:
uno la falda del monte sube,
y entre maniguas que le rodean
serpenteando llega a la cúspide:
otro hacia el valle, que va bajando,
entre verdosas piedras conduce.
¡Oh! yo me acuerdo que cuando niño
(¡felices horas!) me era costumbre
la tardecita bella del sábado,
sin acordarme del triste lunes,
con mis amigos los escolares
ir a esos montes que nos circuyen:
esas canteras por donde arrastra
Yumurí manso sus ondas dulces,
ondas sangrientas, tradicionales,
que aún no han cantado nuestros laúdes.
Ibamos todos lanzando gritos
que las cavernas nos repercuten:
íbamos todos, dadas las manos,
corriendo alegres a igual empuje:
y al acercarnos, en cada hoyuelo,
que en lodo negro trabaja y pule,
el pueblo huraño de los cangrejos
atropellado corre y se sume.
Y persiguiendo la mariposa
o el grillo verde que a saltos huye,
y el platanillo buscando ansiosos
que el dulce fruto sagaz encubre,
y cosechando las blancas niguas
que como perlas al aire lucen,
en excursiones, juegos y cantos
se iba la tarde, mientras difunde
sobre los muertos rayos solares
su pardo velo la noche fúnebre.
La bella doctora
En noche lloviznosa
me place, Micaela
discreta como hermosa,
verte junto a la vela
leer con voz sonora
casta y pura novela.
Tu voz encantadora
hace vivo y palpable
cuanto el libro atesora;
y en magia inexplicable
tú o el autor se ignora
quién luzca más amable.
Y mientras la ventana
forma, al cruzar la brisa,
un son de queja vana;
y trémula, indecisa,
la luz juega y ondea
dentro la guardabrisa,
en corro te rodea
tu familia amorosa,
y en descubrir se emplea
con atención ansiosa
el fin que se clarea,
de la novela hermosa.
Yo, que a dicha consigo
en reunión tan bella
el título de amigo,
y siento en mí la huella
de tu expresión potente,
gozándome con ella
contemplo alegremente
que sobre tu cabello,
tus labios y tu frente
derrama su destello
la vela, y juntamente
el claroscuro bello.
Y si el dolor te doma,
oh!, cómo a tu mejilla
la lágrima se asoma!
Y si en acción sencilla
va a empujarla tu dedo,
más al borrarse brilla,
¡oh! hermosa! No hayas miedo
que descomponga el llanto
que se resbala quedo,
tu faz, toda de encanto;
que así llamarte puedo
un ángel puro y santo.
Angel de faz risueña,
como el pintor lo busca
y el trovador lo sueña.
Nada en tu rostro ofusca:
todo es contorno hermoso,
y nada en forma brusca.
Oh! dale algún reposo
al corazón que halaga
tu acento poderoso,
porque mi mente vaga
lo juzga el son meloso
de una invisible maga.
Si en triste peripecia
el libro al fin termina,
(que el siglo las aprecia)
y tu expresión divina
pinta el ¡ay! con que muere
la cándida heroína,
tanto su voz nos hiere,
que en interior destrozo
no hay faz que no se altere;
y es, ¡oh artístico gozo!
por más que hablarte quiere,
cada labio un sollozo.
Vanse en tanto las horas
y combatiendo el techo
las gotas crujidoras,
parece el son deshecho
de la brisa estrellada
que gime con despecho,
la lánguida tonada
de mística elegía
con gritos salpicada,
que en tu loor envía
la garganta sagrada
de la noche sombría!
La madrugada
Necio, y digno de mil quejas
el que ronca sin decoro
cuando el sol con rayo de oro
da en las domésticas tejas.
¿Puede haber cosa más bella
que de la arrugada cama
saltar, y en la fresca grama
del campo estampar la huella?
Campo digo; porque pierde
la mañana su sonrisa,
en no habiendo agreste brisa,
mucho azul y mucho verde.
No hay que gozarla en ciudad:
en todo horizonte urbano
se estaciona de antemano
triste vaporosidad.
Luego ved tanto edificio
alto, serio... angustia dan:
el alba, el sol allí están
como sacados de quicio.
No: yo he de andar a mis anchas
una campiña florida,
por ver del alba querida
la faz virgen y sin manchas:
Verla en oriente lucir
diáfana, rosada, bella,
como una casta doncella
que enamora al sonreír.
Yo no sé cómo hay cabeza
tan interesada y fría,
que no ame, al rayar el día,
la hermosa naturaleza.
Vedla rejuvenecerse:
vedla rodar con el río;
brillar pura en el rocío;
con los árboles mecerse:
arrastrada en el reptil;
fiera y alzada en el bruto;
dulce en el colgado fruto;
risueña en la flor gentil.
¡Oh Dios!... Allá en mis niñeces,
antes de brotarme el bozo,
con qué sencillo alborozo
vine a ver esto mil veces!
Ya una errante mariposa
con su matiz me atraía;
ya olvidado me ponía
a contemplar una rosa.
Siempre alegre. —Ya se ve;
nunca entonces cavilaba,
ni mis cejas arrugaba
algún triste no sé qué.
Después, como entré en más años
y como ví una hermosura,
tuve por triste locura
ver sol, montes, y rebaños.
¡Qué ingrato fui! —Pero bien
se vengó naturaleza.
Aquella ingrata belleza
olvidóme con desdén.
Vertí un mar de llanto: el alma
no se me hallaba sin ella:
al fin una amiga estrella
dolióse, y me puso en calma.
¡Oh, qué dolor tan agudo
es olvidar!... Pero al cabo,
rotos los grillos de esclavo
curóme el médico mudo:
el tiempo, el tiempo veloz,
que tiñe nuestras cabezas
de blanco, y tantas bellezas
deja sin luz y sin voz.
De entonces acá me place
ver la escena matutina
segunda vez: —medicina
celestial que me rehace.
Con todo mis cicatrices
se ensangrientan y suspiro
a donde quiera que miro
dos amadores felices.
Y aún con menos ocasión.
Si oigo el susurrar alterno
de dos palmas, en lo interno
se me angustia el corazón.
Si en un ramo miro a solas
dos aves cantar querellas;
si relucir dos estrellas;
si rodar dos mansas olas;
si dos nubes enlazarse,
y por el éter perderse;
si dos sendas una hacerse;
si dos montes contemplarse,
me paro, y con ansiedad
recuerdo que a nadie adoro:
miro tanto enlace, y lloro
mi continua soledad.
El sinsonte y el tocoloro
Entre las aves del monte,
ídolo que ardiente adoro,
brilla más el tocoloro,
canta mejor el sinsonte.
Dos monteros te adoramos,
linda flor de Canasí,
dos esperamos tu sí
Y esperándolo penamos.
Mientras el sí no gozamos
que hasta el cielo nos remonte,
a escuchar, mi amor, disponte
la idea que concebí
de mi rival y de mí
entre las aves del monte.
Una tarde en mi rosillo,
que mi tristeza remeda,
me entré por una arboleda,
donde perdióseme el trillo.
En un alto caimitillo
vi que cantaban a coro
un sinsonte, un tocoloro—
y en mi rival cavilé,
y de este modo exclamé,
ídolo que ardiente adoro.
Aunque la gracia me sobre
y aunque no tengo mal pico,
él es tocoloro rico
y yo soy sinsonte pobre.
¿Quién hay que paciencia cobre,
muerto de amor, y sin oro?
¿Quién no se deshace en lloro
al ver, al considerar,
que aunque no sabe cantar
brilla más el tocoloro?
Mas yo espero, linda flor,
linda flor de Canasí,
que tú buscarás en mi
no dinero, sino amor.
Mi esperanza no es error,
y aunque el tocoloro apronte
su pluma, que alegra el monte,
tendrás su canto por ronco,
pues siempre y en cualquier tronco
canta mejor el sinsonte.
.
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