Pablo Montoya
Pablo José Montoya Campuzano, es un escritor y poeta colombiano nacido en Barrancabermeja, en 1963. Realizó estudios de música en la Escuela Superior de música de Tunja y es graduado en filosofía y letras de la Universidad Santo Tomás de Aquino en Bogotá. Obtuvo la maestría y el doctorado en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos en la Universidad de la Nueva Sorbona-París. Obtuvo el Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento “Germán Vargas” (1993). Por su notable trabajo ha recibido varios premios y reconocimientos entre los cuales se encuentran: la beca para escritores extranjeros en 1999 otorgada por el Centro Nacional del Libro de Francia por su libro Viajeros; en el 2000 el premio Autores Antioqueños por su libro Habitantes; su libro Réquiem por un fantasma fue premiado por la Alcaldía de Medellín en el 2005; ganador de la beca de creación artística de la Alcaldía de Medellín en 2007 para escribir el libro El beso de la noche; en 2008 obtuvo la beca de investigación en literatura otorgada por el Ministerio de Cultura que le permitió escribir "Novela histórica en Colombia, 1988-2008: entre la pompa y el fracaso"; y en 2012 obtuvo la beca de creación literaria, en la modalidad de novela, de la Alcaldía de Medellín.
En 2015 ganó la XIX Edición del Premio Rómulo Gallegos con su novela "Tríptico de la Infamia", Random House Mondadori, 2014, siendo el quinto colombiano en obtener dicho reconocimiento. A Montoya lo antecedieron Gabriel García Márquez en 1972, Manuel Mejía Vallejo en 1989, Fernando Vallejo en 2003 y William Ospina en 2009.
Actualmente es profesor de literatura de la Universidad de Antioquia y docente invitado en la Universidad Eafit, donde aborda el curso de Novela Histórica de la Maestría en Hermenéutica Literaria. Ha sido, igualmente, profesor invitado en las universidades de Mar del Plata y la Nueva Sorbona-París. Coordina un taller de ensayo literario en la Universidad de Medellín. En su obra dialogan la historia, la música, el viaje, el erotismo, las bellas artes con la situación de exilio y violencia del hombre contemporáneo. Cercana siempre a la poesía, su escritura maneja con cuidado el lenguaje. En sus libros se presenta un conmovedor combate entre la desdicha y la ironía, la erudición y la desesperanza.
Sus novelas,cuentos y textos críticos han sido destacados en numerosas publicaciones nacionales y del exterior. Así mismo sus traducciones de escritores franceses y africanos, difundidas en distintas revistas y periódicos de América Latina y Europa.
Descripción
Pablo Montoya es uno de los escritores colombianos más completos de su generación. Su obra abarca los géneros de la novela, el cuento, el poema en prosa, el ensayo y la crítica literaria. De su obra ensayística sobresale "Música de pájaros" donde Montoya hace, con una excelente mezcla de erudición musical y literaria, un recorrido por ciertos compositores y obras musicales de diversas épocas, entre ellos se pueden citar Bach, Beethoven, Berlioz, Pierre Henri, Stravinski y Olivier Messiaen. Sus textos críticos más destacados son: “Fernando Vallejo: demoliciones de un reaccionario”; “Mito y España”; “Los dones del exilio”; "Julio Cortázar y la revolución" y su libro “Novela histórica en Colombia, 1988-2008 entre la pompa y el fracaso”. Su obra de poética está conformada por los libros de poemas en prosa "Viajeros", "Cuaderno de París", "Trazos" y "Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto". En estos dos últimos libros el referente principal es el universo de la pintura. En el registro novelesco, sus tres novelas “La sed del ojo”, “Lejos de Roma” y "Los derrotados" entran en la categoría de novelas históricas.
En la obra literaria de Montoya podríamos distinguir distintas etapas según su temática y las principales influencias que ha recibido. La primera etapa está representada por "La Sinfónica y otros cuentos musicales" y "Razia", y está impregnada de la vena musical proveniente de la formación musical que tiene el escritor y así mismo de la influencia de Alejo Carpentier y Julio Cortázar. Su siguiente libro “Habitantes”, que posee elementos kafkianos, es un puente entre la primera época y un segundo momento en el que sobresalen los libros de cuentos "Réquiem por un fantasma" y "El beso de la noche". Ambos libros, que nombran desde el estupor y la muerte, la ciudad de Medellín, toman diferentes tonalidades estilísticas que provienen de la literatura francesa contemporánea representada principalmente por Pascal Quignard y Pierre Michon. Sin duda alguna, la vivencia en Francia de Montoya ha marcado su obra. Esto es aún más visible en las dos novelas donde las voces de Albert Camus y Marguerite Yourcenar se dejan escuchar. En su último libro de cuentos publicado, "Adiós a los próceres", los influjos literarios podrían situarse en Voltaire, por el giro paródico que presenta la obra; pero también se detectan destellos de Marcel Schwob, de Borges, de Tolstoi y de García Márquez.
Sus libros mejor recibidos son "lejos de Roma", novela que recrea el exilio de poeta romano Ovidio, merecedora de elogios por parte de la crítica colombiana, y la agrupación de prosas poéticas llamada “Viajeros”. Las minificciones o poemas en prosa de "Viajeros" recogen personajes de la historia y de la imaginación e intentan condensar, desde la brevedad y el manejo de una escritura contundente, la historia del viaje. Los personajes de este bello libro son vistos desde la perspectiva del viaje y desde un novedoso punto de vista que consigue “que las memorias de otras épocas nos retraten más íntimamente que la imagen de nuestro propio rostro en el espejo del lenguaje”
Estilo
A pesar de las fronteras que pueden marcar los géneros como el ensayo, la crítica literaria, el cuento, la novela y la poesía, Pablo Montoya mantiene en toda su obra un estilo propio que se caracteriza por la frase corta, concisa, con palabras precisas que denotan lo que podríamos llamar una “artesanía literaria”. El ritmo de su escritura y las atmósferas evocadoras construidas se mantienen a lo largo de todos sus textos. Se trata, en esencia, de un estilo sobrio y exquisito que, sin importar la estructura formal que se proponga, sitúa su obra más en el ámbito poético que en cualquier otro.
La narración corta y en constante tensión es otra de las peculiaridades de su obra, así como la visión fragmentada de los personajes que se nos presentan a través de características individuales que el lector debe tratar de encajar a su modo para crearse para sí una idea de lo que está escrito.
Otra característica ostensible de su apuesta estilística es la ruptura de los géneros literarios a partir del uso constante de la prosa poética en sus cuentos y novelas, pero agregándoles un toque renovador como en “Viajeros” donde la crítica ha detectado rasgos de minificción y de biografía apócrifa.
Temas recurrentes
En la obra de Pablo Montoya existe una serie de temáticas que aparecen recurrentemente. La violencia y la realidad social de Colombia, particularmente de Medellín, son expresadas de un modo novedoso. Su crítica es muchas veces de forma indirecta y sutil por lo que se aleja completamente de la escritura sensacionalista o lo que podríamos llamar la “crónica roja”.
La música es otro de los temas constantes, especialmente en su obra temprana donde es el tema central de sus cuentos de “La Sinfónica” y de los ensayos que integran "Música de pájaros".
Los diálogos con la historia atraviesan, igualmente, su producción literaria. En ella hay múltiples referencias a personajes de la historia que se reforman o actualizan a través de la imaginación del escritor que fusiona las épocas o transporta los personajes a otras realidades. En las obras donde esto se evidencia con mayor claridad son “Viajeros” y su novela “Lejos de Roma”.
El viaje es, igualmente, una temática frecuente en la obra de Pablo Montoya.
Obra publicada
Libros de cuentos
Cuentos de niquía, 1996
La sinfónica y otros cuentos musicales, 1997
Habitantes, 1999
Razia, 2001
Réquiem por un fantasma, 2006
El beso de la noche, 2010
Adiós a los próceres, 2010
Adagio para cuerdas, 2012
Poesía
Viajeros; 1999
Cuaderno de París, 2007
Trazos, 2007
Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto, 2009
Programa de mano, 2014
Novela
La sed del ojo, 2004
Lejos de Roma, 2008
Los derrotados, 2012
Tríptico de la infamia, 2014
Ensayo
Música de pájaros, 2005
Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso, 2009
Un Robinson cercano, diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX, 2013
La música en la obra de Alejo Carpentier, 2013
Premios y reconocimientos
Premio del Concurso Nacional de Cuento “Germán Vargas”, 1993
Beca para escritores extranjeros, Centro Nacional del Libro de Francia, 1999
Premio Autores Antioqueños, 2000
Premio en modalidad de cuento Alcadía de Medellín, 2005
Beca de creación Alcadía en Medellín en cuento, 2007
Beca de Investigación literaria Ministerio de Cultura de Colombia, 2008
Beca de creación Alcaldía de Medellín en novela, 2012
Premio Rómulo Gallegos, 2015
Viajeros. Poemas ilustrados. Ilustraciones de José Antonio Suárez Londoño. Medellín, Colombia: Tragaluz editores, 2011.
UN CRUZADO
Fui uno en ese viaje santo y también fui todos. Salí de Clermont, de Tolosa, de Legia, de Lorena. Perseguí la redención tocando lo execrable. Mi caballo devastó, mi espada degolló, mi boca profirió denuestos en las jornadas del saqueo y estuvo atada al responso en la angustiada noche. Por los caseríos de Hungría, como un viento arrasador, se extendió mi mirada hambrienta de eternidad. Sobre el mar que rodea a Constantinopla pasó, confundida en la multitud, mi conciencia de perecimiento. Busqué al Creador encerrado en el delirio. Pero en Maara y Antioquía Él se escondió entre la sangre y la epidemia. Su rastro fue inasible entre despojos que siguieron hasta que Jerusalén fue liberada. La ciudad nos perteneció ese día, y el humo de los incendios hizo una inmensa cruz en el firmamento. Entre los gritos de espanto, mis manos se mancharon de horror, pero aspiré por fin el hálito implacable de Dios.
DANTE
Sospechar que en la armonía de los astros no está ella, y que en su luz se despedaza el resplandor del Paraíso. Y pensar esto es el origen de una condena porque, de súbito, me hallo en la primera página de otro viaje que mi mano escribe. Veo la loba, el león, la pantera, y en la encrucijada de sus acechos leo la inscripción que me lanza a la bruma. En el momento indicado digo: ¡Maestro! Pero Virgilio no está. Levanto la cabeza y lo veo, ajeno a mí, bordeando los abismos. Lo llamo y no oye. Corro pero cada paso que doy es uno dado por él. La distancia es atroz y permanente. Entonces, un nuevo Infierno, el verdadero, empieza para mí. Sin guía y con la certeza de que no hay nadie a quien seguir. Beatriz, grito, y a mi eco se une el coro de los condenados.
GUILLAUME DE RUBRUCK
Hay otros de tez clara en estos dominios. Sé de varios sirvientes húngaros en la corte de Mongolia, de la hija de un ruso que teje la seda y atrae el amor con conjuros, de un mancebo inglés que reconoce a la muerte en las manos de los hombres. Por ser franciscano, y embajador de Luis, se me ha permitido hablar de Cristo con los sabios de este imperio.
Ellos desconocen el espíritu que iluminó a Abraham, y no por insensatez, pues son muchas las montañas, los lagos, tantos los pueblos de Mahoma que nos separan. Pero duele saber que todo en la tierra les parece ficticio, hasta Gotama, el lúcido. Lo que persiguen, a través de pacíficas virtudes, es la nada en las vastas estepas.
Me escuchan hablar de Roma, de la Biblia, de la ciudad de Agustín y de las Consolaciones de Boecio. Y al contarles del Paraíso y los eternos castigos, del enigma de la trinidad, concluyen que la mía es una vía engorrosa para llegar a Dios.
Después guardan silencio. Buscan el reposo de las tiendas bajo la noche constelada de Karakorum. Cuando hago lo mismo, creo vana la tarea de adoctrinarlos. Acaso hay verdad en su búsqueda. Con el sueño la sospecha me cubre. Quizá la cruz no sea el único camino.
IBN BATUTA
Las ciudades del Nilo me llevaron a la morada del Altísimo. Pensé ir a Damasco y lo hice. Quise conocer las tierras de Omán y Omán fue atrapada por mis ojos como una piel deseada. Luego fueron las Maldivias donde escuché lo maravilloso y lo banal. Mi sed de viajar se desató. Los espacios y el tiempo escaparon de mis cálculos habituales. Empecé a devorar las leguas que faltaban sin siquiera imaginarlas. De las aldeas otomanas pasé a las rusas. Después fue la China, donde no hay noción de término. Viajar es ignorar el punto de llegada, y quisiera continuar hasta encontrar algo semejante al fin. Pero soy tan sólo un hombre y es necesario volver al sitio de partida. Regresar a Tanger. Y ver de nuevo la primera luz. El primer mar. Rozar con mis dedos las primeras piedras.
UN PEREGRINO
Santiago de Compostela está cerca. Los hombres duermen el cansancio de horas caminadas. O miran el fuego como si fuera la primera vez, mientras el vino humedece los mendrugos. Soy músico trashumante. Al silencio de las posadas lo ilumino con mi laúd. Sé canciones que describen la muerte como una danza ebria. Al culminar el último relato de brujas, mi música es humo, juego de niebla, espejo de la luna. Y estoy tocando cuando un extranjero aparece entre nosotros. Tiene cuerpo de alfanje. Su palabra es pausada. Los ojos, dos teas inextinguibles. Sólo nos resta enfrentar el engaño, la enfermedad, el horror, dice, con el cuerpo. Aconseja fornicar, único júbilo que conduce al Paraíso, o masturbarse junto a los árboles en flor. Explica que la ruta de aquí abajo es breve. Y la de arriba, dibujada en las estrellas, no nos corresponde porque es inaccesible. Más allá de ese templo, falsa tumba de un apóstol, concluye, no hay sino desolación. Algunas mujeres se persignan. La palabra hereje se desliza junto a la fogata. Sin siquiera beber un vaso de vino, el hombre se marcha. El eco de sus pasos nadie lo escucha. Sólo mis sonidos lo persiguen.
Programa de mano. Editorial Universidad Javeriana, Bogotá, 2014.
Borodin
Le has visto sus ojos enormes. Su boca que al sonar es la tormenta y también la llovizna. Y has visto el arce sin hojas. El cielo limpio como jamás puede serlo el poema. La nieve resplandeciendo con un brillo que solo a ella le pertenece. Has recordado la fila que hiciste durante tantos días. El frío como un puñal clavado en la piel de la intemperie. Y aquella mujer que te reconoció entre el gentío. No hay mayor resistencia que el amor, te dijo. Ni otro escudo contra el miedo que la esperanza de una libertad distante. La mujer tocó tus manos. Te pidió que escribieras sobre el dolor de Rusia. La miraste y prometiste hacerlo a pesar de que en ti estaba adherida la extenuación. Aún no logras entender cómo pudiste convocar esa fila degradada y a la vez intacta de la mancha. La blancura que roía el suelo con su hermosura horrenda. La espera de tu hijo y de todos los hijos del mundo detrás de los barrotes. Ahora, cuando suena el cuarteto de Borodin en el tocadiscos, sigues creyendo que los grandes ojos de la música iluminan los espacios más sombríos. En tu casa, llena de libros viejos, de plantas que crecen en los rincones mustios, la lluvia colándose por los intersticios, el violín se apacigua ante la viola y el violonchelo. Y la pausa de la redención se expande nuevamente por tu cuerpo.
Granados
Mi madre escuchaba a Granados en las noches de su adolescencia. Fue ese el tiempo de sus sueños más queridos. Las Danzas Españolas le hacían desear una felicidad tenue. El amor para mi madre era un raro temblor. Y no el largo marasmo que vendría después. El piano le pronunciaba ese pálpito, cuando un radio en la cocina de su casa atrapaba las ondas en la noche. En el día, empero, ella hacía los menesteres del hogar. Pilaba el maíz. Lo molía. Hacía las arepas. Barría. Hilaba. Realizaba mandados. Después recitaba algunos versos de Rafael Pombo para el colegio. Y las sombras largas de Silva le erizaban los vellos de sus brazos. Mi madre tenía tiempo incluso para tejerle las trenzas a mi abuela. Para leer con sus hermanos menores pasajes del Eclesiastés. Afuera, Yolombó era un eco lejano de pompas mineras. Y las campanas sonaban en las horas de los rezos. Todo se repetía cada mañana con una puntualidad pudorosa. La música de Granados, en cambio, era una fisura y una revelación que, rozando las ollas y los platos, llegaba hasta mi madre. Ella dejaba su camándula y se sentaba junto al radio. Cerraba los ojos. Acariciaba sus brazos blancos y ardientes. Y, en la ventana, cuando los volvía a abrir, encontraba las estrellas del cielo.
Viktor Ulman
Terezín tiene el relieve de un eczema. Él me lame y lo seguirá haciendo hasta que el tren pare. Y no habrá más viento en la agonía de la espera. Quizás el fuego se encargará de nuestros cuerpos. Seremos ceniza flotando en una tierra que nunca merecimos. Pero sigo vivo después del encierro. No reconocerlo es como si el horror me devorara del todo. Estoy vivo gracias a la música. Ella me hizo su elegido. Sus mensajes los transmití a los otros. Alguien me llamó aeda del infierno al saber que mi voz estaba sesgada de sonidos. El tiempo de herrumbre, en Terezín, lo enfrenté con ellos. No había otra arma ni otro escudo. Su esencia, pese a su porquería, me pareció más soportable que cualquier suplicio. Pero el tren empieza a detenerse. Hemos llegado a Auschwitz. Por una hendija de la puerta vislumbro los contornos del campo. Entre el tumulto, una mujer le dice a un niño: No te asustes, amor mío, no te asustes. Y yo me aferro, como si fuese mi salvación, a ese susurro.
Foto por Jairo Ruiz Sanabria
Brahms
El ciclo de las devastaciones se ha instalado en la Tierra. El cielo es difuso y tiene el matiz de la desesperanza. Los ríos crecen. Las lluvias arrecian. Las epidemias no dan tregua. Hay fulguraciones en el horizonte. Acaso sean una señal de término o de advenimiento. No sé cuántas muertes he presenciado. Vano es explicarme por qué sigo incólume en medio de la catástrofe. Consciente de las turbulencias y liberado de la mácula. Pero en la pérdida creo afirmarme. Parezco el arbusto que crece al borde del despeñadero. Soy quien buscó durante años un regazo donde poder aceptar las aniquilaciones. Y pensé que no me sería permitido el descanso. Pero, como una dádiva inmerecida, apareció tu música en aquella casa abandonada. Y en ella entré como se entra en el olvido.
Verdi
Qué veías, recostado en la mecedora, cuando escuchabas el coro de los prisioneros de Nabucco. A qué recodo ibas cuando el preludio de La Traviata sostenía el calor de Barrancabermeja. Qué rozabas con tus manos cuando la obertura de La fuerza del Destino invadía tus venas llenas de alcohol. Eras uno más que se perdía en la música. Y bebías y fumabas. Y pedías a tus hijos, que iban y venían por la casa, eran mis hermanos y yo aún no podía saberlo, hacer silencio para que Verdi pudiera conducirte a Copacabana. Pero en Copacabana solo había aposentos de polvo. La miseria de una infancia todavía no conjurada. La muerte de tus padres, insulsa y anónima. En esos años yo te contemplaba desde mi bruma prenatal. Cuando no tenía ojos todavía para traspasar el tiempo. Ni la intuición suficiente para entender que yo nacería de tu simiente y no tú de la mía. Ahora que escucho esas arias de tristezas irresolutas, que tengo la misma edad que tenías cuando comprabas los discos gramophone para escucharlos en Barrancabermeja, ahora que sé que el fracaso es derramar lágrimas mientras la música existe, busco señales. Una sola que diga cuándo estaremos juntos otra vez.
Messiaen
Picos rutilantes. Su elongación es la de las constelaciones. Las miradas de mineral jamás holladas. Soy la concavidad que sus vuelos buscan. Morada de su divina esencia. Vasija breve capaz de contenerlos. El universo es un agujero sin fondo. Solo la luz puede confrontarlo. Una estela infinita de pájaros me acoge. Las estrellas señalan nuestro rumbo.
Gorecki
Te fatigan los experimentos atonales. Ellos marcaron, es verdad, tus primeros pasos. Y algo ha quedado de ese trasegar por las investigaciones del sonido. Estructuras, aparatos electrónicos, secuencias de laboratorio para decir que la música nombra la orfandad de nuestros días. Pero tú eres polaco y en tu país el horror se ha enraizado entre los hombres. Intuyes que, para revelar el sufrimiento, quizá sea mejor expresarse con la simpleza de una música anónima. No quieres gritar ni protestar. Sabes que lo que deseas componer está destinado a hombres que solo quieren oír un canto. Por eso buscas los sonidos de la tierra. Has rastreado canciones que se entonan como un coro de murmullos. Como una esperanza callada en medio de los fusilamientos y las cámaras de gas. Has terminado aferrándote a esa savia porque comprendes que ella alimenta la vida del modo en que la lluvia lo hace con los secos sembradíos. En ella encontraste la voz de la madre que busca al hijo en la guerra. Leíste en las paredes de una prisión las palabras de Helena. Palabras que brillan entre una maraña de insultos de hombres que también fueron masacrados. La madre pregunta en la canción por qué mataron a su hijo. Helena escribe con sus uñas en la cárcel: “Madre no llores, reina de los cielos, ayúdame”. Entonces concibes una sinfonía capaz de explayarse en los oídos como una lamentación. Algo lento para una orquesta reducida y una voz de mujer que acentúe el dolor y lo consuele. Yo escucho ahora esa música tuya. Y sé que al llorar tus muertos, puedo llorar los míos.
del libro inédito Hombre en ruinas.
PAÍS CÁTARO
1
Carcas y el sonido de la campana. El rostro femenino que le dio nombre a este diseño de fortificaciones. Una ciudad sobreviviente a pesar de la brutalidad. Cómo no llorar ante sus torres. Palidecer de vergüenza en las almenas sin nadie. Depositar una flor o una hoja, menoscabadas por la estación de las lluvias, sobre alguna de las estatuas decrépitas. Por ejemplo este hombre sin faz que hace una señal de esperanza en el vacío. O el cordero cuya cruz es una espada fragmentada que penetra su lomo. O el ave que abre el pico y no tiene la espiga y es como si aullara a lo largo de los años. Cómo hacer que mis pasos sean el homenaje y también la protesta.
2
Trencavel espera. Afuera la algarabía de los caballeros que deciden. Los pasos de los vigilantes. Una lanza y un escudo. La cruz roja como distintivo.
Trencavel ha defendido la tierra de sus ancestros. Un linaje enraizado en Galia y en Roma. Mezclado con los visigodos y los francos. Su espada luchó contra los sarracenos y ahora lo hace contra los franceses. Esa plaga del norte que lo quiere despojar de sus pertenencias bajo la excusa de un dios que, en el fondo, es también el suyo.
Trencavel cree que no es justo morir a su edad. Es joven y le da rabia saber que lo traicionaron. En vez de la gloria de una batalla en donde muriesen él y otros miles, ha decidido salvar a la gente que buscó el amparo en Carcasona. Y esta derrota lo confunde.
Pero es verdad que también ha peleado. Su deseo de vencer al ejército de los cruzados ha sido sórdido. Recorrió entonces los alrededores de la ciudadela. Ordenó arrasar los molinos de viento. Dijo que incendiaran todo sembradío y muchos animales fueron sacrificados.
Pero a Trencavel lo engañaron. Un fantasma, alguien que dijo ser de su familia, una sombra cuyo nombre nunca reconoció, le aconsejó que se entregara. El caballo y su jinete fueron vistos por los bandos enfrentados. El conde se entregó buscando una falsa salvación para los suyos. Fue fácil separarlo de su familia. Después lo arrojaron a la mazmorra.
Trencavel tiene hambre. Están encadenadas sus manos blancas. El pelo es un pegote mísero. En el pecho se juntan los ronquidos con una tos que lo marchita irreversiblemente. Cómo me recordarán después, se pregunta. Quizás sea un mártir inútil de Occitania. Quizás un santo sin ningún cielo
Pero sus oídos están intactos. Y cree oír la lluvia y su caída. A lo largo de las paredes sigue su impronta. Quiere alcanzarla y tocarla. Agua, dice, querida agua mía, antes de cerrar los ojos.
3
Entre tantas torres imponentes, esta pequeña columna, como una aparición repentina, que separa dos vacíos. Uno en donde yace el afuera siempre inquietante. El otro desde el cual espero tu llegada. ¿Vendrás a nuestra cita? ¿Vestida con una túnica capaz de detener o apresurar el viento? Desde aquí observo la Montaña Negra. Nos gustaba verla. Distante y transparente. Recuerdas que desde lo alto, tomados de la mano, escuchando el trajín de Carcasona, nos sentíamos unidos en el ensueño que otorga la visión de toda lejanía. Durante un tiempo estuviste varias veces aquí, mientras yo peleaba, en las atalayas, contra los hombres de Monfort. Ahora, abandonado en el porvenir, de nuevo frente a esta columna, espero vanamente tu llegada.
4
Mujer con niño en sus brazos. Ternura plasmada en la piedra. El paso de las horas la ha estropeado. Levedad del traje que cubre la piel y la vuelve perenne en su dureza. La miro más a ella que al niño. Porque él es una remembranza de lo que yo fui. Me detengo en el pliegue de sus labios, en la corta extensión de los ojos. El peso de una esperanza sosteniendo el arrasamiento ineludible de las cosas. Amo esta pausa ficticia. Creo en la sonrisa del amor. Pese al abismo voraz que nos circunda.
5
Subimos y bajamos escalas. La fatiga no forma parte de nuestro itinerario. Al contrario, la perplejidad es un escudo en que el corazón se acoge sin tropiezo. La piedra muerde los pies y caminamos con sigilo. Pero cómo no enfrentar estas sendas y preferir su relieve punzante a la superficie de la hierba. Porque en vez de recostarnos sobre ella, y degustar del firmamento que se despeja arriba, deambulamos a lo largo de las palestras. No vacilamos en otear la distancia, como si fuéramos antiguos vigilantes, desde las troneras de las arqueras. Aunque nada vemos distinto a una calma estremecida por el aleteo de pájaros grises y silenciosos. En ocasiones, miramos por las ventanas más altas y un vértigo nos irriga la sangre con delicia. Entonces a este repentino mareo lo sucede un horizonte de medianas barbacanas. Una de ellas nos recibe como una habitación cuya profundidad está marcada por el perfil rotundo de la luz. Nuestra condición de espectro la reconocemos al recorrer las últimas murallas. A lo lejos contemplamos la espesura de los bosques como si fuese el cabello de una criatura aún no soñada. Aquí, a un paso de nuestras sombras, el agua del río suena intermitentemente. Y es el temblor de los cuerpos, por fin extenuados, lo que finalmente nos favorece. Salimos de Carcasona entendiendo que la única ansia es estar atrapado en estos recintos. Por un momento no sabemos si la salvación es la mejor suerte. O si el sacrificio es lo que seguimos añorando.
6
He llegado a Beziers. A su aire de nubes altas y casas mudas. Toco lo que ha quedado del ayer. El eco tumultuoso de una jornada en la que el fuego devastó a crédulos irreverentes. Atravieso el puente de los arcos. Y, reflejado en el agua, más allá del círculo que se trama en la superficie, veo el rostro de la estupefacción. Escalo hasta la gran torre y desde allí miro las arboledas del Orb. Mientras ofrezco mi rostro para que el viento lo sacuda, la sangre exaltada por el resplandor verde del entorno, diviso la horda. Hambrienta más allá del río. Sus tiendas y los caballos y el humo de las marmitas y la exhalación de los guerreros. Aguzo mi oído más íntimo y se tensan todos mis nervios para escuchar la orden. Aunque sé que no me urge tanta cautela. Porque esas palabras flotan hasta en la memoria de las hojas y en el fluido de los pedruzcos. Entonces lo veo. En el punto más álgido de la luz de julio. Arnald Amalaricus. Su rostro blanco sesgado por la herida de los célibes. La figura larga como una guadaña. Mis ojos se encuentran con los suyos. Pero, clausurados por la convicción del demente y los barrotes del tiempo, no pueden verme como yo a él. Un sonido de cruces golpeadas entre sí rodean sus palabras. Maténlos a todos que Dios sabrá reconocerlos. Cuando empiezan los gritos, la muerte bailando su acostumbrado hábito de posesa, doy la vuelta. Tomo aire y enfrento este precario presente. Mi cuerpo tiembla pero está altivo. Y mis ojos persiguen otra sombra. Alguien ha cruzado la plaza. Tararea una música que le transmiten los audífonos. Poco antes me había mirado y sonreído.
7
Y esta mujer que emerge de entre un fondo de flores grises. Ella misma grisácea en su pétrea esbeltez. Las trenzas cayendo sobre sus hombros y dejando en mi iris la certidumbre de la delicadeza. La nariz arrancada como si los siglos fueran una fiera sedienta de lo bello. Los labios siguen trazando, empero, el gesto de una felicidad recóndita. Su mano sostiene algo que yo supongo es un libro. Una sacerdotiza portando el estandarte de la elegida. Joven y arcaica como una oración dicha en la hora más avanzada de la noche. La perfección depositada en un cuerpo capaz de transmitir el privilegio del bien. ¿Qué pasaría si la otra mano se configurara de nuevo y se dirigiera hacia mí? ¿Tendría fuerzas para desdeñar su rumbo?
8
Volver a las piedras en Montségur. Mirando las montañas nevadas. El hielo deshaciéndose en las faldas cubiertas por el verdor de la primavera. Como un beso en las mejillas es el viento y el cielo está radiante como si hubiera sido modelado por una mano bondadosa. Volver a las piedras en Montségur. Amontonadas o dispersas en sus muros carcomidos. Abajo las fisuras sembradas de árboles secos. Los mercenarios que esperan alcanzar la victoria. Y en el aire las rústicas palabras de Occitania. Las conversaciones en las noches más frías. La dualidad del cosmos. Dios y el alma y el mal y la carne. La sucesión de las reencarnaciones en medio de una tierra que es engaño y castigo y también rampa a un más allá liberador. Volver a las piedras en Montségur. Y sentir, ante su roce, que todo es una continua preparación para la muerte. Los gritos de alarma se han desparramado ya por las moradas. Solo unos días para abjurar de la herejía o entregarse a la hoguera. Ellas están levantadas y esperan que la decisión se tome. Una larga resistencia llega a su fin. Y no hay dignidad más grande, ni consuelo más vasto, que no claudicar. Arrebata la idea de morir en estas alturas. Llenarse el cuerpo del viento que sacude al mundo. Lanzarse al abismo del tiempo. Y flotar en él como un ardiente puñado de cenizas.
Pablo Montoya
Carcasona, abril de 2015
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