FOTO : SANTIAGO BARCO
Alonso Ruiz Rosas
(Arequipa, Perú 1959), ha publicado los poemarios Caja negra (1986), Sacrificio (1989), La conquista del Perú (1991), Museo (1999), La enfermedad de Venus (2000), con el que obtuvo el Premio Copé en la IX Bienal de Poesía (1999) y Estudio sobre la belleza (2010). A fines de los años 70, formó parte del grupo que editaba las revistas Omnibus y, más tarde, Macho Cabrío. Ha ejercido el periodismo en diversos medio y en 1990 fundó y dirigió el Centro Cultural de la Universidad Nacional de San Agustín. Fue organizador y jefe de la Superintendencia Municipal del Centro Histórico de Arequipa, asesor de política cultural del Ministerio de Relaciones Exteriores y agregado cultural del Perú en Francia. Es también autor de un documentado estudio sobre la cocina arequipeña. En la actualidad dirige el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Alonso Ruiz Rosas, diplomático de profesión y gastrónomo por afición, fue uno de los más entusiastas poetas del sur del Perú a principios de la década ochentera. No solo impulsó revistas como “Ómnibus” y “Macho cabrío”, también sentó las bases de una poética personal, muy preocupada por la historia peruana y con un nivel formal nada frecuente entre sus contemporáneos. Ello se puede rastrear con facilidad en sus tres primeros poemarios: “Caja negra” (1984), “Sacrificio” (1989) y “La conquista del Perú” (1991). Ruiz Rosas, descendiente de una familia ilustre de poetas, ha demostrado versatilidad, conocimiento de la tradición peruana e hispanoamericana y gran capacidad para encontrar temas acordes con sus potencialidades poéticas. Esto último se percibe especialmente en “La enfermedad de Venus”, poemario premiado y celebrado ampliamente por la crítica peruana.
El discípulo amado
No estoy precisamente en Patmos, sino frente
al Pacífico
Al fin de un espigón, ante las olas, bajo la
tarde fresca;
Así como dormí sobre tu hombro
Quisiera dormir hoy
y yendo sin temor por el
abismo
Volver a tu ciudad
Pero algo hay que se quiebra
Y que se desmorona
Aunque pones en mí tu dura mano diciendo que no tema
Porque eres el primero y el postrero
Y yo el amado
incluso si en la arena
Como las olas frías desfallezco
No creas que me olvido
del anunciado día
En que todos aquellos que no sean hallados en
el Libro
irán a dar al fuego
Y el resto de las naves partirá
Mas qué días
Serán éstos
si en mis visiones simples
Con aves naturales
Espíritus sencillos y neblina
Confundo a los bañistas con los muertos
Y apenas si pregunto por lo eterno.
(“Sacrificio”)
Espíritupampa, de Alonso Ruiz Rosas
MANUEL ANGELO PRADO I REDACCIÓN MULERA
El pasado 8 de mayo, el escritor peruano Alonso Ruiz Rosas (Arequipa, 1959) presentó, en el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica, su más reciente poemario: Espíritupampa (Paracaídas, 2015). Ruiz Rosas ha publicado, entre otros títulos, los siguientes libros de poesía: Caja Negra (1984); Museo (1998) y La enfermedad de Venus (2000). Por este último libro obtuvo el Premio Copé de Poesía.
Los comentarios de la presentación de Espíritupampa estuvieron a cargo del periodista Raúl Vargas y de la destacada poeta Rossella Di Paolo. Precisamente, queremos compartir con nuestros lectores el texto leído por la autora peruana que analiza con minuciosidad e inteligencia dicho poemario.
PASAJEROS EN TRÁNSITO
Escribe: Rossella Di Paolo
El nuevo poemario de Alonso Ruiz Rosas, Espíritupampa (Lima: Paracaídas, 2015), nos ofrece un largo viaje por distintos paisajes y ciudades del Perú y el mundo, y un largo viaje también por esos abismos y chanzas y otra vez abismos de esa cosa rara que llamamos “espíritu”.
Espíritupampa o “llanura de los espíritus” es, pues, un título perfecto, pues implica, de un solo bello plumazo, en el mestizaje de voces castellana y quechua, el meollo del libro: la amalgama de orografía y metafísica, de realidad y ensueño (o fantasmagorías), de “yo” y “todos”, de peruano y universal, de existencia y muerte, de íntima conmoción y depurada ironía. El óleo de Jaime Mamani en la carátula expresa bellamente también esa densidad y esa levedad fundamentales.
Como un peregrino o un cronista de vieja y joven y traviesa cepa, Alonso Ruiz Rosas establece un preciso equilibrio entre la expresión cuidada y musical, el tono elegíaco, la glosa literaria y aun el giro arcaizante, por un lado, y la frase coloquial, la salida fresca y ocurrente, o cáustica, por otro.
De poema en poema, avanzan entrelazadas la reflexión y la humorada ante el espectáculo desconcertante de “la gloria y la pacotilla” que es la historia humana. Después de todo, solo somos “pasajeros en tránsito”, como se nos recuerda aquí; seres confundidos y precarios que no podemos irnos de este hermoso planeta sin haberlo embarrado un poco, o limpiado otro poco (aunque mucho menos, por cierto).
Se trata de una obra acuciosa y englobante como podrían serlo la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorak, o el Gran Teatro del Mundo calderoniano, o los frescos de la Capilla Sixtina, o esos grandes retablos ayacuchanos, o los mates burilados…, pero huyendo siempre de solemnidades o mitificaciones, como del diablo. De hecho, estos poemas ceñidos y sus precisas palabras, hablan desde otro lugar: desde el distanciamiento o la miniaturización que otorga el humor nacido del desencanto.
Por eso será que los nombres propios de gentes y ciudades corren por estas páginas en paños menores, es decir, escritos con minúscula. Los poemas, por su parte, se sostienen sin comas o puntos, a pura respiración o resuello sobre la delgada cornisa de los versos, cortados de pronto para proseguir luego en violentos encabalgamientos… como es estar en este mundo o en el otro, a pelo. Y a veces, como si las cosas ya ni merecieran una explicación –pues ya son harto conocidas o estamos hartos de conocerlas–, se las enumera como en una lista de lavandería, con el placer perverso de resumir el mundo en un juego de palabras o sonidos repetidos. Por ejemplo, sobre la guerra y la paz, leemos: “luego vienen una serie de ataques/ ofensivos defensivos oclusivos/ resistentes impotentes convalecientes/ y la alianza sellada en negociaciones/ extorsiones colchones procesiones”. Como se ve, con este recurso satírico, una guerra y paz específicas (entre incas y españoles) terminan siendo todas las guerras y todas las paces del mundo.
En la mirada socarrona del yo poético, reconocemos a un Quevedo criollo y caballeroso que contempla las ruinas de la historia y la ruina de los cuerpos y de los sueños, los propios y los ajenos. Una actitud lúcida, que parece preguntarse constantemente, para su propio capote, sotto voce: “¿cuánto nos falta aún/ para llegar a algo menos/ necio?”.
En Espíritupampa, el universo complejo y colorido de avenencias y desavenencias de lo humano y lo divino –incluidas, claro, las del poeta y todos nosotros– se presenta estructurado como un tríptico. La tabla central y más grande vendría a ser Conquista del Perú, y las dos tablas laterales, que se abren o cierran sobre el cuerpo central, Orígenes y Otras conquistas.
Que no nos apabullen las aludidas “conquistas” entre estas páginas escépticas. Conquistas pírricas, en todo caso, o quizá chascos o fantasmagorías, pues haciendo las sumas y restas de la historia humana, es poco o nada lo que se conquista; más lo que se pierde con el paso de los años, los políticos y la muerte.
La mezcla de poemas largos y cortos, muchos de los cuales quieren verse como apuntes de paso, casi viñetas, y que incluso se permiten repetir sus títulos y hasta numerarlos, crea un particular efecto estético, pues evoca las secciones fijas de las guías de viaje, y algo también de esos cromos de diferentes formas, colores y tamaños que se pegaban antes en las maletas, y que daban cuenta de las ciudades recorridas…
Como toda obra de aliento épico, se inicia con el tópico de encomendarse a las musas y con el tópico de la modestia: “la voz la pobrecilla/ quisiera entonar algo/ más o menos sublime”. Asimismo, con el ánimo de una representación teatral, se señala el reparto: Dios, el planeta, la luz que nos expone, el olvido que nos oculta y, resumiendo risueñamente a la humana caterva, “la primera persona la segunda la/ tercera persona nosotros vosotros ellos”.
I
Orígenes es la sección primera o el panel a la izquierda del espectador. En Orígenes, la imagen del agua sale a nuestro encuentro. El mar y la placenta materna mezclan aquí sus aguas generadoras, sus promesas de viaje, sus puertos y naufragios… Esta parte del libro sintetiza una forma de conquista, la de la vida misma a través de sus etapas sucesivas. Es así como encontramos poemas que aluden a la infancia, con sus juguetes y asombros y “donde los paladares distraídos comienzan a/ morder el invisible anzuelo de la/ angustia”. La presencia de Valdelomar en su entrañable y parafraseada “-mi infancia que fue triste serena dulce y sola”, cubre con una pátina de nostalgia un tiempo sin vuelta. Les siguen poemas que rememoran la pubertad y su interminable descubrimiento del deseo y del yo (“narciso se atormenta en todos los espejos// eco eco eco eco”); y, tras todo eso, los poemas sobre la juventud y el descubrimiento de bares, calles y plazas con la patota de amigos y todo el buen futuro por delante: “sujetos que voz en cuello piden/ -oro señor/ -y amor/ -y algo de gloria”… Y así corren los años hasta llegar a la última muerte, porque “se muere y se renace a cada instante/ en los naufragios previos al/ postrero”.
Esta sección es también la de las genealogías, pero lejos, lejos siempre de toda forma de circunspección, y más bien en consonancia con el pesimismo barroco, ya que las ramas del árbol genealógico pueden arder perfectamente en una buena fogata, de manera que vemos: “perfiles huellas aires abolengos/ malgastadas herencias y cúmulos de/ gloria y pacotilla/ alimentando siempre la sagrada columna de/ humo gris que se eleva y disipa frente a la/ eternidad// rayo árbol y fuego que no/ cesan”.
II
Conquista del Perú es la sección más amplia y ambiciosa, la misma que también queda subdividida en tres espacios geográficos, pues empieza con un errar por el desierto costeño, continúa subiendo y abismándose entre los Andes, y sigue hasta los grandes ríos de la Amazonía.
*
El paisaje costeño se nos presenta como una especie de purgatorio en el que nada es claro ni definitivo. Es aquí donde cobran nuevos sentidos frases que aluden al polvo que somos y seremos, a la voz que clama sin oírse en el desierto, al continuo errar como las dunas, al espejismo de todo lo vivido (“vamos por el desierto/ venimos del desierto/ al desierto volvemos”). Los versos de Martín Adán que aquí se citan: “poesía no dice nada/ poesía se está callada/ escuchando su propia voz” nos hablan de un mundo ensimismado, y que podríamos conectar simbólicamente (sarcásticamente) con Lima, la ciudad-emblema de esta parte, la villa-oasis que se mira el ombligo, alucinada y polvorienta.
*
Luego alcanzamos, junto con el cronista-peregrino, las serranías, cuya ciudad-emblema podría ser Cusco por la alusión al “ombligo del mundo” a la entrada de la sección. Hay también otros lugares cuyos nombres tampoco se explicitan, pero que los versos sugerentes nos permiten identificar: Ayacucho, Arequipa, Titicaca, Huaraz, Chavín, Potosí…
Las grandes y determinantes desgracias se han dado en estos escenarios, de por sí abruptos y tumultuosos como la cordillera andina. En esta parte, los poemas evocan momentos vertebrales de la historia peruana pasada y reciente: la Conquista (“La escuela cusqueña”), el terrorismo (“Una visita al Hades”), terremotos y aluviones (“Por las montañas”), la angurria de la explotación minera (“El Cerro Rico”, “Metal y melancolía”)…
Durante esta suerte de descenso a los infiernos se dejan oír los versos de “Llanto general”, poema que yo siento medular en esta sección y en el libro como totalidad.
También marca esta sección el responso de “Funerales de Atahualpa”: “haya paz en sus sueños y en los/ nuestros/ y paz en las vigilias que nos restan/ y luz (alguna luz) en las tinieblas/ donde nos reunamos con la/ mosca mortal/ y el revés infinito del/ párpado cerrado”.
Pero también encontramos versos de sosegada nostalgia en un poema bucólico, entrañable, titulado “Recuerdos” y que yo relaciono, o quiero relacionar, con la campiña de Arequipa, porque dónde si no un paisaje tan salvado como ese, y dónde si no los sentimientos se permiten fluir más libremente, sin la contención y la distancia del humor, sin el latiguillo irónico al final de cada verso.
*
Finalmente llegamos a la Amazonía, identificada con el “paraíso o lo que/ queda de él”// orgía natural/ sierpe/ diluvio/ bar/ y en el bar restaurant el paraíso/ orquesta platos típicos y / vértigo”. Los grandes ríos atraviesan esta sección y otorgan “el sentido fluvial de la existencia”, en comunión con las Coplas de Jorge Manrique. Los días del terror vuelven a hacerse presentes en “Informe del tiempo que se va”, mientras se escuchan las palabras melancólicas del huayno Airampito. Pero aquí también se alza el poema sobre la maloca, ese gran recinto o techo que une y ordena y sustenta y cobija lo divino y lo profano; gran metáfora del mundo como debería ser: “respeto para los hijos del colibrí y de la/ estrella matutina/ para los hijos del atardecer y del/ otorongo/ y de todas las criaturas/ respeto respeto/ en medio de la jungla o/ donde quiera que nos encontremos/ en el continuo vaivén del/ ilimitado/ universo”.
III
El panel de la derecha, o sección final del tríptico lleva por título Otras conquistas. Aquí el cronista peregrino, ciudadano del mundo, da cuenta de otras ciudades, con sus propios y personales asombros. Y es así como van abriéndose ante nuestros ojos impresiones de París, Roma, Estambul, Nueva York… En “Esfinge”, por ejemplo, leemos: “semienterrada en el desierto/ la fiera humana hecha de roca/ pánico sapiencia delirios de grandeza/ belleza tristeza/ la colosal imagen de lo agónico/ con sus abolladuras y erosiones/ contempla todavía el/ horizonte”.
***
Sobre los actos humanos aletean el sinsentido y la vanidad. La muerte danza por encima y por debajo y dentro de las cosas y los cuerpos, incesantemente… El yo poético de Espíritupampa podría suscribir las palabras que Quevedo le hace decir al demonio en sus Sueños:
“¿Qué otra cosa veis en el mundo sino entierros, muertos y sepulturas? ¿Qué otra cosa oís en los púlpitos y leéis en los libros? ¿A qué volvéis los ojos, que no os acuerde de la muerte? Vuestro vestido que se gasta, la casa que se cae, el muro que envejece y hasta el sueño cada día os acuerda de la muerte, retratándola en sí”.
Todo esto es cierto, y sin embargo, en Espíritupampa, así como en el propio Quevedo, el amor tiene algo de tabla de salvación. Es el “polvo enamorado” a contrapelo de la muerte, y, tal como leemos en el libro de Alonso Ruiz Rosas, “¿no es acaso el/ amor lo único que cuenta para/ sobrellevar toda desdicha (incluso la/ desdicha del amor)?
Quizá por eso, a lo largo de estas páginas aparecen aquí y allá poemas amorosos que crean el efecto de varas intentando detener el engranaje de una marcha atroz. Y en el mismo afán de esos poemas, siento que están aquellos que se refieren a la poesía, la pintura, la música… que en broma y en serio quieren poner también el punto de belleza sobre esa i demente y en pie de fuga que es la vida. De modo que el libro, que parece observarlo todo como detrás de mucho tiempo y sin hacerse ilusiones o cosas parecidas, y tomando el pelo allí donde se puede, de pronto se ve atravesado por ramalazos de fresca, bellísima esperanza.
Un libro completo y deslumbrante.
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