Miriam Palma Ceballos
Nacida en Miranda de Ebro (Burgos) en 1963 y residente en Sevilla. Estudió Filología Alemana en Salamanca y actualmente es profesora titular de Filología Alemana en la Universidad de Sevilla, donde imparte clases de literatura contemporánea (alemana y comparada), teoría de la literatura y traducción literaria. Su campo de investigación se centra en la literatura alemana de los siglos XX y XXI y se focaliza, fundamentalmente, en los ámbitos que tienen que ver con la relación entre escritura, género, identidad y corporeidad.
En el ámbito de la actividad como traductora ha realizado también algunos trabajos. Entre ellos, en el 2009, la traducción de la novela El baño de la escritora japonesa afincada en Alemania Yoko Tawada
(revistes.iec.cat/index.php/lectora/article/download/43479/43445).
De su actividad literaria destaca en prosa, entre otros trabajos, la novela Las huella de las ausencias. Un relato sobre Walada (Córdoba 2010), sobre la poeta cordobesa del siglo XI. En 2012 he publicado el poemario Ruidos. Silencio. Ruidos (Sevilla 2012). En el año 2015 está prevista la publicación de Exilios. Hacia el azul.
Algunos de sus poemas han ido aparecido en diferentes revistas literarias, como Nueva Grecia o En sentido figurado y en antologías, como Poéticos maullidos (2009), Enredando (Sevilla 2010), Recital del Chilango Andaluz del 2009 y II Encuentro de poetas andaluces de ahora (Málaga 2013).
A modo de epílogo de Ruidos. Silencio. Ruidos:
Escribir esculpir excretar exorcizar escupir esperanzas estulticias ancladas en los tuétanos mohosos de andamiajes raídos por la rabia la alegría prescrita y el tedio y las penas no lloradas ni gemidas ni gritadas ni mordidas ni bailadas las penas penitas penas que una se inventa o que otros se inventan o las que se cuelan inevitables por las grietas escribir morder gritar gritar escribir majar gritar zapatear sobre las teclas llorando a lágrima viva o muriéndose de risa por algo escandalosamente ridículo que mana para desaparecer en forma de verso líquido que se cuela espiraleando por el sifón del lavabo del alma para perderse en las cloacas de la desmemoria para siempre jamás amén amén de escribir jubilosamente dejando que la mano ame mime las grafías locas que se juntan mayormente sin sentido para alcanzar lo indecible a partir de las metáforas que invaden los paisajes soleados de la memoria en el cajón de los amaneceres junto a cuerpos que vibran y tintinean con la vida sin preguntas y se acoplan a mi cuerpo y a otros cuerpos y se abrazan y se miran con los ojos limpios y se reconocen sin promesas sin mañanas ni ayeres escribir a mandíbula batiente danzar riendo como una loca peonza alrededor de versos sinsentido exhibir los dientes escribir riéndome a lágrima viva cascabeleando como un bufón loco por los pasillos de todos los castillos y desgañitarse a carcajada sucia contra todos los reyezuelos que se arrastran por los húmedos aposentos de rancios abolengos escribir y bailar en corro con los fantasmas del castillo escribir y hacer un conjuro conminar a las brujas a que inserten en las eñes sus patas de araña y pieles de salamandras sigilosas y cuezan en sus marmitas con los versos una buena bazofia de relatos hueros hasta que fluyan sacrílegos conjuros en desenfrenadas noches de Walpurgis para que todo lo falso o lo verdadero se vaya a pasear con el diablo por los jardines del paraíso plagado de aburridas serpientes sin adanes a los que seducir escribir y sacarme la lengua a mí misma a ti mismo a todos los sí mismos de otros mismos de lo mismo de la manoseada imagen de relucientes contornos y rancias entrañas destrozar el reflejo que sonríe necio dentro de los ripios manidos para que los simulacros dancen fuera de los espejos escribir no parando mientes en lo sacro y lo profano escribir alcanzando con la saliva a los que prescriben lo que puede decirse y versarse y alcanzarles con un bofetón de signos a los que se conforman imitan o roban o se contentan con las palabras trilladas ajadas bienolientes para subir a los púlpitos o al pódium donde se reparten los hediondos laureles henchidos de glorias putrefactas escandalizar con lo inefable aullar afable lo concreto buscar escribir lo banal rondar lo que no puede ser haciendo luz sobre lo que al final podría quizá o no puede ser nombrado o tal vez
escribir como quien mira y calla
escribir como quien ama
escribir como quien vuela
escribir como quien baila desquiciada por un eclipse lunar en medio de una noche africana
escribir amar escribir callar escribir callar ¿escribir?
ACEPTAR I
Aceptar estas muertes constantes,
aceptar los latigazos del tiempo
que separa los labios de la risa
y el vino de los brindis
y los transforma en un punto brillante en la arena
de un segundo de cualquier mediodía.
Aceptar que el mundo a veces
atruena por los poros
y se instala por dentro
ensordeciendo
cada nueva esperanza.
Aceptar
y seguir muriendo
en cada expiración.
Quién sabe por qué una espera
entre los azules
a que el mar vomite
una pequeña resurrección.
Huida
Escapo
montada sobre el lomo de las palabras,
hacia allá,
mucho más allá de ese sitio
del que nunca me alejo.
quizá decíamos hambre
cuando dijimos hielo
en los veranos que apretaban las costuras
de cuerpos zaheridos por certezas ajenas
a ratos
universos destemplados
se contradecían mudos
las constelaciones se destartalaban lentas
sobre el costado de barrios casuales
quizá decíamos hambre
y queríamos
ser boca
De La huella de las ausencias. Un relato sobre Walada. Córdoba: El Almendro, 2010.
Las conversaciones en el hamman público cercano al alcázar, que yo había evitado las pocas veces que no utilizaba el de mis anteriores residencias, dejaron de parecerme parloteos desdeñables de charlatanas y chismosas. Las mujeres allí no sólo acudíamos para limpiar y embellecer nuestro cuerpo. El agua de los baños depuraba también los deshechos de las almas. En sus recintos se suspendían durante unas horas las leyes que regían nuestra actuación en el mundo externo. La luz que se filtraba por los lucernarios proporcionaba a las estancias una apacible atmósfera en semipenumbra. Me sorprendí al descubrir cómo allí se sellaban, a veces, verdaderos pactos de lealtad. Como en el mundo de afuera. Como en el de ellos. En la sala de vapor se desdibujaban los contornos de los cuerpos confundidos con el zumbido que amalgamaba sus voces y el sonido del agua. Las mujeres masajeaban mutuamente sus cuerpos. Algunos necesitaban alivio para la sensación que quedaba en ellos tras haber sido usados en las noches para la mera satisfacción de las necesidades de sus esposos. Otros precisaban ternura para curar los golpes con los que se habían castigado sus actos de desobediencia o de insumisión. El ritual les servía a muchos de los cuerpos de preparación para el disfrute en la velada que se avecinaba. Allí, los talles no eran de palmera, las mejillas no siempre podían competir con las rosas y eran muchos los ojos que habían perdido el brillo y la inocencia. Pero, al lado de esos ojos reales, cualquier pupila de gacela resultaba insulsa. Algunas miradas habían ganado la profundidad de haber aprendido de las experiencias, mientras que otras se habían vaciado a golpe de desdichas. Mujeres grandes, pequeñas, morenas y pálidas, gordas, flacas, viejas, núbiles, mujeres de largas cabelleras negras o cubiertas de canas de años o de sufrimiento, mujeres alegres y amargadas, locuaces o reservadas, hermosas mujeres de piel arrugada y hermosas mujeres de piel tersa en la plenitud de su belleza soñando con una suerte diferente a la que algunas viejas les vaticinaban. Orondos cuerpos de mujeres riendo a carcajadas desde el centro de sus vientres deformados y estriados por los partos para conjurar sus cadenas cotidianas. Enjutos cuerpos de viejas, con rostros de ojos pícaros y sagaces, que escandalizaban a las jóvenes con sus relatos obscenos. Allí, las mujeres podían descargar en palabras, en risas, en llantos o en silencios las alegrías y los sinsabores de su vida cotidiana. Por unas horas se desprendían del sagrado deber de satisfacer las necesidades de los otros. Mostraban hastío hacia los caprichos de sus esposos, se quejaban de su falta de atención, se burlaban de su torpeza, de su ignorancia, de su debilidad o de sus vicios. Se vanagloriaban de la suerte que habían tenido con ellos, alardeando de su riqueza o de sus habilidades amatorias, mostrando agradecimiento hacia su comprensión, su generosidad o su sabiduría. Allí expresaban su enojo por las insatisfacciones o las frustraciones de sus realidades o el alborozo por su felicidad, compartían esperanzas o articulaban sus temores a ser desplazadas por la elección de otras esposas o a ser repudiadas. Frecuentemente bromeaban con las tragedias cotidianas propias y ajenas haciendo así más livianas las sombras que se engrandecían entre los muros de los hogares. De sus bocas, de sus manos se derramaban confidencias, consejos y consuelo. ¿Cómo escribirlas? ¿Qué metáforas usar para cincelar sus cuerpos en poemas? ¿Qué ritmos, qué rimas, qué metros escoger para dar cauce a los torrentes de sus voces? ¿Cómo escribirme a mí, que las contemplaba desde mi cárcel de mujer sin cadenas?
¿Diatriba?
Y una se da cuenta de pronto
de que eso de que el tiempo pasa
es algo muy serio,
que ya no es la flacidez de los cuarenta
ni las bolsas,
ni siquiera las arrugas tenaces que de noche destrozan
la ilusión del qué bien te ves para tu edad,
ni tampoco que te den una patada en la alegría
cada vez que un dependiente
te escupe en la sonrisa
ante esa jovencita
un qué desea Ud. señora subrayado con saña (estoy segura)
o la sospecha de que los hombres
no se quedan contigo a pesar de tus carísimas cremas
y tu espíritu juvenil y creativo,
y prefieren, como mucho, a las de treinta.
Es la muerte que puebla
sin ambages
todos los horizontes,
que ya no se enmascara tras esquinas
más o menos lejanas,
sino que juega a las bravas a ganar.
Es la muerte que esta vez promete muy de veras
estar a punto siempre de marcar tu número
y que baila pegada cuerpo a cuerpo
con los que has querido
con todo lo que no has podido
con eso que no has cambiado.
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