José Juan Mújica Villegas
Nace en Tamaraceite, Las Palmas de Gran Canaria, en el año 1949. Desde muy joven se distinguió por su dedicación a temas relacionados con la literatura, trabajando en relatos cortos, pensamiento, teatro y poesía.
Posteriormente dio un salto más en este campo publicando su primera novela en el año 2005. Hasta la actualidad tiene publicadas cinco novelas y tres poemarios, aunque en su recámara descansan dos novelas más y versos como para componer otros dos poemarios, de próxima publicación.
Además de la escritura, también es asiduo participante en recitales poéticos y en grabaciones de CD, tanto con sus poemas como con colaboraciones con poetas amigos.
Bibliografía:
- El hechizo de la mosca tse-tse - 2005
- La Orden del Papiro de Ámbar -2007
- El duende y la sonrisa – 2008
- Leyendas Apócrifas de San Tamarenzo - 2009
- ¿Qué piensa la eternidad? - 2010
- Cuando el cielo no olvida - 2012
- Canto a Lucía - 2013
- Canto en azul y plata - 2015
Y si tú no estás, mujer, ¿para qué el mar, por qué la flor, por qué el lamento...?
Y si tú no estás, mujer, ¿para qué el mar?
¿A qué su azul inmenso?
¿No sabe que estás dormida en el telar
de olvido en que te pienso
y te pienso sin cansarme de esperar?
Y si tú no estás, mujer, ¿por qué la flor?
¿De qué sirve su brote?
¿Es que ignora que su aroma es el sabor
que sale del escote
amado y se presupone inquisidor?
Y si tú no estás, mujer, ¿por qué el lamento?
¿A qué el flujo de ese halo?
¿Acaso en la tristeza o el sufrimiento
late algo que no es malo
y me ayuda, me consuela y lo consiento?
Y si tú no estás, mujer, ¿para qué todo,
si ya no posas en mí tu voz ni tu mirada?
Mar y flor y lamento, desesperanza, lodo...
y si tú no estás, mujer, ¿para qué nada?
Cuando mi parte ególatra me alaba, sin saberlo me daña el subconsciente
No me distraigas, no, no me distraigas
ni siquiera de la distracción del sueño,
no dejes que se me nuble el pensamiento
más que en el inocuo opio de mis sábanas.
No, mente mía, no, no, a eso no juegues,
a montar la danza engreída del aplauso
en el escenario cerrado, a buen recaudo
de las cantinelas huecas de los parabienes.
No mente, no alma, no hagáis eso conmigo,
ni cuando el sol se va a un soplo de la luna
ni cuando ésta se apaga de nuevo, y, oscura,
por detrás de la estrella se esfuma pidiéndole asilo.
No me distraigáis, no, no hagáis tal cosa
asomándome al balcón sobre un edén de tela,
falso, de mentira, perspectiva embustera
que a la ególatra oquedad requiebra y alboroza.
Dejadme que siga sorbiendo la paz que me duerme
en la noche, y despierto me nutre de albor cada día
respirando apacible la escena despierta y dormida
donde gozan mullidas las ramas de mi árbol perenne.
Los peces envidian a la luna. Anhelan siempre volverse de plata
Escamas de todos los colores,
ignoradas lentejuelas
de marineras espuelas,
latidos calientes, resplandores
diminutos, ocultos reflectores...
inquietos bisturíes jaspeados
por sal en disolución dormida
en el agua de la muerte y de la vida
bajo muros inquietos y ovalados
que susurran pasivos o enojados...
hábiles peces que rumbean
bajo la línea donde el agua flota,
tejado azul donde el mar se agota,
instinto natatorio donde olean
vapores salados que se rumorean.
Los peces quieren eso cada noche:
ser de pura plata en titilante brillo,
como hojas inciertas de cuchillo,
como espadas dispuestas al derroche
que una hueste irisada desabroche.
Aletas en el nado de la noche bruna
que buscan transpirar colores de la luna.
Los campos de lavanda son la pausa del verde ante los inusuales azulados
Mira cómo mira el limonero
la atardecida.
Mira su mirada seducida
por el sendero
que sobre el campo le hace una herida.
Todo lo observa, nada se va
de las visiones
que penden de todos sus limones
aquí y allá
albergando acérrimas canciones.
Otean el verde en la pradera
como en el valle
y escuchan otro color cualquiera
que con su talle
salpicar puede campo y ladera.
Sin embargo, el cítrico se fija
lejos del verde,
algo más allá, tras la rendija
en que se pierde
su esmeralda guiño de sortija.
Los limones ven la propaganda
allá tan lejos
donde un nuevo color se desmanda
y ven, perplejos,
los violetas campos de lavanda.
La mañana fría dice que la luna y las estrellas anoche fueron besadas por la tristeza
Como un borracho aterido por la escarcha
tras querer ahogar la pena en la bodega,
igual que fuera un ataúd que ya despliega
su envoltorio presto a la impasible marcha.
Lo mismo que el curso de un tímido arroyuelo
fuera lo que ayer un río embravecido,
igual que un viejo yaciera alicaído
con la mejilla yerta acariciando el suelo.
Así son los amaneceres abrumados
en mi alma que austera y contenida sufre
alientos de pena o perfumes de azufre
con que burilan hematomas incendiados.
Pues las mañanas frías son una cerveza
seca en páramos perdidos y nevosos,
ancianitos desdentados y canosos
recién paridos en las noches de tristeza.
No eres cruel, mujer, si no me amas. Mucho lo es, sin embargo, mi fortuna
No eres cruel conmigo, mujer, si no me amas,
porque las cosas de amor no se cocinan
aunque prendan al cobijo de las llamas
que me abrasan más que el fuego en los torrentes
de ardor incansable en donde se calcinan
amor, desamor, tristezas y afluentes...
No te sientas culpable ni creas que me debes
una parte de ti porque yo te quiera tanto,
tanto que, sin querer, cada día lo compruebes.
No quiero tu pena, ni que adviertas un reproche,
ni ansío que me busques, ni aspiro a saber cuánto
mi amargura te bebes en cada medianoche.
No has sido cruel conmigo, mujer, no, ni lo eres
por no estar enamorada hoy, ni haberlo estado
de este corazón testarudo en sus traeres.
Cruel es, siendo sólo mía, la álgida suerte;
cruel es ella en mi sentimiento acuchillado
y herido en un ruedo vecino de la muerte.
Me sentaría en las piedras cercanas a las olas, ilusionado con que éstas me trajeran una grata noticia inesperada
Tras la roca a la mar acostumbrada,
adonde vengo cada día, fijo,
esa que comparte y les da cobijo
al pensamiento como a la mirada,
donde una ola nívea y soleada
en medio de su límpido entresijo,
un pez salta veloz en su escondrijo
de mar que muestra una elipse espumada.
Y un rayo de sol le punza una escama
que un fugaz efecto, enseguida roto,
sugiere al salto, breve y rauda llama,
presta luz diminuta, flash ignoto,
de ese pez que atrevido se encarama
al aire, como haciéndome una foto.
Esa rosa diaria puesta en la ventana rota de mi casa, puede que sea un velado reproche al paso de mi vida
Bien temprano a mi casa viene
una rosa encarnada
cada mañana siempre
y musita un lamento grana
tan frío como nieve.
Ignoro qué mano la poda
ni qué mano la pone
en mi ventana rota
por tantos rotos corazones
de fantasías rotas.
Ventana por donde se fueron
en lágrimas trinando
cantos de desconsuelo,
melodías de acíbar, llanto
y ajados entrecejos.
Pero insiste cada alborada
con la suave visita
de esa flor que amamanta
el lado torpe conque pisa
la discreta distancia.
¿Quién pone la flor en los rotos
cristales de mi vida?
¿Y qué lamentos sordos
a remembrar almas, me invitan,
de amor de amores otros?
Nieve es el tacto de la rosa
de pétalos mojados,
porque amanece pronta,
afable a pesar del quebranto
temprano de su poda.
Esa flor diaria me recuerda
que repartí pesares
probando amor a tientas.
Y los días, iguales,
van en mis viajes de tristeza.
Es ese capullo encarnado
constante mañanero
el que me duele tanto,
ese que ansía con recelo
hurtarme mi descanso.
No, rosa tempranera;
No eres tú, roja flor, regalo.
Ni gracia, ni fervor, ni encanto,
ni paz... eres mi pena.
El ocio, esa bendita actitud del alma para la reflexión ante un intangible espejo
Voy caminando, dando un paso al frente,
sedentario casi nunca, haciendo algo;
por rendijas de azares entro y salgo
e incluso cuando duermo, de repente
el volátil sopor, impenitente,
corre en mis desazones como un galgo.
Es tanta la distancia, tan lejos lo infinito
queda en el transitar incesante de la vida,
que quisiera retarle a su senda convencida
lo que por su ley y su altivez ha sido escrito,
con la firme idea de que sacie ese apetito
por tatuar al mundo con su faz malavenida.
Pepitas de ocio guardo en el bolsillo,
verdes simientes que engendran cautelas
y aturden el tiempo, ausentes gacelas
en cuya quietud la chispa y el brillo
de su languidez, encienden las velas
que en mi libertad y afán acaudillo.
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