Manuel Becerra Salazar
Ciudad de México, 1983. Autor de Cantata castrati (2004 y 2006), Los alumbrados (2009), Canciones para adolescentes fumando en un claro del bosque (2011) e Instrucciones para matar un caballo, (2013).
Ha participado en diversos encuentros nacionales e internacionales. En 2009 obtuvo la beca “Artes por todas partes” con sus proyectos de Spoken Word, Sinfonía de cabaret y Los alumbrados. Fue becario por la Fundación para las Letras Mexicanas en la especialidad de poesía durante el periodo 2009-2010.
Ha sido galardonado con el Premio Nacional de Poesía Enrique González Rojo 2008, y el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2010.
Te han tocado
los colmenares silentes de la desdicha, trágico Abel,
y los han destinado a estar
en el suave lagrimeo de estos días.
Aún los escuchamos y nos enamoramos
de los zumbidos,
nos montamos en esos aleteos como trenes
y en las ganas de cercenar a los hombres,
ganas de sacar filo al arco de la viola
y abrir con amor la garganta del prójimo,
pero alguien (tal vez una bellísima hija de Dios)
ya le ha tajado el lomo a la bestia,
le ha quitado la quijada, de nuevo,
nos la ha dejado caer en el corazón, de nuevo,
y nos ha dado la muerte, otra vez.
Laura sueña con hombres que cambian de rostro constantemente. Hace el amor con su hermano, con su padre, pero en el fondo sabe que son extraños. Goza del desorden de los sentidos. Una Laura desdentada los masturba por fricción, un abrasivo paladar para el borracho y para el palurdo. La verga apuntando al fondo del cielo de su boca, es sólo la imagen de un barco vencido. Otra, una Laura más generosa se inclina para todos, les ofrece la espalda como un espejo para la fatalidad. Devora la altura en esa posición, 90 grados calentando el aire, abriendo las rodillas, ensanchando las caderas, engullendo y forcejeando hacia atrás cada vez más a imagen y semejanza de los mamíferos.
Los hombres pueden hacer con ella lo que sea, pueden introducirle una ballesta, un astrolabio y mirar desde afuera una pequeña porción de mar, el filo de un arco de violín y partirla en dos desde atrás.
Laura sabe de memoria el camino hacia ese sueño donde los hombres que cambian de rostro
esperan hambrientos ser soñados por Laura.
Grecia tiene algo que el cielo tiene a cierta hora.
Tiene algo que los cristales empañados tienen,
tal vez no sea el vaho sino la estación creciendo por los bordes
como un musgo cristalino, como una bella plaga de invierno
que hace que muchachas blancas se coloquen la bufanda,
y lleven su corazón a la llovizna.
Tal vez no sea lo basáltico de la intemperie
sino la lluvia que no cae y que le da a uno
un estado de ascenso apacible.
Ella tiene algo que también las fuentes;
no lo sé bien,
algo de esa celebración de transparencia
vino con ella,
algo de ahí, donde la claridad se desarregla para todos.
También lo dice el azogue de mirar, lo lanceolado de sus ojos.
Ella tiene algo que juega con el caos
que tal vez no sea como caer la noche
o como no poder respirar
sino que en otros lugares llueve
cuando ella descuelga su sonrisa por unos segundos en la casa.
Ella tiene algo del sur, tal vez su forma de nublarse;
algo de cementerio y de jardines,
algo de estar bajo el trueno,
tal vez sólo sea que en una mañana,
cualquiera, como ésta,
cercana al mar o a la violencia, no importa,
se ha descubierto su semejanza
con el invierno.
Ella tiene algo de esa belleza, no lo sé muy bien.
Tú das consuelo a mis ojos vagabundos
cuando vuelven tristes a la casa de la infancia,
y bien recibes estas violencias de fagot,
este descaro del verso en el cuerpo;
para esto nos corrigen ángeles y tú
que alivias en la media noche
a estos dos niños manchados por el océano en sombras
súbitos en el espanto de no poder respirar.
Sólo tú me alivias cuando eres la media noche.
Tú das consuelo a los vagabundos
cuando pasas siendo una libélula por la calle
y mis ojos son dos niños abandonados a esa lámpara que fuiste,
mis ojos irremediables
cuando regresan al cielo triste de la Habana.
Sólo tú me das consuelo en la casa antigua
cuando el que se despierta a tu lado es ese niño
en pleno espanto de no poder respirar
entre las aguas de la media noche.
Cantos de sirena
I
Oigo tu canto, sirena,
lo escucho quedo y con calma,
lo siento apoyarse en mi alma
con apariencia terrena.
Tu voz se me enrosca y llena
de paraíso mi oído.
Tras el disfraz del gemido
oigo tu voz que me canta,
y, sirena, en tu garganta
quedo en zozobra y herido.
II
Gemas de oro en tus cuerdas
me atan de piernas y manos
y con tus cantos tiranos
espero que no me pierdas
si en el camino recuerdas
que ya iba por mal sendero
desde antes que tu bolero,
desde antes que tú, sirena,
cantaras, ya estaba en pena
y perdido al aguacero.
Grafología para Gonzalo Rojas
La firma de Gonzalo Rojas
se escribe siempre sobre una arena
azulada por el paso del Mediterráneo.
Cada vez que firma lo hace en una alfombra marina.
No es de sorprenderse que donde lo haga
antes haya sido un alud o un huracán
sea esto, ahora, una página o una mujer del sur.
La G de Rojas se escribe antes
de la aparición de la espuma.
Los trazos de la R y la J son más furiosos
porque son caligrafiados en Verano,
justo cuando la isla se encuentra en mortal silencio.
Pero cuando llega el mar
y deslava la playa y los intervalos incisivos de sus grafemas
y se los lleva como una rosa ardiendo,
una sirena muerta,
nadie recuerda en su totalidad
su altitud vocálica ni la sílaba en combustión,
pero la podrían reconocer, infaliblemente,
entre la piel de los tigres,
o en una pared lastimada
después de un choque de espadas.
Plegaria última
Háblame de la lluvia ahora que el amor arde en la tumba y ya no soy faraón ni reina montado en tus hombros. Tú que llorabas por nosotros te sean devueltas las lágrimas por estos ojos en blanco de médium de nosotros tus hijos, que bien sabemos del ensueño.
Tú que olías a madera y hoy tienes el perfume de los muertos, sea ahora tu calavera desnuda lo que llevo por corazón y me hinche el torrente de vida para la rosa. Háblame, de nuevo, de tus hermanos atados al camastro y de tu madre yéndose al cielo entre amapolas.
Tú que tenías más de un ángel en tus movimientos y con tus labios besabas la herida, vuélveme hablar de la penumbra y que sea mi camino el de hablar solo entre los vivos.
UNA MUJER ABSORTA EN LA EBRIEDAD…
abandona unas flores en el parque
y es poseída por un dios oscuro
que se menea a la par de su cuerpo.
No me separa de ella, ella misma.
Ni me une solo
su cuerpo de yegua nacida entre las uvas,
su pensamiento que hasta hace poco era
un hermoso muchacho del sur,
sino el dios justamente
puro y terrible que aúlla
en la pista de baile y en la bahía a la vez
y une al hombre y al animal
para que ella se tome de mi brazo,
y me conceda un amor inacabable
por todos los orificios de su cuerpo.
CONCIERTO DEL BOSQUE
Es un acto contra la muerte el de los niños que bajan las empinadas del bosque. Este lugar arde, se cubre de aldeas y por momentos apresura la niebla. En su espesura, reposa la sobriedad de un hombre afiebrado que sueña con baldes de agua. También en las verdes depresiones los aldeanos se aman a ojos de nadie.
Hay una aldea bajo las constelaciones y una mujer que a la orilla del río, lleva siglos, lavando la quietud del agua.
Hay también un arpista encargado del incendio de las veredas. Tiene a su cuidado la instrumentación de Sonatas de agua, Fados de transparencia y verano, Canciones para adolescentes fumando en el claro del bosque.
Tú, inasible ante la mano que intenta escribirte,
ante el nombre por el cual vuelves la cabeza
como desde otra edad. Infiel a la sombra
sales desnuda de la cama y te eriges
como una columna vertebral para el día,
en esta otra parte del mundo. Sales a la terraza,
vestida apenas, como una aparición,
y la lluvia te toca como si fuera un pensamiento.
Ahí te alcanza un tiempo de esfinges y perfiles.
Triste y melancólica
como si toda la juventud fuera tuya
y tu cuerpo se lavara en un río,
desde hace años,
igual que los habitantes de ciertos lienzos.
Te perfilas en la veranda
con una mano en el mentón
mientras sostienes con la otra un vaso de ginebra
como un bastón para la sangre.
Sin necesidad de espectador, te logras sola
como una magia. Aquí en la memoria
esta escena se destina a repetirse
ya recargada tú en aquella terraza para siempre,
donde tu cuerpo se tiende
al natural riesgo de arder
por la desamparada estrella de ti misma.
GRECIA TIENE ALGO QUE EL CIELO TIENE A CIERTA HORA…
Tiene algo que los cristales empañados tienen,
tal vez no sea el vaho sino la estación
creciendo por los bordes
como un musgo cristalino, como una bella plaga de invierno
que hace que muchachas blancas se coloquen la bufanda,
y lleven su corazón a la llovizna.
Tal vez no sea lo basáltico de la intemperie
sino la lluvia que no cae y que a uno le da
un estado de ascenso apacible.
Ella tiene algo que también las fuentes;
no lo sé bien,
algo de esa celebración de transparencia vino con ella,
algo de ahí, donde la claridad se desarregla para todos.
También lo dice el azogue de mirar, lo lanceolado de sus ojos.
Ella tiene algo que juega con el caos
que tal vez no sea como caer la noche
o como no poder respirar
sino que en otros lugares llueve
cuando ella descuelga su sonrisa por unos segundos en la casa.
Ella tiene algo del sur, tal vez su forma de nublarse;
algo de cementerio y de jardines,
algo de estar bajo el trueno,
tal vez sólo sea que en una mañana,
cualquiera, como ésta,
cercana al mar o a la violencia, no importa,
se ha descubierto su semejanza
con el invierno.
Ella tiene algo de esa belleza, no lo sé bien.
PROSA DE LOS CAÑAVERALES
En ti el verano trabaja duramente / con sus tijeras y sus nubes de gasa. / Es tuyo el horizonte, el perfil de las fábricas / y al otro lado la esperanza del mar. / Hace más de 100 años / en este árbol donde estás detenida / un ejército amarró a sus caballos. / Se han guarecido miles de pájaros / y tu corazón, ahora, / animal más que flora carnívora. / Extraño viajar contigo en carretera y tener miedo / cuando el cielo es cielo para marineros, nos decíamos. / Los satélites giraban junto a la música de las esferas. / Y los grandes hornos azucareros desenlazaban una nieve quemada. / Extraño también tus ojos, / el espíritu maligno que te habitaba cuando mirabas de frente el incendio de los cañaverales.
ESCRITO EN UN CUADERNO DE VIAJE
De niño tuve un perro / siniestro y por la noche, / a la luz de la luna / cambiaba el color de su pelo. / Yo lo miraba con rencor / respirar en un sueño maligno. / De niño tuve un perro criado por vagabundos. / Le acerqué la comida una mañana / y aquella mañana de una dentellada / me dejó enterrado en la palma de la mano / un pequeño maxilar, sucio y maloliente. / Pensaba en apedrearlo y apedrear a mi padre / que pagó por su paladar oscuro / —supuesta indicación de buena raza— / una noche de borrachos. / Tuve un perro a los 6 años. / Pensaba en él cuando llovía: / su pequeña casa de madera bajo el trueno. / Una noche mi padre lo subió a su auto y lo llevó / lejos, donde su olfato se perdiera / con los mercados y la sombra, / pero esa noche continuó corriendo / tras de nosotros, y aún continúa / ¿Verdad, padre? / corriendo y se cansa y vuelve a perder estatura / en la distancia hasta desaparecer.
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