Hernán Valdés
Hernán Valdés (Chile, 1934) es un escritor chileno conocido especialmente por su libro Tejas Verdes, primer testimonio de la represión lanzada por la dictadura militar encabezada por el general Augusto Pinochet.
Como escritor, Valdés comenzó publicando poesía —su primer libro aparece en 1954—, pero luego se pasó a la prosa. Su primera novela —Cuerpo creciente— ve la luz en 1966 y al año siguiente gana el Premio Municipal.
Valdés estudió cine en Praga en los años 1960. Vivió un par de años en París y en 1970 regresó en barco a Chile. En la embarcación viajaba también Pablo Neruda y Valdés traía los originales de su segunda novela:1 Zoom, sale en 1971, bajo el gobierno de la Unidad Popular, y será la última obra que publique en Chile antes de partir al exilio.
Después del golpe de Pinochet, el 12 de febrero de 1974 agentes de civil armados entraron en su apartamento de Santiago en busca de Miguel Enríquez, líder del ultraizquierdista MIR. Aunque se equivocaban —Valdés declara que no conoce a nadie del MIR—, es detenido e ingresado, al día siguiente, en el campamento de prisioneros de Tejas Verdes (Llolleo), donde fue torturado.
Valdés estuvo un mes en Tejas Verdes, y cuando lo dejaron en libertad, pidió asilo en la embajada de Suecia. En mayo de ese año llegó a Barcelona y pocos días comenzó a escribir lo que se convertiría en Tejas Verdes: diario de un campo de concentración en Chile, "el mejor relato que existe sobre el dolor de un sujeto sometido al vejamen militar en los primeros meses de la dictadura".
Después de su libro testimonial —publicado el mismo año en España y que sería editado en Chile solo 22 años más tarde, en 1996—, Valdés regresó a la ficción y escribió otras novelas: A partir del fin, centrada en el golpe militar de 1973, salió en México, en 1981 (en Chile, también 22 años después) y La historia subyacente, publicada en alemán en 1984 y aparecida en español, en Chile, en 2007.
Sobre A partir del fin, María Teresa Cárdenas (El Mercurio) ha dicho que "de existir alguna justicia literaria, deberá ser reconocido como la gran novela sobre el golpe militar".
Está radicado en Kassel, Alemania, después de haber vivido por largo tiempo en España e Inglaterra.
Premios
Premio Municipal de Literatura de Santiago 1967 por Cuerpo creciente
Premio Altazor de Ensayo 2006 por Fantasmas literarios
Obras
Poesía de salmos, 1954
Apariciones y Desapariciones, poesía, 1964
Cuerpo creciente, novela, 1966
Zoom, novela, 1971
Tejas Verdes: diario de un campo de concentración en Chile, testimonio, Ariel, Barcelona, 1974 (LOM, Santiago, 1996; Taurus Chile, 2012)
A partir del fin, novela, Era, México, 1981 (LOM, Santiago, 2004)
La historia subyacente, novela, fue publicada en alemán en 1984; en español, la sacó, en una edición revisada por Valdés, LOM, Santiago, 2007
Fantasmas literarios, ensayo, Aguilar, Santiago, 2005
Tango en el desierto, novela, Alfaguara, Santiago, 2011
“Las hojas regresan a la tierra una vez más
no solo porque el otoño vuelva a Praga,
las hojas caen antes de que descienda la nieve
para proteger los sepulcros
en los días fríos y oscuros que vendrán”.
(Apariciones y desapariciones)
Salmos
Autor: Hernán Valdés
Santiago de Chile: Universitaria, 1956
CRÍTICA APARECIDA EN EL SIGLO EL DÍA 1956-07-15. AUTOR: JOSÉ MIGUEL VARAS
Un poeta muy joven y un libro maduro, hermoso. Un arrebatado manifiesto en el que se expresan los anhelos fervorosos de la juventud de este tiempo:
“cuando vengáis a solo exijo un presente
traedme un camino entusiasta”
Y también las íntimas angustias:
“¿Quién premia? Quien castiga.
Para la tierra todos los muertos son buenos,
para el cielo todas las cenizas son livianas”
Y el descubrimiento del amor:
“Sin ti todo hubiera tardado en venir:
la primavera hubiera pasado inadvertida…”
Un libro con algunos elementos oscuros, metafísicos, con influencias literarias no bien digeridas, con un tono que a ratos bordea la solemnidad hueca…Pero ¡por mil diablos, qué importa todo eso! ¡Es un libro vigoroso, un poema original, un canto a la vida y a la salud!
Más poetas buenos y distintos, pedía Maiakovski. Esto es un poeta distinto. Por lo tanto, un poeta con futuro. ¿En qué reside su originalidad? Ya lo hemos dicho (parece). Insistimos por exclusión: no imita a Neruda, ni está contagiado por su sino ni por los procedimientos expresivos que él ha creado; no imita a los poetas ingleses, ni a los franceses; no se solaza en introspecciones morbosas…Lo novedoso en él es que suena juvenil. Hasta podríamos decir romántico. Y cuando decimos “romántico” no pensamos en el lago de Lamartine, en los ensueños gaseosos, en el arribismo de los poetas pequeñoburgueses de fin de siglo deseosos de ser adoptados por la aristocracia reblandecida y nostálgica de Europa, echada a su lado por la marcha de la historia…
Pensamos en la otra cara del movimiento romántico, pensamos en las revoluciones de 1848, en “La Primavera de los Pueblos”. Es la “Oda de la Juventud”, de Adam Mickiewicz, el agitador y poeta polaco, el “tributo de los pueblos”, sentimos vibrar los mismo acentos que en la poesía de este muchacho chileno del siglo XX. “La felicidad del hombre es el fin que anhelamos”, dice Mickiewicz. Y llama a voz en cuello:
“Conmueve tus cimientos, oh, mundo, y adelante.
Sobre nuevos caminos a rodar te echaremos
Hasta que desechando tu corteza mohosa
Nos recuerdes tu edad verde y florida.”
Un siglo después, Hernán Valdés parece responderle:
“Desde el amanecer levante mi cabeza.
Bandera joven, levanto mi cabeza al sol
y juro que mañana estaremos todos juntos para cantar sus glorias.
¡También conozco una mujer que lleva rostro de bandera!
La clavaré en el muro de mi casa, cara al sol
Y cuando los genios preguntaren por ella, iré a decirles:
ésta es la esposa que nos trajo el día.
Y cuando preguntaren por su nombre,
Escribiré su nombre en las ventanas de la ciudad.
Y cuando preguntaren por el hijo que va a parir su vientre
y por el nombre del hijo que va a parir su vientre,
sin duda diré yo: ¡Libertad!”
Dicen que a Alone este poema le pareció largo y fatigoso, “demasiado serio”, y que aconsejó al autor escribir sobre cosas más placenteras, porque…”la vida es tan corta”.
Es tan corta, que no vale la pena gastarla en “divertimentos”. Y el que sienta la necesidad, honestamente, de expresar lo que hay en el fondo de su alga, ¡que lo haga, que lo haga con todas las fuerzas de que sea capaz!
Apariciones y desapariciones
Autor: Hernán Valdés
Santiago de Chile: Universitaria, 1964
CRÍTICA APARECIDA EN EL SIGLO EL DÍA 1964-10-18. AUTOR: HERNÁN LOYOLA
He aquí un libro de poemas sin puntuación y sin mayúsculas. En la línea del lejano Apollinaire, de Neruda en su “Tentativa del Hombre Infinito”, de Pablo de Rokha en varios de sus libros, y, más recientemente, de Jacques Prévert o del “Testimonio”, de Fernando Lamberg. Y de varios más.
A propósito de este modo de escribir poesía, Neruda manifestó en 1962 su extrañeza frente al hecho de que algunos de nuestros poetas jóvenes aún continuaran repitiendo aquella “vieja moda afrancesada”. Tal extrañeza nos parece excesiva. No cabe duda de que en ciertos líricos noveles el uso de versículos sin mayúsculas ni puntuación solo obedece, en nuestros días, a un afán gratuito e ingenuo de causar escándalo. Por ignorancia, por vanidad, por snobismo –por insinceridad en cualquier caso-, se figuran estar descubriendo la pólvora del verso nuevo. O quieren empezar dando la sensación de “estar al día”. Pero hay también, en la lírica chilena reciente, algunos ejemplos en que tan abierta envoltura verbal no equivale a una cáscara gratuita sino a una forma inevitable, a una auténtica necesidad expresiva. Es aquí donde situamos estas “Apariciones y Desapariciones” de Hernán Valdés, en cuyos versos abiertos (que casi siempre corresponden a unidades rítmico-sintácticas de fácil lectura) no percibimos el propósito de oscurecer la expresión sino un real acierto de estilo. Intentaremos mostrar por qué.
Cuatro partes componen el poemario de Hernán Valdés, las que coinciden –al parecer- con otras tantas zonas de la biografía del poeta, vividas entre 1961 y 1964. No caben dudas acerca del sentido confidencial y autobiográfico que se respira en el libro. Sus versos reflejan una historia que surge repentinamente desde recuerdos doloridos, que describe luego una curva (con un paréntesis de horizontal interrupción) que finalmente se hundirá en la angustia y en la más desolada tristeza. Historia común, casi trivial, de un hombre joven frustrado sin cesar en sus esperanzas, en sus anhelos de plenitud; de un hombre joven que al cabo de diversas experiencias confiesa no haber encontrado ni la unidad ni la integración ni la sólida permanencia que buscó para su vida, sino el jadeo del tiempo, la discontinuidad del íntimo transcurrir. Una historia simple, contada con sencillez y sin rebuscamiento con una claridad que a ratos bordea lo obvio, lo demasiado explícito. Se trata, sin embargo, de una historia que convence. Hay sincera tensión, hondura y logros de universalidad en el desgarramiento que el libro registra. Y un profundo poder de contagio emotivo.
La primera parte del libro muestra ante todo un carácter anecdótico. Es la poetización directa de un fracaso sentimental y de los estados de ánimo concomitantes: dolor, soledad, desconcierto, laceración del sexo, salmuera sobre el alma desollada, sobre la carne viva del recuerdo. Y todo esto dicho sin gritos, sin lamentos, sin ayes ni suspiros. Solo un melancólico registro de los acontecimientos, un sordo desfile de evocaciones menudamente, recuerdos cotidianos:
“desde cuando me separé de mujer
y vivo solo todas las noches
pongo un disco de Bach
y preparo amorosamente
mi comida
esto no me parece no
que sea triste
siempre tengo apetito
y un sublime talento
para cocinar
puedo hacer salsas rubias
guisos exóticos
de cada alimento conozco
el tiempo las correspondencias
pero al instante de sentarme a la mesa
solo
recuerdo que era grato
advertir la presencia de una mano
que venía hacia mí
y me ofrecía el vino la sal
y recuerdo también
qué dulce era
decir que todo estaba malo
y acostarme furioso
sin probar una miga”.
(“cómo te alimentas”).
“Una larga pausa” se titula la segunda parte. El poeta recorre en seis poemas su estada de muchos meses en Checoslovaquia. El tono, el temple de esos poemas difiere notablemente respecto de las otras zonas del libro. Sin lograr desembarazarse de su tristeza, de su lastre de melancolía, Hernán Valdés inunda sus versos con la vibración tumultuosa de la vida en sus manifestaciones objetivas, y penetra en sus poemas un torrente de humanidad: niños, muchachas, tranvías, frutas, calles, aldeas, poleas, plazas, cines, lámparas, zapatos. El poeta se olvida un tanto de sí mismo, sumerge un rato –durante una pausa- la tristeza de su yo y logra vivir, de un modo casi reflejo, la preocupación de la gente, el amor de una muchacha que se desnuda, el gesto fraternal o provocativo de la rubia de la grúa que desde lo alto le lanza “una manzana roja / escrita con su nombre”, la música de un gramófono, un vuelo de insectos en el bosque.
La fuerza de la vida en el país socialista logra imponerse sobre el ensimismamiento del poeta y desvía sus ojos hacia fuera, hacia lo exterior, hacia los objetos y personas. Solo por un tiempo –durante una larga pausa- parece adquirir solidez la realidad exterior, por encima de su último transcurso desolado. Y esa realidad exterior se concretiza poéticamente a través de sus nombres: se llama Kytlice, Novy Bor, se llama Ivanka o Alenka, se llama cine Pasez, canción “Que es el amor”, calle Vinohradova, plaza de Wenceslav o Iglesia de Tyn. Sí, no es casual que esta zona del libro se titule “Una larga pausa”, pese a que es una breve en número de poemas. Es que el camino interminable de la desolación interior, de la desesperanza (camino gris y desierto, en el que de vez en cuando asomaban ciertos presagios de vida, apariciones que luego se desvanecían), se vio de pronto interrumpido por un extenso y poderoso campamento, por un mesón rumoroso repleto de actividad y movimiento. Más aun: en esa pausa, que no se detiene, surge un momento de suspensión total, un instante en que el poeta hunde sus manos y sus ojos en la historia humana, en el dolor colectivo, en el Tiempo de los pueblos: es un intenso poema sobre el “Cementerio Judío” de Praga. Significativamente, es el único poema con puntuación y con mayúsculas que figura en todo el libro.
En la tercera parte –“Drama”- retorna el sentimiento de vacío y de discontinuidad que vive el poeta, agudizado por la conciencia de su desarraigo y de su incapacidad para asumir lo objetivo, para incorporarse al Tiempo histórico, para construirse una permanencia, una continuidad, un sólido edificio interior: “todo sucede en forma mágica fortuita”. Incapacidad para historizar su existencia, para nutrirse de vida y crecer con ella, condenado solo a vivir esporádicamente, sujeto al azar de las “apariciones” (caprichosos y efímeros deslumbramientos, magia repentina, con esa inconsistencia de lo fortuito que navega por los libros de aventuras fantásticas):
“en el tiempo en que un hombre agoniza
para cambiar la vida
tú escuchas cantar a Marlene Dietrich
y esperas que el ascensor te traiga
una aparición
vives en la época de la magia
de la caballería
de las bellas citas de antes
de la Primera Guerra Mundial”.
El poeta dialoga consigo mismo a lo largo de esta tercera parte –rasgo de estilo que también aparece como constante en el Epílogo final- mientras deambula por diversos países del viejo mundo, mientras examina sin tregua su drama íntimo, sus contradicciones:
“qué es esto qué significa
esta manera de vivir
crees en la revolución y en las apariciones
te explicas todo y no tu vida
quieres saber por qué lo que amas
aparece y desaparece sin fin
tiene que haber algo te dices que permanezca
la puerta de tu casa asemeja un escenario
de vodevil
tú aplaudes te acongojas
el día termina con una desaparición
todo sucede en forma mágica fortuita
solo el amor llega a comunicarte
con la otra gente
qué significa todo esto cómo vives así”.
“El Epílogo” –cinco poemas finales- mantiene el tono y la condición formal de la tercera parte: una especie de soliloquio indirecto, un diálogo consigo mismo, en el cual el poeta reitera esa definitiva y dolorosa convicción que antes expuso así:
“en la vida cotidiana permanecemos dormidos
no sentimos nada no decimos nada conmovedor
el sueño nocturno el sueño diurno
son una misma cosa
solo hay periodos en que estamos despiertos
y no son otros que los periodos de asombro
y de pasión”.
No es solo el discurrir de la conciencia lo que configura Hernán Valdés en estos poemas sin mayúsculas ni puntuación. Hay una nítida correspondencia entre esa modalidad externa de la forma poética y la intuición central –clave del libro- de no poder vivir el tiempo personal sino como una raya ilímite, como un sueño permanente sin comienzo ni fin, solo jalonado por esporádicos relieves, por un intermitente surgir de “apariciones” que luego se sumergirán en la nada sin dejar rastros.
Una tristeza profunda, una conmovedora corriente de desamparo atraviesa los poemas de Hernán Valdés. Es preciso hacer notar, sin embargo, que el poeta no reniega de la realidad ni vocifera contra ella en imprecaciones de amargura. Sus versos solo registran lo singular de su drama –el drama de muchos jóvenes de hoy, no obstante-, su personal incapacidad, sus limitaciones, su no saber vivir. Hay en este valioso poemario cierta irrenunciable altivez, cierta nobleza en el gesto, una limpia y humana honradez que dignifica sus versos de dolor, de angustia, de patética desesperanza y que permite comprenderlos y compartirlos. Así lo manifiesta el propio poeta cuando en su poema final –canción de cuna cruel- se dirige a sí mismo con una mezcla de ironía y de bondadosa ternura, como hablándole al niño que él aún siente vivir, soñar y esperar allá adentro, en el fondo de su viejo corazón casi derrotado:
“y ahora sé buen niño
ahora ve a dormir
los lobos entrarán
en casa
los ángeles no te cuidarán
pero igualmente
cierra los ojos
…
quizás
desde un país lejano
alguien quizás vendrá quizás
sí cierra los ojos
deja esa fiebre que nunca
pasará
duerme duerme…”
TEJAS VERDES
Hernán Valdés
(Del libro 'Tejas Verdes' Diario de un Campo de Concentración en Chile, Editorial Ariel, Barcelona 1974.)
En Literatura Chilena en el Exilio. Nº1, Enero, Invierno de 1977.
Pero no son gritos de los que nacen de la garganta; éstos tienen un origen más profundo, como desde el fondo del pecho o de las tripas. ¿Son de Manuel? No podría asegurarlo.
Hay muchos otros sonidos entremedio. Ruidos de motores, voces de mando, silbidos que conforman una melodía, muy entonadamente. Los gritos cesan y después recomienzan, cubiertos por todo lo que debe ser una actividad humana rutinaria y trivial en un espacio intermedio.
Tengo mucho frió. Entiendo que debo apresurarme en convenir conmigo mismo mis respuestas, en reunir los elementos, tan dispersos, de una personalidad, en decidir cuáles aspectos debo mostrar y cuales debo ocultar.
Pero el frió y la respiración tan entrecortada no me permiten concentrarme. Lo único que puedo imaginar es el sol que hay afuera, en la playa.
Los colores vivaces de los que se pasean por algún malecón. La luz enceguecedora sobre la espuma de las olas. Y ese azul de nuevo mundo del cielo sobre el océano.
Todo eso, y centenares de personas tomando cócteles en sillas de hierro y plástico, es algo que veo claramente. Los gritos llegan con menos fuerza, sólo parecen lamentos.
El dolor en la espalda se revela en ciertos instantes, es como si ahora, recién, comenzara a recibir las patadas, una por una, en forma metódica, con una cronología precisa.
Siento pena de mi cuerpo. Este cuerpo va a ser torturado, es idiota. Y sin embargo es así, no existe ningún recurso nacional para evitarlo. Entiendo la necesidad de este capuchón: no seré una persona, no tendré expresiones. Seré sólo un cuerpo, un bulto, se entenderán sólo con él.
Pasa mucho tiempo y no me atrevo a cambiar de sitio ni menos a sentarme en el piso. Afuera, por momentos, hay un completo silencio. Doy puntapiés en el aire para secarme los pies. Me cuesta mucho respirar a través del saco.
Tengo que pensar en algo, tengo que aprender lo que voy a decir. Doy por seguro que encontraron las copias de mis escritos. Esto no debe comprometerme sino a mí.
Podría demostrar mis contactos con una publicación extranjera, llegado el caso. Luego... el trabajo de Eva. Aquí mi información me abruma.
Trato de recordar lo que ha sido publicado sobre la actividad de la embajada de K., para no hablar sino de eso, para decir lo mismo.
Es muy difícil separar lo que sé de lo que he leído. Sobre mi propio trabajo, está claro que trataré de presentarlo con el carácter más técnico posible. Lo demás, todas las estupideces que me han atribuido en el primer interrogatorio, me dejan sin cuidado. Exagerar mi importancia como escritor sigue pareciéndome un buen recurso. Supongo que en todo este tiempo habrán examinado a fondo mis antecedentes y que habrán descubierto viajes a los países socialistas. Explicar su origen es, por supuesto, embarazoso. Incluso pueden acusarme de bigamia, los delitos comienzan a sumarse, sin fin.
En verdad, toda una vida de delitos. Y los dólares que tenia en casa ¿de donde los obtuve? ¿Del mercado negro? ¿ Y la literatura marxista? ¿Y por qué mi rechazo del trabajo con que me quisieron 'salvar' los intelectualoides democristianos que ahora están en el poder? No veo escapatoria.
Todos mis delitos se entrecruzan en la oscuridad de mi cerebro, el frió me hace sentir la piel como una textura de trapero podrido, empapado de agua.
Ha transcurrido más de una hora, posiblemente. Desde hace mucho rato ya no se oyen gritos.
Cuanto más recuerdo el diá de sol que existe en la realidad, más vulnerable me hago al frió de este lugar y a las penumbras que entrecortan mi conciencia. Tengo, la impresión de que sucedería algo muy grave si falto a la orden de no moverme que me dieron. Un viejo reflejo parece decirme que la obediencia podría salvarme del castigo. Con todo, pienso que si tuviera verdaderamente zapatos y algún chaleco todo esto seria más soportable. Alguien viene. Abren la puerta y me tiran del borde de la capucha. Camino a pasos cortos y rápidos, para no pisar los talones del que me conduce.
Camino como un chivo tirado de las barbas. Nos detenemos. Me dejan solo. Hay un gran silencio alrededor, muchos segundos de vacio y silencio. Entonces alguien se aproxima corriendo y lanza un grito de ataque bestial, un grito de salvaje, de luchador japonés, y siento dos pies que me dan de plano contra la espalda, con toda la fuerza del impulso. Salto disparado velozmente, ciegamente. Choco contra algo — es una puerta —; la abro directamente con la cara, con la frente y la nariz, y sigo hacia adentro, casi sin pisar el suelo. Trato de frenar y, al hacerlo, me cuesta encontrar el equilibrio. Durante un segundo vacilo, buscando la verticalidad con las piernas y el torso.
— ¡Putas que soi insolente, huevón, manerita de entrar!
— ¡Estamos conversando aquí, desgraciado, qué te hai creído!
— ¡Pero soi muy mal educao, concha'e tu maire!
— ¿No te han enseñao a golpear antes de entrar a una casa?
— ¿Te creís que estai en la selva, culiao? ¿No tenías respeto por la gente?
— ¡Vai a ver lo que te pasa por intruso!
Es un coro de insultos alrededor mió, y yo giro inútilmente la cabeza de una voz a otra, ciego, extraviado.
Uno de ellos se aproxima a mí, coge dos puntas de la capucha y hace un nudo fuertísimo sobre el puente de mi nariz, de modo que la mitad de la cara queda descubierta para ellos. Otro me enrosca un cable en cada uno de los dedos gordos de mis pies mojados. Hay un brevísimo silencio y luego siento un cosquilleo eléctrico que me sube hasta las rodillas. Grito, más que nada por temor. Me insultan, como escandalizados de mi delicadeza. Siento un desplazamiento de aire al lado mió y alguien me da, con toda la fuerza de que es capaz un brazo, un puñete en la boca del estómago. Es como si me cortaran en dos. Durante fracciones de segundo pierdo la conciencia. Me recobro porque estoy a punto de asfixiarme. Alguien me fricciona violentamente sobre el corazón. Pero yo, como habia oido decir, lo siento en la boca, escapándoseme. Comienzo a respirar con la boca, a una velocidad endiablada. No encuentro el aire. El pecho me salta, las costillas son como una reja que me oprime. No queda nada de mí sino esta avidez histérica de mi pecho por tragar aire.
— ¿Como te llamai?
La voz viene desde el fondo. Los sonidos que emito no alcanzan a intercalarse en el aire que respiro.
Tengo que tragar, tragar. Me repite la pregunta, impaciente.
— Her-nán Val-dés — logro soltar, en varios espacios.
Me llega el golpe de un garrote de goma, por detrás, en el hombro.
— Señor, huevón, más respeto.
— Hernán Valdés, señor.
Comienzan a pedir todos los datos de mi filiación, velozmente, datos que deben tener allí en una tarjeta. Posiblemente no tengo la posibilidad de preguntarme si para esto me han pegado. Es así.
Espeto las respuestas, rápido, aún sin recobrar el aliento: "soltero, señor", "un metro sesenta y cinco, señor", etc.
— Color de los ojos.
— Castaño, señor.
Un golpe de corriente me sube por los huesos, hasta las rodillas.
— Cómo que castaño, huevón. Café será.
— Café, señor.
— Color del pelo.
— Café, señor.
Otro golpe de corriente. Los tipos se rien. No es dolor exactamente lo que produce la electricidad; sino como una sacudida interna, brutal, que pone los huesos al desnudo.
— Así que vos soi maricón.
— No señor.
— Cómo que no. Aquí está escrito que soi maricón.
Es otra voz. No alcanzo a preguntar dónde está escrito. Esta vez el golpe de corriente me saca los pies, prácticamente, de su sitio y caigo a un piso de cemento. Me obligan a lavantarme al instante, a patadas. No sé cómo lo consigo. Otra voz, más reposada:
— Así que declaras que eres maricón.
— No, he sido casado. Dos veces.
El gomazo en el hombro, desde atrás.
— Señor, huevón.
— Casado, señor. Dos veces, señor.
— ¿Con quién erai casao?
Doy el último nombre. Es tan raro pronunciarlo aquí, ahora.
— ¿Y te dejó por maricón?
— No, señor. Nos separamos, señor. No nos comprendíamos.
Otra descarga de corriente. Vuelvo a caer y vuelven a levantarme a patadas. No sé cómo debo responder para salvarme. Soy una pura masa que tiembla y que trata todavía de tragar aire. Es otra voz aún:
— Cuenta la firme, huevón. Te dejó por marica.
— No, señor, vivo con una amiga, señor.
— Ah, ah, así que con una amiguita. ¿Y no te da vergüenza, huevón?
No sé qué responder. Siento que se desplaza otra vez el aire a mi lado y que va a venir el golpe en el estómago. Pero el golpe no llega.
— ¿No te da vergüenza, huevón?
— No, señor, íbamos a casarnos, señor.
— Y te la estai culiando gratis, mientras tanto. Su nombre.
No entiendo por qué me preguntaban todo esto, que saben de sobra. Cuando les digo la nacionalidad de Eva, prorrumpen en exclamaciones de concupiscencia. Esta nacionalidad los excita. Están pensando en alguna cover-girl de piel bronceada.
— ¿Y es rica, huevón?
— Es normal, señor.
— ¿Usa anticonceptivos?
— ¿Cómo, señor?
La descarga. De terror por las patadas, hago desesperados esfuerzos para no caer.
— ¡Anticonceptivos, desgraciao!
— Un anillo, señor. De cobre, señor.
— ¿Y no te molesta cuando te la tirai?
— No, señor.
— ¿Que le va a molestar, si éste es maricón! ¿Tenis pico?
Alguien me da un agarrón en el sexo. Insisten en que les describa los órganos sexuales de Eva, el color de sus pendejos, la forma de sus tetas. Quieren saber qué hacemos en la cama, cómo y qué nos besamos. Si mis respuestas son evasivas o demorosas, viene la descarga.
— ¡Y por qué no hai tenío hijos, huevón? ¿Vis que soy marica?
— ¿Qué hace esta huevona?
Me arriesgo a cambiar mi declaración del primer interrogatorio, puesto que Eva no es diplomática
sino desde después del golpe. Mi sistema defensivo funciona automáticamente.
Es periodista, señor.
Se me ocurre que eso puede aconsejarles alguna prudencia.
— ¿Y sobre qué escribe?
— Sobre el hogar, señor.
El golpe eléctrico vuelve a retirarme los pies del suelo.
Caigo muy duramente y al instante me incorporo a punta de patadas. No dejo en ningún momento de jadear y temblar.
— ¿Nos estai tomando el pelo, huevón? Habla.
— Para un programa. Sobre el hogar. En todo el mundo, señor. La mujer en el hogar, señor, los niños, señor.
Quieren saber cómo nos conocimos, cuándo llegó a Chile, cómo envia sus informaciones.
— ¿De qué partido es?
— Socialdemócrata, señor.
Eso parece gustarles.
— ¿Le pagan en dólares?
Eso seria un grave delito, si no se comprueba su conversión legal.
— En escudos, señor.
— ¿Cómo en escudos? ¿Quien le paga?
— La embajada, señor. La radio es del Estado.
— ¿Y que sabe ella de la embajáa? ¿Que es lo que te cuenta a vos?
— Tiene mucho trabajo, señor.
— ¿Y los asilados, huevón?
Uno me ha abierto la camisa y me agarra una parte del pecho, hundiéndome las uñas.
— Sabe que están ahí, señor. Tiene prohibido verlos, señor.
— ¿Cómo que prohibido, desgraciao? ¿Y no sabis que mientras vos estai aquí ella está culiando con el huevón de F.?
F, es uno de los asilados en la embajada.
— No sé quien es F. Eso es mentira, señor.
El garrotazo en el hombro. El otro me arranca los pelos del pecho. Realmente no sé si grito, a veces.
No me escucho. Tengo la boca muy seca. Las palabras me raspan la garganta.
El coro de insultos se ha elevado, después de mi última respuesta.
— ¡Que le va a importar que la otra esté culiando con F.!
— ¡Cornudo!
— ¡Maricón!
Me pregunto si realmente no tienen a la vista mi declaración anterior. No puedo explicármelo. Hay uno que parece estar en el centro del coro y cuya voz es más grave y "culta":
— ¿Y este cuaderno?
Pregunto sus características y vuelvo a contar la historia de las anotaciones de Eva. No insisten.
— ¿Que piensa ella de la Junta?
— No entiende nada de política chilena, señor. Por eso tomó esas anotaciones.
El que me tiene agarrado del pecho no afloja. Pero los golpes de corriente cesan por un rato. Arriba, sobre el cielo, se oye de vez en cuando el sonido de un piano. Es como si alguien, distraidamente, haciendo otra cosa, pasara una mano por las teclas.
Me preguntan por diversas cartas recibidas tanto por Eva como por mí. De ello deducen mis actividades.
— ¿Así que soi escritor, huevón?
— Sí, señor.
— ¿Y sobre qué escribís?
— Sobre mi vida privada, señor.
— ¿Son libros homosexuales?
Anotan sus títulos. Preguntan cuánto me han pagado por ellos. Sin pensar, doy cualquier cifra, exorbitante. Que qué he hecho con ese dinero. Si lo he gastado en drogas.
— ¿Y esta pomada, huevón?
Me leen el nombre de una supuesta pomada. Realmente no la recuerdo. Digo que podría ser de Eva, pero que no estoy seguro. Hay como un intervalo.
La corriente sigue pasando por mis piernas, pero débilmente, como cosquilleándome. El del "centro" dicta a otro mis "declaraciones". Por un instante, creo que el interrogatorio ha terminado. No entiendo un ápice de su utilidad. Pero súbitamente la corriente me arranca las tibias de su sitio, como haciéndolas bailar solas, desprendidas de la carne.
— ¿Donde está Miguel Enriquez?
Insisto una y otra vez en que no lo conozco, y cada vez las descargas me hacen caer y las patadas levantarme. Debo tener los codos deshechos, pues con ellos me afirmo al caer y al ponerme de pié.
— ¿Cómo se escribe su apellido?
Deletreo Henriquez, con H, pues el otro es muy raro en Chile y revelaría un conocimiento intimo.
— Así que conocís el truco, huevón.
El dorso de un puño gigantesco cargado de anillos hirientes me recorre la otra parte del pecho, por la derecha. En un tono íntimo, ávido, una voz me confiesa al oído, de tiempo en tiempo:
— Putas que te tengo ganas, flaco. Putas que te tengo ganas.
No sé hasta cuando voy a durar. No sé cuál será mi límite. No tengo la menor experiencia de mis fuerzas. Me tiran hacia adelante y me dan un empujón.
— Siéntate, huevón.
Es una silla de lona, al parecer, con brazos, muy inestable. Me llega un pequeño golpe de corriente,
siempre en las piernas y me echo hacia atrás.
— Si te caís, huevón, vai a caer al hoyo. Asunto tuyo.
— ¿Que hiciste el 29 de junio?
Es la voz grave. Mi cerebro está en blanco. Trato de buscar cuándo fue junio, dónde está junio. Nada.
— No sé, señor.
Pasa la corriente. Levanto las piernas. Me balanceo.
Siento las rodillas como lámparas que estallan.
— Pal tanquetazo, huevón.
— En mi oficina, señor. Lejos del centro.
En verdad, no recuerdo. Sólo está la imagen de Allende, en la noche, hablando desde un balcón de la Moneda y mostrando al pueblo los héroes militares que habían "vencido" a sus compañeros precursores del golpe. La gente había gritado "paredón" y se retiraba, desilusionada.
— ¿Y el 11 de setiembre, huevón, qué hiciste?
— Estaba en casa, señor, No alcance a salir.
La descarga es muy violenta. En esta posición, ahora, me golpea sobre todo en las rodillas, me las hace explotar brutalmente. Tengo que hacer fuerzas a la vez para encontrar los golpes y no volcarme con la silla, pues realmente creo que caería a un precipicio. No tengo por qué dudar. La voz me sale muy entrecortada, en sordina, como soplidos secos, sin vibración. No tengo una gota de saliva. Como de palo, el interior de la boca:
— En casa, señor. Por las balas, señor. Cigarrillos.
Cuando dejaron salir. Salí. A comprar cigarrillos, señor.
Y es cierto. Buscar cigarrillos en medio del pavor, de los heridos, de los cuerpos tendidos de los prisioneros o muertos, de las ambulancias, los bomberos, los blindados.
— ¿Y a quienes escondiste en tu casa? ¿Eran del MIR?
— No, señor. A nadie.
No puedo soportarlo más. La corriente me muerde los huesos, me triza las rodillas. Quisiera poder decir cualquier cosa que pusiera fin a las descargas.
— ¡Cómo que nadie, desgraciao! ¿Quienes durmieron en tu casa el 20 de diciembre?
— Periodistas, señor. Dos. Austríacos. Amigos de Eva. Los pilló el toque. De queda, señor.
Ciertamente no lo recuerdo. Pueden haber sido esos periodistas. Pero puede haber sido un matrimonio que temia ser aprendido en su casa esa noche. U otra noche. ¿Es ésa una de las denuncias que han hecho sobre mi? Dejo caer la cabeza. Desaparecer.
— ¿Donde está Eva?
— En su trabajo, señor.
— ¿A que hora llega a su casa?
— A las seis, señor.
— Vamos a traerla pa'cá, huevón. Pa mirarle el aniIlito de cobre.
Risitas. Por la izquierda, uno vuelve a agarrarme el pecho, con las uñas prontas. Por la derecha, los anillos me raspan la tetilla. Un par de segundos de silencio. ¿Se aburrieron? Surge una nueva voz:
—¿Donde trabajai vos?
— Trabajaba en el Instituto X.
— ¿Cómo que trabajabai?
— Lo clausuraron, señor.
Otra voz:
— ¡Claro, pos huevón! ¡Que te creiai vos!
La anterior:
— ¿Y que hacís ahora?
Miento:
— Me ofrecieron otro trabajo. En la misma organización. Tenia que presentarme.
— ¿Cuando teníai que presentarte?
— El seis de marzo, señor.
— Puh, no vai a estar vivo, huevón.
— ¿Y que hay hecho desde setiembre?
— Escribía, señor. Leía.
— ¿Queris decir que no hai hecho náa? ¿Hai estao viviendo a costas de esa huevona?
— No, señor.
— ¡Cómo que no! ¡Vago de mierda!
— ¡Cafiche!
— ¡Descarao! ¡Maricón!
Es el coro. Y a cada voz el golpe de corriente.
Realmente soy — mi cuerpo es - por un simplísimo sistema de reflejos condicionados insultos-castigo, todo lo que ellos gritan.
— ¿Donde están las armas?
— ¡Armas! ¡Qué armas, señor!
— En el Instituto, no te hagai el huevón.
— La policia nos registró, señor. Se llevaron todo. Puros papeles.
— ¿Y las armas? ¿Donde las escondieron?
Las uñas se hunden y van arrancado, al cerrarse, los pelos del pecho. Doy patadas contra las descargas. Los gritos no me salen. Esto es eterno, entonces.
— Nadie allí. Sabía. Disparar. Eran teóricos. Teóricos, no más, señor.
— ¿No sabís que esos son los peores, huevón? ¿Los que empujan a los asesinos?
Es la voz grave, que se ha aproximado. Me pisan ambos pies, para que no los dispare con las descargas.
— ¿Y el director? ¿Hay estao con Magus después del 11?
— Sí, señor. Hace poco. Lo encontré en la calle.
— ¿De qué hablaron?
— Le pedí que apurara. Mi nuevo trabajo, señor.
— ¡Desgraciado! ¿Y el 18 de enero, maricón?
No encuentro nada. No tengo memoria. No logro recordar en qué mes estamos, para entonces calcular cuándo fué enero. La corriente circula. Va a venir el golpe.
— ¡En el número 6 de la calle Bach, infeliz!
Ahora caigo. Pero si era tan simple. Siento un desahogo, no hay nada que ocultar:
— ¡Pero si fue el cumpleaños de Sofía!
Nos habíamos reunido varios ex compañeros de trabajo en casa de Sofía, entre ellos Magus, y otros amigos, para celebrar el cumpleaños de ella. Yo había ido con Sara y más tarde había llegado Eva.
— ¿Fue una reunión de la resistencia, maricón?
La descarga eléctrica fuertísima y a la vez las pisadas que me trituran los dedos de los pies. Curiosamente, ello en cierta forma amortigua la corriente.
— ¡No, señor!
Realmente, no habíamos hecho otra cosa que beber. Yo no me había ocupado sino de mirar a Sara y, luego, de sustraerme a la incomodidad de la presencia de Eva. No tengo idea de lo que hacían los otros. Beber complusivamente, tal vez nada más.
— ¿De qué hablaron? ¿Qué acordaron?
Es inútil que con mis sonidos de fuelle desvencijado yo grite que no, que sólo bebimos y hablamos de tonterías y que no recuerdo una palabra. No me creen. Que se habló de política. Que se acordó algún plan. Que repita lo que dijo Magus. La corriente me roe los huesos. Los pelos del pecho salen de cuajo con las uñas. Los anillos se ponen a golpearme el otro lado como un tambor. Sé que cuando el tipo golpee en serio va a reventarme. Tengo que inventar algo, lo que sea.
— Habló. De la situación. Económica, señor.
— ¿Que dijo?
— Que..... a corto plazo..... Las condiciones eran. Favorables para la Junta. Pero que. La situación interna. De Estados Unidos.....
Me toman de la blusa y me arrancan violentamente de la silla.
—¡Ya! ¡Te cagaste, huevón!
Me desatan las muñecas, por detrás.
— ¡Desnúdate! ¡Rápido!
Tengo las manos rígidas. Me quito la ropa, tambaleando. Tengo la impresión de que he pasado muchos diás aquí y de que voy a seguir aquí, siempre. Odio mi capacidad de seguir despierto. Me hacen caminar, a golpes. Me hacen subirme y tenderme en una especie de camilla alta recubierta de algún plástico. Me atan de cada pie y me tiran los brazos hacia atrás, atándome también de las muñecas. Mi cuerpo queda muy estirado. No puedo hacer el menor movimiento. Me dispongo otra vez a morir, pero ahora sin imágenes. Vacio, en blanco. Sólo la noción de cuerpo vivo que va a morir. Ponen una especie de anillo o dedal en mi sexo.
— ¿Qué dijo Magus?
Me tiemblan las mandibulas. No sé qué decir, no se me ocurre qué inventar. Volteo la cabeza, de un lado a otro, la boca abierta. No me sale nada. Entonces me introducen algo bajo la lengua y una mano me cubre la boca. La descarga estalla simultáneamente en la lengua y en el sexo. Me desgarro los hombros al tratar de contraerme. No pierdo la conciencia. El dolor corresponde, por una parte, a una mutilación. Es como si me arrancaran el sexo de raices, como una dentellada que me deja abierto y, arriba, en la boca, como una explosión que volara toda la carne, que dejara los huesos de la cara y del cuello al desnudo, los nervios petrificados, en el vacio. Es más que eso, no hay memoria del dolor.
— ¿Propuso actuar contra la junta?
Muevo la cabeza de arriba abajo, muchas veces, rápido. Sí, propuso todo lo que quieran que haya propuesto. Llega otra descarga, menos violenta.
— ¿Quienes estuvieron de acuerdo?
Me quitan la mano de la boca. Mi lengua está rigida, la piel del paladar contraída, seca como una cáscara de nuez. Casi no escucho lo que digo, ásperamente.
Nombro algunos y en mi cuidado de omitir a alguien nombro a otro que no estaba allí.
— ¿Y dijo que estaba colaborando en la campaña internacional del marxismo contra Chile?
Por supuesto que sí, todo lo que quieran.
— ¿Y pa esto te complicabai tanto, concha'e tu maire?
Me dan una última descarga en el sexo, como de despedida. Me desatan.
— ¡Vistete, maricón!
Me deslizo de la camilla y busco a tientas con las manos por el piso, en distintas direcciones. No recuerdo donde me han desvestido.
— ¡Rápido, mierda!
Me conducen a patadas. No hay tiempo para atender al dolor. Confundo las ropas, no encuentro los huecos de los pantalones.
— ¡Primero los calzoncillos, mierda! Vístete bien.
Logro vestirme bajo una lluvia de puntapiés. La voz grave viene de lejos:
— ¿Quieres declarar algo más?
Se me cae la cabeza. No, nada más. El de los anillos vuelve a tocarme:
— Ahora vamos a traer pacá a estos huevones. Si no hai dicho la verdá, entonces sí que vai a saber lo que es bueno.
¿De acuerdo?
Me desatan el nudo de la capucha contra la nariz, vuelven a atarme las manos por detrás y me dan un empujón para abrir la puerta. Afuera me coge alguien otra vez del borde delantero de la capucha y me arrastra.
No siento las piernas. Me da la impresión de que estamos al aire libre.
— ¡Sube, huevón!
Busco en el aire con un pie por todos lados. No hay nada. Un coro de risotadas. Me llevan a otro lado. Me levantan y me empujan. Caigo cerca de otro cuerpo. Reconozco de algún modo que es Manuel. El camión se pone en marcha. Nos sentamos contra la pared y apoyamos la cabeza el uno con el otro.
— ¿Cómo estás? — le pregunto.
— Mal, compañero. ¿Y tú?
— Mal, compañero.
Nos estrechamos las cabezas encapuchadas. No decimos nada más. Respiramos con las bocas abiertas, jadeantes.
El camión se detiene. Abren los cerrojos y alguien sube. Nos sacan las capuchas. Es uno de los soldados conocidos del campamento. Nos mira sin asombro, un poco sonriendo de reconocernos. Grito, mientras me desata las amarras. Veo que tengo la piel de las muñecas profundamente rebanada. Esta vez nos ayudan a bajar. El oficial joven y de rasgos finos nos está esperando. Me mira, algo chocado, con un aire de compasión impotente.
— ¿Le pusieron corriente?
No contesto. Insiste dos o tres veces. Asiento con la cabeza. Hace un gesto de disgusto. Viene el "Pata en la Raja" y nos toma de los brazos. Nos hace entrar al otro patio, el que hemos visto siempre desierto, excepto cuando podíamos espiar a través de la empalizada.
— Ustedes quedan ahora en libre plática- nos dice- Pueden dormir si quieren. Pero cuidado con tomar agua en seis horas.
Nos hacen entrar en una de las cabañas. Está llena de prisioneros que nos miran solícitamente. Les recomienda que nos cuiden, que no nos dejen tomar agua.
Pregunto si puedo quedarme un rato al sol. Sí, puedo.
Me siento en un palo, en el patio. "Pata en la Raja" me pone disimuladamente un cigarrillo en la mano.
Me lo enciende.
— Con cuidado, huevón. Si me pillan me cagan.
Aspiro el humo, rápido, para emborracharme. El sol es radiante, pero tiemblo de pies a cabeza. Siento mucha lástima por mí, mucho frió por mí.
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