Luis Felipe Contardo
Luis Felipe Contardo (Molina, Chile 1880 - Chillán, 1921). Poeta y religioso chileno.
Vespertina
Fue así, clara y azul, la tarde aquella.
Tardes, en que del mundo en el santuario,
Cada lirio silvestre es incensario,
Y lámpara de oro cada estrella.
Con rumores de mística querella,
Flotaba sobre el valle solitario
La oración del musgoso campanario
Que entre los techos del lugar descuella.
Murió esa voz. De la montaña bruna,
Bajó una garza con callado vuelo
Al dormido juncal de la laguna
Todo fue paz… y en la infinita calma
Del día agonizante, subió al cielo
Como el aroma de una flor, su alma.
Por la tierra estos cantos, como alondras del día
o campanas del angelus, vierten su melodía.
Que vayan repitiendo el eco vagabundo
de los hondos latidos de la vida y el mundo.
Que dejen en el viento, clara y trémula huella,
un rumor de plegaria y un resplandor de estrella.
Que en la tarde tranquila o que la noche en calma,
si su música pasa arrullando algún alma.
La haga mirar al cielo y pensar, conmovida:
-¡Hay belleza en el mundo y hay dulzura en la vida!
La vida en flor
Lo mismo que una gárrula bandada
de pajarillos que ensayaron vuelos
en el jardín la turba alborozada
se agita, de los rubios pequeñuelos.
Es en la primavera, y la alborada
dejó rocío en cada flor. Sin velos
la gracia de la tierra, desplegada
está bajo la gloria de los cielos.
Y al ver que las caritas luminosas
asoman su alegría y su belleza,
botoncitos de rosa entre las rosas.
Me parece que el mundo ha florecido
y el corazón, que a fatigarse empieza,
se me llena de cantos, como un nido.
Beso Divino
Unos niños levantan sus caritas de rosas;
de los ojos divinos les atrae el imán;
acercarse quisieran, más las manos rugosas
de los viejos apóstoles se oponen a su afán.
Y Jesús dijo entonces: “Dejadles; son los dueños
del Cielo de mi Padre todos estos pequeños;
dejadles que a Mi vengan, e imitad su candor.
Si queréis tomar parte en mi reino bendito”…
En seguida inclinóse hasta el más pequeñito,
lo mismo que se besa una flor…
El último lucero aún encendido
está cuando hoy he abierto la ventana,
y la aurora, de súbito ha invadido
la quietud de mi celda franciscana.
La pequeña terraza toda llena
de maceteros y rocío, nada
en la luz matinal. Una azucena
levanta su blancura perfumada
cerca de mí. Pasa en el viento un blando
roce de alas tendidas y de vuelos.
Y yo, inmóvil y absorto, estoy mirando
la belleza del mar y de los cielos.
Junto con el rumor de la marea
sube el trémulo son de una campana;
las voces del Océano y la aldea,
que rezan la oración de la mañana.
Y esas voces se alejan misteriosas
y van a naufragar en el profundo
silencio de los seres y las cosas;
y una mística paz envuelve al mundo.
Me exalta la dulzura que se encierra
en el milagro de la luz que avanza,
y canto: ¡Hermano Sol y hermana Tierra,
digamos al Señor toda alabanza!
Cantos del camino
Autor: Luis Felipe Contardo
Santiago de Chile: Impr. Universo, 1918
CRÍTICA APARECIDA EN EL DIARIO ILUSTRADO EL DÍA 1918-11-11. AUTOR: ELIODORO ASTORQUIZA
Acaba de salir a luz un volumen de poesías (primorosamente ilustrado por don edro Subercaseaux), que –o yo mucho me equivoco- satisfará ampliamente a todos los amante de la belleza, cualquiera que se la escuela a que pertenezcan. Me refiero a los “Cantos del camino”, del presbítero don Luis Felipe Contardo.
Las poesías del señor Contardo reúnen dos condiciones que, raras veces, hoy día, se hallan juntas en un mismo poeta: la más impecable, la más castiza corrección de la forma, no perjudica en nada, en ellos, a la sinceridad, a la emoción, al sentimiento. El señor Contardo es clásico y moderno; es sabio y es simple; es esmerado y sentido.
Se divide el libro en nueve secciones tituladas: “La sombra del hogar”, “La huella de Jesús”, “En el refugio franciscano”, “En la paz del alba y de la tarde”, “Horas oscuras”, “El canto heroico”, “De los veinte años”, “Canto a la cruz” y “Flor del monte”.
“La sombra del hogar”, como lo indica su nombre, reúne las composiciones que evocan la casa de campo de la niñez, la familia dispersa, los padres muertos. Ha hecho bien el señor Contardo en encabezar el libro con esta sección, porque aquí está el génesis de la sensibilidad del poeta. Sin duda, los “Cantos del camino” no existirían o existirían en otra forma, si el señor Contardo no hubiera pasado en niñez en aquel “blanco hogar” donde:
“el techo era modesto y la vida era parca
y había paz y cantos y alegría…”
Y donde:
“en torno, añosos árboles, palpitantes de nidos,
repetían, temblando, la música del viento
y un jardín, rebosante de ramajes floridos,
embalsamada el aire con su aliento…”
El tiempo pasa, el niño crece, muere la madre, que era la vida y el alma del rústico hogar, y este acontecimiento inspira al poeta versos tan hondos, tan admirables como los siguientes:
“Y desde que la rama está caída
y el viejo nido del amor, deshecho,
siento que algo se extinguió en mi pecho
en las raíces mismas de la vida.
Pero aun la misión no está cumplida
de la santa mujer, y es más estrecho
que mientras nos cubría el mismo techo
el lazo en que mi alma va a ella unida.
Cuando en la senda del deber vacilo,
cuando mi corazón nostalgia siente
de un afecto muy hondo y muy tranquilo
cuando me canso de vivir… ¡es ella
la que un beso de luz sobre la frente
me envía desde el fondo de una estrella!”
En el poema (también de inspiración filial) titulado “Como cuando era un niño…”, que es uno de los más originales y penetrantes de la obra, hay un verso que ha sugerido al prologuista del libro, don Francisco A. Concha Castillo, un reparo, que me parece injustificado. El verso dice:
“Como una primavera se me llenó de arrullos
el corazón y todo me floreció de armiño”.
El señor Concha objeta: “es mucho pedirle a la piel de un animalito como el armiño que haga las veces de jazmín o de azucena, y todavía que lo florezca todo”. Me parece que el señor Concha toma las cosas demasiado a la letra. La verdad es que la palabra “armiño” está empleada allí en sentido elíptico, como si se dijera “color de armiño”. Es como si un vate dijera que, al caer la tarde, un monte “se vistió de violeta”; nadie podría suponer que se refiere a lo pétalos de la flor.
La sección titulada “la huella de Jesús”, encierra una serie de sonetos en que el señor Contardo evoca sus visiones de la tierra santa. Como muestra de este aspecto de la lira del señor Contardo, citaremos uno titulado: “En el lago de Genezareth”:
“Mientras la tarde baña de dulzura infinita
las aguas, las riberas y los montes, que son
los mismos que sintieron su mirada bendita
los mismos que escucharon el divino Sermón;
en una barca ruda, que a recordar invita
y teniendo en los labios un temblor de oración,
voy surcando en silencio el Lago, que palpita
misterioso y callado, como un gran corazón…
El horizonte cruza lentamente una vela;
con las alas inmóviles, una ave blanca vuela;
se desvanece arriba un postrer arrebol!...
Y en la quietud solemne, entre la luz escasa;
parece que el Maestro sobre las ondas pasa,
y su manto es el último relámpago del sol…”
Si se me pidiera escoger entre las diversas secciones de que se compone la obra, tal vez me quedaría con la titulada “De los veinte años”, que contiene las primeras poesías escritas por el autor. No son, sin duda, las más acabadas, pero hay en ellas una espontaneidad, una exuberancia, una fuerza, una potencia de visión que subyugan. ¿No se siente un marco de sensaciones primaverales al leer estrofas como estas, escritas en Italia?
“Descuélgase el rosal por los barrancos.
[…]
De brotes y de espigas y capullos
hay en los valles vibración fecunda
y un rumor de aleteos y de arrullos,
de los mirtos en flor el bosque inunda…”
He aquí hermosos versos. Podría seguir citándolos, no inferiores, si este artículo no fuera ya más que una continua cita. Es que en presencia de la verdadera poesía, el análisis se hace imposible y solo se admira. La poesía, como la mujer hermosa que se ve por primera vez, vuelva el corazón y nos enmudece. Nuestro asombro no se exhala en ideas concretas sino en exclamaciones de admiración. Es necesario que el tiempo, el hábito, la costumbre, devuelvan, en presencia de una belleza, sus derechos al analista que hay en cada uno de nosotros. Algún día estudiaremos en detalle las poesías del señor Contardo. Por hoy, solo hemos querido presentarlas rápidamente a los hombres de gusto.
CRÍTICA APARECIDA EN LAS ÚLTIMAS NOTICIAS EL DÍA 1918-11-26. AUTOR: ALONE
Desde la primera página estos cantos del camino sorprenden y aun causan cierta inquietud: no es el tono que, con razón o sin ella, esperamos encontrar en las poesías de un cura, publicadas con el objeto de reedificar su parroquia[1]. Los tres últimos versos del soneto inicial dicen:
“Y aunque el vivir me dio sus desencantos
Aún vibra el alma llena de armonías
Y tengo el corazón lleno de cantos!...”
El poeta empieza hablando de sí mismo, cosa que personas respetables llaman “execrable manía”: y lo que es más grave, lo hace como verdadero poeta, con visible sinceridad de corazón y seductora espontaneidad. ¿Acaso este clérigo rimador estaría algo tocado de modernismo? ¿Y no se sometería incondicionalmente a los moldes antiguos ni aborrecería bastante a su tiempo? La estrofa con que se inicia el soneto siguiente no contesta un poco estas interrogaciones:
“Aunque ardorosamente amo el siglo en que vivo
-Robusta edad de empresa, de andancia y de fragor-
Dentro del alma llevo algo de primitivo
Algo de ingenuo y rudo, de fuerza y de candor.”
La expresión no es feliz es, mejor dicho, mala, casi detestable, pero los sentimientos expresados constituyen una confusión muy reveladora y en extremo simpática. Resueltamente, el poeta es de los nuestros y nada tiene de común con esa “cofradía de los entrabados, salidos de la grande escuela clásica como el vinagre del vino” a que aludía un ático orador[2]. El “aunque” con que intenta suavizar su frase, significa en realidad “porque”, pues una de las distintivas del espíritu del siglo es el amor a lo antiguo, llegado a nosotros de Verlaine y D’Annunzio, a través del pagano Darío y el caballeresco Valle-Inclán.
Y acaso, si lo leyéramos un poco prevenidos, no dejaríamos de hallar en el señor Contardo rastros y casi diríamos una especie de contagio de estar grandes influencias renovadoras.
A pesar de las forzadas limitaciones en que debe encerrarse la poesía de un sacerdote, y de un sacerdote irreprochable, nuestro poeta encuentra manera de ser apasionado y de exhalar gritos de amor que si bien cubiertos por una silueta augusta y sublimados por el más puro cariño humano, parecerían arrancados a una endecha erótica, vistos en otra obra. Véanse las estrofas firmadas en Italia (1900):
“Oh! Corazón no te engaño
Si en las ráfagas que siento
Llegar, como un fresco aliento
De mis vírgenes montañas.
Escuchas voces extrañas
Que dicen, con dulce acento:
Te mando un beso en el viento
¡Pedazo de mis entrañas!”…
¿Qué echaría de menos el más enamorado de los vates en estas, para el señor Contardo, voces del hogar lejano? Más adelante, en una de las mejores secciones de este libro y después de cantar con dulzura de égloga “La Casa de Campo” y con becqueriano romanticismo la lectura de la hermana triste, la composición “Como cuando era niño”, nos ofrece un cuadro nocturno de una poesía rica, ardiente y conmovedora. Hay calos de alma en los largos versos que se suceden pintándonos ese balcón suave como un nido, a la embriaguez panteísta en la contemplación de los astros y los planetas en silencio fragante y solitario de la campiña. Están los dos solos, el poeta-sacerdote y su madre:
“-Dios es grande y es bueno –la anciana pensativa
Dijo, sin que dejara de mirar hacia arriba.
Y añadió: –Bueno y grande el señor de los cielos”…
Ese simple acento sabe convencernos mejor que todas las hábiles argumentaciones a las que siempre se puede oponer alguna pequeña objeción maligna: y el poema filial sigue desarrollándose como una corriente majestuosa. La anciana madre expresa su dicha de que la tierra haya colmado sus más hondos anhelos.
“…A permitir que sean en mi invierno sombrío
Tus manos consagradas, mi sostén hijo mío!”
El ritmo, las imágenes y las palabras, todo concurre armoniosamente a impregnarnos del hondo y noble sentimiento que ha dictado estas grandes estrofas […]. El sacerdote consciente de su alta misión, la madre orgullosa del amor y la dignidad del hijo, el poeta arrebatado por un sentimiento en el cual sentimos concentrarse todas las renunciaciones de una vida inmaculada, trazan a esa hora nocturna, clareada de luna y llena de rumores lejanos, un cuadro que es un poema de inolvidable ternura. El lector dice al unísono con el autor las postreras palabras:
“Casi una primavera, se me llenó de arrullos
El corazón y todo me floreció de armiño:
-Madre, mi amor! –la dije: me eché en los brazos suyos
Y la cubrí de besos, como cuando era niño!...”
En nuestra predilección por la nota personal y única de los autores, por esa porción propia y como bien original que cada uno trae al mundo, querríamos no pasar adelante… ¿Quedará algo de todo lo demás, dentro de cien años? Hay otras piezas de más aparato (algunos dirían de mayor consistencia), construidas con más esfuerzo y brillantez: un homenaje a Isabel la Católica hecho para un certamen y premiado, según entendemos, otro “Canto a la Cruz”, de parecido destino, uno titulado “poema”. “Flor de Monte”, “En el Refugio Franciscano”. “En la paz del alba y de la tarde”, etc., etc. Todos muy bien hechos. El señor Contardo versifica admirablemente, con libertad y seguridad, aunque a veces el gusto lo traiciona un poco. En ciertas composiciones volvemos a encontrar huellas de esa embriaguez de imágenes. “El mes de María”, por ejemplo, que admirábamos casi todas, invenciblemente nos viene al recuerdo alguna poesía similar, de igual o superior mérito. Ni el señor Contardo, ni nadie, creemos, habrá cantado al hermano Lobo, del dulce y mínimo Francisco de Asís, como lo hizo ese renegado de Rubén Darío, fiel e ideal traductor de las “Floretti Místicas”. Ese tema ninguno debería moverlo, “que estar no pueda con Roldán a prueba”. Un cuadrito pastoril “La tumba de las ondas”, cuya primera mitad es excelente, palidece ante algo análogo de Heine, otro, “Lágrimas”, parece arrancado a las “Rimas” de Gustavo Adolfo Bécquer, y hay esparcidos aquí y allá notas de la lira de fierro de don Gaspar Núñez de Arce. Y aún, para no salir de Chile, ¿no se siente en los sonetos, como un esfuerzo para dar los alaridos con que nos ha traspasado de parte a parte el alma de Gabriela Mistral? ¿Y no queda débil la voz de este bardo masculino al elevarse al unísono con las quejas dantescas de nuestra poetisa? Fuera de que el consuelo demasiado seguro para el sacerdote –uno se debe siempre a su creencia, por desesperado que esté- nos obliga a ponerle un límite a la emocionada compasión que ahí se provoca.
Comprendemos que esto será juzgar un libro con criterio demasiado personal y no muy amplio; ya divisamos el reproche de los que no aceptan la soberanía del gusto íntimo; pero, ¿qué hacer?, todos nos parecen gustos íntimos, aun el aborrecimiento de ellos y la inclinación a juzgar, según reglas objetivas e invariables. Solo que unos adoptan la forma dogmática, amoldan su temperamento a pautas rígidas, y los otros quieren dejarle cierta flexible y amable libertad, el derecho al error y a la contradicción… Y nosotros, por pura modestia, preferimos la menos peligrosa.
En fin, todo esto es bien complicado para decir que entre los “Cantos del Camino”, del presbítero señor Contardo, han seducido particularmente nuestro interés los que se entonan a “La sombra del hogar” y que, dentro de las seis u ocho buenas composiciones de esta sección, la última, “Como cuando era niño” es una pura maravilla, la perla del volumen, la expresión única y perfecta de cuanto puede dar este sacerdote de corazón ardiente y poético.
Y se nos figura que el autor ha de pensar como nosotros… hasta cierto punto…
Firmado como Hernán Díaz.
[1] Lo dice el prologuista, otro poeta… ¡Ay! Y qué pocas iglesias quedarían en pie si todas se repararan con el producto de la venta de libros. Sería un ideal para los radicales.
[2] Don Augusto Orrego Luco, cuyo discurso de introducción a la Academia es para hacerlo sentirse a uno orgulloso de ser chileno.
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