Federico González
Federico González G. (La Serena, CHILE 1877-1950). Ganó el primer premio de los Juegos Florales de Copiapó (1911). Aparece en antologado en Selva Lírica (Pág. 395).
LA MUERTE DEL CISNE
El cisne está triste. Como antes no hiende
con regia apostura las ondas del lago.
Sobre el pecho inclina, silente y sombrío,
el inmaculado cuello de alabastro.
El cisne está triste. Las ninfas contemplan
en mudo reposo su angustia infinita;
sus corolas -húmedas de rocío- abaten
los blancos nenúfares que bordan la orilla.
El cisne está triste. Ha tiempo, una noche
de estío, que su alma sensible recuerda,
surcando las ondas, miró reflejarse
en ella la imagen fatal de una estrella.
Como cien puñales, sus destellos fúlgidos
claváronle el pecho, tranquilo hasta entonces.
La amó con delirio... sufrió intensamente
al verla ocultarse tras el horizonte.
Desde aquella noche que jamás olvida,
en que despertaron sus hondas ternezas,
no ha visto en los diáfanos cristales del lago
la imagen hermosa de su amada estrella.
El cisne está triste. El cisne ha cantado.
Y al par que sus notas al cielo se elevan
y en una angustiosa convulsión perece,
las ondas del lago suspiran de pena.
Las vendimias lejanas
Autor: Federico González
Santiago de Chile: Nascimento, 1927
CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1927-12-25. AUTOR: JUANA QUINDOS
El título ensaya una interpretación de sentido, que con la lectura de los poemas vendrá a corroborarse.
La actitud romántica de un poeta que en esta hora gesticulante, frenética, irreverente y polémica, viste de terciopelo su voz, de apasionado ritmo a su habla, y se atreve a presentarse en la guisa de trovador, tiene que ejercer poderío de sugestión solamente en aquellos que aún añoran en la linde de una literatura desvanecida o, si se quiere, y como lo insinúa honradamente el poeta, bastante lejana. Nosotros diríamos cósmicamente lejana.
“Señora, soy el bardo que en blanca luna por el espacio gira
al pie de tus balcones arranca de su lira
las notas con que arrulla tus sueños orientales.
Acaso cuando escuchas mis quejas pasionales
dentro del tibio lecho tu corazón suspira
y piensas que en el pecho que por tu amor delira
prendieron flores áureas princesas medioevales.
Señora, yo no tengo riquezas que ofrecerte
sino mi humilde lira, mi honor de caballero
y un alma que adorarte jura hasta la muerte.
Tú puedes ensalzarme, donándome el tesoro
por el que reencarnara mi espíritu trovero:
tus ojos; esmeraldas; y tus cabellos: oro”.
Cesa la mandolinata. Nos percatamos, entonces, que nuestra sensibilidad se ha escindido, se ha disociado en dos mitades.
Una, que escuchó, creyendo enriquecer nuestro paisaje espiritual con el revolar y aleteo de suspiros de tantas generaciones de poetas que en esa o parecida forma simularon hervir o hirvieron de pasión.
Y otra, que por lo mismo que cree haber oído desde siempre esta poesía –en centenares, en millares de versos semejantes- no quisiera volver a escucharla nunca.
De todos modos, resulta hasta un hallazgo un poeta que en estos tiempos de frivolidad espiritual en los que se vive en contacto con tanta tentadora orientación artística vistosa, persiste en demostrarse tan refractario a la obliviscencia [sic]; y que en esta hora de exasperado personalismo supedite el intento de manifestación –aunque fuera desafortunado- de su propia personalidad, al vasallaje de los grandes poetas olvidados.
Porque la influencia, manifiesta en este libro, de Bécquer, de Zorrilla, de Núñez de Arce, denota que el autor no se equivocó de cantera.
Y esto, podría no ser una postura mental que deseáramos perdurable, pero, en el peor de los casos, delataría una imitación que, en su tiempo, pudo llegar hasta ser “buen gusto”; y confirmaría, además, ya que no un gran poeta, cuando menos una decidida naturaleza poética.
Dicen que la Reina Alejandra de Inglaterra usó durante casi medio siglo un mismo modelo de sombrero.
Y murió habiendo mantenido su merecida reputación de elegante.
Firmado como Ginés de Alcántara.
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