Alfonsa de la Torre
Ildefonsa Teodora de la Torre y Rojas (Cuéllar, 4 de abril de 1915 - Cuéllar, 19 de abril de 1993), más conocida como Alfonsa de la Torre, fue una poeta, ensayista y dramaturga española perteneciente a la denominada Generación del 36. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía en 1951 por su obra Oratorio de San Bernardino, uno de sus trabajos más reconocidos.
Su obra está caracterizada por un claro misticismo y sobre todo feminismo, corrientes contrarias a la época en que vivió, por lo que ha sido considerada una mujer adelantada a su tiempo. Además de poeta y dramaturga, fue profesora universitaria e investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y de varias fundaciones nacionales e internacionales.
Infancia en La Charca
Nació en la villa segoviana de Cuéllar el 4 de abril de 1915 en el seno de una familia nobiliaria acomodada. Su padre, Juan José de la Torre y Arocena, fue un médico especializado en enfermedades cutáneas, de familia oriunda de Cuenca y de larga trayectoria política en los partidos liberales y republicanos, en la que destacó su tío Mariano de la Torre Ajero, que fue alcalde de la ciudad de Segovia. Su madre, Laura de Rojas y Velázquez, procedía de las más importantes familias aristocráticas de Cuéllar, contando entre sus ascendientes a los descubridores Gabriel de Rojas o Diego Velázquez de Cuéllar, de quienes habían heredado una gran fortuna compuesta entre otros bienes por el palacio de Pedro I el Cruel.
Desde los tres a los seis años sufrió una enfermedad por la que perdió temporalmente la visión, y para su recuperación se trasladaron a la finca familiar, denominada La Charca y situada a las afueras de la villa. La finca estaba presidida por una gran casa de estilo modernista, y rodeada de un extenso terreno en el que el padre de la familia, gran coleccionista, almacenaba una amplia variedad de plantas y animales exóticos, desde pavos reales hasta tigres. Allí ya comenzó a dictar poemas a su madre para que los recogiese en papel, formando un conjunto que posteriormente denominó Lekitos de una adolescente en el paraíso y que no consiguió publicar tras varios intentos.
Una vez recuperada, comenzó sus estudios en el Colegio de la Divina Pastora, donde formó un grupo de teatro y aprendió baile flamenco. Posteriormente se trasladó a Segovia para cursar el bachillerato en el Colegio de San José, donde tuvo por compañeros a Dionisio Ridruejo y Luis Felipe de Peñalosa.
Etapa de formación
Al finalizar sus estudios básicos en Segovia, se trasladó a Valladolid y posteriormente a Madrid para cursar estudios de cultura y lengua italiana. En 1934 recibió un duro golpe al fallecer su hermano pequeño, de tan sólo 10 años, hecho por el que regresó a Cuéllar, visita que repitió durante las vacaciones de 1936 donde le sorprendió el inicio de la Guerra Civil Española. En su villa natal pasó los primeros años de la guerra, hasta que recibió de su círculo de amigos la noticia de la publicación de la novela Nada, de Carmen Laforet, lo que la animó a regresar a Madrid y continuar sus estudios.
Se licenció en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid, habiendo sido compañera de aulas de Carmen Conde, Josefina Romo y Diana Ramírez de Arellano, y alumna de Dámaso Alonso, Pedro Salinas y Joaquín de Entrambasaguas. Se doctoró finalmente en 1944 con premio extraordinario y el tema elegido para su tesis fue la obra de la escritora extremeña Carolina Coronado. Ese mismo año se trasladó a Portugal estudiando en Lisboa y Coímbra lengua y literatura portuguesa hasta 1945, que regresó para impartir clases en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la especialidad de Filología Románica.
Décadas prolíferas: su obra
Última etapa de su vida
Durante la última etapa de su vida residió en Cuéllar, recluida junto a Juanita en su finca de La Charca. Gracias a la considerable herencia con la que contaba Alfonsa, ambas se dedicaron exclusivamente a la cultura, instruyéndose en la pintura europea y leyendo, para lo cual contaban con una biblioteca personal de más de 6.000 volúmenes. Siguió manteniendo contacto con sus amigos del terreno artístico y literario, entre los que destacaron Juan Ramón Jiménez y León Felipe, quienes a través de la correspondencia mantuvieron a la pareja al tanto de la vida cultural del país.
Fue una persona de gran misticismo, como manifestó en su obra. Creía en la reencarnación, y consideraba haber sido en otra vida profesora en la Escuela de Alejandría, y se recordaba así misma estudiando en su famosa biblioteca, e incluso haber presenciado la entrada de Alejandro Magno en la ciudad. El relato de este tipo de historias en su círculo llevó a su amiga Menchu Gal a retratarla con el atuendo egipcio. Sus últimos años los vivió casi obsesionada con el tarot y las ciencias ocultas, y su casa estaba repleta de objetos esotéricos. Entre sus predicciones más llamativas, se encuentra el vaticinio de la gran nevada que se registró el día de su muerte, ocurrida el 19 de abril de 1993, después de haber iniciado los trámites para instaurar en su palacio de Pedro I una fundación que llevara su nombre y guardara su obra y colección de arte, que finalmente no llegó a realizarse.
Obra
Tildada su poesía por algunos críticos de minoritaria y erudita no lo es en manera alguna por ningún snobismo a ultranza o por cualquier amañado hermetismo. Enraizada en las corrientes más vivas de la lírica popular y de la observación directa de las gentes, no encaja, a pesar de todo, en ninguno de los ismos de moda, ni se aviene con ninguna bandera, debido a un auticismo demasiado diferenciado. Su dificultad y rareza provienen, tal vez, de una vasta, heteróclita cultura de la que su saber decir no puede desprenderse en ningún momento, de un empleo libérrimo, casi salvaje, tanto de métrica y de rima, como de vocabulario, características todas ellas que la empujan a conseguir en cada nuevo intento, revolucionarias innovaciones, audaces logros, no sospechados hasta ahora en la creación poética.
Varios intelectuales de la época alavaron su obra, como Gregorio Marañón, que aseguró que muchos de los versos de Alfonsa nunca los olvidaría; un gran poeta, académico y crítico literario, Gerardo Diego, la denominó en el diario ABC como "Ardiente y sublimada doctora de nuestra mejor poesía" y Francisco Javier Martín Abril en un artículo sobre Santa Teresa: "Si a mí me preguntasen por una poetisa española de hoy, yo contestaría Alfonsa de la Torre. Si a mí me preguntasen por una poetisa española de ayer, Teresa de Jesús, Santa Teresa".
Recibió el Premio Nacional de Literatura en 1951. Quienes entonces iniciaban su aventura artística y literaria en Segovia, recitaban de memoria los versos de Alfonsa.
Poesía
Publicó diversas obras de poesía:
Egloga (Madrid, 1943, Editorial Hispánica) inspiró su primera obra en los parajes de su tierra: los chopos del Cerquilla, la campana del monasterio de Santa Clara, la iglesia de Santa María de la Cuesta, y otros. Fue recibida por la crítica con admiración y entusiasmo.
Maya (1944), poema lírico religioso dedicado a la Virgen.
Oda a la reina de Irán (Madrid, 1948), poema compuesto en alabanza a la reina Fawzia de Egipto.
Canción de la muchacha que caminaba a través del viento (Madrid, 1949), largo poema que al año siguiente fue incorporado al libro Oratorio de San Bernardino.
Oratorio de San Bernardino (Madrid, 1950), obra que compone en una de sus estancias en Italia, tierra que adoraba. La crítica, no solo la de España, la proclama una de las voces más importantes del momento y las muestras de reconocimiento hacia su obra son numerosas. María Romano Colangeli la dedica un estudio laudatorio por título “Irrumpieron los ángeles”. Fue calificada por el poeta Adriano del Valle como "el más importante libro de poemas aparecido en los últimos cincuenta años". Su lectura hizo exclamar al doctor Gregorio Marañón "Extraordinario Oratorio ¡Qué magnífica, profunda y delicada poesía! Muchos de estos versos ya no se me olvidarán, mientras viva". Esta obra la mereció el Premio Nacional de Literatura del año 1951.
Epitalamio a Fabiola (1960), poema que ofrece a Fabiola de Mora y Aragón como regalo de esponsales con Balduino I de Bélgica.
Letanía y Ronda de las Sorores Mysticas ante el Horno Alquímico, libro en el que demuestra que su poesía nacía de la naturaleza, de su tierra de Cuéllar, tierra que utiliza como plataforma para una poesía de elevación y de "salida de sí misma", entrando en el mundo esotérico rozando lo alquímico.
Plazuela de las obediencias (Madrid, 1969), con este libro pone fin a sus publicaciones poéticas, recibiendo parejos elogios que los anteriores.
Celdas para aparcar azucenas azules (Madrid, 1973), cuento galardonado con el Premio "Hucha de Plata" en el VIII Concurso de cuentos "Hucha de Oro" patrocinado por la Confederación de Cajas de Ahorros, publicado en el libro La Vuelta y 19 cuentos más. Depósito Legal: B 934 1974, ISBN 84-7231-122-8.
Otros géneros
Se atrevió con el teatro, escribiendo La Desenterrada, pieza que comienza a ensayarse en el María Guerrero de Madrid pero el exceso de originalidad y atrevimiento, para aquellos años, aconsejan su suspensión.
También publicó un estudio: El habla de Cuéllar (1951) BRAE, vol. 31; donde analiza con detenimiento las peculiaridades en el habla que tienen los habitantes de Cuéllar, manifestando que su vocabulario es rico y vario y que muchas palabras no han sido recogidas por los lingüistas. Según ella hay influencia leonesa, mozárabe y algunos americanismos, importación quizá de los cuellaranos que pasaron a América durante su descubrimiento y posterior colonización, como pueden ser los vocablos quinchar, quinchón...
Humanista, culta e inquieta, tocó otros géneros literarios con éxito; el ensayo, entre los que destacan el brillante trabajo antes citado, y ampliado después, sobre Carolina Coronado, y otro – no menos exhaustivo - sobre la pintora portuguesa Josefa de Óbidos (Josefa de Ayala), con ayuda de la Fundación Gulbenkian, lo que origina el traslado durante años, de su residencia a Lisboa.
“Y Dios me repetía
que ese nombre era el mío
que me llamaba Alondra,
pero yo bien sabía que me llamaba Alfonsa...”.
(Alfonsa de la Torre)
Acaba de reeditarse, después de medio siglo, con gran cariño y fidelidad, en Ediciones Torremozas, la obra más destacada de la poeta Alfonsa de la Torre: El Oratorio de San Bernardino. Obra recibida en su día con elogios de la crítica y de los medios intelectuales; el Dr. Marañón, figura máxima de la intelectualidad, dice: "muchos de estos poemas no se me olvidarán en la vida". En igual sentido se manifiestan otros nombres destacados, el poeta Gerardo Diego le dedica un elogioso artículo desde el diario ABC ¿"Cómo se le ha podido ocurrir a la poetisa la adorable letanía"? Adriano del Valle dice "las mejores poesías escritas en los últimos 50 años", Dionisio Ridruejo, Concha Espina, Carmen Conde siguen en esa línea.
Dibujo de Alfonsa de la Torre por su sobrino J. G. de la Torre.
Canción de la muchacha
que caminaba a través del viento
Miradme, soy de barro,
mi base es media esfera
dos alas me sostienen
erguidas en el aire:
las puntas de mi velo.
Pudiera ser tanagra,
la gracia me circunda,
con los brazos cruzados
y el pelo en breve moño
decoraría, acaso,
un hogar apacible
perdido entre la nieve.
Soy más que forma grata,
más que perfil en sombra:
un canto de promesa
que camina hacia el cielo.
Alguien hizo mi carne,
alfarero de espacios
perdido entre planetas
sin gesto y sin facciones.
El formó mi esqueleto
con las cañas cortadas
en pálidas orillas
y me surcó de ríos
azules y calientes
como un mapa de voces
y soplando en las ramas
de mi esqueleto blanco
donde anidaban aves,
encendióme esta hoguera
de suave movimiento.
Así noté la vida.
Así prendió mis alas.
En su taller lejano
de vasos quebradizos
fuí ánfora de sangre,
capullo de doncella
envuelta en linos tenues.
No recuerdo la aurora
en que abriendo su mano
me escapé de sus dedos,
paloma impetuosa
de un Noé sin riberas
sobre un mundo en naufragio.
Me esperaban las redes
de todos los caminos
tendidas en paisajes.
Me esperaban montañas
de deseos sin logro
mantenidas de espuma,
y ese panal difícil
del amor que nos tienta
y nos pierde en sus andas.
Y yo inicié mis pasos
limitada por nubes,
trascendida de helechos,
entre frescos rumores
de fuentes y cascadas.
Y salían gacelas
de poemas antiguos
a esconderse en mis pliegues,
y jacintos rizados
de idilios luminosos
requerían mi talle.
Mas yo andaba de prisa
como hoguera de monte
en noche solitaria,
perdiéndome en la fronda
como nube en el cielo
cuando el sol se despide.
«¡Aguarda!», me gritaban
los manzanos silvestres,
la avena estremecida,
oropéndolas suaves
de receles pintados
y perdices en celo.
«¡Aguarda! Los caminos
serán lagos de niebla,
las sendas serán dunas,
el destino, borrasca.»
No importa, soy de arcilla,
de barro son mis ojos;
no transparentan miedo,
no transparentan frío,
sólo filtran colores,
alas de mariposa.
De estrellas y paisajes
son espejos de agua;
en su lecho de vidrio
yacen adormecidas
las bellezas más puras.
¡Qué alegría de triunfo
mis contornos perfila!
¡Qué soledad sin tiempo
los dioses no gustaron!
Atrás quedan los montes,
los hollados caminos,
el pan y la guadaña,
el tálamo y la esteva.
A travieso las lindes
de ensenadas radiantes
florecidas de trébol,
benditas de rocío;
pájaros me recuerdan
mi ingravidez de rosa
cuando me apresa el lazo
del hondero invisible.
¡Oh dolor! ¡Cómo aprietan
las venas estiradas!
¡Cómo hieren los hilos
afilados del aire
en la mimada pulpa!
Intento desasirme,
conquistar las espiras
concéntricas del viento.
Todo esfuerzo es amargo,
no conozco las leyes
que regulan la danza
de la araña en su tela,
Me entregaré al capricho
del bóreas implacable,
sufriré sus caricias,
cargaré con los odres
repletos de su nada.
Ya me cercan los galgos
ululantes del hielo,
me acosan sus mastines,
ánsares y palomas
de polvorientas plumas
hinchan mis velos puros.
¡Qué sensación de nave
encallada en escollos
languidece mis velas!
Soy acacia rendida
al huracán potente
que desgaja las ramas.
¡Si mis brazos cruzados
libraran ligaduras!
¡Si pudieran abrirse
en abrazo marino
hasta remar la brisa!
Serían los turbiones
cefirillos de espuma
jugando en mis cabellos,
y no iracundos potros,
no toros embriagados.
En mallas de coraje
me debato sin tino,
muerdo la tierra prieta,
arrastrándome busco
las guijas aceradas
que besará la luna.
Ya no encuentro mi fuego;
he perdido las llaves
del amor en la liza.
No acierto a enderezarme,
si levanto la frente
me ciega el coletazo
de la temida cobra.
He de sorber racimos
de escarcha en los pinares.
trenzar ramos de lluvia,
domesticar los cuarzos
del granizo en la noche.
¡Si lograra encenderme!
;Erguir la enredadera
de mi cuerpo tendido!
¡Florecer como yuca
en las noches de mayo
hecha tirso de velos!
La ciudad está cerca,
me llegan sus campanas;
coronas de colinas
apagarán el viento
y habrá tibiezas dulces;
habrá puertas y olores
de hogar y de membrillos
perfumando manteles
y sábanas de boda.
Llegaré a los umbrales
de las puertas abiertas
donde me esperan besos.
Cenaré en las bandejas
que guardarán mi imagen,
y dormiré en almohadas
de espumosos vellones
escuchando los caños
de las fuentes queridas,
las olvidadas horas.
He de llegar. El ansia
ahuyentará mi miedo,
será una mano fuerte
que arranque la impotencia,
un puente generoso
que del cepo me pase
a lograr mi destino.
Miradme, ya me yergo,
soy de frágil arcilla,
me romperé si caigo,
me anegaré si escucho
las voces que -me siguen.
Recupero mi ruta
con los brazos ceñidos.
Zumbidos de colmena
se adentran por las conchas
de mis oídos sordos.
No puedo detenerme,
he de andar contra el viento.
¡Qué oleaje me azota!
¡Qué látigo me ciñe
incoloro y constante!
Los árboles me miran
con sus raíces ciegas
proyectando en el suelo
movedizas distancias
de animales manchados.
¡Ser espiga en la noche,
junto a la acequia verde,
marta resbaladiza
entre cañas y juncos
o liebre infatigable,
pero no liebre eterna
mordida por el hielo,
sacudida de lluvia,
flagelada de escarcha
aullada por los canes
de este viento sin tregua!
Oratorio de San Bernardino.
(1949)
Irrumpieron los ángeles
Venían de las olas,
de las aguas primeras creadas con plegaria,
de los mares proféticos latiendo entre los montes,
de los ojos sagrados con pestañas de hierba.
Venían de las ondas morosas sin rüido,
de las blancas corrientes de leches estelares,
de los fondos profundos de líquidas esencias,
de los abismos bíblicos donde callan las voces.
Venían de los líquenes de espuma nacarada,
de los esbeltos iris sin raíces de tierra,
de las alas de cisne no holladas por el aire,
de las diáfanas linfas sin sorpresa de riscos.
Venían de las claras cortinas de la lluvia,
de las áureas cascadas iluminando árboles,
de metales y hogueras, de resinas ardiendo,
de sahumerios perdidos ofrendados a dioses.
Venían de las gemas y del cristal de roca
y eran igual que flores con carne de diamante,
eran igual que estrellas con ojos de berilo,
frágiles e intocables rosáceas de los hielos.
Salían de las fraguas de volcanes bullentes,
del cáliz de los cráteres abiertos como bocas;
semejantes a espadas, a hojas de oro fundidas,
echando por los labios la lava de sus coros.
Se deslizaban suaves u la par que las nubes,
ascendiendo muy alto como huecas calandrias,
fontanas y torrentes les servían de túnica
y eran sus trenzas frescos chorros de surtidores.
Chocaron contra el mármol teñido de crepúsculo,
chocaron contra el cielo sus voces y tiórbas
y eran los instrumentos en sus brazos amantes
dóciles bestezuelas gimiendo de ternura.
Se escaparon las brisas cautivas en zampoñas,
la luz de primavera tintineó en los sistros,
el telar de las arpas desplegó sus praderas
y las cuerdas soltaron los triálogos secretos.
Al temblor de las cañas huyeron los faisanes,
galoparon corceles al retumbar tambores,
todas las sensitivas quejumbres de las dalias
revelaron sus ecos al besarse los címbalos.
La gracia se volcaba por míticos paisajes
como una cabellera caía con desmayo,
como una cabellera por los hombres del bosque.
esmaltando de fuego las colinas seráficas.
Todos los elementos dejaron la materia,
cesaron en sus cargos al sentir el concierto;
ni nubes, ni metales, ni gemas, ni amapolas
irrumpieron los ángeles.
Oratorio de San Bernardino.
(1952)
Apparebit Repentina Dies
¡Qué cansado está el cielo de ser cielo!,
de ser azul y negro,
de ser claro,
de ser cielo,
qué cansado está el cielo
¡Qué cansadas las olas de ser olas!,
de ser olas inquietas,
de ser olas serenas,
de soñar siempre solas,
¡qué cansadas las olas de ser olas
¡Qué cansados los astros de ser astros!,
de ser brillantes astros,
de observar y alumbrar;
qué cansados los astros de ser castos,
de ser puros y altos,
qué cansados los astros!
¡Qué cansada la tierra de ser tierra!,
de ser monte y ser piedra,
de ser cieno y ser niebla,
de ser dura y ser tierna,
¡qué cansada la tierra!
¡Qué cansados los ríos de seguir siendo ríos!,
qué cansados los ríos de ser bellos.
de correr sin descanso,
de saber sus remansos;
qué cansados los ríos de sus fríos.
¡qué cansados los ríos!
¡Qué cansada la luna de ser luna!,
de ser pálida y una,
de velarse con bruma,
de enjoyarse de estrellas,
de rielar en los lagos y en las dunas.
¡qué cansada la luna de ser luna!
¡Qué cansadas las flores de ser flores,
de sus tonos y olores,
de sorprender amores,
de sugerir imágenes,
¡qué cansadas las flores de sus trajes!
¡Qué cansado está el tiempo de ser tiempo!,
de ser tiempo y ser tanto,
de ser tiempo y ser largo,
de ser tiempo y ser viejo,
¡qué cansado está el tiempo!
¡Qué cansados los días de ser días!,
de volver a ser días,
de ver morir las yemas,
de ver nacer espinas,
de amontonar cenizas,
de acostarse entre ruinas.
qué cansados los días de ser días!
¡Qué cansados los hombres de seguir siendo
hombres!,
de mirarse en espejos,
de saberse esqueletos,
de esperar a ser muertos,
de temerse deformes,
de matar y engendrar,
¡qué cansados los hombres de ser hombres!
¡Qué cansados los muertos de ser muertos!,
de ser polvo y ser muertos,
de ser amores muertos,
de ser recuerdos muertos,
de ser olvidos muertos,
(le llevar cuerpos muertos,
de aguardar sin luchar,
¡qué cansados los muertos de ser muertos!
¡Qué cansado está todo de ser nada!,
de soñar con ser algo y no ser nada,
qué cansado está todo de ser todo!
¡qué cansado está todo!
Y qué ansias de alba tiene el polvo.
qué ansias de ser alba,
qué ardores de ser oro tiene todo,
qué instinto de ser vidrio y de ser gracia,
de ser colmo en su Dios;
de ser en Dios del todo,'
de ser árbol y brisa y arroyo en Dios,
de ser en Dios arroyo,
de ser fuente y ser mar.
de ser de veras algo,
de ser de cierto en Dios arroyo y luna,
pájaro y hombre en Dios,
nubes y tiempo,
fuego y eternidad,
ser en Dios todo,
alma y amor en Dios.
ser al fin algo.
ser al fin algo en Dios,
ser al fin todo.
Oratorio de San Bernardino.
(1952)
Cancioncilla de la Maestra Herbera
Yo soy la pastora
de la zarzamora.
La sacerdotisa
de la yerbaluisa.
La que por antojo
se come el hinojo
y mezcla verbena
con la hierbabuena.
Yo soy la zagala
de la hierba mala:
con rito pagano
arrojo el aciano
en medio del fuego
y parto el espliego...
Y trenzo el lentisco
con el malvavisco.
Yo soy la doncella
de hierba centella:
provoco los celos,
hirviendo napelos
consigo mimosas
de las escabiosas
o desato llantos
con los amarantos.
¡Ay, la mejorana!
¿Quién ciega a la rana?
¿quién sangra al cuclillo?
Por el culantrillo
o por el cantueso
sé atraer el beso
de la adolescente
con nardo caliente.
Yo seré una lamia.
Sembraré la infamia,
urdiré el estrago
con sangre de drágo.
Seré la lobezna
de la lechetrezna
cebando medusas
con leche de aethusas.
Seré la sanguina
de lengua cervina,
fulva sanguisorba
que la vida sorba.
Hilaré con ruecas
de tibias resecas
la nácar lunára
de la dulcamara.
Yo soy la hechicera
de la enredadera,
de la serpentaria,
de la pasionaria,
de la cannabin
a y de la sabina.
¡Y del estramonio
y engaño al demonio!
Plazuela de las obediencias.
(1969)
Las olas, las horas...
«Omnes vulnerant ultima necat.»
Las horas...
Las olas...
las que en el mar
lentamente se
mecen con placidez
de corriente;
las ondas
que entre los peces
van y vienen
suavemente.
Las horas...
transparentes
como toronjas
de naranjas
orondas.
Alondras
que pían
entre las frondas
de los meses,
casi redondas
como hojas
que el árbol
de vida tejen,
con corolas
que van rozándonos
verdes,
al aire de gracia
tenues.
Las otras:
las que nos pierden,
hojas de metal
las cobras
que más muerden,
colas de escorpión
las ondas
que a distancia
cual pedradas
hieren.
Las olas...
las del mar,
con largas colas
de alga
y de sal;
caracolas
o barcarolas
con sus vaivenes
y sus columpios
de desdenes;
con sus idas
y venidas,
sus bajadas
y subidas,
blancos bueyes
de acometida
con cornadas
de recaída.
Las horas...
las que nos doran:
las opulentas Pomonas,
las que se desgranan
en las eras
como semillas
de hermosas
sementeras;
las hormiguitas
de las grandes
Eras
de la Historia,
las del cuerno
de Amaltea,
las polícromas
y prolíferas
diosas
Floras.
Las Horas
que nos sostienen
amorosas
como a Afrodita
cuando sale
de las olas,
al emerger
de los sueños
alentando
cada empeño.
Las horas
que más nos quieren
al empaparnos
de mieles,
al festejarnos
de esquilas,
al coronarnos
las sienes
de siemprevivas
y de lises
y aureolas...
Las horas
que más prometen
cuando el alma
se enamora,
las que en un fanal
nos meten
forjándonos
a deshora
largos mantos
de esperanza
con oro
de sus esporas.
Las otras.
Las que se temen,
las que comprometen
a solas,
en esquifes
o arrecifes,
sobre acantilados
desolados,
o en istmos
con seísmos
en medio
de oscurantismos
sin posibles cabriolas...
Las horas
que nos delatan
cuando nos aprietan
y nos atan,
las que acusan
y rehusan
cuando afiladas
os alcanzan
y nos clavan
en lo oscuro
contra un muro
sin salida,
ya al acabarse
la vida,
cuando ya
no se dilatan,
cuando ya
no queda gota
de agua limpia
en la clepsidra...
las últimas,
las que matan.
Las olas
que van perdiéndose
a prisa
como notas
apagadas
en la cantata
sagrada
de una misa
al oficiarse
en altares
de altos mares.
Las olas...
las verdes olas
que refulgen
y esplenden
cuando cabrillean
y perlean;
cuando zumban
y retumban;
cuando braman...
cuando llaman
entre rocas
o entre tumbas;
cuando encantan
con sirenas
o con cornamusas.
Las olas...
tantas estolas
azules,
verdes
y malvas,
de Epifanías
y de Albas,
de Vísperas,
de Tinieblas,
de Pentecostés
de fuego
y de Réquiem
de sosiego,
de Cuaresmas
y Natales,
las de pilas
bautismales
y expectativas
de Adviento,
las de las Ferias
Pascuales
del contento.
Estolas
dobladas
sobre las olas,
cruzadas
sobre las horas,
como los brazos
y manos
de un muerto,
sosteniendo
las pequeñas
crucecitas
del tiempo;
como péndolas
paradas
de relojes
polvorientos;
estolas
pintadas
sobre negro
de catafalco
y de entierro
con cruces blancas
igual que tibias
resecas
y huecas
de Memento...
Las olas...
Las horas...
Plazuela de las obediencias.
(1969)
Cinemática evolucionista
Apresada
en el bálago bullente,
viscoso, cambiante,
movible, caliente,
brillante,
del extendido magma,
la ameba incipiente
con forma
todavía de hoja,
se alarga,
se inquieta,
se estira,
engulle,
digiere,
defeca,
asimila,
se transforma,
se engrandece,
ensaya con orgullo
sus múltiples colas,
se enamora,
acaricia con avaricia,
se agita,
dormita,
ajena a la Historia,
ajena a que es ella,
ella misma
previda,
ella sola,
ella única
levadura de vidas,
fermento inaudito
de alondras,
proyecto soñado
de corzas,
premonición divina
de gacelas,
de doncellas,
de almas.
En los mares
celestes,
verdialegres,
aurorales,
rojizos,
plomizos,
grisáceos, esfumantes,
perlados, boreales,
impregnados todavía
de leche de galaxias
luchan y se aman,
nadan y atrapan
agarrándose a rocas,
sosteniéndose en algas
cada vez más endurecidas
las blandas medusas pleistocenas,
cámbricas y jurásicas,
las ávidas acalefas
que anhelaban ser artrópodas,
de la inmensa paleontología de Malasia.
Nadan y trepan
las parejas más fuertes
esforzándose por emerger del agua,
por anidar en el dulce aroma
de las blancas nympheas
recién estrenadas.
Resbalándose
sobre la creta roja y ardiente
volcánica,
metálica,
antidiluviana,
reptan y ascienden
titubean,
se deslizan, retroceden,
a duras penas se elevan
con la fuerza en el pecho,
confundidas
con las hojas dentadas
de los helechos
las onicejádicas saurias:
las inquietantes y misteriosas
iguanas.
Por los árboles prefósiles
henchidos de jugo
de la alucinante
flora triásica
trepan y trepan
rumian en tropa y atrapan
nerviosas,
golosas,
curiosas,
los minúsculos kas de las ardillas
las musarañas de Malasia.
En las junglas ecuatoriales
aspirando todavía el sofocante vaho
de las lavas volcánicas
las australopitecas
corren y trepan por la corteza miocena
persiguiéndose entre feldespatos humeantes,
entre orquídeas lujuriantes,
entre ventalles
de gigantescas calas.
Saltan y trepan
las australopitecas
luchan y reptan y atrapan
delfines azules, palomas doradas
y garzas serpenteadas.
Coronando cúspides,
remontando roquedales,
refrescando constantemente su piel
en las prístinas cascadas
corren y trepan las australopitecas
como rápidos marsupiales
con sus hijos en las ancas.
Al oeste de Europa,
tras los renos,
por sus astas,
en las vastas
explanadas,
las descendientes
de las últimas neanderthalenses
las reflexivas, constantes y hacendosas
cromañonas,
se encaraman en los cerros,
se acurrucan junto al fuego
a las espaldas del hielo,
al agrego del aguacero
en monolíticas moradas
ya con sagradas pinturas
de animales
decoradas.
Se detienen,
se entretienen
en bosquecillos de laureles;
se mantienen
de moras,
de zarzamoras,
de zarzarrosas,
de panales azucarados,
de mirtilos cristalizados,
de alboradas aromadas
de manzanas sonrosadas;
y con caracalas,
y con corolas,
y con minerales,
y con corales,
y con cristales,
y con conchas,
y con rojas
cerezas
engarzan los primeros collares,
las primeras ajorcas
para sus danzas
y sus fiestas.
Y con pieles
y con lianas
y con cortezas
de abedules
instauran
para remotas modas futuras
los complicados cánones de las faldas,
los primores de los colores,
las telas sofisticadas,
el reverbero cabrilleante de las sedas,
la espuma florescente de los encajes,
la incandescencia constelada de los brocados,
la lluvia impalpable
e invisible
de las organzas y los tules.
En las playas de Miami,
de Acapulco,
de Capri,
de Río,
de Hawai,
de Australia,
las minibikini de piernas elásticas,
de pómulos salientes,
de narices achatadas,
suficientemente:
saunadas,
bronceadas,
maquilladas,
despeinadas,
perfumadas,
desde elegantes clubs náuticos,
sobre vertiginosos esquíes acuáticos
saltan,
salpican,
se enervan,
se curvan,
se adelantan,
se empujan,
caen, bracean,
se levantan,
ríen y gritan
sorteando
el mojado zarpazo
de las olas encrespadas.
O tendidas muellemente
en columpios y cinemascópicas hamacas
esperan ociosamente
con la mirada perdida bajo gafas
en el misterioso poniente,
la llegada de las noches melancólicas
para desconyuntarse
a los ritmos escalofriantes
de las músicas dodecafónicas.
Ya en las cápsulas espaciales
tras las vitrinas
de irrompibles cristales,
las valientes Valentinas
semejantes
a iconos de santinas
obrando milagros
bajo cúpulas de fanales,
iluminadas en atmósferas interlunares,
entrenadas,
ayunadas,
dictadas,
controladas,
atentas hasta el paroxismo
a las mortales señales
de escondidos micrófonos,
de advertidores magnetófonos
de asustantes megáfonos,
de temibles semáforos,
respiran amarradas
en incómodas escafandras,
jugando a la comba
de la muerte y la vida,
saltando a los records
de las órbitas planetarias.
Todo ello con la esperanza
de soltar algún día
definitivamente y para siempre
ancestrales amarras.
Se adiestran,
se entrenan,
se inquietan,
se angustian,
unas a otras se retan
se esfuerzan
ascienden,
trepan y trepan
como sus perdidas y remotas
tátara tátara tátarabuelas
aquellas insignificantes amebas,
como sus casi vegetales bisabuelas
aquellas medusas-algas,
como sus primigenias madres
las pequeñas tupaias de Malasia,
como sus primogénitas hermanas
las australopitecas
que correteaban gozosas
entre las calas,
sin apenas percibirse de nada,
sin como éstas, darse cuenta,
que poco a poco
y para siempre
van dejando de ser grávidas,
que poco a poco y para siempre
van dejando de ser eso
que hasta ahora se ha llamado mujeres
para empezar a ser otra cosa,
para pertenecer a otra
muy distinta fauna.
ALFONSA DE LA TORRE: SETENTA AÑOS DE ÉGLOGA
Retrato de Alfonsa de la Torre. (c) Manuel Leçon Astruc
ALFONSA DE LA TORRE: SETENTA AÑOS DE ÉGLOGA
José Luis Molina Martínez
Doctor en Filología Hispánica
Resumen: Entre los años 1943 y 1961, Alfonsa de la Torre publica su obra poética que ha sido recientemente reeditada. Su condición intelectual la convierte en una poeta singular que se ocupa de temas clásicos, espirituales y esotéricos. Su primer libro, Égloga, la acerca, por un lado, al mundo de Garcilaso como poeta recuperado, tal y como hicieron con Góngora y otros clásicos, y, por otro, a la revista Garcilaso. Es un libro ejemplar no sólo en su aspecto formal sino en la interioridad que desarrolla, sus destellos biográficos y su dominio del lenguaje, bello y depurado.
Alfonsa de la Torre, poeta excéntrica y clasicista
Alfonsa de la Torre, Cuéllar, 1915-1993 (González: 2009) es, en la actualidad, una poeta de culto. Su nombre solamente es relevante entre los especialistas o personas gustosas de una poesía exquisita no sólo en lo formal. Únicamente accedían a su lectura los escasos afortunados que la conocieron, viven y poseen sus libros, pero ahora existe edición reciente de su poesía (Alfonsa de la Torre: 2011) y su lectura ya es más cómoda. Mas es su temática y condición poética, a la que una crítica de matiz feminista (Payeras: 2006, 2008, 2009, 2010) dota de sentido, las que determinan, en mi opinión, que sea una poeta leída por una selecta minoría o poseedora de un gusto por lo clásico, como demuestra el libro primero que publicó, Égloga. No me parece atrevido calificar este libro como uno de los más interesantes, lúcidos y bellos del panorama poético de la postguerra, sobre todo, si se considera su aspecto formal, aunque su sugerente intimismo y sus diversos detalles biográficos ficcionados proporcionan una lectura gozosa, aunque permite otros destellos si la lectura se convierte en crítica.
Ese libro, para mí ideal, se acabó de imprimir en la Epifanía de 1943, es decir, el 6 de enero de dicho año. De ahí mi felicitación por su septuagésimo aniversario. Es, pues, un buen motivo para ocuparse del libro por si se despierta la curiosidad y la poeta gana lectores. Primeramente debo expresar mi creencia en que la losa -olvido- que cae sobre Égloga procede de la polémica suscitada entre los poetas sociales y los formales, o sea, entre Garcilaso, revista de postguerra filo-régimen, al parecer, y que incluso tildan de fascista, y las demás que, al parecer, actuaban contra el régimen y tenían como objetivo lo social por medio de una poesía que ansiaba ser fieramente humana, no expresamente lo poético en sí, como si no fuese de recibo.
A lo largo de la época que desemboca en lo que se conoce como generación del 27 y sin olvidar que "la tendencia clasicista fue también una manifestación de la vanguardia" (Pedraza-Rodríguez: 1991: 71-73), se produce una recuperación de autores barrocos: Pedro de Espinosa, Soto de Rojas, Bocángel, Villamediana, Lope de Vega, Garcilaso -renacentista- y Góngora sobre todo, son objeto de atención por los poetas de la época. Pero el problema surge porque Garcilaso de la Vega celebra el cuarto centenario de su muerte en 1936 y los mentores de la revista parecen no ajenos al régimen franquista al estar casi compuesto por jóvenes falangistas (Mermall, 1978: 25-36). Por ello, el anatema cae sobre los poetas que colaboran en la referida revista. Una vez más el resentimiento cainita español: los uno, los buenos, porque ellos mismos se auto-postulan; los otros -Garcilaso-, los malos, por su carácter tradicional y defensa de sus valores. No se puede dudar en ningún momento de que Alfonsa de la Torre pertenezca a esta tendencia poética, pues ella misma confiesa que estaba en la corriente neoclasicista de posguerra. Pertenecía al "grupo universitario de Rosales, Bleiberg, Vivanco" (Cruset, 1970: 263). Germán Bleiberg, garcilasista en sus Sonetos amorosos (1936), magnífico en su Elegía de las hojas otoñales (1941) es otro proceso investigativo a iniciar con relación a la poeta cuellarana.
A pesar de todo esto, yo la "veo" como independiente y ajena a estas trifulcas. En verdad, sólo colabora en el número dos de Garcilaso -junio- con una décima de las que seguramente había excluido de su publicación en Égloga. También publica un soneto "conceptista" de amor en Lírica Hispana -septiembre de 1960-
[ENGRANDECÍ CON LÁGRIMAS
Engrandecí con lágrimas tu cauce,
tu fuego alimenté con rojas llamas,
y no me queda un pájaro en las ramas,
ni al borde de mi río un triste sauce.
Se lo llevó el dolor de avara fauce
desde que no me buscas ni me llamas,
estoy en duelo porque no me amas
y no encuentro en la vida qué me encauce.
Como resto de nave, a la deriva
me pierdo en los mares del invierno,
sin saber si estoy muerta o estoy viva.
Y puede ser que llamen a este infierno
vida, cuando el vivir ya sólo estriba
en un morir profundo, lento, eterno.]
y nadie la asocia al grupo de Conie Lobell y Jean Aristeguieta.
Igualmente aparece un único poema -un bellísimo soneto amoroso- en Caracola
[PRIMERA CARTA
Paloma de papel, carta primera,
ven a mí con tus picos impacientes,
te abriré con mis uñas, con mis dientes,
te besaré después de tanta espera.
Te anidaré, paloma mensajera
entre mis senos suaves y calientes
y candados pondré, pondré serpientes
que custodien tu buche y mi quimera.
Aunque por sangre me devuelvas tinta
y en lugar de su voz, pata de araña,
háblame de él, amiga silenciosa.
Viérteme el contenido de tu entraña
y no críes ¡por Dios! pájara pinta
que la ausencia de amor es dolorosa.]
y nadie la califica como componente de ese grupo poético malagueño. Publicar en revistas es, muchas veces, cuestión de amistad. Por eso, el excentricismo de la poeta le hace encerrarse y alejarse del "mundillo" literario, amén de dedicarse a sus labores esotéricas, por lo que se autoexcluye de los cenáculos poéticos. Y deja, como testamento lírico, una obra de enorme peso literario y un libro excelente que es el que queremos comentar brevemente.
Aparece el libro precedido de una presentación de Josefina Romo en el que manifiesta su opinión sobre la poesía de Alfonsa de la Torre. Cuando un prólogo sirve de introito al libro, estantes ambos en el mismo ejemplar, parece ser que indica la aceptación de la autora, de cuanto dice la prologuista. Y, aunque no es momento de desarrollar mi opinión, creo que, por encima de los criterios espirituales -espiritualistas- que desarrolla la profesora Romo Arregui, Alfonsa de la Torre conocía -sabía- que lo suyo iba por otro camino. Además, el prólogo, como casi todos, es puro dirigismo y, si no se analiza desde otras perspectivas el contenido, se suele seguir el camino creado.
El encanto de un libro excepcional
Égloga es un libro de amor. Es un amor para el que Alfonsa crea una Arcadia que es el entorno de Cuéllar, concesión de la poeta a su propio y personal paisaje en el que han ocurrido cosas que son básicas para ella: sonidos, colores, naturaleza -los pinos de La Charca-, voces, "manso ruïdo", personas que faltan en ese paisaje, amores en ella soñados. Es un sencillo revivir no tanto una infancia sino cuanto reside en su memoria profunda. De este decorado pasa a otro ficcional, aunque apenas si lo necesita. Antes dos sonetos de transición, estrofa a la que llega desde la décima que es en la que compone la parte anterior. El primero de ellos es un tanto elegíaco por cuanto constituye su paraíso perdido -el pasado- y, en su rememoración, no encuentra la "armonía" que es la regla de oro de su interioridad. Porque cuanto expresa la poeta es su interioridad (intimidad?) alborotada por los sucesos que siente. Cuanto echa de menos no lo halla junto a ella. Nada le hace localizar lo que ansía y sólo la cerca el silencio como respuesta. Hay una ausencia no especificada. Si hacemos casos de otros paratextos, diríamos que la ausencia de su madre, de su hermano "sumiso", al que Germán Bleiberg, cuya poesía deslumbró a Alfonsa de la Torre, dedicó una elegía, Juan José, en "Cuéllar enterrado".
Pero bien puede ser, y por ella me inclino, la ausencia del amor. El amor en la poesía de Alfonsa de la Torre es un estudio pendiente. Es importante y necesario. Urgente, también. Pero eso depende de otras instancias. Otro tema a investigar es el de sus amistades femeninas: Josefina Romo, Diana Ramírez de Arellano, Gracián Quijano (Francisca Cristina Sáenz de Tejada), Ana Inés Bonnin, Clemencia Laborda, entre otras. Ana Inés Bonnin publica en 1948 un libro que titula Fuga que envía a Alfonsa con una dedicatoria sencilla: A Alfonsa de la Torre mi ferviente homenaje. Alfonsa, meticulosa, lo lee y subraya lo que le interesa, afecta, seduce o discrepa. En varios poemas, junto a esa raya, escribe la palabra amor. Así sucede en el poema titulado "Y nunca sin amor fueron los nidos" y en el llamado "Anduve rosas". No es el momento, de nuevo, de analizar esa referencia, pero sí se puede decir que el amor es uno de sus hilos temáticos a lo largo de toda su obra. Creo, si no es muy atrevido, que desde la lectura de Sonetos amorosos (1936) de Germán Bleiberg.
Antes de entrar en el contenido de las dos églogas, hemos de señalar algunos matices necesarios: 1º) "Desde Petrarca y Bocaccio, la égloga" es "utilizada para el desarrollo de cualquier tema"; 2º) la égloga, más allá de que sea pastoril, por el mismo hecho de ser poesía, debe ser incomprensible". Alegoría críptica no como recurso de estilo, sino como alma de esa misma poesía. A mayor alegoría, mejor es el poema, cuanto más críptico sea el significado y más penetrante el simbolismo, mejor es el poeta (Alonso, 1996: 330); 3º) "la invención garcilasista de la égloga vertida en el molde endecasilábico abrió los caminos de la nueva poesía dignificando la materia poética y prestando una filografía y una visión del hombre y de la naturaleza completamente nuevas" (Egido, 1985: 52).
Bien que guardando el armazón teórico garcilasiano que comporta una inclinación dramática de la égloga mediante el uso del diálogo, Alfonsa de la Torre señala en la "Égloga primera", en sus series de tercetos encadenados, el soporte elegíaco de que la dota para efectuar un "dulce lamentar" por los amores perdidos. En un locus amoenus (lugar ameno) u hortus conclusus (huerto cerrado) un tanto idealizado, Sabiniano narra su propio amor por una pastora de lejanas tierras pobres. Es digna de atención la descriptio puellae porque no utiliza los tópicos típicos del género y se aleja de la mujer rubia, pálida, de labios sonrosados porque "su piel era de almendra oscura".
Observemos la descripción de la joven en la ÉGLOGA PRIMERA:
Como un ala de luz, la cabellera
alumbraba su cara de manzana,
y con fiel languidez de enredadera
caía entre matices de avellana,
hasta tocar en sierpes la cintura
que hundía un ceñidor de mejorana.
Su piel era una piel de almendra oscura
y tenía en el gesto tanta gracia
que me borró de pronto la cordura.
Como gemelas hojas de una acacia
sus ojos en el rostro relucían,
con un mirar de agua que no sacia.
Los pliegues de la falda le caían
como esmaltado prado, modelando
las formas que a través se percibían.
Respiraba de un modo inquieto y blando,
brizando en la clausura del corpiño
dos tórtolas que estaban dormitando.
…………………………………………………….
Envuelta en el milagro de la luna,
Anarda, sin sandalias y en cabellos,
contaba las estrella una a una.
De este modo, conocemos el nombre de la pastora, Anarda, que continúa la tradición, barroca en este caso y comprobamos cómo cambia el canon, sobre todo porque no hay amor platónico como en el petrarquismo, sin que ello obvie que la descripción sea idealizada, como corresponde al género. Así pues, la belleza de la amada que describe Sabiniano es, con relación a la fórmula petrarquista, la siguiente:
Cabellera → luminosa
Cara → color manzana
Piel → de almendra oscura
Ojos → relucientes, color de agua, que transmiten dulce de miel y suavidad de menta
En Alfonsa, es una impresión lírica. Pero, evidentemente, aunque exista una “influencia” garcilasiana o haya tomado por modelo al poeta toledano, la envoltura de la poeta cuellarana es otra, por lo que, evidentemente, existe una superación de aquel escrito singular, de belleza formal intangible, porque la propuesta de Alfonsa no es la misma que la de Garcilaso. Es un deliquio amoroso que acaba en tragedia: "Se me fue de los ojos de repente / como flor arrastrada por el cierzo". Es de una belleza formal impecable, plena de símbolos. Es la más garcilasiana de las dos, la más tradicional, de una belleza no efímera, quizá sólo superada por la ÉGLOGA SEGUNDA, en la que hallamos una actitud confesional en ocasiones, un relato de intimidad en otras, porque Alfonsa de la Torre se cuenta en ella, está haciendo un borrón y cuenta nueva de su vida. Desaparecen los pastores. Es la poeta, tomada figura de mujer, la que se adueña de todo y protagoniza un "dolorido sentir" en el que todo se hace interioridad, intimidad, memoria. Por ello, son escasos los artificios que podemos hallar en esa poesía desnuda con un hondo sentido de la muerte que acaba con la felicidad del amor –pastoril o no–, porque se encuentra en contacto directo con la naturaleza. La envoltura preciosa del terceto oculta medianamente la dureza, la natural realidad cruel, apaciguada por la envoltura poética. Alfonsa de la Torre usa las convenciones del género para suscitar esa ilusión de realidad –dentro del artificio– y convencer retóricamente de la verdad que comunica. Su verdad es ella misma y los sucesos de su vida, pero la manera de exponerla trasciende y universaliza el sentido humano del mensaje, o, mejor, lo llena de contenido de cara al receptor. Y todo ello es lo que constituye el “paisaje” interior. Alfonsa de la Torre recupera una forma del pasado para envolver el contenido de su escrito que evita la mitificación porque todo es naturalidad y estética literaria puesta al servicio del “dolorido sentir” de la poeta, impregnada de un tono elegíaco por cuanto es ido y no volverá jamás. Poesía, pues, natural y sincera:
Y me abatí como un ala de fuego,
llegando hasta los bordes del hastío,
mientras al aire superaba el ruego.
Nos queda, sin embargo, la impresión de que entre toda esta tramoya existe algo no revelado que ni en lontananza se vislumbra pero que, en un momento rememorativo, reproduce la impresión primera y sentimos de nuevo la presencia alegre de aquello oculto que, sin estar en el paisaje, proporciona un hálito de misterio y por ello agrada su poesía, sin que haya de hacerse una lectura ingenua de Égloga. Porque su lectura ya nos ha permitido comprobar que Égloga no es la descripción de un ambiente pastoril, sino una interpretación poética bajo una técnica impresionista utilizada para una creación perfecta y armoniosa.
Tres poemas más cierran el libro. Siendo todo lo osado que me puedo permitir, diría que Viento de despedida es una tercera égloga escrita en endecasílabo libre, sin ataduras. La poeta se hace cercana y su paisaje es el personal de su costumbre, su territorio natural en el que han transcurrido -y transcurren- los sucesos que rememora. Es más, hasta sus épocas de estudios -¡Qué mañana al fresco de la Sierra, / bebiendo el sol entre las Facultades, / al salir la Moncloa del rocío!- las acerca a este mismo paisaje -Corre el arroyo perfumando flores / y sufren abandono los rastrojos. / En las ramas del álamo sombrío / prosigue el viento su tenaz quebranto- y habla de ellas como un pasado lejano -Fuiste la tierna hermana que no tuve-.
Ronda viene a ser el trato culto de un tema popular que sólo indica que conoce la tendencia coetánea y la poesía de corte tradicional. Se encuentra en la misma línea que su Salutación a la Virgen del Henar:
María, tras la ventana,
un pájaro te decía:
¡Maríiia!
Tu rueca se atolondraba
y el huso se te caía.
¡Qué alegría!
La azucena germinaba
y su brote repetía:
¡Madre mía!
Y concluye el libro con otra joya que es Oda al silencio, tema no tanto barroco como necesidad urgente de escuchar la interioridad y conseguir esa paz -la paz del silencio, la paz bendita- que es armonía y es llama viva, silencio que se mitifica en las sombras.
Superación de la égloga garcilasiana
Hablar –escribir– de Égloga no es hablar de una parodia sino de cierta inversión del significado. En el siglo XVI, en el mundo renacentista, la égloga, el pastor, es un tema que irrumpe en la sociedad porque el pastor no sólo es un enamorado sino un modelo de vida. Pero, en la posguerra no hay una actitud ante la nueva situación porque no hay libertad, sino imposición. Es una casi insensatez –una memez tremenda– que se intente volver a una interpretación teológica de la vida cuando se venía de un mundo laico cuya manifestación intelectual queda, en este caso, representada por los componentes de la Residencia de Señoritas o del feminista Lyceum Club. Pero, en la Égloga de Alfonsa de la Torre, existe una inversión o subversión de funciones. Le quita la voz al pastor y es ella, autora implícita, la que expresa sus cuitas amorosas. Es una toma de conciencia de la individualidad y de su independencia y de ahí la expresión en libertad de su soledad y el ejercicio transgresor. Al tiempo, es una crítica de la forma de vida ciudadana. Así pues, en la vida natural, en el espacio del pastor, es más fácil dedicarse a la contemplación sin las imposiciones de la vida monástica –de ahí lo de beguina–, con lo que intenta equilibrar intereses humanos y divinos. Pero también paga el precio de un alejamiento social por la aparente huida –evasión– de la realidad opresora. Alfonsa de la Torre explora el sentimiento humano a través de sus propios sentimientos. Sin embargo, la concepción de la sexualidad, más severa que la de preguerra, coarta la libertad de la poeta que ve limitada su conducta femenina, todo como consecuencia de la guerra. Alfonsa de la Torre, aunque no es así, parece que acepta esa situación que invierte en su escrito quitándole la voz al pastor para dársela a la pastora –a la mujer– a través de ella misma, como se comprueba con sus versos que denotan un sentido figurado y que en otras ocasiones son más atrevidos –“yo te serví la dicha en mis manteles”– de cierto sabor sensual, ginoerótico:
Bebo la miel que tu fervor destila,
me aduermo en los dos brazos arqueados
sin pensar que la aurora nos vigila.
¡Oh, tus ojos tan suaves y callados,
que saben de amorosas golosinas
cómo eran por mis labios regalados!
Las pestañas tan largas y tan finas
y los cabellos perfumados,
limando las inquietudes las espinas.
En tu jardín corté iris rosados;
una paloma fue mi preceptora
y comí de los frutos madurados.
Pero, de ahí procede la situación de “sus” pastores, menos castos que los que protagonizan la novela pastoril renacentista: “La frustración sexual se ve sublimada en sufrimiento sentimental” (Savoye, 1976: 39-40), palabras aplicables a Alfonsa de la Torre. Al cambiar de época, el contenido pastoril de la égloga, en cierto modo, se materializa, porque la forma poética no corresponde a cuanto expresa la poeta, aunque manifiesta aún el tópico del amor no correspondido o la conciencia de la soledad del individuo. El tiempo histórico anterior, el de preguerra, ha de ser enmascarado con la expresión del tiempo histórico personal, con lo que ya no prevalece la ficción, sino la ocultación de una realidad a través del lenguaje figurado, por lo que había que situar en el pasado la situación del presente de entonces (1943). Se trata, pues, de una evolución social no sólo detenida, sino interrumpida durante toda la dictadura franquista. Ahora bien, la reacción contra esta situación más que estética fue francamente negativa por la politización de la ideología que se presentaba ocultamente como oposición literaria al “garcilasismo” y a la doctrina nacional-sindicalista.
Colofón
Es un gozo contar entre los/las poetas españoles con un talento tan cultivado como el de Alfonsa de la Torre que hasta ejerce el ejercicio de un cripticismo cultural que en definitiva significa lo que el cantor del romance cantaba a voz en grito: Sólo digo mi canción / a quien conmigo va. Para comprender los símbolos de la poeta de Cuéllar sólo hace falta leer y releer y volver a leer Égloga y sus otros libros en la confianza de que un ejercicio de este tipo tiene que ser fecundo sin más remedio.
Setenta años ya de Égloga, a la que, desde la orilla de mi mar de Calabardina, deseo eterna vida y que la pureza de los versos de Alfonsa de la Torre cautive a los lectores como hizo conmigo hace un tiempo, al menos veinticinco o treinta años. Casi toda una vida.
Hoy las tórtolas suaves resucitan
apagadas cenizas en los sauces
y surgen las imágenes calladas
del silencio, radiantes como diosas
que buscarán su fábula en mis venas.
Posiblemente, la misma Alfonsa de la Torre sea la que más ha favorecido su propia leyenda por su ostracismo voluntario y por una excentricidad inexplicable. En pleno esplendor poético, con libros valorados por la crítica y un estilo peculiar, desaparece de la escena literaria y se refugia en Cuéllar en lo que parece una huida de Madrid. Anda por ahí suelto el affaire de Juana García Noreña y el premio Adonais, pero 1961 es también el año en el que Germán Bleiberg se marcha a América. Pocos años después lo hacen Josefina Romo y Diana Ramírez. Muchas ausencias seguidas. Pero hay opciones personales que se vuelven en contra de quienes las toman. El claustro que para ella supone el lugar de su habitación sólo le permite contemplar, si es que lo hace, su propia decadencia y la de su peculio. Y el nefasto rencor de un imbécil, en el sentido más lato, hace que se pierdan originales preciosos o pasen a manos mercantiles. Y surge una pregunta, a la que no cabe respuesta, ante esa decisión de no escribir: ¿tiene un escritor, un poeta, un pintor, un artista, derecho a dejar de regalarnos con su arte? La misma Alfonsa de la Torre nos privó de conocer otros escritos suyos y de poder haber valorado su evolución literaria. Pero eso es sólo un lamento de lector.
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