Juan Arabia [Buenos Aires, 1983] estudió Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires y Pintura con Ricardo Garabito. Ha publicado cuentos, ensayos y poesías y es fundador y director de la Revista Megafón de Buenos Aires. Su primer poemario, Canciones del Gólgota, fue prologado por Luis Benítez. Actualmente dirige un seminario sobre las vanguardias de los años 30 en Argentina ( www.seminariovanguardias.blogspot.com).
La noche
Como la de un determinado aroma,
la noche será, entre todas, una.
Contemplando a la solitaria luna,
un alma verás que por fin se asoma.
Inmóvil mar que duplica en estrellas
a sus despiertos; niebla eres del día,
vestigio del atardecer. Tardía
ventura, de máscaras y querellas;
la sombra es una extensión de tu ser.
En aullidos sacrificas tus prendas,
hasta que gobierne el amanecer.
Allí el silencio quedará sin vendas...
Y habrá en la tierra poco para hacer.
Dormiré en tu piel hasta que te enciendas.
Paul Verlaine
En la montaña alguien dejó su vida
para llenar de luz la habitación.
Como niebla de luna es su canción…
para aquellos extraños que en la herida
se construyen. Detrás quedó el rubor
civilizado, la burguesa pluma
que con engaño disfrazó de bruma
la realidad del sórdido sabor:
la irrupción del rey de ojos azulados
traduce a Blake que develó en infierno
lo que el mar y el león llevan de eterno.
Despliega intensas hojas de arbolados.
Eidos
Temí pensar que eras tú y no un lugar, el motivo de mi alegría.
Regresé temblando, como un niño perdido,
recorriendo los desolados rincones,
y contemplando la infinita y geométrica parra.
El aire era tan distinto a todo lo demás,
como cuando estabas conmigo.
Las calles, tierra mojada hacia el atardecer,
me llevaban a los mismos y maravillosos lugares:
el tranquilo y solitario cementerio,
el silencio irrepetible del silencio,
el efímero entusiasmo de saber que no nos cruzaremos con nadie.
Yo quería vivir allí, por siempre,
en ese mismo momento, y bajo esas precarias circunstancias.
(Tú preferías volver, hacia el gris y sórdido detalle)
Aquí las horas desaparecen;
mientras somos, estamos siendo también el mayor de los enigmas.
Un lugar perdido y desconocido por todos me delata.
Elegía
Eres los otros, y ya nadie te escucha.
Y sólo eres canción, algunas palabras, elegía.
La tarde es la tarde, y Borges es Whitman.
Ya no estás entre mis páginas
y te escucho sólo en los sueños;
esa esperanza que no existe.
Allí eres quien conocía,
allí eres, mientras dormías.
No siento tu ausencia: todo lo fuiste.
La tarde
Has hecho de mí un hombre sentado, solo, que bebe café y fuma,
y enciende el próximo cigarrillo con el que ya termina.
Me has llevado a la profundidad de mis pensamientos;
aquellos que no deseo tener,
pero que igual insisten en sobrevivir.
La exhibición de un cuerpo, allí afuera,
que escribe algo que servirá de poco (o mucho)
ya que al menos me distrae.
Intento olvidarte, tarde que ya se marcha;
y que volverá, todos los días hasta el fin.
Para vislumbrar a un hombre, en el mismo lugar,
que compondrá un verso superior a éste.
La noche te apaga, lentamente,
llevándote a un sitio que tú sola conoces.
¿Qué haces en aquel momento, ingobernable tarde?
¿Eres tú aquella misma, que en otros lugares
se aproxima mientras aquí desapareces?
¿En qué te diferencias del resto del día?
Te siento distinta a todo lo demás:
ya que en la tarde es cuando suceden las cosas.
Rostro del tiempo, reconciliador puente, eterno cambio, luz y sombras;
tendré que acostumbrarme a vivir sin esas respuestas.
Quizá seas, como nosotros, sólo un disfraz de lo imperceptible.
Develar
Develarle al hombre
que los ángeles no están en el cielo,
sino debajo, en lo más profundo de la tierra.
Develarle, también,
que ya ha experimentado la eternidad y la muerte;
y que todo es posible,
mientras exista la convicción y el argumento.
Develarle que un pez en el agua
vale tanto como un ave en el cielo,
y como un niño que camina, solo e indefenso.
Develarle que beber vino,
no es sino anhelar nuevas cosas;
que el sapo y el lagarto le huyen,
pero no lo respetan.
Que el cielo es celeste,
aunque solo eventualmente.
Que su sombra no es sino el reflejo adverso de su alma.
Develarle al hombre que aquél que lo comprende,
se transforma en su amo;
y que los Evangelios Apócrifos
son tan falsos como la verdad y la mentira.
Develarle que en la ciudad
se aleja insistentemente de sí mismo;
y que aquél a quien más teme, es sólo él y nadie más.
Develarle que el mar
será un sinónimo de literatura;
y que un ejemplo
no es sino una metáfora cotidiana.
Develarle que Schopenhauer
inmortalizó el universo en veinticinco años;
y que extrañar es la forma
más desinteresada de querer.
Develarle al hombre que no hay viaje más grato que el del tren,
y que la mañana es la primera y última puerta del día.
Develarle también que aquello de lo que escapa
no se encuentra en su camino;
y que sus pensamientos
son sólo una vaga e inútil extensión de lo que siente.
Develarle que una poesía crea,
que una ley destruye,
y que lo único que permanece en la quietud es su mirada.
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