Lupo Hernández Rueda
Nació en Santo Domingo (República Dominicana), el 29 de julio de 1930. La vida itinerante de su padre como militar lo hace vivir en varias regiones y ciudades del país, lo que para el joven poeta que aún no ha cumplido los 16 años constituye una experiencia inolvidable. El Sur, con su gran contraste de belleza y miseria, lo conmueve profundamente: Si vas al Sur, te crecerá una pena como una montaña. En Azua se relaciona con un grupo de jóvenes con preocupaciones por las letras, con el que estudia alos poetas de la región y escribe poesía romántica. En 1945, al conocer a Domingo Moreno Jimenes, tiene sus primeros contactos con el Postumismo, interesándose por los nuevos rumbos de la poesía. En 1946 regresa a Santo Domingo e ingresa ala Escuela Normal de Varones, donde son sus maestros el postumista Andrés Avelino, Pedro Mir, Carlos Curiel y Livia Veloz, y sus compañeros los poetas de la llamada Generación del 48. Comienza a publicar sus poemas en la sección «Colaboración Escolar» de El Caribe, mientras que Pedro René Contín Aybar lo presenta en los Cuadernos Dominicanos de Cultura. Posteriormente ingresa a la Universidad de Santo Domingo, al mismo tiempo que se desempeña como profesor en el Colegio Santo Tomás de Aquino y en el Colegio de la Salle. En 1952 es nombrado en un cargo administrativo en la Secretaría de Estado de Trabajo, circunstancia esta que tendrá repercusiones en su labor profesional, ya que a partir de entonces será responsable, en gran medida, de los diversos movimientos laborales y sindicales del país. Sus aportes a la bibliografía especializada en derecho laboral son de gran trascendencia. En 1953 publica su libro Como naciendo aún en la Colección «La Isla Necesaria», libro en el que revela el proceso por el cual se siente que la nada no es más que nacimiento, plasmación de un acto creador intransferible. En 1957, junto a Rafael Valera Benítez, Máximo Avilés Blonda y Abelardo Vicioso, funda y dirige la Colección «El Silbo Vulnerado», cuyo primer volumen es Trío. En 1960 aparece la edición aumentada de Como naciendo aún, que recibe el Premio Anual de Poesía Gastón F. Deligne. En 1963 recibe nuevamente el Premio Gastón F. Deligne por su libro Muerte y memoria. Con Alberto Peña Lebrón y Luis Alfredo Torres crea la revista Testimonio y la colección del mismo nombre, que en su momento llenaron un vacío.
La obra de Hemández Rueda presenta una gran unidad temática que culmina con Círculo, una de las obras más frescas y perfectas con que cuenta la joven poesía dominicana. En ella el poeta, situado frente al tiempo, canta como si celebrara el misterio de la Creación. El poema es un puro gorjeo del espíritu donde las ideas filosóficas, meta{fsicas o de trascendencia humana, no pesan. Desde ese punto de vista es una proeza del lenguaje y un verdadero regalo de la Gracia.
OBRAS PUBLICADAS:
Literarias: Como naciendo aún (1953), Trío, en colaboración con Máximo Avilés Blonda y Rafael Valera Benítez (1957), Como naciendo aún (1960), Santo Domingo vertical (1962), Muerte y memoria (1963), Crónica del Sur (1964), Dentro de mí conmigo (1967), El tiempo que espero (1972), Antología panorámica de la poesía dominicana contemporánea, Tomo1(1972), en colaboración con Manuel Rueda; Por ahora (1975), Del tamaño del tiempo (1978), Círculo (1976), La Generación del 48 en la literatura dominicana (1980), Cuanza (1984), Con el pecho alumbrado (1988), Por el mar de tus ojos (1993), Como naciendo aún (1994).
Jurídicas: Jurisprudencia de trabajo (2 ediciones, 1958 y 1968), El despido (1973), Los conflictos de trabajo y medios de solución (1981), La codificación del Derecho de Trabajo en Santo Domingo (1981), Estudios de Derecho del trabajo (1982), Novedades y tendencias actuales en el Derecho de Trabajo (1987), Nociones de Derecho de Trabajo (1989), Los derechos del trabajador (1991), Manual de Derecho de Trabajo (6 ediciones, la última en 1994), Derecho procesal del trabajo (1994).
POEMA
A Freddy Gatón Arce
Al hombre se le ve llegar,
pasto fresco, siembra del corazón, al hombre
se le ve llegar, abundar, secarse en la miseria.
Para no estar inmóvil,
para no morir o estar sin deseos,
se le ve buscar el árbol siempre verde del amor,
se le ve levantarse, desarrollar, crecer en un suelo de
angustias;
se le ve aumentar el peso sepulcral
de lo viviente.
Rodeado de semejantes,
como una isla en medio de los otros,
concitando lo íntimo, lo propio, haciéndose más fino,
más humano y ligero que el aire,
por el valle de una lágrima se le ve consumirse.
La noche abre su oscura tienda entre los hombres.
Es la lucha, es el común deseo de vivir,
el deseo de sabernos viviendo un poco en los demás;
pero llega la muerte, llega la inquieta visitadora,
llega su ojo interior, su oculto ojo impenetrable,
e inevitablemente arde su llamado en nosotros.
A Freddy Gatón Arce
Al hombre se le ve llegar,
pasto fresco, siembra del corazón, al hombre
se le ve llegar, abundar, secarse en la miseria.
Para no estar inmóvil,
para no morir o estar sin deseos,
se le ve buscar el árbol siempre verde del amor,
se le ve levantarse, desarrollar, crecer en un suelo de
angustias;
se le ve aumentar el peso sepulcral
de lo viviente.
Rodeado de semejantes,
como una isla en medio de los otros,
concitando lo íntimo, lo propio, haciéndose más fino,
más humano y ligero que el aire,
por el valle de una lágrima se le ve consumirse.
La noche abre su oscura tienda entre los hombres.
Es la lucha, es el común deseo de vivir,
el deseo de sabernos viviendo un poco en los demás;
pero llega la muerte, llega la inquieta visitadora,
llega su ojo interior, su oculto ojo impenetrable,
e inevitablemente arde su llamado en nosotros.
EL PEZ ROJO
A la memoria de mi abuela
Carmen Figueroa Diaz
I
PRIMERA ESTACIÓN
No puede ser.
Había muerto hace tiempo.
No puedo creerlo.
Es incierto que haya muerto hoy.
Sus ojos aunque abiertos no existían a las cosas
vivientes.
Su pensamiento era como un velamen roto.
Recuerdo que habían enterrado su cuerpo sin
lágrimas.
Recuerdo que habían envuelto en el olvido
su nombre de cenizas.
Era una cosa que nadie mencionaba.
Era un objeto olvidado sobre los fríos alambres
de su cama.
Era la soledad que respiraba,
la sombra que la muerte construye
cuando la vida acaba.
Había muerto hace tiempo para sus propios
hijos.
Había muerto para sus nietos que retoñaban a su
alrededor.
Para sus familiares era un recuerdo solo,
abandonado faro,
abriendo sus ojos a ratos a la vida,
pero la mayoría de las veces hundida en sosegada
penumbra interior.
II
SEGUNDA ESTACIÓN
Aquel día hermoso paseábamos junto a los altos muros.
Aquel día, siendo ella niña aún, -yo un niño
todavía por nacer- sembramos una trinitaria
junto al río.
Íbamos a pescar un pez rojo, un largo pez
que tenía unas tibias escamas que sólo percibían
sus trenzas.
Yo tocaba una flauta para el pez único,
y ella hacía de su negra cabellera una red.
Recuerdo la sonora frescura del Ozama,
el canto que venía desde el Alcázar, donde las
palomas tendían un lienzo de amor sobre las
blancas horas del día.
Unos maderos crujían en el muelle.
y un fuerte olor marino ascendía como un himno
y se posaba como una mariposa en el corazón.
Recuerdo aquel hermoso día,
ella era una niña aún, -yo todavía por nacer-o
Nos asombraba el mundo.
Las cosas brillaban en nuestros ojos luminosos,
y la vida era un templo precipitándose.
Entre el rumor marino que ascendía
y las tiernas mejillas sonrosadas,
entre el cayuco que se desliza en el río,
dulcemente,
y la alta ciudad amurallada,
entre la retirada vida fervorosa
y el fuego que serena su hermosura,
desde que sale el sol hasta que parte,
en medio de la noche que extiende su oscura
dimensión,
la tristeza vedaba el limpio rostro del día,
el grito amoroso del pez único,
la vieja flecha encendida del pez único.
Cerca de nuestro dolor,
junto a ese miedo a los demás que constituía
nuestro dolor,
a unos pasos de ese miedo terrible a los otros,
más cerca de uno mismo que de los semejantes,
como quien empieza un largo viaje desconocido,
como quien llega a un pueblo íntimo que ignora,
como el náufrago que despierta en la arena,
hollada la piel seca, endurecida la sed en la
garganta,
y mira interrogante a su alrededor,
el alma adolescente recorría los umbrales de la
sangre,
movía las más hondas fibras de sus huesos,
temerosa de lo posible.
El mismo cielo nos alegraba y nos infundía
tristeza,
la misma tierra nos amaba
y nos enfurecía,
el mundo era una rosa de dos caras,
donde la parte de uno mismo que apenas
dábamos a los demás,
lo poco de nuestro egoísmo que cedíamos,
era la misma mano que destruía nuestro deseo,
el propio manifiesto del olvido.
- Dame tu mano pura, amor, tócame con tus
labios suplicantes,
isla donde agonizo, isla donde me pierdo desnuda.
Guíame por el laberinto del vivir,
guíame por la oscuridad de la tierra,
sombría parcela donde nos perdemos,
recinto donde lo baldío y lo ignoto prevalecen.
III
TERCERA ESTACIÓN
Sin ser notado, como quien de noche, amparado
en lo oscuro,
penetra en el sosiego de los hombres para robar,
el tiempo llegó a la manzana de su cuerpo con
sigilo.
Por el dominio oscuro de la sangre,
por el rostro ajado por las duras manos del tiempo,
por las plegarias que aún bullen en las cenizas
disipadas,
por el perdido alto resplandor que se siente
cuando los años pasan,
cuando la nieve de los años cae sobre la piel,
y los huesos se endurecen como si fueran un
concreto
expuesto a las olas,
por los hijos del amor,
por los nietos que florecían a su alrededor,
por el juguete de madera o la sonrisa,
por el recuerdo que ardía en la memoria,
por el testimonio fehaciente de su cuerpo
desgarrado,
el tiempo fue un demonio que lo cambió todo,
un viento que disipó el humo de la vida,
un agua que arrastró su despertar
en la corriente de los días.
-Los españoles han invadido la República.
Los españoles han desembarcado por San Jerónimo.
Los españoles vienen armados de señales, de
ungüentos para unir los cuerpos destrozados.
El Capitán trae un arcabuz con el que embiste las
olas,
y sueña ser emperador.
-Olivo, Olivo ven, incendia las naves enemigas.
Ven, aproxima tus brazos poderosos,
liberta esta tierra del dolor.
- Pozo de desesperanza es el hombre,
habitación cerrada, templo sin luz,
voz que destruye su propia redención, sin saberlo,
lámpara que se consume en el vacío, agotado el
aceite de su llama.
- Somos jóvenes, ¿por qué tirar diecisiete piedras
al río?
¿Por qué sonreír ante esos rojos círculos, ante esas
leves cicatrices que forman las piedras
en el agua?
- Descansa sobre mis hombros, hijo mío,
apoya tus tiernos ojos en mí.
La noche ocupa estos dominios.
- ¡Oh, instinto, tú sólo eres eterno!
IV
CUARTA ESTACIÓN
No. No puede ser.
Es imposible que haya muerto hoy.
Recuerdo que enterraron su cuerpo sin lágrimas.
Recuerdo que la fosa abrió su oscura boca
cubriendo con arena su cuerpo sin lágrimas.
No. No puede ser.
No puedo creerlo.
Tenía entre sus manos una fuerza que derrumbaba
imperios.
Tenía en la sonrisa una hermosura
que evaporaba el odio.
Es imposible que haya muerto.
Esa conformidad que reunía sus arrugas,
ese amor a Dios que lo entrañaba todo,
ese cadáver abandonado que sentía y respiraba,
esa boca sin dientes, donde recurríamos en busca
de ternura o esperanza,
esa anatomía maltratada no ha muerto,
respira, está a nuestro lado,
vigila nuestros pasos,
nos habla en el dolor,
nos inspira en la lucha o en el deber.
Es como la propia imagen del amor
que nos guía desde arriba.
No. No ha muerto.
No puede ser.
Es imposible que haya muerto hoy.
A la memoria de mi abuela
Carmen Figueroa Diaz
I
PRIMERA ESTACIÓN
No puede ser.
Había muerto hace tiempo.
No puedo creerlo.
Es incierto que haya muerto hoy.
Sus ojos aunque abiertos no existían a las cosas
vivientes.
Su pensamiento era como un velamen roto.
Recuerdo que habían enterrado su cuerpo sin
lágrimas.
Recuerdo que habían envuelto en el olvido
su nombre de cenizas.
Era una cosa que nadie mencionaba.
Era un objeto olvidado sobre los fríos alambres
de su cama.
Era la soledad que respiraba,
la sombra que la muerte construye
cuando la vida acaba.
Había muerto hace tiempo para sus propios
hijos.
Había muerto para sus nietos que retoñaban a su
alrededor.
Para sus familiares era un recuerdo solo,
abandonado faro,
abriendo sus ojos a ratos a la vida,
pero la mayoría de las veces hundida en sosegada
penumbra interior.
II
SEGUNDA ESTACIÓN
Aquel día hermoso paseábamos junto a los altos muros.
Aquel día, siendo ella niña aún, -yo un niño
todavía por nacer- sembramos una trinitaria
junto al río.
Íbamos a pescar un pez rojo, un largo pez
que tenía unas tibias escamas que sólo percibían
sus trenzas.
Yo tocaba una flauta para el pez único,
y ella hacía de su negra cabellera una red.
Recuerdo la sonora frescura del Ozama,
el canto que venía desde el Alcázar, donde las
palomas tendían un lienzo de amor sobre las
blancas horas del día.
Unos maderos crujían en el muelle.
y un fuerte olor marino ascendía como un himno
y se posaba como una mariposa en el corazón.
Recuerdo aquel hermoso día,
ella era una niña aún, -yo todavía por nacer-o
Nos asombraba el mundo.
Las cosas brillaban en nuestros ojos luminosos,
y la vida era un templo precipitándose.
Entre el rumor marino que ascendía
y las tiernas mejillas sonrosadas,
entre el cayuco que se desliza en el río,
dulcemente,
y la alta ciudad amurallada,
entre la retirada vida fervorosa
y el fuego que serena su hermosura,
desde que sale el sol hasta que parte,
en medio de la noche que extiende su oscura
dimensión,
la tristeza vedaba el limpio rostro del día,
el grito amoroso del pez único,
la vieja flecha encendida del pez único.
Cerca de nuestro dolor,
junto a ese miedo a los demás que constituía
nuestro dolor,
a unos pasos de ese miedo terrible a los otros,
más cerca de uno mismo que de los semejantes,
como quien empieza un largo viaje desconocido,
como quien llega a un pueblo íntimo que ignora,
como el náufrago que despierta en la arena,
hollada la piel seca, endurecida la sed en la
garganta,
y mira interrogante a su alrededor,
el alma adolescente recorría los umbrales de la
sangre,
movía las más hondas fibras de sus huesos,
temerosa de lo posible.
El mismo cielo nos alegraba y nos infundía
tristeza,
la misma tierra nos amaba
y nos enfurecía,
el mundo era una rosa de dos caras,
donde la parte de uno mismo que apenas
dábamos a los demás,
lo poco de nuestro egoísmo que cedíamos,
era la misma mano que destruía nuestro deseo,
el propio manifiesto del olvido.
- Dame tu mano pura, amor, tócame con tus
labios suplicantes,
isla donde agonizo, isla donde me pierdo desnuda.
Guíame por el laberinto del vivir,
guíame por la oscuridad de la tierra,
sombría parcela donde nos perdemos,
recinto donde lo baldío y lo ignoto prevalecen.
III
TERCERA ESTACIÓN
Sin ser notado, como quien de noche, amparado
en lo oscuro,
penetra en el sosiego de los hombres para robar,
el tiempo llegó a la manzana de su cuerpo con
sigilo.
Por el dominio oscuro de la sangre,
por el rostro ajado por las duras manos del tiempo,
por las plegarias que aún bullen en las cenizas
disipadas,
por el perdido alto resplandor que se siente
cuando los años pasan,
cuando la nieve de los años cae sobre la piel,
y los huesos se endurecen como si fueran un
concreto
expuesto a las olas,
por los hijos del amor,
por los nietos que florecían a su alrededor,
por el juguete de madera o la sonrisa,
por el recuerdo que ardía en la memoria,
por el testimonio fehaciente de su cuerpo
desgarrado,
el tiempo fue un demonio que lo cambió todo,
un viento que disipó el humo de la vida,
un agua que arrastró su despertar
en la corriente de los días.
-Los españoles han invadido la República.
Los españoles han desembarcado por San Jerónimo.
Los españoles vienen armados de señales, de
ungüentos para unir los cuerpos destrozados.
El Capitán trae un arcabuz con el que embiste las
olas,
y sueña ser emperador.
-Olivo, Olivo ven, incendia las naves enemigas.
Ven, aproxima tus brazos poderosos,
liberta esta tierra del dolor.
- Pozo de desesperanza es el hombre,
habitación cerrada, templo sin luz,
voz que destruye su propia redención, sin saberlo,
lámpara que se consume en el vacío, agotado el
aceite de su llama.
- Somos jóvenes, ¿por qué tirar diecisiete piedras
al río?
¿Por qué sonreír ante esos rojos círculos, ante esas
leves cicatrices que forman las piedras
en el agua?
- Descansa sobre mis hombros, hijo mío,
apoya tus tiernos ojos en mí.
La noche ocupa estos dominios.
- ¡Oh, instinto, tú sólo eres eterno!
IV
CUARTA ESTACIÓN
No. No puede ser.
Es imposible que haya muerto hoy.
Recuerdo que enterraron su cuerpo sin lágrimas.
Recuerdo que la fosa abrió su oscura boca
cubriendo con arena su cuerpo sin lágrimas.
No. No puede ser.
No puedo creerlo.
Tenía entre sus manos una fuerza que derrumbaba
imperios.
Tenía en la sonrisa una hermosura
que evaporaba el odio.
Es imposible que haya muerto.
Esa conformidad que reunía sus arrugas,
ese amor a Dios que lo entrañaba todo,
ese cadáver abandonado que sentía y respiraba,
esa boca sin dientes, donde recurríamos en busca
de ternura o esperanza,
esa anatomía maltratada no ha muerto,
respira, está a nuestro lado,
vigila nuestros pasos,
nos habla en el dolor,
nos inspira en la lucha o en el deber.
Es como la propia imagen del amor
que nos guía desde arriba.
No. No ha muerto.
No puede ser.
Es imposible que haya muerto hoy.
DEFINICIÓN DEL ÁRBOL
I
Es natural que el árbol abandone su cuerpo.
Mariposa de tránsito, venturoso existir
de la hebra pura,
el árbol que yo canto es una débil llama,
un alma vegetal que se elabora apenas.
Herida por el goce la savia,
donde habita,
desnuda la corriente de su madera toda
para que un mar posible de sombras la sitúe.
El árbol sabe entonces,
que la raíz de aire de sus ramas
asciende, sostenida en atinada claridad de sombras,
de otra raíz oculta.
II
Canto el árbol a solas
en la sangre,
el árbol que se escapa
por la herida del cuerpo.
Canto el árbol azul de la ignorancia
que me recorre entero,
árbol de sombras sólo,
de oscuridad exacta.
Canto para cantarme,
para cantar el árbol en que habito,
la dulce morada solitaria
del cuerpo que me tiene.
Canto porque deseo,
porque quiero vivir, amar,
andar libre,
sin peso por el árbol.
III
Cuando ama el árbol se deshace, huye,
proclama su levedad de hojas,
publicación de verdes regalados o canción diluída,
deleite de su rama carnal,
de su escondrijo de azuladas raíces en espera.
Cuando ama el árbol se diluye
en alegre corriente de la madera dulce.
Cuando ama el árbol del amor...
Hueco de soledad que te pronuncia a solas,
quizás, el árbol del amor duerme en olvido,
en apretada soledad más pura.
Porque el oro de mi risa no basta para llenar su límite,
se abre como un sol
para ofrecerse entero cuando ama,
el árbol del amor.
IV
Hay almas que no mueren en las hojas del canto
aunque no encuentren otra manera posible de escapar,
aunque no exista otro refugio,
apetecido vaso, ardido recipiente,
olorosa unidad de carne viva que ocupe su lugar,
su desmedido espacio, porque una muerte existe
en cada hoja vacía de substancia,
y una huidiza llama.
Hay almas que se pudren en las hojas del
(cuerpo por su origen oscuro,
porque después, pudiendo libertarse,
darse a todos, sin interés ni esfuerzo,
asumen la condición de pájaros comunes.
Hay almas que se nutren a la sombra de todos
con los apetecidos metales de la sangre,
de cuantos, humanamente sanos, confiados,
se acercan a su espacio
para entregarse solos a su gran apetencia.
V
Es posible que el árbol sepa entonces
que atado definitivamente al mar de soledad que habita
carece de toda libertad
para decir las cosas que humanamente vive repitiendo.
Es posible, oh Dios, crecer cada domingo en
(desmedido arroyo de alabanzas.
Es posible, oh vida, que el árbol de la sangre se derrame
y el universo todo de mi isla sea pequeño para
(su inacabado límite.
Es posible, oh sangre, que dolorosas hebras
formulen una noche más honda que la nuestra.
Pero también, oh libertad, es posible
que el árbol conmovido, tomando agudas fuerzas,
-no sé de dónde-, acierte en una furia libertada
y con ello motive su justo crecimiento.
VI
Porque las raíces de los árboles todos
pululan en lo oscuro,
en el vientre crecido de la tierra.
Porque una lluvia de hombres se traduce
en finísimo polvo,
la tierra estará llena de raíces amargas,
de inacabados ríos de lágrimas.
La alegría de los frutos,
la rosa regalada,
la humedad de los huertos,
la fiesta de oro de los días alegres
ignoran la raíz,
su propiedad de abeja,
porque la raíz es un árbol de sombras,
es un árbol de sombra rodeado de oscuro.
Pero todas las humanas raíces se aúnan
(en un río de trabajo
en la noche completa del árbol.
Y la madre de todas, las amorosas madres
esperan una muerte,
una ola de savia en fruto consumada,
su semejante amando, que respire unidad
en un río subterráneo interminablemente largo,
como una noche más en la noche de todos.
http://www.obsidianapress.com/lupohernandezrueda.htm
I
Es natural que el árbol abandone su cuerpo.
Mariposa de tránsito, venturoso existir
de la hebra pura,
el árbol que yo canto es una débil llama,
un alma vegetal que se elabora apenas.
Herida por el goce la savia,
donde habita,
desnuda la corriente de su madera toda
para que un mar posible de sombras la sitúe.
El árbol sabe entonces,
que la raíz de aire de sus ramas
asciende, sostenida en atinada claridad de sombras,
de otra raíz oculta.
II
Canto el árbol a solas
en la sangre,
el árbol que se escapa
por la herida del cuerpo.
Canto el árbol azul de la ignorancia
que me recorre entero,
árbol de sombras sólo,
de oscuridad exacta.
Canto para cantarme,
para cantar el árbol en que habito,
la dulce morada solitaria
del cuerpo que me tiene.
Canto porque deseo,
porque quiero vivir, amar,
andar libre,
sin peso por el árbol.
III
Cuando ama el árbol se deshace, huye,
proclama su levedad de hojas,
publicación de verdes regalados o canción diluída,
deleite de su rama carnal,
de su escondrijo de azuladas raíces en espera.
Cuando ama el árbol se diluye
en alegre corriente de la madera dulce.
Cuando ama el árbol del amor...
Hueco de soledad que te pronuncia a solas,
quizás, el árbol del amor duerme en olvido,
en apretada soledad más pura.
Porque el oro de mi risa no basta para llenar su límite,
se abre como un sol
para ofrecerse entero cuando ama,
el árbol del amor.
IV
Hay almas que no mueren en las hojas del canto
aunque no encuentren otra manera posible de escapar,
aunque no exista otro refugio,
apetecido vaso, ardido recipiente,
olorosa unidad de carne viva que ocupe su lugar,
su desmedido espacio, porque una muerte existe
en cada hoja vacía de substancia,
y una huidiza llama.
Hay almas que se pudren en las hojas del
(cuerpo por su origen oscuro,
porque después, pudiendo libertarse,
darse a todos, sin interés ni esfuerzo,
asumen la condición de pájaros comunes.
Hay almas que se nutren a la sombra de todos
con los apetecidos metales de la sangre,
de cuantos, humanamente sanos, confiados,
se acercan a su espacio
para entregarse solos a su gran apetencia.
V
Es posible que el árbol sepa entonces
que atado definitivamente al mar de soledad que habita
carece de toda libertad
para decir las cosas que humanamente vive repitiendo.
Es posible, oh Dios, crecer cada domingo en
(desmedido arroyo de alabanzas.
Es posible, oh vida, que el árbol de la sangre se derrame
y el universo todo de mi isla sea pequeño para
(su inacabado límite.
Es posible, oh sangre, que dolorosas hebras
formulen una noche más honda que la nuestra.
Pero también, oh libertad, es posible
que el árbol conmovido, tomando agudas fuerzas,
-no sé de dónde-, acierte en una furia libertada
y con ello motive su justo crecimiento.
VI
Porque las raíces de los árboles todos
pululan en lo oscuro,
en el vientre crecido de la tierra.
Porque una lluvia de hombres se traduce
en finísimo polvo,
la tierra estará llena de raíces amargas,
de inacabados ríos de lágrimas.
La alegría de los frutos,
la rosa regalada,
la humedad de los huertos,
la fiesta de oro de los días alegres
ignoran la raíz,
su propiedad de abeja,
porque la raíz es un árbol de sombras,
es un árbol de sombra rodeado de oscuro.
Pero todas las humanas raíces se aúnan
(en un río de trabajo
en la noche completa del árbol.
Y la madre de todas, las amorosas madres
esperan una muerte,
una ola de savia en fruto consumada,
su semejante amando, que respire unidad
en un río subterráneo interminablemente largo,
como una noche más en la noche de todos.
http://www.obsidianapress.com/lupohernandezrueda.htm
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