Tulio Mora (Huancayo, Perú, 1948) es uno de los poetas peruanos más representativos de la denominada generación del 70 y miembro del movimiento Hora Zero.
Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y se dedicó tempranamente al periodismo. Como integrante del Movimiento Hora Zero, Mora publicó su primer libro de poesía,Mitología (1977), una saga que incorpora dioses prehispánicos al escenario de Lima actual en un intento de fusionar el pensamiento analógico con el histórico, en un tiempo de apenas 24 horas. Según la poeta y crítica colombiana, Consuelo Hernández ("Voces y perspectivas en la poesía latinoamericana del siglo XX", Visor, 2009), "Mitología es un poema integral, tal como lo entendió Hora Zero, es decir recoge un registro colectivo de voces: yo, el otro y el nosotros. Todas las individualidades convergen, combinan y se amalgaman en una formulación poética polidimensional, en la que el verso sirve de vehículo a temas narrativos y, en ocasiones, a un tema argumentativo que lo acerca al ensayo, lo audiovisual y lo periodístico". Poco después de la publicación de Mitología, Tulio Mora viajó a Argentina y luego a México donde obtuvo una beca de poesía del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). En este país viviría cinco años trabajando en una editorial de libros de arte y compartiendo con los infrarrealistas, gemelos del movimiento Hora Zero -Mario Santiago, Pedro Damián, Mara Larrosa y los hermanos Méndez- un destino de intransigencia literaria. Mora regresaría al Perú en 1983 cuando la guerra interna empezaba a mostrar toda su crueldad y como resultado de esa confrontación social el poeta escribiría Oración frente a un plato de col y otros poemas (1985). En 1987 publicó Zoología prestada con gráficos del pintor Ricardo Wiesse y en 1989 Cementerio general, obra que obtuvo el Premio Latinoamericano de Poesía concedido por el Consejo de Integración Cultural Latinoamericana (CICLA) teniendo como jurado a los importantes poetas Enrique Lihn, Carlos Germán Belli y al destacado crítico Alberto Escobar. Cementerio general ha sido objeto de numerosos estudios, de manera especial por la poeta y profesora colombiana Consuelo Hernández (Tulio Mora, el archivista de América), la Jill S. Kuhnheim (Spanish american poetry and the end of the twentieth century/Textual disrumptions) y Manuel Baquerizo. Se trata de una obra unitaria en la que peruanos de diversos tiempos, desde los habitantes de las cuevas hasta la actualidad, monologan en la tumba sobre su vida entrelazada con la trágica historia peruana. Una selección de estos poemas fue traducida al inglés por los poetas británicos C.A. de Lomellini y David Tipton y publicada bajo el título A mountain crowned by a cemetery (editorial Redbeck Press, Bradford, Inglaterra, 2001). Además ha sido recreado en varias obras de teatro en el Perú como en el extranjero. Cementerio general tuvo una segunda edición en 1994, el mismo año en que Tulio Mora obtuviera el Premio de Plata de poesía Copé por su quinto libro País interior, que a diferencia de Cementerio general tiene como tema central la infancia y los paisajes de su memoria. Igualmente Mora ha publicado, con la participación del escritor chileno-mexicano Roberto Bolaño, una antología sobre la poesía de los movimientos Hora Zero e Infrarrealismo (algunos de estos autores aparecen como personajes en la novela Los detectives salvajes de Bolaño): Hora Zero, la última vanguardia latinoamericana de poesía (Venezuela, 2000). En 2007 publicó su sexto libro de poesía, "Simulación de la máscara", que en la opinión del filósofo Sebastián Pimentel "es un libro en el que hay mucha voluptuosidad en el lenguaje, pero también hay una economía, una brevedad del poema, de los versos. Hay un ritmo cortante, un rebote de imágenes y de sentidos siempre recortados, ajustados, que son concentrados. Que reivindican al límite de la palabra, a su cuerpo de sonidos, a su materialidad". En 2009 Mora publicó "Ángeles detrás de la lluvia" (con ilustracionbes del artista plástico Alfredo Márquez), un breve poemario de solo 3 poemas con igual número de versos (99), distribuidos en tercetos y construido según la estrategia poética de Edgard Allan Poe ("El principio de unidad de efecto"), que materializaría en el famoso "El Cuervo". Se trata de tres homenajes de igual número de "ángeles malditos": los poetas Carlos Oquendo de Amat y Mario Santiago Papasquiaro y el abogado José Antonio Ríos, a quienes evoca como víctimas de la modernidad. Este mismo año Mora publicó "Hora Zero: los broches mayores del sonido", una voluminosa antología de este movimiento con sus extensiones en el Infrarrealismo mexicano-chileno y Hora Zero Internacional europeo. Del mismo ha escrito el crítico Ricardo González Vigil: "afirmar que es el más importante libro de poesía publicado este año (probablemente no solo en el Perú, sino también en el ámbito hispánico en general) resulta insuficiente, ya que la monumental muestra ... merece figurar entre las obras más importantes de la poesía en español editadas en lo que va del siglo XXI" (diario El Comercio, diciembre de 2009). Como periodista ha contribuido también escribiendo tres libros sobre violaciones a los derechos humanos, cometidos durante los 20 años que duró la guerra civil peruana: Y la verdad será nuestra defensa (1ª edición, 1996, 2ª edición, 2002), Días de barbarie (2003) y Aquella madrugada sin amanecer (2004). Tulio Mora es actualmente el presidente del PEN Club del Perú y se ha desempeñado durante muchos años como crítico literario y guionista.
Obras
Poesía
Mitología (1977)
Oración frente a un plato de col y otros poemas (1985)
Zoología prestada (1987)
Cementerio general (1ª edición, 1989, 2ª edición, 1994)
País interior (1994)
Simulación de la máscara (2006)
"Ángeles detrás de la lluvia" (2009)
Antologías
Hora Zero, la última vanguardia latinoamericana de poesía (2000)
"Hora Zero: los broches mayores del sonido", antología con introducción y selección de Tulio Mora sobre el Movimiento Hora Zero, el Movimiento Infrarrealista y Hora Zero Internacional (2009).
Pikimachay
(20,000AC - 14,000AC)
Descanso la fatiga de una vida sin culpas
bajo la humosa, limosa tierra de una cueva.
Pero antes en las pampas
limpias como el ojo de la luna
fundé la memoria de este país.
Fue como cargar a un puma vivo.
Toquepala
(10,000ac - 5000ac)
Una y otra vez la arcilla colorida se adhiere a la pared
dando forma a las manadas que afuera, en la planicie,
corren, acezantes por los dardos
que arrojamos sobre sus carnes frágiles y tiernas.
Tensos, por la herida, los más débiles nos miran con los ojos
del que jamás volverá a asombrarse.
La resignación es su lenguaje. Los más fuertes
se revuelcan de dolor, lanzan gemidos que el carbón
no reproduce. Su agonía es todo el arte que he dejado.
Su agonía y el goce (también el miedo) de mi vientre.
Aquí no he pintado una ceremonia, sino un consuelo.
El tiempo -esa repetición de mis harturas y penurias,
con los dientes más filudos del más viejo carnicero del Perú-
concederá otros atributos a mi estilo, pero recuerden
el hambre hizo de mí el artista que ahora elogian.
Túpac Amaru
(1740 - 1781)
Todavía hablan de mí situándome en el centro
de la imagen -las cuerdas, los caballos,
mi cuerpo que defiende la unidad intacta
de sus miembros-, y remordidos
prefieren mantenerme ingrávido en el aire.
Se llenan de frases elegantes al citarme:
Aquí no hay más culpables que tú y yo,
tú por someter a mi pueblo,
yo por pretender liberarlo.
Y hasta el horror se les antoja recurrente
al indagar en los folios del castigo
lo barroco de mi queja: Onze coronas
de hierro con puntas muy agudas,
que le han de poner en la cabeza...
...Por la parte del cerebro se le introducirán
tres puntas de hierro ardiendo
que le saldrán por la boca...
Qué decir de sus sospechas,
siempre irreprochables, al implicar
en la forma torturada
una metáfora de culpas nacionales
(el equilibrio entre mi cuerpo indivisible
y el verdugo que quiere fragmentarlo,
¿no evoca al equilibrio suicida del Perú,
su imposible armonía?).
Y se escudan en los mitos y obsequiosos
de palabras fermentan en mis miembros mutilados
(por los que yo sufro
mientras ellos investigan)
inconcretables utopías: Cuando su cabeza,
que escondieron debajo de palacio de gobierno,
se encuentre con sus extremidades,
volverá el tiempo de Inkarrí.
Y esperan que otra vez Areche me coloque
entre los potros del tormento,
y el hacha, ya no los animales,
en las diestras manos del verdugo
separe mis huesos de sus goznes
para encontrar sentido a sus asertos.
Inútil recordarles a los muertos precedentes:
que mi esposa Micaela caminó hasta el cadalso
sin bajar la vista (y eso que llevaba
la lengua hecha un guiñapo y salpicaba sangre
en las finas ropas de Matalinares);
que Tomasa Titu se rió de los cuchillos;
que el negro Oblitas derramó dos lágrimas,
no por la inminencia de su muerte,
sino por lo enojoso de las despedidas;
que, en fin, mis hijos aguardaron con paciencia
que uno a uno los fueran destroncando.
Prescindible es el dolor para tan eruditas
reflexiones: ¿abjuré del rey y sus impuestos?
¿Sobreestimé las condiciones subjetivas
y el carácter de masas de la insurrección?
¿No fui un novato en estrategia?
Pero al cabo generosos
exaltan mis virtudes
caras al siglo de las luces:
era un noble arriero que vestía
de negro terciopelo y cabalgaba un potro blanco
y se sabía de memoria a Garcilaso
y montaba el drama del Ollantay
antes de entrar en la batalla.
Un look para el consumo: los cabellos largos
coronados por un sombrero con el pico rombo
y el ala tiesa y circular -ideal
para levantar turistas en el Cusco.
Una tentación de los arcanos astrológicos:
Huáscar versus Atahualpa,
Manco Inca versus Paullu,
Túpac Amaru versus Pumacahua,
los pares fratricidas -Géminis, sin duda.
Una extravagancia de genealogistas:
rastrear sangre de mi estirpe
en las cortes de Polonia y Portugal.
Un recurso del poder:
citar un verso del poema vigoroso de Romualdo
(querrán matarlo y no podrán matarlo)
cuando la mancha india se arrebata.
Nada más oportuno para todo
que el agonista prometeico,
el que muere porque no muere.
Si tanto saben de mi vida y de mi gesta
¿por que no revierten mis fracasos
y después me echan en tierra a descansar mi muerte?
(De Cementerio general, 2da. Edición, 1994)
ESA EDAD
Por sus muslos bajo como una burbuja de carbón,
licuefacta, reventada; por sus muslos abiertos
y su inocente jardín negro picoteado por el viento,
abajo, más abajo de los tajos de la carne, más abajo
del atajo donde el río fue a morir en una mina;
como una infección, por donde todos hubimos de bajar,
por los pujantes dolores de la mujer, madre, madre
(Emma echada, Emma mordiendo con indelicadeza
la funda de una almohada, su aspereza, Emma
desproporcionada por el crecimiento de una cabeza
que ya ve salir como un tallo de azucena
que quisiera arrancarse), madre que no quiso
que yo naciera en una curva de ese río, en la más
alejada de las casas, pero era febrero y llovía y mi padre
no estaba y Emma buscó a una comadrona y dos días
antes ella fue hasta su cama y le dijo a Emma
(mi pequeño pincel, mi noche de naranjas tatuadas),
tocándole las sienes con los pulgares, le dijo
(verso apretado en tu frente, Emma, pobrecito volcán)
que esperase otros dos días, y he aquí que dos días
después la partera baja desatando distancias como madejas
de nubes, errante como una torrentera sin cauce,
y he aquí que baja puntual (Emma contaminada
por el sol de los trenes sin retorno) para bajarme hasta
su pollera o el suelo, bajándome por el cuello (Emma,
muchachita con las piernas tan abiertas, penetrándola
el viento helado de sucia ceniza), pero más abajo
aún, pero más abajo aún, donde se enturbian los espejos
de lo lejos, donde acaban los reflejos, donde se pierden
las inflexiones del dolor. Y qué quedó Emma de ti,
y qué de mí, y qué de quién en el espacio en que uno nace
oliendo a adobes, a tejas lagrimeantes -mientras, más
abajo del mundo, las raíces de la vida son como las manos
que se buscan en dos universos distantes-; oliendo a casa
solitaria (que no deja entrar al diablo), designada para
la maestra -que era Emma. Y ella bajó (por el olor) de un
camión con su panzota bellísima, robusta, y tuvo
que ceder al miedo. ¿Un laberinto o un desierto? ¿Qué
vio Emma al bajar? Mineros tristes pidiéndole una taza
de té para resistir la tristeza, camas sucias, mesas sin
manteles bordados, lámparas de petróleo donde no brillaba
el futuro; vio su barriga que la ponía debajo de los grandes
alientos históricos, serenamente imposible, enamorada
de mi padre que llevaba la barba como un misionero
sin senda, mientras Emma tenía el olor de la hierbabuena
(y yo en su vientre bajo, en un universo celeste, me abría
hacia la superficie por un poco de aire, delfín allí
sobre una lánguida ola, contemplativo y feliz). Debajo
de campanarios y explosiones que precedían el ingreso
resignado de los mineros, dándole a ella -a Emma-
¿felicidad?, ¿temor?, ¿qué sentimiento intruso?; debajo
de un calendario de fiestas sin santos ni guirnaldas;
debajo del fuego estridente de un primus, al nivel
del llantén y del aullido de un perro, al nivel de los lagos
que tentaban a los suicidas con sus reflejos de inexplicables
eclipses lunares, al nivel de las cruces de los hijos
de los pastores que no llegaron ni siquiera a esta casa
a morir -la primera para llegar al pueblo-; desde abajo
caigo sobre la sábana blanca (la sangre última del sacrificio
materno se mantiene en el lienzo cobrando su más
expresionista mensaje de sobrevivencia), navegante
involuntario por el espacio oprimido de un cuarto, caído
pero no perdido, recuperado ante el primer grito (el más
agudo a partir de entonces), cuando no era más grande
que un diente de ajo ni más alto que un ala de gorrión, abajo
de Emma (Emma inocente, Emma como un cesto
que ofrendamos a los seres más tiernos), abajo debí caer,
mientras Emma me limpiaba las primeras lágrimas, el pelo
alborotado, ya expulsado de ella para siempre.
A MI PADRE
No en vano crecieron las dalias, padre,
como yo siempre creí: azarosas
entre el maizal que el abuelo sembró
en sus días de libertad. Tú no las apreciabas,
preferías a las palomas porque te parecían
la única raza útil de la tierra.
Empecé por las dalias por la excusa
de la belleza. En tantos años
apenas si nos hablamos a través
de circunloquios resignados.
Eras distante y yo me atormentaba
imaginando cómo este maestro de poca altura
podía ordenar a legiones de gorriones.
Tu discordia provino de ser un pasajero
del viento que se cayó de bruces.
En un tiempo creí que no eras mi padre,
esa coartada tan infantil a la que recurrimos
cuando el castigo corporal nos devuelve
su torva geografía de soledades e implacabilidad.
En un tiempo creí que una forma de desahogarme
sería creciendo hasta asustarte con mi tamaño.
Más tarde preferí escribir
y tal fue tu enojo que me obligaste
a desvelar las paredes de la infidencia,
pues tú también llenabas páginas con un dolor
no menos intenso que el de los poetas,
a los que compadecías por el mismo aroma
que te delató -y ya no hubo en la casa
misterios que desentrañar.
Así fueron aquellos tiempos y no sé
cómo nos hemos limpiado las espinas.
Veo a las dalias salir de una tierra
que esconde las bellotas como hermosos
corazones latiendo despacito
para arrullar a los gusanos,
y también veo tu llorar rabioso
por los efectos de una ternura desbordada.
Los borrachos lloran como si desearan
redimir al mundo de ellos mismos.
Es un tropiezo su vivir, te lo diría
Li-Po si lo hubieses leído,
ahora te embargarías de su vino denso,
de que la humanidad ha bebido sin recordar
tanto sufrimiento. Tu hijo ha aprendido,
aunque sigue buscando en tus bigotes
un poco de rocío. Con relación a mí
sigues pequeño y frágil, pero yo no podría
gobernar una cabalgadura.
Tus irreproducibles blasfemias contra Dios,
al que buscabas iluminando el cielo
con una linterna (mientras mamá,
Eduardo y yo veíamos caer la nieve
como la sangre de las madrugadas tristes),
ahora son meras palabras con las que te enuncio.
Enajenadas de sus actores no podría guardármelas más.
El tiempo se toma sus plazos, luego
comienza a reclamarte que lo deseches:
tómalo o déjalo, la vieja regla
del mercader también se interpone
entre las dalias y el maizal,
entre la belleza y la utilidad.
Y sin embargo, tú recuerdas
lo que el abuelo decía,
y no tenemos porqué dudar de su veracidad:
que a las dalias nunca nadie las sembró.
Pero, oh sorpresa, cada temporada
en que los tallitos de maíz
asomaban con sus hojas como aspas dulces,
hete allí con las inoportunas flores de la mansedumbre.
Este es el mensaje final de mi poema:
el trabajo que significa arar la tierra,
para llenar el vientre, no sería satisfactorio
si uno no se limpiara los ojos y el alma
con la belleza que emerge misteriosa.
Te lo digo, padre, ahora que no tenemos
ni dalias ni maizal.
HUAYLLAY
Manos alzadas bajo la lluvia.
Cortaban las uñas y acicalaban el rostro
demacrado y casi lampiño del muerto.
Lavaban su cuerpo amoratado con agua de lago.
¿Qué hombre no se edifica un perdón excesivo,
en masa, bajo el tañido de una campana de abril?
Una banda musical afligía los cerros,
por donde ascendían, descalzos y arrodillados,
hasta la cima coronada por una cruz.
¿Pero qué hombre no cree que Dios es su dolor?
Por eso limpiaban su cuerpo, redoblando el cuidado
que no tuvieron el sacerdote ni el escultor.
En las profundidades de su silencio
acaso ese cuerpo revelaba la certeza de otra pasión.
Más allá, más allá del tiempo y sus sueños
habitaría el dolor verdadero.
Las heridas de la tierra, simples escoriaciones,
como la agonía resplandeciente de una luciérnaga
nos evoca la colisión de una estrella.
(De País Interior, 1994)
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