viernes, 3 de diciembre de 2010

ERNESTO CARRIÓN [2.270]



Ernesto Carrión 


Nació en Guayaquil, Ecuador, en 1977. Ha colaborado con la prensa escrita, realizado trabajos de crítica literaria, ejercido la docencia y participado en encuentros literarios fuera y dentro de su país. Textos suyos han aparecido en revistas y antologías latinoamericanas. Ha trabajado en poesía el libro La muerte de caín, cuarteto formado por los poemarios: El Libro de la Desobediencia, 2002; Carni vale, Premio Nacional de Literatura “César Dávila Andrade”, 2002; Labor del Extraviado, 2005 y La Bestia Vencida (inédito). También participó en el libro colectivo Porque nuestro es el exilio, Eskeletra editores, Quito, 2006. Actualmente trabaja en el quinteto Los duelos de una cabeza sin mundo. El poemario Demonia Factory -parte de ese nuevo trabajo- ganó el VI Premio Latinoamericano de Poesía Ciudad de Medellín, 2007. En entrevista con Mauricio Medo, declara, sobre este libro ganador: “Demonia Factory es un verdadero producto de la destrucción. Era una novela que trabajé en el año 2000, luego en el año 2002, luego la retomé el año pasado, la destruí y la convertí en lo que es hoy. Demonia es un libro sin pudor, de una honestidad desalentadora. Pero pude escribirlo y escapar. Era la única forma. Transitar estos retazos de mi vida anterior, para purgar los demonios. Recordar que no se equivocaba Eliot cuando explicaba que la poesía debe escribirse desde la contemplación del dolor, mas no desde el dolor puro. El libro gira en torno a cuatro mujeres que marcaron mi experiencia total y mi convicción en cuanto a las relaciones interpersonales. La voz empieza a los 17 años y culmina en el 2002, con mi divorcio. Es un desorden que obedece únicamente a mi propio vacío. Pero puede entenderse como una novela poetizada. Hay una historia, los personajes existen y se desarrollan, hay una trama, un desenlace.”




Adiós a la carne


Había momentos__aunque, ciertamente,
muy raros__en que la impresión
deba de una carne casi intacta.

C. P. Cavafis

I



me gusta pensar en una tierra no tan manoseada. Donde todos los árboles cultivan esos pájaros que un día arrancarán la máscara que acalla el bulto. Donde ningún viento azota el infinito, ni entra en las palabras para tambalearlas.

Música de fondo cuando llueve.
O metáfora, que hecha realidad, lava la sangre entretejida por las manos truncas.

La verdad es que no conozco otro lugar donde la respiración pueda advertirse a la distancia.

Donde prorrumpan fantasmas, de cascadas lenguas.





II



y llegan las invitaciones del mar, desde los mástiles picados de ese barco, que no nos vio volver con el semblante hirsuto. Desde ese mundo de los sueños, que fue siempre una niña que saltaba la cuerda sin saber cómo.

¿quién será el capitán, entre nosotros, dispuesto a poner su dedo escaso sobre la eternidad más cierta?

¿arderá dios cuando lleguemos?

O arderá sólo el silencio cuando el mar retoque su aliento en cada mancha de aceite. Preme-ditando su experiencia, como esa mujer que ama decididamente, para no envejecer, para no morir...

y las gaviotas montan de pie su aldea de vigilancia. La arena se afloja, y los peñascos gritan un blanco golpe por el azul del mar que se rehúsa.

Los barcos pasan lentos. Entran con la bruma.





III



los árboles, las piedras, las palabras; conscientes de la duración del día (los muertos, del futuro). A veces, una casa encendida a media noche, es una invitación a la indulgencia. Es un guijarro clavándose como gemido en este nudo de gestos. O en la resina de los robles, que deben soportar la hondura fugaz de un cielo que nos mira sin compromisos.

¡oh canto rapaz de media noche! La única postura que puedo tomar ante ti, es siempre esta.

La de la ausencia, que tiene miedo de aprehenderse de la luz en el estallido de tus formas. La de la sed, que ama quedarse, observada por su dueño a media noche.

¿pero qué ceremonia de palabras puede remendar el estremecimiento?

Si todo sigue poblado de mujeres, que cuelgan por las avenidas como crueles lámparas. Si decir (siempre) la verdad es otra forma de tiranizar al hombre. Si la cobardía es solamente el camino más largo.

Entro, y aún estamos en vela.

Pero he conocido abstinencias más clementes.





IV



los arcabuces despiertan con nuestras manos encima. Casi siempre estropeados por un sol de plata. El campamento que hemos levantado, cerca de un río lento, se deja acariciar por los recuerdos del hogar caliente, de la mujer hermosa, y de los amigos que tenían por hombro izquierdo una sonrisa.

Tanto tiempo ha pasado, que ahora mis enemigos se encuentran en mis ojos. Y ya no sé si el extrañamiento es una virtud, o una mentira.

A veces, por la noche, me descubro en el rostro que no tuve, o en el que tuviste.

El río únicamente sigue terso.





V

así, moviéndome, moviéndonos, la noche embadurna las aguas crispadas del estero largo. Y el lenguaje parece haber cedido ante el resplandor insostenible de una luna alta como una estaca.

Las prostitutas que ocultan sus estrías, como ocultando el mayor de los pecados, avanzan en la oscuridad como los héroes…
y más arriba de la lava de la lengua (con que deshonramos los parajes) se halla dispuesto un sueño, con las pulsaciones del fulgor, a lamer su presa intacta entre nosotros.

Detengo la poesía, para que nadie se sienta transitando esta calzada.
Para que nadie llame…

pero el alba no sabe recordar más que las voces que no fueron suyas: la porcelana de los cuerpos, la luz frondosa.

Ahí donde siempre nos movemos, para que no parezcan nuestras, nuestras casas.





VI



las flores, tan voluntariamente ajenas, en las manos entregadas al placer de las manos. Saber hermoso el cuerpo, pero sombra. Saber interrumpido el esqueleto que nos hace una promesa a la distancia. Saber, al cabo de los años, que la Tierra es el lugar donde debemos olvidar la tierra.

No promontorio, no destino, nacerá sobre mí en los excesos del amor que eleva lo signos que circundan.

(si como un Midas diferente –el poeta dice- sólo dejo destrucción en lo que toco)

ya la ciudad envuelta en trapos de ceniza,
por los hombres que no volvimos a amar en este sitio
crepita en las hogueras de las casas.

Pero el imperecedero fósil de los sueños,





VII

sólo en la caña de azúcar tiene dios consistencia, por primera vez. (¿quién mejor que él para endulzar nuestro sometimiento?)

pero ya hace mucho supe abandonar esos temores, que exhibían las mejillas como algún progreso. Esa luz acribillándome con hilos, a pesar de que cerraba las cortinas.

Ahora que he dejado de creer en el amor y en el odio, en la riqueza y en la pobreza, en la compañía (que es otra forma de morir); no reconozco ese remordimiento que deshiela por las noches las pesadillas.

El hombre nace libre, miente Rousseau. Pero los árboles flotan en mi ventana.

Enumerando las hojas, muy cerca de mi Bestia.





VIII

en las terrazas, donde el día husmea como un muerto invencible, la vida elabora con calma nuestra ausencia: lo único que poseo. Y un país repleto de mendigos, como un vientre poblado de ladridos amplios, fulgura vertical junto al follaje.

No seré yo quien detenga el ruido del motor que acampa en nuestros dorsos. La pureza de lo imprevisible que vuela silenciosa por un mar envidiable.

La aventura, pronta a acariciar a los ancianos, prefiere el escondite.





IX

el sol, consciente de su fuerza, oscila sobre los hálitos del río sin dejar su forma. Y las piedras, todas abrazadas, admiran el paisaje en la dureza del aire.

Pero sólo llega la tregua en la obra concluida, reitera nuestra erranza, año tras año. Y sigue todo vínculo tratando de zafarse:

la flecha y el blanco.

La herida y la sangre.

El vértigo y la caída.







****

esto fugaz, cantaba el grillo entre las matas.





X



la usura es una expresión en esta oscura sala.
Y el día más real de todos, que es siempre el día siguiente al de la muerte de uno mismo, apoya sus garras escaldadas sobre el ijar de dios.

Mas oigo sobre el mármol (en ese otro movimiento sin premoniciones), mi nombre y mi fecha entre dos paréntesis. Sentado en los límites de las tostadas piedras, que en vano me piden volver sobre las huellas que me desconocen.

Pero qué importa el silencio, o la gloria de la bahía que desnuda la piel de su paisaje; si nada quedará un día más por empeñar mi voluntad, por conocer mi aliento extremo, mi alcohol de hombre.

Si en cada rincón (anzuelo de grandeza) el universo muda a solas su equipaje.

¿pero en qué verso, bajo qué luz volverá el abrigo?

El misterio abunda en todas partes; sin embargo, pace libremente en mi sudor sin ansias.





XI

amanece. Averiada fue la luz sobre nosotros. Y el estero espera quieto como un espejo calculando la ilusión de la existencia. En las casas del Sur, desde los techos de zinc quemados por la luz eléctrica, los gallinazos retornan a la práctica de Cristo, al apareamiento de esas llagas muy abiertas al sol. Y debajo de los techos, miles de rostros sueñan que duermen en pos de cada línea que arregla su deguello; en pos de cada rostro que cruza su mirada con la madre muerta. Y en las colinas, como soldados desarmados, como piedras preciosas, aparecen las últimas cabañas alumbradas (Y pienso en los amigos que no saben morir. En los primeros usos de la infancia que inhabilitaron nuestra prisa. En el poema que no fue nunca un plan ejecutado con rigor. En la vida que no fue nunca un plan ejecutado con rigor).

Y escucho un ritmo inútil, esa vacilación que hacen las aguas a lo lejos.





XII

nada hay más hermoso que un hombre muerto.
Retocando su rostro verdadero, bajo el inmenso árbol de la sangre. Y nada hay más honesto que un hombre muerto; callado por su condición de muerto, y no callado por temor al abandono. Y nada hay más hermoso que un hombre muerto; algo fláccido y de pómulos serenos, que ya no se enrojece por insinuaciones; o delicado como una servilleta que gira mucho antes de tocar el piso.

…en la ciudad desierta, detrás de los laureles, asoman las primeras sombras. (llueve).





LOS DIARIOS SUMERGIDOS DE CALIBAN 

Por Antonio Correa Losada


Existen tres formas de presentar un libro, cada una con su riesgo.

Una, la cual el presentador, que en este caso podemos llamar panegirista, con una costumbre inveterada, desenrolla folios y folios de sapiencia sobre una digresión que evidentemente encontró en el texto del autor; quien sentado a su lado, tiene una actitud sumisa y de máxima concentración ante la avalancha de palabras que escucha, lo cual, paradójicamente lo hace ver ante el público como un ser opacado, posiblemente porque está pensando que el tiempo pasado en la universidad fue lamentablemente perdido.

Es de señalar, que todo esto se realiza en un espacio de tiempo largo y monótono, aún tedioso cubierto por la solemnidad de dos horas de duración, por lo general. Pero eso sí, flota en el ambiente un espíritu aleccionador y culto. En la actualidad esta modalidad parece estar en retirada, aunque subsiste en algunos profesores universitarios.

Otra, es la del presentador de una más sincera intención, pero que por desgracia, también hace uso exagerado del tiempo (de hora y media a dos horas), para desespero de los asistentes. Rastrea el libro en cuestión que nadie del público ha leído aún, se detiene en relatar, en reflexionar, en preguntarse a sí mismo sobre el espíritu filosófico que entraña la publicación. El ambiente se impregna de cierta rigidez.

Avanza por la precisión del estilo, llega a las complejidades del método, mientras el escritor anonadado entre la perplejidad por los elementos encontrados que él nunca sospechó haber escrito, junto a cierta frustración como si sintiera que alguien ha desbaratado su juego — lúdico y secreto— que como escritor de oficio ha utilizado con diversas variantes para asombrar y atrapar al lector, en ese ámbito único e intransferible que sucede cuando alguno de nosotros toma un libro para entrar en el deleite de su lectura. En otras palabras, cumple con el antiguo fraseo popular ecuatoriano de Darás leyéndome.

Si. Son formas válidas y encomiásticas de presentar un libro. Pido disculpas por sacar a colación mi experiencia personal cuando muchas veces asistí a ese tipo de presentaciones, que dejaron en mí una actitud contraria, haciéndome perder interés por el autor y el libro, porque encontré forzados los sortilegios con los que intentaba cautivarme el presentador.

Esto sin desconocer ¡por favor! a maravillosos presentadores, quienes me llevaron a buscar con ansiedad el libro del que hablaban; pero como no poseo para nada estas cualidades, me referiré al tercer tipo de presentación de libros, con la que me identifico y me permite estar sin tanto estrés esta noche:

Celebrar entre todos, el hecho portentoso que significa para una sociedad que se precie de soberana e incluyente (cada vez menos soberana e incluyente), la aparición de un libro como un hecho vital y, ese artefacto de la inteligencia llegue a todas las manos, a todas las cabezas.

Entonces, con este ejercicio de complicidad entre amigos, más si está refrescado por el vino, me  es grato dar la bienvenida al libro Los diarios sumergidos de Calibán de Ernesto Carrión, publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión en la Colección Letras Claves --para beneplácito de los actuales y futuros lectores-- para afianzar la literatura en nuestro país y América Latina.

Ernesto Carrión ha trazado una escritura que nos hace ver una poesía  abarcante y diferente de la que hasta hace poco leíamos en el país, podemos decir que en la región, como lo demuestra su obra vigorosa y continua que nos asombra como una constelación desafiante. Al hablar de su poesía, es posible decir que marca un antes y un después, al referirnos a la poesía que se escribe actualmente en el Ecuador.

Hablo de su versión de identidad en que todos buscamos encontrarnos. De ese mapa disperso que atravesamos todos, desollados por el sueño y las desgracias cotidianas, también, por la grandeza de nuestras   inquietudes.

Esa es nuestra condición, descubrirnos capa por capa de lo que somos y escondemos, de lo que tenemos y nos ha sido saqueado. También lo que subyace en los cortes de un palimpsesto: de Shakespeare el eterno, Calibán, Rodó, Ariel, Ángel Rama, Fernández Retamar, Próspero o  lo que nos espera al abrir la Caja de Pandora, que somos nosotros mismos.  

Es la búsqueda y el encuentro con  esas vírgenes nacionales de Paraguay, Brasil, Colombia, México, Bolivia, que vienen con la formación y deformaciones del siglo XIX y conforman el cuerpo de América: “El corazón, el cráneo, el hígado, el ombligo, los dientes, de América que estamos buscando”  dice en sus oraciones y vindictas, Ernesto Carrión.

En Los diarios sumergidos de Calibán, se amalgaman las palabras como en un saqueo y una recreación, donde se invocan los sueños, las histerias, el asesinato, los libros abiertos, testimonios consultados, copiados, apropiados y tergiversados como en un crisol que nos ciega y nos obliga a girar el espejo para preguntarnos por el azogue que hace brillar los rostros.

Es posible que haya caído en alguna de las trampas que acechan al presentador de libros, pero ¡ni modo!  Sé que los libros, los buenos libros, nos abren en nuestra intimidad el cerebro, airean las palabras que pugnan por salir y trazan su itinerario secreto.

Los libros ejercen el poder de conmovernos, de movernos. En un ejercicio de ida y vuelta, debo confesar agradecido que el libro de Ernesto Carrión produjo en mí esa conmoción, por ello, voy a leer un poema que se fue generando a medida que leía Los diarios sumergidos de Calibán.

Gracias a Ernesto y a ustedes por su paciencia:





             VENGO DEL ALTO PERICONGO

Llamadas de pasión y presagio vienen del futuro con el canto cíclico 
De los desadaptados 
El tan -- tan monocorde de las cosas que insisten en quedarse 
En un presente que no cesa de llegar 
La boca abierta como un cenagal en la mueca atroz de las palabras 
Poesía en azogue la mirada de una mujer loca amalgamada
En la fundación primera de las cosas 
El Calibán bifronte   Caníbal y suave animal   Escondido en el paisaje 
Como si golpeara en una mesa de libros precisos   Delirantes
Nos ciñen la cabeza con guirnaldas de escarnio
El que se regodea en la masacre para evitar el exterminio (dice Carrión)
Costal de yute infamante nos amordaza para mirarnos desde dentro
En el espejo distorsionador del mito y la leyenda
Cada palabra en su integridad es un planeta dislocado que arrastra 
La historia más allá de nosotros mismos
Muerte –óyeme bien—voy a hacerte un hijo (dice Carrión)
Costra de muertos se adhiere a la mente   Al cuerpo   A la atmósfera 
En fila esperamos ser fumigados en una caballeriza de la frontera de Texas 
Desinfectados día y noche en el alarido esplendente de las llamas  
La máscara cambia y se intercambia como una moda quinquenal  
El Inventario de fraudes y asesinatos es el botín de las naciones
Desde la O negra y larga partida que encontramos
En el calabozo de la Independencia
Basura en nuestro cerebro junto a las aleaciones de metales 
Que nos ahogan el deseo

Devorarnos en el silencio de la compasión   
Devorarnos 
Unos a otros con mezquina crueldad 




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