sábado, 22 de mayo de 2010

150.- CARMEN GARRIDO ORTIZ



Fernán Nuñez (Córdoba). España

Poeta, periodista por la Universidad de Sevilla y Máster en Relaciones Internacionales y Comunicación por la Universidad Complutense, especialista en Oriente Medio, su temática preferida, junto con el estudio de las poetas rusas Ajmátova y Tsvetáieva y la obra de García Lorca.
Administra el blog literario “La dama de verde”.
Como escritora, ha ganado el premio de poesía Andalucía Joven del Instituto Andaluz de la Juventud, 2008, con el poemario La hijastra de Job, editado por Renacimiento.
Asimismo, ganó el concurso de cuentos de Ediciones Fuentetaja con La bofetada, primer premio, publicado en El cuento, por favor. Otros relatos suyos han sido antologados en Poesía para poetas naranjas (Madrid, Clave 53 2009); Asentamientos (Ediciones Fuentetaja, 2009); en Velamen (II Premio Luis Adaro. AEN-Gijón, 2008); en El Relato más corto del verano- Ediciones personales, 2008); o Revista de Feria, Córdoba(2007, 2008 y 2009). Sus microrrelatos Hartazgo y Camille Claudel fueron seleccionados por El País con motivo de El Día del Libro 2009.
Colabora con las revistas culturales digitales Ucronías; con su columna Vientos del Sur en Elparchedigital; en Letralia; Jazztelia; Almiar/Margen Cero; Narrativas; o la sombradelesperpento.
Forma parte del colectivo de poesía madrileño Pólemos, vinculado a la Asociación Clave 53 habiendo recitado en diversos lugares de Madrid, entre ellos Libertad 8.
Como periodista, ha trabajado en las secciones de Cultura de Diario Córdoba y ABC Córdoba, además de realizar diversas investigaciones sobre el conflicto palestino-israelí; la situación del Sáhara Occidental y otras cuestiones relacionadas con el mundo árabe.
Ha pasado largas temporadas en Sevilla, Madrid, Marrakech, Argentina, París y Copenhague. Le encanta hablar, bailar flamenco, Córdoba y su campiña, todo lo árabe, el mar del Norte, los zarcillos, el frío, las velas y los viajes.

Poética

EScribo prosopoética, poemas como manantiales, largos, profundamente cordobeses: una manera de estar y vivir. El rojo y la pena negra, combinados.
Pienso que ese yo negro (del quejío) siempre tiene algo en común con el nosotros.
Ciertos vividores llevan cajones con mil vueltas en su interior. Dentro de ellos, el horror. Yo, también. Cuando lo abro, salen mis poemas y los otros vividores se consuelan.
Al detestar los convencionalismos -porque fui convencional- los denuncio, los maltrato, los humillo en los versos.
Desde la mirada periodística, me alancean la sensibilidad y muestro lo que nunca saldrá en los libros, con las palabras antiguas de los lugares de mi pueblo


ANTROPOFAGIA

Si yo pudiera desguazarte, como la basura en los barrios bajos, tendríamos como espectadores –tan sólo- a cuatro gatos mal avenidos con los cojines.
Miradas en verde y lenguas relamiéndose al ver el jugoso banquete que me preparo sobre tu carne herida, casi muerta.

Lo que más recuerdo es tu sonrisa de boca mal dibujada. Labios carnosos para morder el aire de la primavera. Y mira que este verso es patético, manido, viejo pero lo expreso en viento y en entrada de calores, abril recién comenzaba cuando pegaste tu primera dentellada.

El trauma de haber perdido la infancia en el patio del limonero te hizo arrancar los dientecitos de leche de todas nosotras y, de pronto, te viste engrandecido con un collar de marfiles. Mirabas debajo de las faldas de cuadros escoceses desde distancias de veinte metros, no hacía falta más, sólo levantar un dedo y las brisas, caprichosas, dejaban las braguitas al sol, para que las contemplaras a placer.

Desde entonces, sin dientes y sin bragas, me siento un poco menos yo, soltando migajas de tarta aburrida y algo anciana. Se me fueron los piñonates, los merengues de la cima y las guindas saltaron una tras otra, rodando pesadamente, celulíticas. Soy un bizcocho, porque sigo dulce, agujereada y somnolienta.

Levanto la nariz y me desesperan los ciruelos del Japón. Aún más que el viento del Sur traiga olor a azahares, esos mensajeros tuyos que violan por la nariz. Hay petunias rojas, rojísimas, colgadas de un balcón. Sólo entonces me alegro y sé que ha llegado mayo y que la primavera temprana se fue detrás de tus pasos, siameses díscolos que me enfurecen tras cada febrero.

Yo me hice adulta metida dentro de un jersey amerindio, terriblemente feo. Terriblemente delgada estaba yo y el cinturón me bailaba destellando, de color azul. Los vaqueros seguían el paso de las botas de tacón altísimo. Los cafés se llenaban de vagos y estudiantes y yo pensaba en ti como en la reencarnación de Salomé, sirviendo cabezas –la mía- aquí y allá, tapa de aceitunas cortesía de la casa.

Por eso, cuando el calendario marca el veintiuno del tercer mes, yo limpio mis armas con aceite de limón para clavarte –ácidamente- palabras y bofetadas, escupiendo con elegancia. Sin embargo, nunca me permito llegar al súmmum de esta lotería y me animo a convertirte en basura, dejando tu corazón sin alma al abrigo de las miradas felinas. Así, mediocre y sumiso, sigues viviendo en mis recuerdos para insultarte la siguiente primavera y, poco a poco, odiar un poquito más a aquél de la sonrisa pasmada que me hizo amar el invierno.


Del poemario: "La hijastra de Job" (premio de poesía Andalucía joven 2008)
publicado en febrero 2009.






I. EL ESPÍRITU DE MI TIEMPO

Seguro que te acuerdas de los dedos entrelazados tardes enteras. Que tú nunca usaste reloj por si alguien te pedía la hora. Y es que la hora era tuya, según rezaba un contrato de arrendamiento que firmaste con el Tiempo.
Mirábamos la alcayata de la pared y nos reíamos de los segundos.
Tú vestías la rebequita de Joan Fontaine y las alpargatas de los veranos, siempre azules.
La alcayata eran las dos manecillas de unas horas muy remotas.
Sólo abríamos el portal al punto de garbanzo y al de cruz.
Mientras, ponía mis piernas sobre el mármol, postura de medianoche, doce en punto en anatomía adolescente.
Si no recuerdo mal, tus ojos eran castaños y verdes.
Mi color no era tu color y, aún así, nuestros iris se llevaban amando la noche entera, el pergamino frente a la tersura.
Las campanas –que siempre nos rodeaban en las Ciudades Eternas- eran la nota imprudente, el marcador de libros que recordaba las urgencias de los cuerpos.
Por nosotros, mano a mano, no existiría el aceite mañanero, la sal o el salario.
La nómina del mes la acordaban las pestañas. La lista de la compra siempre era de diez cosas, tan gorditas... Tus diez dedos.
In illo tempore..., empezabas, y yo te acababa el cuento.
Por eso, un televisor, un día, amaneció muerto.
Desterraste del reino el sonido del tic-tac, le diste libertad al cuco y pusiste contra la pared a los números del cuatro al infinito.
Para nuestras miradas sólo se contaba hasta tres, y ya era mucho.
Espacio protegido, reserva natural la de los diez centímetros que separaban tu nariz grande de la mía (siempre tan chica...).
Cuando llegó el final del arrendamiento, el Tiempo no te perdonó. Es curioso el perverso.
No le gusta los que aman, en futuro perfecto de presente simple. Te puso hora final; me dejó sola, mirando a los marrones del mundo por si lograba volver a encontrar el tuyo.
Claro, que el Tiempo no sabía de ti. Ni de tus burlas.
Y tu cuerpo pequeñito partió metido en el reloj de pie del salón.




II.NADIE SABE LO QUE UN CUERPO PUEDE AGUANTAR

Pero ¿hay vida antes de la muerte?
Graffiti en una pared. Brooklyn.

Nadie sabe lo que un cuerpo puede aguantar,
pintada la frase en la puerta de la iglesia,
delante de la plaza donde los yonquis se destrozan el tabique con los gramos de nieve
Cada día paso por allí y aúllo


Aúllo como si la boa fuera yo y me hubiera tragado mi peor pecado.
Aúllo porque me hicieron la ablación de todo placer epidérmico
Aúllo porque me exiliaron a un lugar sin cicerones ni radios donde también aúllen los Escorpions
Aúllo porque me pincharon tantas agujas que mi esófago se rebeló bailando como una cascabel
Aúllo porque me robaron las sábanas de hilo y la dama de noche
Aúllo porque detesto el perfume Carmen, que ella siempre se pone
Aúllo porque detesto mi perfume Carmen, que llevé la noche del primer beso
Aúllo porque a mi torso le llaman Cardhu: sombrío, añejo, hondo, ojos color ámbar


Nadie sabe lo que un cuerpo puede aguantar
si cada día soporta a la vida misma,
¡tan sofisticada en su crueldad!





Fernando Sabido y Carmen Garrido


III.AZARES

A veces, el destino se limita a escupirme así, a la cara.
No recibo postales con preaviso que digan: Mujer, levántate y anda. Mujer, levántate y huye. Mujer, presiónate la cabeza con fuerza y se la primera en saltar del barco.

A veces, la Fortuna, voluntariosa, me da una tregua, un respiro para que crea en las bonanzas de la vida. Chiquita, fúmate un Ducados Rubio y déjate morir lentamente jugando a las damas con las Parcas.

Suele ser imprevista mi Tykè y presentarse cuando tomo los aviones al vuelo.
Entonces, los Delayed poseen mi mente y yo me siento sobre el juego de maletas, los pies para dentro y una boina francesa cayendo por el precipicio de mi perfil.
Los aviones van llegando de Karachi, mientras yo compro una colonia para ladies, So Miracle!, y me agarro a su título como las borracheras al tatuaje del marinero.
Mi vuelo ya ha salido. La azafata debe estar repartiendo los maníes mientras mi cabeza pudre el calendario y la voz de niña bien de los altavoces repite algún mantra que sólo entienden los hippies bien rasurados.

Cada enero compro dos agendas. Una se llena de predicciones de sibila, la otra de citas en el cine.

El film noir suele hablar mejor que mi vida, así que a 31 de diciembre me reconozco más como el mayordomo del Halcón Maltés, de asesino perdido, que como la señorita aplicada que acudió puntual al alcohol de todos los bares.
Un día de uno de estos años me internarán por ser la chica con sueños con sabor a un vodka insalubre que nunca tomó. Como mis ojeras hablan por mis labios, no me podré desdecir.

En mayo, las gitanas me suelen leer las arrugas de la frente y me auguran el porvenir citando a Henry Miller:
Le espera sexo, París y una calma cochambrosa. ¿Cómo la de un cuadro de Turner? Sí, sólo que con campiña y olivos azules.
Yo me hago las friegas de romero y albahaca, pero el esmalte de las uñas sigue cayéndose y mi dedo más pequeño se afirma en su enanismo.
Mi amante me hace volar sobre la Rue de Rivoli y los abanicos se dibujan contrahechos, pasivos, mientras repaso el rosario en Saint Sulpice. Todo se cumple, excepto la protagonista del cuento: mi sombra, engrandecida por las gabardinas de esta ciudad, Il en reste assez pour moi.

Acudo a los oráculos desmayada por el calor. Sólo el viento de la madrugada les permite auscultar mis venas y desdibujarlas.
Niña, son demasiado azules, predican flores de romero y abstinencia en el placer.
Yo me trabuco al hablarles y rogarles que no me priven de la mala manzana, la liga de Intimissimi y el bocado educado en el cuello ajeno.
Delfos sabe de lo que llaga el dolor, de lo que grita una mujer antes de haber parido un monstruo, siempre poético.
Siempre me arrepiento de mis gestaciones, pérfidas, abortables, veleidosas, ignorantes.
Prescinden de la madre y cubren al nonato de pelusa de ángel, colores tibios y mantas hechas con mi sangre y mi piel.
Cuando nacen, los pérfidos bebés demandan mis pechos mientras la leche nace desnatada, yerma, herida.

A veces, el destino me escupe así, a la cara.
Yo me dejo, por no contradecirle, pero le ruego que baje la voz, para no despertar a mis ángeles guardianes.





MATERNIDAD

Ellas viven debajo de sus caparazones. Feminidad asustada.

A los nueve meses, gritan sus angustias, queman sus velas y convierten a semen en palabra non grata, siendo antes tan cara, tan ciudadana de los pliegues vaginales.


Al decimotercer quejido, expulsan sus rencores, los atisbos de muerte y las leyendas urbanas que oyeron en el Café Comercial sobre los dolores del parto.
Dentro de ellas, el hijo se vuelve Caín y horada las entrañas con la paciencia del que sabe que en sus manos anda el Tiempo. Aullido final y la metamorfosis los convierte en Moisés, abriendo pelvis en dos, rasgando senos, entresijos privados antes trasegados, tan sólo, por el algodón de las braguitas. Como José, venden sus primogenituras al primero que se tercia, alguien en blanco translúcido que pega bofetadas al traidor bienvenido, el Judas que vende a su madre y la despieza en dos con tal de ver la vida.


El primer alarido.
Y aúlla de miedo la bebé rica. Le espera toda una vida para demostrar que puede llegar a Harvard como papá, usar bótox como mamá y perlitas Majórica como la abuela Lisette (la que proporciona el apellido extranjero que da empaque a la recién nacida)

Al otro lado, aúlla de miedo la bebé pobre. Por el calor, porque le asustan las moscas y los orines, el olor a naranja sanguina y los pechos derrumbados de la madre. Otra niña para el limbo (en realidad, un espacio muy dulce, decorado por Mother Care, donde los argumentos y las conversaciones tienen olor a Nenuco. Segunda acepción: lugar idílico donde no existen las papillas sino los potitos Nestlé sin grumos, las cunas adosadas, con colchitas de perlé y las nannies inglesas con caras de Judi Dench). (Cualquier lugar, mejor que la Tierra palúdica e incierta).


La madre, antes sólo mujer, repasa su venganza y extrae con la lengua bífida los poderes entregados al recién nacido: la telera, la hogaza o el brioche (eufemismos de seguridad infantil). Los panes axilares son robados al cainita con cuidado extremo.
Mientras las médulas siguen sangrando y expulsando el hábitat del hijo, los pechos manan leche y ellas revuelven el maná recién robado y el requesón recién hecho. Todo en uno. Maná del rorro, maná de la fontanela por la que sólo circulan las músicas del BabyMozart y el Mambrú se fue a la guerra.


Niño en el cuco, niño en el nido, rosa débil para el sexo fuerte; azul mar para el sexo atávico. Ellas presienten que también parirán y adquieren la postura fetal que luego repetirán en los días grises premenstruales. Ellos se desperezan, exponen el cuerpo, como años después en alguna cama de sus amantes: tú arriba, yo debajo.


Las estúpidas visitas traen rosas y bombones, dimes y diretes, tridentes para desguazar la cara del neófito. Mientras, la madre desea rellenarse el vientre con flores y agua de jarrón, un poquito de abono para que no se seque.


A alguien se le olvidó bendecir los pechos de mujer recién parida, los más hermosos, los más fértiles, los más crueles. De ellos nace la Vía Láctea, sin el glamour trasnochado de Alcmena ni los doce trabajos del pluriempleado Hércules. La madre es más hembra cuando toca esos senos y se complace en su abundancia, egoísta, represora. Los jugos para ella, para su piel, para templar el hueco que dejó el hijo, para inundar de tibieza el útero quejoso y roto. Miel y cuajada sobre los labios heridos, la cuenca vacía del perineo gritando ayes, recosida. Dedos largos, limpios, para complacer a esas carnes maltrechas, hilo para lavarlas, algodón en rama, hojas de malvavisco sobre el vello cansado, esparcido como gavillas en era. Gotitas de yogurt materno sobre los muslos abiertos, dispónganse con dulzura, pavimento tibio sobre la epidermis seca. Alivio para la alma mater.


Y, sin embargo, blanco y rosado, llega el peligro. Encuentro de madre, encuentro de hijo, ambos buscan carreteras. La madre, para huir por el camino, de piedras aunque sea, y desear ser la Yerma y travestirse de hombre y acariciar sólo pechos. El hijo, perdido, quiere volver al hogar donde flotaba, senderito adentro, mamá templada. Son opuestos los deseos y el padre, infecto, los repara.
El niño viola los senos redundantes, turgentes, tan apetitosos por ser apetecibles y encuentra su sitio, por fin, en la vida. La leche mana hacia su boca y él, complacido, urge, socava, extrae.
Mientras, la madre contempla. Hace horas que voló el pan debajo del brazo y ahora el maná es sólo una grosería en la boca de las vecinas curiosas.


Mientras tanto, sigue fluyendo la sangre (que no olvida). Siguen partiendo las fibras los dolores mercenarios. La cabecita eclipsó la luna de los pechos mientras ella llora, llora y llora perdiendo a cada paso su identidad.


(Y, sin embargo…lo quiere)






MI GRITO DE MUNCH

Hoy vi pintada mi alma en El grito de Munch,
hoy mis cabellos se volvieron albos.
Blancos de tanto callar, blancos de hastío, blancos de cansancio.

Quieres cambiar principios por estafas,
quieres cambiar mis tangos por milongas,
quieres trucar los sueños por la máquina de escribir.

Traes tu laberinto de sofismas y leyes,
de refranes, sarcasmos, honores y medallas.
Quieres que yo no sueñe ni que sea soñada.
Quieres que yo me mude a tu infierno gris.

Tienes siempre esa respuesta tan precisa, tan marcada.
Tienes siempre la palabra.
Tienes siempre la razón.
Y me odias porque odie tus desprecios y tu ley.

Sigo siendo la niña de Varsovia,
la que ama la feraz campiña verde.
Sigo hablando a la luna por las noches de verano.
Y en invierno paso horas frente al leño en el hogar.

Sigo amando a aquellos que me amaron,
sigo fundida en las manos de mis gentes,
sigo prendida de mi torre de princesa.
Déjame que sueñe, que olvide, que entierre.

No entres en la vereda de mi vida
con tu mirada aviesa, tu cínico ojo, tu burla constante.
Ríete de ti, bufón de la nada,
ni una mueca concibo de tu prosa infeliz.

No quiero los insultos, los gritos ni las lágrimas.
No insistas, no toques ni llames a mi puerta.
Soy de hierro forjado, de punta de diamante,
negra como el ónice, jaspe de jazmín.
Por eso, yo te aviso, querido, mi tirano,
no te acerques a un alma curtida de batallas,
herida por las lanzas del soborno y el llanto.

Pasa de largo.
Llévate tu mochila de dulces artificios.
Llévate toda tu filosofía de escritor de memoria.
Llévate las risas de falsa identidad.
Llévate esa alma que no descansa en paz.

Vuela, vete y huye; camina, corre, no mires atrás.
Yo quiero ser Lot que deja a su salada compañía,
holla otros caminos, desvanécete de mí.

Te permito que ignores mis caricias y besos.
Te permito las burlas contra todos mis sueños,
contra las utopías, los silencios y las verdades.
Te permito que eches vinagre en carne abierta,
en mis muertos y en mi vida, en mis horas y en mi mar.

Pero no lluevas sobre lo ya mojado,
no intentes que esa lluvia abone mi terreno,
mi campiña fértil de la primera infancia.

Te permito que seas el final de mi historia,
el recuerdo constante, mi llaga luminosa.
Lo que no te permito es que quieras cambiarme,
que quieras convertirme en tu eterna adalid.

En vano, amigo mío, tú ya me perteneces.
La blancura de mi pelo es suficiente para dar
testimonio de ti.
No quiero hijos tuyos, ni siquiera tu olor.
No quiero ni que roces la calle en que yo vivo.
No quiero que seas el fantasma de una ópera
que yo nunca elegí.

Te permito, te digo, que hayas existido.
Te permito, te digo, que fueras parte de mí.
Te permito, te digo, que yo fuera un satélite.
Te permite, te digo, que la veritá fuera tu boca.

Mis rosas, mis canciones, mis collares, mis libros.
Mis luces, esos cielos, mi utopía feliz.
Mi Caminito, mi Buenos Aires, mi azul, mi gris.
Mi complicada existencia de tebeo, mi Mafalda
repelente del día a día.
Mi laberinto cretense de fondos y subidas.
Mis doce horas de sueño, mi abandono del reloj.
Mis miedos y mis dudas, mi inocencia...Dejámelos aquí.
Te permito, te digo, que vayas contra el mundo,
boy scout patético de hedonista vivir.
Lo que no te permito es que me pienses,
lo que no te permito es que creas que existo para ti.


Ni una palabra en tu boca deberá recordarme, ni una sola sonrisa de referencia a mí.
Yo soy la que debe a ti recordarte, la viceversa insulta, no me toques ni alado en tu sueño de macho. Soy tu fracaso más vivo, tu tropiezo pasado.
Por ello nunca vuelvas a pensar sobre mí. Por ello no te permito que pases sobre mí.

Sevilla, 2002





INTERRUPCIONES

(Inspirado por una idea de Giusseppe Domínguez)

I.

Tengo la cabeza apoyada sobre los brazos,
oreando algunos pensamientos avinagrados.
(Vino añejo en mala barrica).

Los ojos se mueven, inquietos, por la habitación.
Bruma sobre bruma. Locura de aguacero.

El rímmel tedioso olisquea entre la neblina de los balcones.
Y aparece: un tallo. Apenas un tallo.
Después de la lluvia de lustros, entre la mala hierba, un tallo.

El vinagre de Módena se escurre de la cabeza -sorprendido- y el flequillo se estira,
imitando la rectitud, casi principesca, de aquel momento.

Estaba solo el esqueje, en medio de la pinaza.
Pero hacía respirar el aire a su alrededor
y los dientes de león, los dandelions, le hacían la corte.
Creo que era la primera violeta de los Alpes.
Nacería blanca. O morada.

Interrumpiendo el largo solsticio.
Prueba aceitunada del equinoccio.

II.

A modo de prólogo

Érase una vez una niña, que no soportaba la luz de las mañanas.
Un feriante le vendió la oscuridad absoluta.
Ésta se quedó en su cerebelo, realquilada, apenas dos euros por noche.
Allí vivió ciento veinte meses.

Nudo

Estoy tendida en una cama con celosía.
No sé si de madera noble o traída de Ankara.
Al fondo,
seiscientos minaretes,
un mar con petroleros rusos
y la decadencia humeante de esas casas repletas de botellas de anís opalescente.
(Adjetivo de los libros de Pamuk)
A las 5.30 de la mañana pasaba un viejo vendiendo la nada.

Cuando el sol clarea,
el Bósforo saca las lanzas de sus pecios
y las clavetea en mis ojos, gustoso.
Yo los tapo con una bufanda querida, suave.
Alguien, solícito, pone toallas de rizo, mojadas, en la frente.

Pero la plata se cuela en las vísceras
como un enjambre furioso,
viola los pensamientos
y, mis iris, aún en lo obscuro, sólo ven luz.
Luz de Juicio Final.
Luz de tarántula ejerciendo derechos en el cerebro.
Luz de sótano de la Lubianka.

26 de diciembre.
El hambre me lleva hasta el queso de cabra y el té de jengibre de un mirador donde relucen las miles de teselas de cientos de cristales bizantinos.
A las diez de la mañana, el Bósforo permanece impasible
y se asemejaba a Zeus, emanador de rayos.
Todas las luces del mundo caen sobre mi cuerpo.

La camiseta recuerdo de Bilbao,
los vaqueros negros,
las botas para la sierra,
la blanca camisa
se cubren de plata. Argento soy.

Interrumpiéndolos, abro los ojos y me ciego.
Voy a caer. Como Ícaro. Voy a caer. Como Ícaro.
Dura tres segundos el trance volátil. Tan doloroso como exquisito.

Ahora, Yül unta aloe vera sobre los párpados, en Nisantasi.
Y destierro el color moneda cara en un café de Beyoglu.

Desenlace
Son las ocho y Madrid camina hacia mí en un taxi.
¿Cómo te has curado?- me pregunta el sanador.
Con quesos del Kurdistán,
tés de especias desmenuzadas.

Y siete gotitas de Estambul


III.

Me evita de forma deliciosa y correcta. Ha sido bien educada.
Transige con mis manías y las incorrecciones.
Con la cabeza inflexible.
Con que lleve el pill box rojo con los zarcillos verdes
y me manche con los Lindt cada vez que los como.

Soporta los cambios de humor y el entrar en los hoteles con el pie derecho. O que me sienta más de epigrafía que de ataurique.
Que abandone la temible Lexa menudo

Aguanta el eterno desorden,
los destierros (próximo: desierto de Namibia),
los bailes desquiciados que acaban por los suelos,
las botas de ante rotas de tanta vuelta.

Me evita.
Pero me concede el derecho a tener una rutina con el café.
Y unas costumbres –traviesas- pero costumbres.
A la vez que es pertinaz ansia por alcanzar los segundos,
las teclas negras de la pianola.

Me evita.
Sus pestañas enormes y rizadas cayeron hace tiempo sobre los ojos de pez globo.
(¿envenedador?)
De vez en cuando quiero volver a ella, pero no está.
Acaso se la oye respirar detrás de las cortinas del dormitorio,
cuando a mi amor le canto bajito Los Piconeros.
O cuando mi cuerpo se mece a ritmo de What a wonderful World.
Pero ya no estoy en una mecedora.

La infancia se ha interrumpido.
Ella lo sabe y me evita.
Yo creo saberlo hace tiempo ya.

Por eso ahora escribo con mayúscula mi nombre
y siento que les mando a los fémures hacia donde tienen que ir.



YO SOY EL VERBO PUEDE

I

Quisiera conjugar el futuro desde el pasado,

como hacen las películas felices de los felices 20.

Avizorar que el the end será delicioso y la perdices picotearán en torno a la damisela.

Puro sueño despierta.


II

Cada día. Lucho contra la multitud de garras sudorosas e historias sagradas

que me acechan en la Línea 4, la que va de los chalés ricos al barrio de pequeñas tiendas

que lamen el símbolo $ con aullidos de lobo, pura pena. Pura crisis, puro habano.


III

Once upon a time...

Un día levanté la sábana y vi que tenía ese par de piernas, largas, deseantes, bastante suaves.

Como las de tantas otras.

Tanto dolor de cervicales me iguala a la chica morena que sólo es feliz si oye treinta veces el Viva la vida de Coldplay.

Tanto dolor de alma también se esconde bajo el hiyab de Salma, que explica que "ternura" es su palabra favorita del mundo.

Ternesse.

Tantas mujeres en mí, tantos sarmientos de las manos mías creciendo en los pechos de otras.


IV

Yo me agarro a ti, a la esperanza que me dan los últimos caracoles de tu pelo.

Io despeño mi presente por altares no tan sagrados - mi cuerpo blanco-, filias por dulces de leche y fobias por grajos, miedosos ellos, siempre volando bajo.

Hay que alzar siempre la cabeza, decía un graffitti romano escondido en Pompeya.

Ay de los que no le hicieron caso.


V

Tú me dices: Levántate y anda.

Y entonces, camino hacia delante y compro los primeros cruasáns del día y cargo en la espalda con tres cafés irlandeses, puro whisky.

De repente, como por sortilegio, las botas nuevas parecen aún más brillantes y deseo quitármelas en tu dormitorio, a tu lado de la cama, justo en el punto perfecto de calor.

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