viernes, 9 de junio de 2017

ELEGÍAS Y POESÍAS RELIGIOSAS DE LOS ÁRABES ESPAÑOLES [20.203]


Elegías y Poesías religiosas 
de los árabes españoles

Por Adolf Friedrich von Schack

Lo más bello de cuanto posee la literatura de los árabes en el género elegíaco es sin disputa lo que compuso en la prisión el infortunado rey al-Mutamid, de Sevilla. Más adelante daremos a conocer sus obras. Casi igual en mérito es una elegía, llena de los más profundos sentimientos y de los más elevados raptos, en la cual Abu Bakr, de Ronda, después de la toma de Córdoba y Sevilla por San Fernando, deplora la inminente caída del Islam en España.

La elegía dice así:

   Cuando sube hasta la cima
desciende pronto abatido
    al profundo.
¡Ay de aquel que en algo estima
el bien caduco y mentido
    de este mundo!
En todo terreno ser
sólo permanece y dura
    el mudar.
Lo que hoy es dicha o placer
será mañana amargura
    y pesar.
Es la vida transitoria
un caminar sin reposo
    al olvido;
plazo breve a toda gloria
tiene el tiempo presuroso
    concedido.
Hasta la fuerte coraza
que a los aceros se opone
    poderosa,
al cabo se despedaza,
o con la herrumbre se pone
    ruginosa.
¿Con sus cortes tan lucidas,
del Yemen los claros reyes
    dónde están?
¿En dónde los Sasánidas,
que dieron tan sabias leyes
    al Irán?
¿Los tesoros hacinados
por Karún el orgulloso
    dónde han ido?;
¿De Ad y Tamud afamados
el imperio poderoso
    dó se ha hundido?
El hado, que no se inclina
ni ceja, cual polvo vano
    los barrió,
y en espantosa ruina
al pueblo y al soberano
    sepultó.
Y los imperios pasaron,
cual una imagen ligera
    en el sueño;
de Cosroes se allanaron
los alcázares, do era
    de Asia dueño.
Desdeñado y sin corona
cayó el soberbio Darío
    muerto en tierra.
¿A quién la muerte perdona?
¿Del tiempo el andar impío
    qué no aterra?
¿De Salomón encumbrado
al fin no acabó el poder
    estupendo?
Siempre del seno del hado
bien y mal, pena y place
    van naciendo.
Mucho infortunio y afán
hay en que caben consuelo
    y esperanza;
mas no el golpe que el Islam
hoy recibe en este suelo
    los alcanza.
España tan conmovida
al golpe rudo se siente
    y al fragor,
que estremece su caída
al Arabia y al Oriente
    con temblor.
el decoro y la grandeza:
de mi patria, y su fe pura,
    se eclipsaron;
sus vergeles son maleza,
y su pompa y hermosura
    desnudaron.
Montes de escombro y desiertos,
no ciudades populosas,
    ya se ven;
¿qué es de Valencia y sus huertos?
¿Y Murcia y Játiva hermosas?
    ¿Y Jaén?
¿Qué es de Córdoba en el día,
donde las ciencias hallaban,
    noble asiento,
do las artes a porfía
por su gloria se afanaban
    y ornamento?
¿Y Sevilla? ¿Y la ribera
que el Betis fecundo baña
    tan florida?
Cada ciudad de éstas era
columna en que estaba España
    sostenida.
Sus columnas por el suelo,
¿cómo España podrá ahora
    firme estar?
Con amante desconsuelo
el Islam por ella llora
    sin cesar.
Y llora al ver sus vergeles,
y al ver sus vegas lozanas
    ya marchitas,
y que afean los infieles
con cruces y con campanas
    las mezquitas.
En los mismos almimbares
suele del leño brotar
   tierno llanto.
Los domésticos altares
suspiran para mostrar
    su quebranto.
nadie viva con descuido,
su infelicidad creyendo
    muy distante,
pues mientras yace dormido,
está el destino tremendo
    vigilante.
Es dulce patria querida
la región apellidar
    do nacemos;
pero, Sevilla perdida,
¿cuál es la patria, el hogar
   que tenemos?
Este infortunio a ser viene
cifra de tanta aflicción
   y horror tanto;
ni fin, ni término tiene
el duelo del corazón,
    el quebranto.
Y vosotros, caballeros
que en los bridones voláis
    tan valientes,
y cual águilas ligeros,
y entre las armas brilláis
    refulgentes;
que ya lanza ponderosa
agitáis en vuestra mano,
    ya, en la oscura
densa nube polvorosa,
cual rayo, el alfanje indiano
    que fulgura;
vosotros que allende el mar
vivís en dulce reposo,
    con riquezas
que podéis disipar,
y señorío glorioso
    y grandezas;
decidme: los males fieros
que sobre España han caído,
    ¿no os conmueven?
¿Será que los mensajeros
la noticia a vuestro oído
    nunca lleven?
Nos abruman de cadenas;
hartan con sangre su sed
    los cristianos.
¡Doleos de nuestras penas!
¡Nuestra cuita socorred
    como hermanos!
El mismo Dios adoráis,
de la misma estirpe y planta
    procedéis;
¿por qué, pues, no despertáis?
¿Por qué a vengar la ley santa
    no os movéis?
Los que el imperio feliz
de España con alta honra
    sustentaron,
al fin la enhiesta cerviz
al peso de la deshonra
    doblegaron.
Eran cual reyes ayer,
que de pompa se rodean;
    y son luego
los que en bajo menester,
viles esclavos, se emplean
    sin sosiego.
Llorado hubierais, sin duda,
al verlos, entre gemidos,
    arrastrar
la férrea cadena ruda,
yendo para ser vendidos,
    al bazar.
A la madre cariñosa
allí del hijo apartaban
    de su amor;
¡separación horrorosa,
con que el alma traspasaban
    de dolor!
Allí doncellas gentiles,
que al andar perlas y flores
    esparcían,
para faenas serviles
los fieros conquistadores
    ofrecían.
Hoy en lejana región
prueban ellas del esclavo
   la amargura,
que destroza el corazón
y hiere la mente al cabo
    con locura.
Tristes lágrimas ahora
vierta todo fiel creyente
    del Islam.
¿Quién su infortunio no llora,
y roto el pecho no siente
    del afán?



Goza de fama singular otra elegía compuesta por Ibn Abdum a la caída de la dinastía de Badajoz; pero difícilmente podemos convenir con los críticos árabes, que la encomian como una obra maestra. Esta elegía está sobrecargada de erudición histórica, y su estilo lleno de antítesis, y sus muchas alusiones, que apenas se entienden sin comentario, hacen creer que la tal poesía no ha sido verdaderamente inspirada por el sentimiento de las desgracias de aquella familia real.

Un sentimiento más verdadero hay en los versos elegíacos, que al-Abbas, de Jerez, el cual había vivido en Damasco mucho tiempo, escribió, recordando con amor los días que allí había pasado:

   Suspira por vosotros
mi corazón herido,
de Damasco la hermosa
¡oh mis caros amigos!
¿Por qué ninguna nueva
de vosotros recibo?
Ni cuando estoy despierto,
ni cuando estoy dormido,
mi corazón encuentra
para su mal alivio,
desde que tan distante
de vuestro lado vivo.
Aquellos gratos días
recuerdo de continuo,
que, estando yo en Damasco,
pasaron fugitivos.
¡Cuál otro era yo entonces,
si, al albor matutino,
de Nairab en los valles,
húmedos de rocío,
las flores contemplaba,
y escuchaba el sonido
del aura entre las hojas,
y el murmurar del río,
y de blancas palomas
el amante gemido!
Del monte en la ladera,
tal mi ventura ha sido,
que otra igual en mi vida,
de lograr desconfío.
Allí riegan las plantas
arroyos cristalinos:
¡bien pudieran mis ojos
con lágrimas suplirlos!



Al poeta Abu-l-Majši, que vivió en tiempo de Abd al-Rahman I, le sacaron los ojos por orden del príncipe Sulayman, porque se atrevió, en unos versos que le había dirigido, a hacer algunas alusiones ofensivas a su hermano Hišam, de que Sulayman se creyó en el deber de tomar venganza.

Aquel desgraciado escribió las siguientes líneas con motivo de su ceguera:


   La madre de mis hijos abrumada
por el dolor está,
porque mis ojos con su diestra airada
ha fulminado Alá.
Ciego me ve seguir la esposa mía
esta mortal carrera,
hasta que el borde de la tumba fría
con el báculo hiera.
Y la infeliz, postrada por el suelo,
exclama: «¡Oh suerte, oh suerte,
no aumentarás tan espantoso duelo,
ni con la misma muerte!»
Y abre en mi corazón profunda llaga,
diciendo: « No hay pesar
como no ver la luz, que ya se apaga
en tu dulce mirar».



Cuando el poeta se hizo llevar delante del Califa y le recitó estos versos, Abd al-Rahman se conmovió hasta verter lágrimas, y le dio dos mil dineros, mil por cada ojo. También Hišam, cuando subió al trono, recordó con piedad esta desgracia, que Abu-l-Majši había tenido por causa suya, y siguiendo el ejemplo de su padre, le dio mil dineros por la pérdida de cada ojo.

La siguiente elegía religiosa se compuso a la memoria del rey de Granada Abu-l-Hayyay Yusuf, asesinado traidoramente en la mezquita, mientras hacía oración. La elegía adorna como epitafio la losa de su sepulcro:

   Logre la gracia divina
quien en esta tumba yace,
y la bendición del cielo
mientras que el tiempo durare.
Hasta el día del juicio,
cuando ante Dios los mortales
caigan con la faz en tierra,
Dios te bendiga y te guarde.
Pero una tumba no eres,
eres un jardín fragante,
donde el aroma del mirto
en torno embalsama el aire;
de la flor más delicada
eres el precioso cáliz,
y eres nacarada concha
de la perla más brillante;
y ocaso donde la luna
hundió su fulgor suave,
y asilo de la grandeza,
y centro de las bondades;
porque guardas en tu seno
al príncipe más amable,
heredero de Nazar,
honra y prez de su linaje.
Tú guardas al que a los débiles
protegía con su alfanje,
al defensor de la fe
al rayo de los combates.
Fue siempre de la justicia
el más firme baluarte,
y el más terrible enemigo
de heréticas impiedades.
Noble vástago de Ubada,
heredero de sus padres
ocupó el trono, y fue digno
por su virtud de ocuparle.
De la vasta mar inmensa
dar una idea es más fácil
que de su piedad profunda
y de sus hazañas grandes.
Al fin nos le arrebató
del tiempo el cambio incesante.
¿Qué no perece en el mundo?
¿Qué es duradero y estable?
Con la noche y con el día,
de doble rostro hace alarde
el tiempo: ¿cómo extrañar
que nos burle y nos engañe?
Orando a Dios, de rodillas,
él sucumbió como un mártir.
La luna de los ayunos
cumplió con celo laudable,
su rara virtud mostrando
en mil obras ejemplares.
Y en la fiesta en que se rompe
el ayuno, vino a darle
un asesino la muerte,
porque su ayuno acabase,
con la copa del martirio
para el banquete brindándole.
por más que las lanzas sean
y los dardos penetrantes,
sólo cuando hiere Dios
son las heridas mortales.
¡Ay de aquél que se confíe
en este mundo mudable,
y en arena movediza
torres de orgullo levante!
Tú, Señor de aquel imperio
en que término no cabe,
que nuestra vida gobiernas,
y marcas nuestro viaje,
echa el velo a nuestras culpas
de tu gracia inagotable.
En tu bondad sólo debe
todo mortal confiarse.
Envuelto en ella conduce
el rey de los musulmanes
a la mansión venturosa
de los goces celestiales.
En ti tan sólo se encuentran
salud y dicha durables:
en el mundo todo engaña,
y todo en el mundo cae.



Con esta elegía se puede decir que hemos entrado en el dominio de la poesía religiosa, y, por consiguiente, debemos presentar aquí algunas otras muestras de ella. También en España hallaron numerosos parciales el misticismo y el ascetismo, que ya aparecieron en los primeros siglos del Islam, y alcanzaron en el sufismo su perfección más alta. Así en las ciudades como en la sociedad de los montes se levantaron claustros y ermitas, donde piadosos anacoretas, apartados del mundo, se consagraban enteramente a la contemplación de lo infinito. Sin embargo, en las poesías religiosas del pueblo español de entonces, al menos en aquéllas que nos son conocidas, en balde hemos buscado la mística profundidad por donde se distinguen las obras de los sufíes orientales. No hay en ellas aquel arrobo, aquella embriaguez divina de un alma que se anega en la inmensidad del sentimiento y que llega a aniquilar su propio ser en el abismo del amor de Dios, sino severas consideraciones sobre lo pasajero de la vida, arrepentimiento de los pecados y esperanza en la misericordia del Altísimo.

De los siguientes versos asegura su propio autor Ibn Suhayd, que cada uno que los recite para implorar la gracia de Dios, verá satisfecho su deseo:

   ¡Oh tú, que el más oculto sentimiento
sabes del corazón!
¡Oh tú, que en los trabajos das aliento,
y alivio en la aflición;
a quien se vuelve lleno de esperanza
el corazón contrito;
por quien el pecador tan sólo alcanza
expiar su delito!
Tú, que viertes de gracias un tesoro,
«Así sea», al decir:
Escúchame, Dios mío, yo te imploro;
mi voz dígnate oír.
Que mi propia humildad por mí interceda,
¡oh mi dulce sostén!
Eres el solo apoyo que me queda,
eres mi único bien.
En mi abandono, en tu bondad confío;
a tu puerta he llamado;
si no me abres, el dolor impío
me hará caer postrado.
Tú, cuyo nombre invoco reverente,
si no das lo que anhela
tu pobre siervo en oración ferviente,
señor, su afán consuela.
Haz que no desespere en tanta cuita
el débil pecador.
Pues tu misericordia es infinita
e inexhausto tu amor.



Ésta otra plegaria es de Ibn al-Faradi:

   Cautivo y lleno de culpas
estoy, Señor, a tu puerta,
temiendo que me castigues,
aguardando mi sentencia.
De mis pecados el cúmulo
con tu mirada penetras;
por ti me angustia el temor,
y la esperanza me alienta.
Pues ¿de quién, sino de ti,
el alma teme o espera?
Es inevitable el fallo
de tu justicia tremenda.
Cuando a abrir llegues el libro
donde escribistes mis deudas,
la suma de mis maldades
temo escuchar con vergüenza.
Ilumíname y consuélame,
del sepulcro en las tinieblas,
donde yaceré olvidado
de mis más queridas prendas;
y que el perdón de mis culpas
tu gran bondad me conceda.
Pues tendré, sin tu perdón,
una eternidad de penas.



Abu-l-Salt Omeya compuso los siguientes versos en la hora de su muerte, y mandó que los grabasen en su sepulcro:

   Mientras que me arrastraba
del mundo la corriente fugitiva,
yo jamás olvidaba
que hacia la muerte caminando iba.
Hoy la muerte no temo,
cuando me siento próximo a morir,
sino del Juez supremo
el fallo inevitable que he de oír.
¿Qué destino me espera?
De mis culpas el número es crecido.
¡Cuán justo el Señor fuera
castigando a quien tanto le ha ofendido!
Pero el alma confía
en su misericordia y su perdón,
para gozar del día
venturoso y eterno en su mansión.



De Ibn Sara:

   ¿Por qué tan dócil oído
sueles prestar todavía
a la dulce voz de aquéllos
que a las fiestas te convidan?
¿No te anuncian ya tus canas
que la muerte se aproxima?
¿Para qué te ha dado Dios
entendimiento, si evitas
escuchar las advertencias
que tu destino te avisan?
Sordo y ciego debe estar
todo aquél que no las siga.
Lo pasado y lo presente
el porvenir garantizan.
Al cabo, de las esferas
se romperá la armonía,
y se apagarán la luna
y el sol que las ilumina.
No ha de durar siempre el mundo;
cuantos en la tierra habitan,
ya bajo tiendas movibles,
ya en las ciudades y villas,
deben al cabo perder
la existencia fugitiva.





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