Cantos de amor de los árabes españoles.
Por Adolf Friedrich von Schack
La situación de las mujeres en España era más libre que entre los otros pueblos mahometanos. En toda la cultura intelectual de su tiempo tomaban parte las mujeres, y no es corto el número de aquéllas que alcanzaron fama por sus trabajos científicos o disputando a los hombres la palma de la poesía. Tan alta civilización fue causa de que se les tributase en España una estimación que jamás el Oriente musulmán les había tributado. Mientras que allí, con raras excepciones, el amor se funda sólo en la sensualidad, aquí arranca de una más profunda inclinación de las almas, y ennoblece las relaciones entre ambos sexos. A menudo el ingenio y el saber de una dama tenían tan poderoso atractivo para sus adoradores, como sus prendas y hechizos corporales; y una inclinación común a la poesía o a la música solía formar el lazo que ligaba dos corazones entre sí.
En testimonio de lo dicho, los cantos de amor de los árabes españoles manifiestan, en parte, una pasmosa profundidad de sentimientos. Algunos respiran una veneración fervorosa de la mujer, a la cual era extraña la Europa cristiana de entonces. En los movimientos y voces del estos cantares se halla una mezcla de blandos arrobos y de violentas pasiones, que recuerdan la moderna poesía por el melancólico. amor a la soledad, y por la estática y soñadora contemplación de la naturaleza.
Con todo, un extraordinario esplendor de colorido y otras muchas calidades nos hacen pensar en el origen oriental de estos cantos. Transportémonos por un momento, a fin de conocerlos mejor en su esencia y propiedades, bajo el hermoso cielo de Andalucía, donde nacieron. Anochece; la voz del muecín se ha oído convocando para la oración; los fieles entran en las mezquitas; el silencio reina sobre el cerro a orillas del río; su peñascosa cima está coronada por las almenadas torres y chapiteles de un alcázar; con los últimos resplandores del sol, brillan los dorados alminares de la ciudad; las sombras de los cipreses se proyectan con más extensión; por los arcos de herradura de los ajimeces se percibe movimiento; por entre las rejas se ven vagar blancos velos; y murmurando y alzándose por encima de las copas de los granados, se oye subir del valle el sonido de un laúd. Una voz canta:
Por la inmensidad del cielo
con afán mis ojos giran.
En las estrellas buscando
la luz de tu faz querida.
En pos del rastro oloroso
que tu beldad comunica,
voy por todos los senderos
y detengo al que camina.
Parar los vientos ansío,
por si en sus alas envías
un eco de tus palabras,
una nueva de tu vida.
Por si pronuncian tu nombre,
mi oído anhelante espía,
y en todo rostro encubierto
mi mente el tuyo imagina.
Otra voz canta:
Di a mi amada, mensajero,
que me da muerte su amor,
y que la muerte prefiero
a tan acerbo dolor.
Desdeñosa o enojada,
sólo a morir me convida,
mas con su dulce mirada
puede volverme la vida.
Otra tercera voz dice:
Desde que me dejaste,
y a los brazos de otro te anudaste,
es mi vida tan negra y tan amarga
como la noche larga.
Dime, infiel; di, gacela fugitiva,
¿no recuerdas las noches deliciosas
en que gocé de tu beldad, cautiva
en cadenas y tálamo de rosas?
¿Así olvidas el lazo que formamos,
de un collar perlas y de un tronco ramos?
El mismo manto entonces nos ceñía,
era tu forma una con la mía,
y de dorada luz un limpio velo
nos echaban los astros desde el cielo.
Para comprender de cuánta ternura de sentimientos eran capaces las almas más nobles y delicadas de los árabes españoles, se debe leer la descripción del amor juvenil de uno de los más importantes escritores del siglo XI, tal como él mismo nos la ha dejado escrita.
«En el palacio de mi padre, dice Ibn Hazm, vivía una joven, que recibía allí su educación. Tenía dieciséis años, y ninguna otra mujer se le podía comparar en beldad, entendimiento, modestia, discreción y dulzura. Las pláticas amorosas, el burlar y el reír no eran de su gusto, por lo cual hablaba poco.
Nadie osaba levantar hasta ella sus pensamientos, y sin embargo, su hermosura conquistaba todos los corazones, pues, aunque orgullosa y reservada en dar muestras de su favor, era más seductora que las que conocen a fondo el arte de encadenar a los hombres. Su modo de pensar era muy severo y no mostraba inclinación alguna por los vanos deleites, pero tocaba el laúd de un modo admirable. Yo era entonces muy mozo, y sólo pensaba en ella. A veces la oía hablar, pero siempre en presencia de otros, y en balde busqué durante dos años una ocasión de hablarle sin testigos. Ocurrió en esto que se dio en nuestra casa una de aquellas fiestas que se acostumbraban en los palacios de los grandes, a la cual asistieron las mujeres de nuestra casa y las de mi hermano, y donde, por último, estuvieron convidadas también las mujeres de nuestros clientes y más distinguidos servidores. Después de pasar una parte del día en el palacio, fueron éstas a un pabellón, desde donde se gozaba de una magnífica vista de Córdoba, y tomaron asiento en un sitio desde el cual los árboles de nuestro jardín no estorbaban la vista. Yo fui con ellas, y me acerqué al hueco de la ventana donde se encontraba la joven; mas apenas me vio a su lado, cuando con graciosa ligereza se huyó hacia otra parte del pabellón. Yo la seguí, y se me escapó de nuevo. Mis sentimientos le eran ya harto conocidos, porque las mujeres poseen un sentido más perspicaz para descubrir las huellas del amor que se les profesa, que el de los beduinos para reconocer la vereda trillada en sus excursiones nocturnas por el desierto. Por dicha, ninguna de las otras mujeres advirtió nada de lo ocurrido, porque estaban todas muy embelesadas con la vista, y no prestaban atención.
Cuando más tarde bajaron todas al jardín, las que tenían mayor influjo por su posición o por su edad, rogaron a la dama de mis pensamientos que entonase un cantar, y yo uní mi ruego a los de ellas. Así rogada, empezó, con una timidez que a mis ojos realzaba más sus encantos, a pulsar el laúd, y cantó los siguientes versos de Abbas, hijo de al-Ahnaf:
En mi sol pienso sólo,
en mi muchacha linda.
¡Ay, que perdí su huella
tras de pared sombría!
¿Es de estirpe de hombres,
o de los genios hija?
Ejerce de los genios
el poder con que hechiza;
de ellos tiene el encanto,
pero no la malicia.
Es su cara de perlas,
su talle palma erguida,
blando aroma su aliento,
ella gloria y poesía.
Ser de la luz creado,
graciosamente agita
la veste vaporosa,
y ligera camina;
su pie no quiebra el tallo
de flores ni de espigas.
Mientras que cantaba, no fueron las cuerdas de su laúd, sino mi corazón, lo que hería con el plectro. Jamás se ha borrado de mi memoria aquel dichoso día, y aún en el lecho de muerte he de acordarme de él. Pero desde entonces, nunca más volví a oír su dulce voz, ni volví a verla en mucho tiempo.
No la culpes, decía yo en mis versos, si es esquiva y huye. No merece por esto tus quejas. Hermosa es como la gacela y como la luna, pero la gacela es tímida, y la luna inasequible a los hombres.
Me robas la dicha de oír tu dulce voz, decía yo además, y no quieres deleitar mis ojos con la contemplación de tu hermosura. Sumida del todo en tus piadosas meditaciones, entregada a Dios por completo, no piensas más en los mortales. ¡Cuán dichoso Abbas, cuyos versos cantaste! Y sin embargo, si aquel gran poeta te hubiese oído, se hubiese llenado de tristeza, te hubiera envidiado como a su vencedora, porque, mientras que cantabas sus versos, ponías en ellos un sentimiento de que el poeta carecía, o que no supo expresar.
Entre tanto sucedió que, tres días después que al-Mahdi subió al trono de los califas, abandonamos nuestro nuevo palacio, que estaba en la parte de Oriente de Córdoba, en el arrabal de Zahira, y nos fuimos a vivir a nuestra antigua morada, hacia el Occidente, en Balat Mugit; pero, por razones que es inútil exponer aquí, la joven no se vino con nosotros. Cuando Hišam II subió otra vez al trono, caímos en desgracia con los nuevos dominadores; nos sacaron enormes sumas de dinero, nos encerraron en una cárcel, y cuando recobramos la libertad, tuvimos que escondemos. Entonces vino la guerra civil; todos tuvieron mucho que padecer, y nuestra familia más que todos. Entre tanto murió mi padre el 21 de Junio de 1012, y nuestra suerte no se mejoró en nada. Cierto día, asistiendo yo a las exequias de un pariente, reconocí a la joven en medio de las mujeres que componían el duelo. Muchos motivos tenía yo entonces para estar melancólico; se diría que venían sobre mí todos los infortunios, y sin embargo, no bien la volví a ver, me pareció que lo presente, con todas sus penas, desaparecía como por encanto. Ella evocó y trajo de nuevo a mi memoria mi vida pasada, aquellos días hermosos de mi amor juvenil, y por un momento volví a ser joven y feliz, como ya lo había sido. Pero ¡ay, este momento fue muy corto! Pronto volví a sentir la triste y sombría realidad, y mi dolor, acrecentado con las angustias de un amor sin esperanza, se hizo más devorador y violento.
Ella llora por un muerto que todos estimaban y honraban, decía yo en mis versos que en aquella época compuse; pero el que vive aún tiene más derecho a sus lágrimas. Es extraordinario que compadezca a quien ha muerto de muerte natural y tranquila, y que no tenga compasión alguna de aquél a quien deja morir desesperado.
Poco tiempo después, cuando el ejército de los berberiscos se apoderó de la capital, fuimos desterrados, y yo tuve que abandonar a Córdoba en el verano de 1013. Cinco años pasaron entonces, durante los cuales no vi a la joven. Por último, cuando en el año de 1018 volví a Córdoba, fui a vivir a casa de uno de mis parientes, donde la encontré de nuevo; pero estaba tan cambiada, que apenas la reconocí, y tuvieron que decirme quién era. Aquella flor, que había sido el encanto de cuantos la miraban, y que todos hubieran tomado para sí, a no impedirlo el respeto, estaba ya marchita; apenas le quedaban algunas señales de que había sido hermosa. En aquellos infelices tiempos, la que había sido criada entre la abundancia y el lujo de nuestra casa, se vio de pronto en la necesidad de acudir a su subsistencia por medio de un trabajo excesivo, no cuidando de sí misma ni de su hermosura. ¡Ay, las mujeres son flores delicadas; cuando no se cuidan, se marchitan! La beldad de ellas no resiste, como la de los hombres, a los ardores del sol, a los vientos, a las inclemencias del cielo y a la falta de cuidado. Sin embargo, tal como ella estaba, aún hubiera podido hacerme el más dichoso de los mortales si me hubiese dirigido una sola palabra cariñosa; pero permaneció indiferente y fría, como siempre había estado conmigo. Esta frialdad fue poco a poco apartándome de ella. La pérdida de su hermosura hizo lo restante.
Nunca dirigí contra ella la menor queja. Hoy mismo no tengo nada que echarle en cara. No me había dado derecho alguno para estar quejoso. ¿De qué la podía yo censurar? Yo hubiera podido quejarme si ella me hubiese halagado con esperanzas engañosas; pero nunca me dio la menor esperanza; nunca me prometió cosa alguna».
Hasta aquí lo que refiere Ibn Hamz de los amores de su juventud. Si examinamos ahora algunos cantos de amor de diversos autores, veremos qué variedad de tonos hay en ellos. El siguiente expresa el alborozo de un alma embriagada de felicidad al ver cumplidos todos sus deseos:
¡Alá permite que triunfe,
y al fin la puerta me abre,
por donde en noche sombría
el alba espléndida sale!
Alba su amor me concede;
amigos, felicitadme,
que a durar más su desdén,
muriera yo de pesares.
¡Oh alcores!
¡Oh verdes ramos,
florida gala del valle!
¡Y tú, gacela, Alba mía,
que mi noche iluminaste!
Pronto despierta cualquiera
de la embriaguez en que cae;
mas la que tú me infundiste
jamás podrá disiparse.
No hay censor que me la quite,
aunque me reprenda grave;
el mal llegó a tal extremo,
que no me le cura nadie.
El mismo júbilo inspira esta otra composición:
No bien el sol se hundiera entre celajes de oro,
y mostrase la luna su claro resplandor,
me prometió la dama gentil a quien adoro
venir a mi morada en alas del amor.
Y vino, como viene la luz de la mañana,
cuando nace en oriente, y dora y besa el mar.
Aérea deslizándose, y cual rosa temprana,
el ambiente llenando de aromas al pasar.
Como en cada capítulo del Alcorán severo
besa todas las letras el piadoso lector,
do estampaba la huella su breve pie ligero,
besaba yo la tierra con amante fervor.
Iluminó mi estancia, cual la luna radiante;
mientras todos dormían, velábamos allí;
y yo no me cansaba de besar su semblante
y de estrecharla al seno con dulce frenesí.
Al fin a separarnos nos obligó la aurora.
¡Noche al-Kadir! ¡oh noche bendita por Alá!
Más goces y misterios y dichas atesora
la noche que a su lado bendita pasé ya.
No son menos apasionados los versos en que la princesa Umm al-Kiram celebra a su querido al-Sammar:
¿Quién extraña el amor que me domina?
Él solo le mantiene,
rayo de luna que a la tierra viene,
y con su amor mis noches ilumina.
Él es todo mi bien, toda mi gloria;
cuando de mí se aleja,
ansioso el corazón, nunca le deja.
Y le guarda presente la memoria.
Cualquiera pensaría, al leer la siguiente composición de Said Ibn Yudi, que es obra de un Minnesänger o un trovador. Y sin embargo, el poeta autor de los versos vivió mucho antes, en el siglo IX:
Desde que su voz oí,
paz y juicio perdí;
y su dulce cantinela
me dejó tan sólo pena
y ansiedad en pos de sí.
Jamás a verla llegué.
Y en ella pensando vivo;
de su voz me enamoré,
y mi corazón cautivo
por su cantar le dejé.
Quien por ti, Yuyana, llora,
tu nombre, escrito en el seno,
pronuncia, y piedad implora,
Cual un monje nazareno
de aquella imagen que adora.
Esta otra breve canción parece un suspiro arrancado de lo íntimo del pecho por el dolor de la ausencia:
Lejos de ti, hermosa,
la pena me causas
que un pájaro siente
si quiebran sus alas.
Sobre el mar anhelo
volar do te hallas,
antes que la ausencia
la muerte me traiga.
Muchos de los cantares cortos recuerdan de una manera pasmosa las seguidillas improvisadas que todas las noches se cantan, al son de la guitarra, bajo los balcones de Andalucía. Así las que siguen:
En el cielo la luna
radiante luce,
pero pronto se vela
de negras nubes;
que, al ver tu cara,
envidiosa se esconde
y avergonzada.
Una eternidad dura
la noche triste
para el enamorado
que llora y gime;
mientras él vela,
ni querida ni amigos
oyen sus quejas.
La desdicha me tiene
de ti muy lejos,
mas a tu lado vive
mi pensamiento:
tu dulce imagen,
vagando ante mis ojos
llorar me hace.
Una idea que se repite a menudo es la de que dos amantes se ven mutuamente en sueños durante la ausencia, y de esta suerte hallan algún consuelo en su aflicción. Ibn Jafaya canta:
Envuelta en el denso velo
de la tenebrosa noche,
vino en sueños a buscarme
la gacela de los bosques.
Vi el rubor que en sus mejillas
celeste púrpura pone,
besé sus negros cabellos,
que por la espalda descoge,
y el vino aromoso y puro
de nuestros dulces amores,
como en limpio, intacto cáliz,
bebí en sus labios entonces.
La sombra, rápida huyendo,
en el Occidente hundiose,
y con túnica flotante,
cercada de resplandores,
salió la risueña aurora
a dar gozo y luz al orbe.
En perlas vertió el rocío,
que de las sedientas flores
el lindo seno entreabierto
ansiosamente recoge;
rosas y jazmines daban
en pago ricos olores.
Mas para ti y para mí,
¡oh gacela de los montes!
¿Qué más rocío que el llanto
que de nuestros ojos corre?
Ibn Darray expresa el mismo pensamiento más sencillamente:
Si en los jardines que habita
me impiden ver a mi dueño,
en los jardines del sueño
nos daremos una cita.
En la canción que sigue reproduce la misma idea el príncipe heredero Abd al-Rahman:
¡Oh desdeñosa gacela mía!
Tu dulce boca nunca me envía
palabra alguna que dé consuelo.
¡Qué mal respondes a tanto anhelo!
¡Qué mal me pagas tanto amor!
Como con flechas enherboladas
hieres mi alma con tus miradas,
y ni das bálsamo para la herida,
ni esa tu hermosa forma querida
mandas en sueños al amador.
Estos otros versos respiran una pasión tierna y profunda:
¿No tendrá fin esta noche?
¿No dará jamás alivio
El alba a quien vela y gime
de tu hermosura cautivo?
El dolor me oprime el seno,
y del corazón herido
arranca violentamente
apasionados suspiros.
En la cama me revuelvo,
sin quedar nunca tranquilo,
cual si estuviese erizada
de mil puñales buidos.
Enamorado me quejo,
y a ti mis ayes dirijo;
sé piadosa, oh muy amada,
sé menos dura conmigo.
Mas sólo quien de amor sabe
comprenderá mi martirio.
Cuánto queman las heridas
que amor en mi pecho hizo;
tú no, que en vez de sanarlas,
las renuevas con ahínco,
y al fin me hieres de muerte,
del alma en el centro mismo.
En esta otra composición hay un sentimiento más blando:
Pon en tu pecho brío,
¡oh mi querida Selma!
A fin de que resistas
el dolor de la ausencia.
Al apartarme ahora
de tu sin par belleza,
soy como condenado
que aguarda la sentencia;
pues nunca manda el cielo
más espantosa pena
que la de separarse
dos almas que se quieran.
Separación y muerte
igual dolor encierran,
aunque al muerto acompañen
con llantos a la huesa.
De nuestro amor se rompe
la florida cadena,
el nudo de mi pecho
y tu pecho se quiebra
ramos del mismo tronco
son esta angustia acerba
y el placer que tuvimos
en comunión estrecha.
Siempre el mayor deleite
mayor pesar engendra,
y la más dulce vida
más amarga tristeza.
Por último, muchas de las poesías eróticas de los árabes españoles son, como acontece a menudo con los versos de los pueblos meridionales, más bien que la expresión inmediata del sentimiento, un ingenioso juego de palabras, y una multitud de imágenes acumuladas por la fantasía y el entendimiento reflexivo. A esta clase pertenecen las composiciones que voy a citar. De Ibn Jafaya:
Cuántas noches contigo, deliciosas,
vino en el mismo cáliz yo bebía,
y nuestro hablar suave parecía
el susurro del céfiro en las rosas.
Perfume dulce el cáliz exhalaba;
pero más nuestros juegos; más las flores
que de tu seno y ojos seductores
y de tus frescos labios yo robaba.
Sueño, embriaguez, un lánguido quebranto
rindió tu cuerpo hermoso,
que entre mis brazos a posarse vino;
pero la sed, en tanto,
apagar quiso el corazón ansioso,
de tu boca en el centro purpurino,
fue entonces limpia y rutilante espada
y fue bruñido acero tu figura,
al desnudar la rica vestidura
tan primorosamente recamada.
Y yo estreché con lazo cariñoso
tu esbelto talle y delicado seno,
y besé tu sereno
rostro, que sol hermoso
para mi bien lucía,
dando ser a mi alma y alegría.
Toqué con ambas manos
toda la perfección de tu hermosura,
anchas caderas y cintura breve,
y dos alcores cándidos, lozanos,
que separa de un valle la angostura
y que están hechos de carmín y nieve.
De Ibn Baqi:
Cuando el manto de la noche
se extiende sobre la tierra,
del más oloroso vino
brindo una copa a mi bella.
Como talabarte cae
sobre mí su cabellera,
y como el guerrero toma
la limpia espada en la diestra,
enlazo yo su garganta,
que a la del cisne asemeja.
Pero al ver que ya reclina,
fatigada, la cabeza,
suavemente separo
el brazo con que me estrecha,
y pongo sobre mi pecho
su sien, para que allí duerma.
¡Ay! el corazón dichoso
me late con mucha fuerza.
¡Cuán intranquila almohada!
No podrá dormir en ella.
De Ibn Saraf:
Con su gracia y sus hechizos
enciende en mi corazón
una vehemente pasión
la niña de negros rizos.
No da sombra a su mejilla,
sobre los claveles rojos,
el cabello, porque brilla
cual sus negrísimos ojos.
De Abd Allah Ibn Abd al-Aziz:
Danos ventura, mostrándote,
¡oh luna de las mujeres!
¿Habrá más dulce ventura
que la ventura de verte?
Todos dicen a una voz,
donde quiera que apareces:
¡Ya ilumina nuestra noche
la luna resplandeciente!
Pero yo al punto replico
que la luna sólo tiene
una noche luz cumplida,
y tú la difundes siempre,
por Alá juro, señora,
que hasta el sol, cuando amanece,
no sale a dar luz al mundo
mientras tú no se lo ordenes;
porque ¿cómo podrá el sol
teñir de grana el Oriente,
sin que tus frescas mejillas
vivo rosicler le presten?
De al-Rusafi, A una tejedora:
Olvida tus amores,
me dicen los amigos;
no es digna la muchacha
de todo tu cariño.
Yo siempre les respondo:
vuestro consejo admito;
mas seguirle no puede
mi corazón cautivo,
de su dulce mirada
me retiene el hechizo,
y el olor que en sus labios
entre perlas respiro.
si echa la lanzadera,
brincan todos los hilos,
y mi corazón brinca,
y versos la dedico.
Si en el telar sentada,
forma un bello tejido,
me parece que urde
y trama mi destino.
Mas si entre las madejas
trabajando la miro,
me parece una corza
que en la red ha caído.
De Ibn al-Abbar, La cita nocturna:
Recatándose medrosa
de la gente que la espía,
con andar tácito y ágil
llegó mi prenda querida.
Su hermosura por adorno,
en vez de joyas, lucía.
Al ofrecerle yo un vaso
y darle la bienvenida,
el vino en su fresca boca
se puso rojo de envidia.
Con el beber y el reír
cayó en mi poder rendida.
Por almohada amorosa
le presenté mi mejilla.
Y ella me dijo: en tus brazos
dormir anhelo tranquila.
Durante su dulce sueño
a robar mil besos iba;
mas ¿quién sacia el apetito
robando su propia finca?
Mientras esta bella luna
sobre mi seno yacía,
se oscureció la otra luna,
que los cielos ilumina,
pasmada dijo la noche:
¿quién su resplandor me quita?
¡Ignoraba que en mis brazos
la luna estaba dormida.
De Umayya Ibn Abu-l-Salt, A una bella escanciadora:
Más que el vino que escancia,
vierte rica fragancia
la bella escanciadora,
y más que el vino brilla
en su tersa mejilla
el carmín de la aurora.
Pica, es dulce y agrada
más que el vino su beso,
y el vino y su mirada
hacen perder el seso.
Estos delicados versos son del príncipe Izz al-Dawla:
Lleno de afán y tristeza,
este billete te escribo,
y el corazón, si es posible,
en el billete te envío.
Piensa al leerle, señora,
que hasta ti vengo yo mismo;
que sus letras son mis ojos
y te dicen mi cariño.
De besos cubro el billete,
porque pronto tus pulidos
blancos dedos romperán
el sello del sobreescrito.
El poeta Abu Amir dirigió a la hermosa Hind, tan célebre por su talento en música y poesía, la siguiente invitación para que viniese a su casa con el laúd:
Ven a mi casa; ansía tu presencia
un círculo de amigos escogido;
escrúpulo no tengas de conciencia,
que no se beberá nada prohibido.
Ven, Hind; que agua clara
sólo como refresco se prepara.
De ruiseñores un amante coro
en mi jardín oímos;
mas todos preferimos
tu voz suave y tu laúd sonoro.
Apenas hubo leído estas líneas, escribió Hind en el respaldo de la carta:
Señor, en quien la nobleza
y la elevación se unen.
Que allá en los siglos remotos
hubo en los hombres ilustres,
Hind cede a tu deseo,
y al punto a tu casa acude;
antes que tu mensajero,
quizás ella te salude.
Abd al-Rahman II amaba con pasión a la hermosa Tarab, la cual se aprovechaba a menudo interesadamente de esta inclinación. Una vez se mostró tan enojada y zahareña, que se encerró en su estancia, donde el califa no logró penetrar en largo tiempo. Para hacérsela propicia y atraerla de nuevo a sus brazos, mandó entonces poner muchos sacos de oro a la puerta. A esto ya no pudo resistir la hermosa Tarab; abrió la puerta y se arrojó en los brazos de su regio y espléndido amante, mientras que las monedas de oro rodaban a sus pies por el suelo. En otra ocasión regaló Abd al-Rahman a esta muchacha un collar que valía diez mil doblas de oro. Uno de los visires se maravilló del alto precio del presente, y el califa respondió: «Por cierto que la que ha de llevar este adorno es aún más preciosa que él: su cara resplandece sobre todas las joyas». De esta suerte se extendió más aún alabando la hermosura de su Tarab, y pidió al poeta Abd Allah Ibn al-šamar que dijese algo en verso, sobre aquel asunto. El poeta dijo:
Para Tarab son las joyas;
Dios las formó para ella.
Vence a su luna y al sol
el brillo de la belleza.
Al dar la voz creadora
ser al cielo y a la tierra,
cifró en Tarab el dechado
de todas sus excelencias.
Ríndale, pues, un tributo
cuanto el universo encierra;
los diamantes en las minas,
y en el hondo mar las perlas.
Abd al-Rahman halló muy de su gusto estos versos, y también él improvisó los que siguen:
Excede a toda poesía
la poesía de tus versos.
¿Quién no te admira, si tiene
corazón y entendimiento?
Tus cantares se deslizan
en lo profundo del pecho,
pasando por los oídos
con un mágico embeleso.
De cuanto formó el Criador
para ornar el universo,
en esta linda muchacha
cifra dechado y modelo.
Sobre jazmines las rosas
en sus mejillas contemplo;
es como jardín florido,
es mi deleite y mi cielo.
¿Qué vale el collar de perlas
que rendido le presento?
Mi corazón y mis ojos
lleva colgados al cuello.
Hafsa, célebre poetisa granadina, no menos encomiada por su hermosura que por su extraordinario talento, tenía relaciones amorosas con el poeta Abu Yafar. El gobernador de Granada puso en ella los ojos, y como celoso, empezó a tender lazos contra su rival. Hafsa se vio obligada a obrar con mucho recato, y estuvo dos meses sin contestar a un billete que su amante le había escrito pidiéndole una cita. Abu Yafar le volvió a escribir entonces:
Tú, a quien escribí el billete,
a nombrarte no me atrevo,
di, ¿por qué no satisfaces
mi enamorado deseo?
Tu tardanza me asesina;
de afán impaciente muero.
¡Cuántas noches he pasado
dando mil quejas al viento
cuando las mismas palomas
no perturban el silencio!
¡Infelices los amantes
que del adorado dueño
ni una respuesta consiguen,
ni esperanza ni consuelo!
Si es que no quieres matarme
de dolor, responde presto.
Abu Yafar envió a su querida este segundo billete con su esclavo Asam y ella contestó al punto en el mismo metro y con la misma rima:
Tú, que presumes de arder
en más encendido afecto,
sabe que me desagradan
tu billete y tus lamentos.
Jamás fue tan quejumbroso
el amor que es verdadero,
porque confía y desecha
los apocados recelos.
Contigo está la victoria:
no imagines vencimientos.
Siempre las nubes esconden
fecunda lluvia en el seno.
Y siempre ofrece la Palma
fresca sombra y blando lecho.
No te quejes; que harto sabes
la causa de mi silencio.
Hafsa entregó esta contestación al mismo esclavo que le había traído el billete de Abu Yafar, y al despedirle, prorrumpió en invectivas contra él y contra su amo. «Mal haya, dijo, el mensajero, y mal haya quien le envía. Ambos son para poco y no quiero tratar con ellos». El esclavo volvió muy afligido a donde estaba Abu Yafar, y mientras éste leía la respuesta, no cesó de quejarse de la crueldad de Hafsa. Cuando Abu Yafar hubo leído, le interrumpió, exclamando: «Necio ¿qué locura es ésa? Hafsa me promete una cita en el quiosco de mi jardín que se llama la Palma». En efecto se apresuró a ir allí, y Hafsa no se hizo esperar mucho tiempo. Abu Yafar quiso darla nuevas quejas, pero la poetisa, dijo:
Ya basta; juntos estamos;
cuanto ha pasado olvidemos.
El grande al-Mansur estaba sentado una vez, en compañía del visir al-Mugira, en los jardines de su magnífico palacio de Zahara. Mientras que ambos se deleitaban bebiendo vino, una hermosa cantadora, de quien al-Mansur estaba enamorado, pero que amaba al visir, entonó esta canción:
Ya el sol en el horizonte
con majestad se sepulta,
y con sus últimos rayos
tiñe el ocaso de púrpura.
Como bozo en las mejillas,
se extiende la noche oscura
por el cielo, donde luce,
dorada joya, la luna.
En la copa cristalina
que como hielo deslumbra,
del vino los bebedores
el fuego líquido apuran.
Entre tanto, confiada,
he incurrido en grave culpa;
pero su dulce mirar
el corazón me subyuga.
Le vi, y al punto le amé,
él huye de mi ternura,
y con estar a mi lado
la está haciendo más profunda.
A caer entre sus brazos
enamorada me impulsa,
y a suspenderme a su cuello
en deleitosa coyunda.
Al-Mugira fue tan poco circunspecto, que contestó a la canción de esta manera:
Para llegar hasta ti
abrir camino pretendo,
y una muralla le cierra
de amenazantes aceros;
mas por lograr tu hermosura
perdiera la vida en ellos,
si supiese que me amas
con un amor verdadero;
pues el que noble nació
y se propone un objeto,
ni ante el peligro se para,
ni retrocede por miedo.
Al-Mansur se levantó furioso, sacó su espada, y gritó con voz de trueno a la cantarina: «Confiesa la verdad; tu canción iba dirigida al visir. -Una mentira aún pudiera salvarme acaso, contestó ella; pero no quiero mentir. Sí; su mirada ha penetrado en mi corazón; el amor me ha obligado a declarar lo que debí callar. Puedes castigarme, señor; pero eres magnánimo y te complaces en perdonar a los que confiesan su delito». En seguida añadió, vertiendo lágrimas:
No pretendo sincerarme;
mi falta no tiene excusa,
a lo que el cielo decrete
me resigno con dulzura.
Pero tu poder supremo
en la clemencia se ilustra:
muéstrate, señor, clemente,
y perdona nuestra culpa.
Poco a poco fue al-Mansur calmándose y suavizándose con ella; pero su cólera se volvió contra el visir, a quien abrumó de reproches. El visir dejó primero que cayesen sobre él las quejas, y al cabo dijo: «Señor, confieso que he faltado gravemente; pero no podía ser otra cosa. Cada uno es esclavo de su destino y debe someterse a él con calma. Mi destino ha querido que yo ame a una hermosa a quien nunca debí amar». Al-Mansur calló al principio, pero respondió finalmente: «Está bien; os perdono a los dos: al-Mugira, la muchacha es tuya; yo te la doy».
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