ELEONORA FINKELSTEIN
Eleonora Finkelstein es poeta y editora. Nació en Mar del Plata, Argentina, en 1960. Publicó Hamlet y otros poemas (1997), parcialmente traducido al inglés (Hamlet and other poems, Fairfield University, Estados Unidos, 1999), Las naves (2000) y Delitos menores (2004 y 2016), además de artículos y traducciones. Desde 1991 reside en Santiago de Chile, donde se desempeña como directora de RIL editores. Es co-fundadora y directora de Ærea. Revista Hispanoamericana de Poesía, y de sus colecciones de poesía y traducción.
Vidas paralelas
Él había vivido en una iglesia, pero ya no.
Ella trabajaba en un bar y nada qué hacer.
Llegaron al hotel y alquilaron la misma habitación
para pasar los meses fríos.
Pero fue en inviernos diferentes
(a cual peor).
Él buscaba una mujer
(ahora que su madre había muerto
casarse ya no le parecía tan mal).
Ella juraba conocer a los hombres:
todos diferentes, ninguno bueno.
Mejor sacárselos de la cabeza.
Él ya no estaba seguro
de que Dios se ocupara de sus cosas
como cuando era un niño. Pensaba:
la providencia es un asunto inestable.
Ella vivía dispuesta a creer
en cualquier cosa menos en Dios.
Adoraba las pirámides, los cuarzos y leía el Tarot.
La suerte está echada, le gustaba decir.
Cuando llegó cada respectivo verano
(a cual peor)
los dos siguieron su camino
con la promesa de volver en el otoño,
pero nunca más los volvimos a ver.
Si hubieran aparecido alguna vez al mismo tiempo
(con esa esperanza increíble que sostiene a los derrotados)
si hubieran pasado juntos el invierno
de un mismo año, en esa misma habitación,
se habrían dado cuenta de que estaban
equivocados en todo.
En todo, excepto en aquello
de que ni Dios ni la suerte
intervienen en los asuntos sencillos.
Las cosas solo pasan:
a veces sí, a veces no.
Platónico suicida (o melodramático de la cosa misma)
He estado trabajando mucho.
Trabajando mucho
para conseguir que esto
coincida con algo que entiendo bien.
Pero los bordes no calzan
O se ven demasiado las juntas.
Por un lado, la forma
Por el otro, su espectro.
Un ectoplasma que desborda
por los cuatro costados.
Y no gano nada con intentar cubrirlo
o contrastarlo. Ni siquiera
con aceptarle que se quede.
“Soy otra cosa, otra cosa”
declara con su sola presencia.
Dado este problema,
a veces pienso que el límite es
la única medida humana.
La belleza, en cambio, sigue ahí
con su belleza.
La verdad con su verdad, etcétera.
Ahora bien, permítanme dudar de la justicia.
Pero insisto y soy tan torpe,
está a la vista:
se escuchan soplidos cuando
trato de acomodar la boca.
Casi se puede ver la transpiración
y el cansancio de los músculos.
Estas palabras quieren decir algo, brillar
Pero siempre llegan sobrecargadas
o huecas.
Porque el asunto ese del ritmo es un veneno.
Y apenas lo pienso vuelve
a escucharse la respiración entrecortada,
el esfuerzo de artista callejero.
Pero el asunto ese del sentido
es un veneno peor.
Es que, como dice el poeta:
¿Por qué digo calabaza
cuando quiero decir adiós?
Siempre la luz y la materia
Siempre esa idea de la luna.
Miro por la ventana:
El cielo, arriba,
con su simulacro de cielo
El suelo, un sólido perfecto,
siete pisos más abajo:
Es una suerte que siempre
tengamos a mano la salida.
Una alegría que podamos
(en última instancia)
hacer aún calzar perfectamente
el cuerpo con su sombra
(o con lo poco que nos queda de cierto)
y sacarnos este peso de encima.
Los viejos, buenos tiempos
(Berkeley, 1968 -1998)
Vuelvo a ese lugar y sin embargo
no es el mismo lugar en absoluto.
Sobre el suelo: la memoria es
una niebla dura y ácida
que nos llega hasta las rodillas.
Tan dura y tan ácida
que terminamos por arrastrar los pies.
Muy cambiado y tan igual, digo a mi anfitrión
que señala a las ardillas de su jardín
de un modo tan conmovedor:
-Here! There! Here! There!
¿Qué habrá sido de las mejores
mentes de tu generación?
II
El viejo poeta declara:
cuando los versos se escribían solos
mis amigos los firmaban, nada más.
Pero esta misma nube
que ahora nos hace arrastrar los pies
por entonces se subía a la cabeza.
Con solo chasquear los dedos, directo a la cabeza.
To the top –grita señalándose la sien.
III
Lo que dijo un personaje italiano
en el libro de un autor alemán
fue lo que hace mucho tiempo
transcribí en un poema
(no en este, que es casi en inglés):
"Cultiva un pequeño jardín
-según el consejo de Virgilio-
y todo lo que digas
que sea bello y bueno".
“Bello y bueno”, subrayé.
Es que entonces era una niña
y ahora también, ya ves,
aunque haya envejecido tanto.
Los monstruos de la resistencia pacífica
(un poema feminista, a su manera)
a mi bisabuela Graciana, tal como la imagino
Así como me ven
soy una mujer modesta.
Consciente de la soledad,
de la vejez y de la muerte.
Y no es que ande por la vida
martirizándome,
creyéndome más buena
o recordándole sus propias
miserias a mis semejantes. No.
También me ocupo del trabajo,
del almuerzo, de los niños.
Miro mi reloj y ajusto la hora
con la torre de la iglesia.
Y no es que la fe me interese demasiado.
Ni siquiera los templos, el amor
el mal o los cielos abiertos.
Porque sé bien que todos seremos humillados,
así que, ¿para qué tanta grandeza?
Soy una mujer modesta y eso es todo.
Lo que hago, prefiero que sea pequeño,
aunque se note poco
pequeño y regular:
el ejercicio que agujerea las piedras.
Mi convicción: la piedad del día a día.
Por eso, nada se resiste, por eso
sigo adelante. Por eso:
por favor, no me cierres el paso.
Ni siquiera te cruces en mi camino.
Nunca termina bien.
La hermana
¿Alguien quiere que le cuente de mí,
que le diga mi secreto de sangre y hematomas?
Quiero mostrarles cómo me buscaba el hueso.
Cómo no podía flexionar los codos sin gritar.
Y los colores eran tan reales:
rojo señal, azul y verde silvestre
como un monte de naranjas siciliano.
Era como Electra:
llevaba mi saco de basura con dignidad.
Un cortejo de moscas me seguía.
Benditas sean.
No iba a buscar el fuego como los perros.
Iba a arrojar cenizas a la cara del dios.
Al fin, es cierto, lo que somos
se lo debemos a la muerte.
No es menos verdadero que la deuda
se paga con creces, pero aprendí
a no cultivar tanto mi propia tragedia.
Hermano mío, ahora estoy tan fresca,
tengo los brazos suaves y ondulados, incluso verdes,
artificiales, como un campo de golf.
Colla
Más de una vez estuve sentada
sobre estas cajas de cartón
con los libros de siempre.
Ahora, sin embargo, tengo
otras cosas también aquí dentro.
Más o menos útiles. Quién sabe.
Estoy en el medio
(creo que en el centro mismo)
de una ciudad cordillerana.
Seguro me equivoco.
Quiero un lugar donde dormir,
un lugar donde bañarme y comer.
Voy a salir con las manos en los bolsillos
para conseguirme algún alivio.
Pero se está bien sobre estas cajas.
Se está bien
(un lugar donde dormir,
donde bañarse y comer).
Mejor voy a esperar un poco.
Voy a bajar la cabeza y voy
a mirarme los pies.
Menos que nunca parecen mis pies,
tan sucios bajo este sol fanático.
Voy a esperar otro poco.
Ahora que soy de piedra y
tengo polvo entre los dientes,
estoy segura de que me veo bien
(demasiado vieja o demasiado joven)
sentada aquí,
sobre las cajas de siempre.
No quiero escapar ni quiero quedarme,
Si al menos pudiera mostrar / que se me viera
el estómago vacío / el cansancio
el estómago vacío / el sudor
el estómago vacío / la tierra ardiendo.
Esa es la vida, creo.
Si se prolonga
en cualquier momento me crecerá una pollera
y me pondré a vender estos limones.
El barco que recuerdo
El barco que recuerdo
es el primer objeto en mi memoria.
Luego no hay nada o casi nada
por un buen trecho largo y plano
como el tiempo es.
Transatlántico era, por entonces,
una palabra portentosa.
Ni siquiera hoy me deja indiferente.
En esa nave, a fin de cuentas,
nadie partía en verdad.
Casi todos regresaban y regresar
no es un viaje, pensándolo bien
y en el completo sentido de la palabra.
Como una fotografía
(los abuelos jóvenes aún),
todo un poco vago y desenfocado.
Habían sido unos viajeros. Insisto.
Ahora era la vuelta: el viaje de los arrepentidos
(nadie querría envejecer así).
Algunos pensaban que al final de la excursión
serían bellos otra vez. Que los dientes serían
firmes y de nuevo fuertes
y las caras transparentes y felices y todo lo demás.
Y que nosotros de algún modo
desapareceríamos.
Ellos iban a vivir la misma vida
una vez más.
Alguien, que quizá era mi padre,
me sostenía sobre sus hombros.
Si miraba para abajo veía su cabeza, si miraba
para arriba, el cielo y ese río raro que vos sabés.
Sacó un pañuelo del bolsillo
y me lo dio para la despedida.
(Sí, ahora lo veo bien, era mi padre.
Definitivamente.
Adoraba los gestos teatrales).
Mucho después leí algo cierto y cursi:
“cada instante es una despedida”.
Como anillo al dedo, pensé, como anillo al dedo.
Parecido a saber
y todo implicando el gesto:
Muelle, más Barco, más Pañuelo.
Lo levanté, lo agité un poco.
Para que te vean —me dijo.
No quiero que me vean —pensé. Y lo tiré al agua.
Recuerden (a modo de disculpa)
que esta es mi memoria más antigua,
que por entonces yo era muy pequeña
y no tenía adónde regresar.
Delitos menores
Los recuerdo perfectamente bien.
Con nombres y apellidos.
Robaban y venían a mí como a una diosa
con las mochilas llenas de cosas inútiles:
felpudos que decían Welcome
pero se ataban a los muros con cadena.
Faroles como animales eléctricos
a la intemperie.
Enanos de yeso y toda esa porquería
de “somos una familia feliz”.
“No pasarán”,
rayábamos en la entrada de nuestras casas
y reíamos encantados, convencidos de algo.
No sé bien de qué.
Dicen que la verdad limita con la mentira.
Dicen que igual hace lo suyo mientras puede.
Por mi parte, miraba al cielo y languidecía,
pensaba en la inteligencia que
—aunque no se notara a simple vista—
contenía en sí mismo todo aquello.
Grandes inventos
Debo aclarar que esto es ficción.
Ficción, como todo lo que tenemos en la memoria
por más que lo llamemos recuerdo.
La madre de mi abuelo trabajaba para un conde
y dicen que imitaba sus modales.
En tanto, mi abuela era hija de comerciantes,
de los que se dejan impresionar.
Una historia clásica.
No es difícil adivinar lo que viene después:
un montón de pequeñas tragedias
coronadas por un final feliz
que no pudo mover la historia
¿Para qué continuar?
Dicen, además, que el tiempo real está lleno
de cuentos sencillos, repetidos,
pero toda civilización
también empieza humildemente.
Cada nuevo mundo está listo
para partir de cero:
padre, hijo, nieto,
antes de contar hasta tres
ya imaginaban un escudo de armas.
Yo digo que hay que irse con cuidado
porque todos aquellos
que están muertos hace un siglo,
tuvieron sus mejores días.
No levanto la vista ahora
porque este no es un poema épico
aunque parezca.
Es un poema pequeño
(como las mencionadas tragedias).
Y desnudo, recto.
Apenas una señal
antes de que sea demasiado tarde.
Porque un invento es una cosa nueva
y sirve para darse ánimo.
Siempre hay que empezar por algo.
1959
Partamos por un close up
a esa foto tuya
que me habría encantado conservar
pero que se nos perdió de vista
con tantas mudanzas.
Era el 59 y andabas por la vida
con 59 de cintura.
Y usabas pantalones, claro
(aunque no se alcance a ver).
Y fumabas.
Ya sé que te ibas a divorciar
(aunque tampoco se alcance a ver).
Increíble, súper rubia, sentada y mirando a la cámara
con esos anteojos negros en forma de alas
Y esa remera rayada tan op-art.
Esa es mi madre, pero no era mi madre todavía.
La cabeza apenas inclinada y echada hacia atrás.
Un poco de Marilyn, otro poco de las chicas del Che.
Y el tipo de atrás, con los ojos como platos
y la frente enorme.
El que no le saca la vista de encima,
ese, es el músico cubano.
–habría jurado que era Miles–.
Demasiada luz, demasiado foco,
un toque de revolución
contra la multitud de fondo
(apenas linda, algo fea)
desdibujada de solo mirarte.
Y la risa, la risa inolvidable.
Por favor, no te burles de mí:
esa única imagen entre todas
es un lugar donde volver,
más allá de los muros,
de los idealistas a toda costa.
A medio camino y está bien:
entre el teatro y el partido.
Y más allá de las idas y las vueltas.
Del Sputnik , la máquina y el Beat.
Del Bebop y de Engels y de Marx.
Del “opio de los pueblos” y tanto libro
y la Guerra Fría y Stanislavski y Elia Kazan.
Ahí estás, fija y perfecta, en esa vida eterna,
entre algunas referencias de aquel mundo
y un solo de trompeta ahogado,
que se va llevando la corriente
y nos deja sin batallas.
A medio camino y está bien.
Porque últimamente nadie sabe
dónde queda el horizonte y yo tampoco.
Aunque Dios, aún después de muerto,
es la fe de cada uno. Y está bien.
Amsterdam a primera vista
a Daniel Calabrese
How can I tell
If I shall ever love you again
As I do now?
(“A love song”, William Carlos Williams)
La imagen principal, casi la única,
en esta ciudad idéntica a sí misma,
es Daniel planchando mi vestido.
Una historia tonta, de bicicletas
y lavaderos pakistaníes,
de la que mejor ni hablar
(porque tampoco viene al caso).
El tema es que
ahí está mi amor,
como si todavía lo viera,
transpirado sobre
esa mesa pequeña,
planchando mi vestido blanco.
Cada pliegue con seriedad
y tomándose su tiempo.
Su brazo iba y venía.
Hermoso y fuerte y desnudo.
Traer el recuerdo de esta imagen
casi la única nítida, decía
(en esa ciudad hundida
por vapores y semillas hembra,
flores y quesos y coffee shops
de la que, queda claro, no retengo
más que algunas simplezas)
es solo para decirte gracias y
perdón, querido, por quedarme
viendo todo el tiempo
cómo trabajabas duro.
Es que estabas tan concentrado,
tan poderoso, tan mío.
LA VIDA DE LOS INSECTOS
I (rezo por vos)
Ese domingo bajábamos por los cerros
(donde la gente es rica y feliz)
en un Volkswagen bajábamos
pero no del todo,
patinábamos, en verdad,
sueltos y saltarines,
como si el viejo Volks se hubiera
convertido en trineo.
Íbamos igual
que aquellos niños de Eliot
pero por montañas sin nieve
rojas y azules.
II (el primo Gus fumaba grass)
¿Cómo bajar?
–Todos en misa, como siempre –dijo.
Y era cierto:
tantos culpables reventando las iglesias.
Más de diez en veinte
cuadras a la redonda. Qué ciudad tan especial.
–Debería rezar –susurró– mi madre, está muriendo.
–Todos estamos muriendo
(“With a little patience.”, pensé)
“con un poco de paciencia”, recité.
–En cuanto a rezar, tengo mis dudas:
un poema es una oración.
–Guíame –pidió–, nací en una ciudad ajena.
A mí, a una recién llegada.
Le di tales señas que terminamos
en la cima del mundo. Bien.
–¡Guíame! –rogó, ahora con los ojos en blanco.
(¿Estaba rezando?)
Pero yo miraba las luces allá abajo como almas
y la luna allá arriba como a la hostia consagrada.
–Primo –le dije– no puedo guiarte,
pero debo confesar algo incómodo:
últimamente rezo casi todo el tiempo.
Me parece que creo en Dios.
Efectos especiales
Qué tanta pureza
en los registros básicos
de esta memoria.
Qué tanta memoria
en las formas que se dejan ver
para que las nombremos.
Vacías así como están,
vacías como guantes vacíos
navegando sobre el tiempo pleno.
Pero ahora resulta
que ese mismo tiempo, ni siquiera existe.
Ridículo todo, obsesionado de sí mismo:
Que alguien me explique a los disueltos
a los voladores
a los desintegrados.
Que alguien, cualquiera, me saque a bailar
y me hable al oído
y me haga entender que todo
tiene su precio.
Y ya que dije tiempo y memoria y vacío,
pasen y vean
lo que se proyecta en el techo
mientras intento dormir:
el bosque está en flor y la perra
amada, muerta.
Si ahora digo “amor” y “muerte”
En cualquiera de sus formas permitidas
(que en paz descansen)
seguro que se te hace un nudo en la garganta.
Pero no lo olvides: miento.
A ver, veamos lo que dice ahora
(ya que seguimos acá,
ya que seguimos mirando el techo).
Es algo duro como un hueso:
El poema es el arma de fuego,
el amor es un tiro de gracia.
Pero no lo olvides: miento.
Todo el resto
a G. M. (in memoriam)
I
Lejos de mí, de Alejandría.
Morirse balbuceando
algo de Justine.
Algo, acerca del amor y cosas
peores todavía.
Ay, aquellos tiempos
cuando trabajábamos
y trabajábamos como hormigas
desvelados en puras inutilidades.
Un poco más flaco y ya estás muerto,
le decía y enterraba
mi dedo en sus costillas.
Gramo más, gramo menos,
ahora ya estás muerto.
II
No sé. No estoy segura.
Podría saludar esos huesos felices
si pasaran volando
como pájaros prehistóricos
con ruido de articulaciones.
Podría incluso saludar a la bandera.
A cualquier bandera
mientras las cosas fueran lo que son.
Pero tampoco estoy segura.
Y ahora no sé dónde encontrarte
manchado de tierra persistente o rojo vivo.
Colgado de vos mismo en el esqueleto
de siempre y sin embargo nuevo
cada tanto, cada poco. Creo.
Pero no sé y me horroriza, me horroriza
como si hubiera muerto un niño.
Sólo la ciudad es real.
Sólo la literatura
y este ardor en la garganta
y mi manera de adorar el suelo
como si a esa altura existiera el paraíso.
Pero sólo la ciudad es real.
A veces, la literatura.
III
Quizá recién ahora se trata
del último suspiro,
del asma o de la marihuana,
de la transformación definitiva.
Existe y no está allí,
se puede tocar y en verdad no.
¿Lo vemos, no lo vemos? No sé.
No estoy segura.
Sólo la ciudad es real
y la suela del zapato.
Sólo la literatura y el ardor
en la garganta.
Acaso podamos posar la mirada
sobre la superficie de las cosas.
Acaso hacer callar
el silencio que nos rodea.
Acaso perder la compostura y gritar,
incluso morir,
y el tipo que muere en este caso,
en serio,
ese sí que estaba loco.
El ángel
Se vestía de blanco (tenía
cierta fijación –más bien rústica–
por la metáfora).
“Todo ángel es terrible”, decía
y cerraba el negocio.
Las mujeres entornaban los ojos
para entender mejor.
Pobres, feas, de las que se cambian el nombre
por Rosemary o Jacqueline y coleccionan muñecas.
Yo era una tipa fuerte y andaba con él,
habría sido una puta perfecta
pero iba a la universidad.
Tampoco me pidan que sea un ángel.
El cuento es que volaba,
volaba porque ese verso
–“Todo ángel es terrible”–
era su retrato fiel.
El mensajero del Oriente,
de la aspirina y el bicarbonato,
pensaba yo, y volaba también
mientras en la vereda
todo sucedía con naturalidad:
“este soy yo y esto es lo que hago”.
Canturreaba: “te ofrezco lo mejor de mí…”
¿Estaba suficientemente alerta?
¿Miraba cuando el ángel volteaba
los espejos para la degustación?
¿Entendía tanta mirada oblicua
si la cosa se ponía caliente de verdad?
Asuntos de un oficio terrible, me decía,
de la ira de Dios.
¿A qué temer? Después de todo,
no hay nada que te mate dos veces.
Debería contar esto alguna vez.
Pero contarlo mejor, contarlo bien.
Porque sé que es algo que nadie
buscaría recordar jamás.
Porque sé que todo ángel es terrible.
Y yo no soy un ángel.
Ofelia o el abandono
Ahora cerrará los ojos
cruzará las manos sobre el pecho
e imaginará que sostiene
un manojo de hierbas.
Es perfecta.
Tiene el pelo brillante
y los labios relucientes.
Si finalmente la hubieran llevado
los mendigos o los actores con ellos
estaría bailando y por supuesto
ya no sería virgen, ni siquiera rubia
y acaso ni danesa.
Pero el destino es la elección obligada.
Y va demente de río en río:
morir / dormir / soñar
morir / dormir
soñar con la eternidad del cuerpo.
Pero el agua es fría y corre
y ella es más fría
y pálida
con venas azules y la sangre helada.
Sus piernas son blancas,
sus piernas son tan blancas.
Y las uñas de sus pies son iguales
a las uñas de sus pies a los diez años.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario