María Choza
Sinaloa, México, 1994
María Choza. Actualmente vive en Aguascalientes, donde cursa la licenciatura en Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Publicó en la revista “La Catrina”. Obtuvo una beca literaria por el ISSSTE en 2014. Es participante de Altaller 2015, en sus emisiones Guanajuato y Aguascalientes. Ganadora del segundo Premio de Poesía Joven Alejandro Aura 2015. Mención honorífica en Narrativa, del Concurso Talentos Universitarios 2015, de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Asimismo, se dedica a dar talleres literarios y creativos a jóvenes en preparatorias desde 2012. También amante de la ilustración. Orgullosa madre de Alfonsina.
El campo de cultivo
Mi primera siembra
la hice a los siete años.
Sembré frijol
en un terreno para vacas.
Mi padre me miró a los hombros
y dijo
te estás volviendo ya un joven.
Sembré trigo en mala temporada.
No fue mala para mí.
Mi padre me miró a las manos
y dijo
te estás volviendo un hombrecito.
Quise sembrar tomate,
busqué, pero no encontré semilla en el pueblo,
nadie sabía dónde conseguirle.
La gente siempre ha dicho
que el tomate
es el corazón de la siembra.
No planté el corazón.
Sembré calabazas muy grandes,
y de flor naranja.
Mi padre me vio el pecho
y dijo de espaldas
te estás volviendo un mentiroso.
El campo con los años
Mi abuelo tenía tierras,
un campo tan suyo que llevaba su nombre.
Crió a los ocho hijos
al tiempo que a sus animales,
todos se alimentaron
de la misma leche.
Tal vez su mujer
alguna vez sintió celos o envidia
de las montañas que le amaron
de noche y con los truenos.
No hubiera servido reclamarle,
no tomaba en serio
a quien no se hubiera cortado las manos
al segar maleza,
o a quien no recogiese buen fruto
por octubre.
El hombre se hace en el campo,
dijo a todos sus hijos.
Él se hizo muchas veces,
de todas las formas posibles.
Pasó muchos años amando un solo lugar.
No encontró cobijo en ningún otro
porque no le necesitó.
Un día todo se volvió extraño.
Sus hijos recibieron llamadas de vecinos,
el padre ya no tenía sangre en las ropas
al volver a casa,
su camisa se iba y regresaba limpia.
La leche de sus vacas
dejó de alimentarnos a todos.
Pasaba mucho tiempo con sus nietos,
por fin conocí sus modales
y la juventud.
Nos habló tanto que cada palabra
era una historia,
y la historia es el mundo.
Sus hijos fueron a los campos
que le pertenecían.
Les fue difícil entrar.
Cada vaca y cada hijo
estaba muerto.
Ninguna gallina hizo ruido.
No hubo borregos que salieran
a ver qué estaba pasando.
Los montes ya no amaron a nadie,
murieron de tristeza,
igual que la casita de palma
dejada a la mitad.
El hombre dejó de hacerse en el campo
y fue a la ciudad por respuestas.
Mi abuelo no pudo responder nada,
tampoco quiso hacerlo.
En su cabeza,
en su mundo de agua y siembra,
seguía pensando que cada día
fue a prestarle a las tierras sus años,
que todos los animales le seguían respetando,
que el amado monte le esperaba como siempre
para sepultarle las penas.
Nadie se explicó nada,
ni mi abuelo mismo.
A veces creo que el campo
encarnó en su cuerpo,
y por eso tiene tantas cicatrices.
El campo en un vestido
Iban dos mujeres
caminando por la plaza,
las vi desde esta puerta.
Ambas usaban largas telas
que tocaban los suelos
y todo hombre que las tuvo.
Una mujer llevaba en su vestido un rascacielos,
vi muchos edificios
y personas que saludaban con cara de ventana,
vi el ritmo de los autos,
dos niños besándose.
La otra paseaba una llanura verde y fresca,
vi flores colgando de cada hilo,
al sol borracho de mañana,
un gallo que cantaba como oeste,
vi tu cara,
y una vaca pintita en la tela
viéndome mirar a la mujer del vestido.
El campo de batalla
Cada campo,
según leyendas,
fue un lugar de batalla.
Nadie se arrepintió de no ver otra vez a su mujer.
Los hombres
antes guerreros,
fueron a la ciudad.
El ruido haciendo casas
los intimidó,
se escondieron tras sus barbas
y regresaron todos a los campos.
Días después,
las mujeres platicaban
que habían vuelto con el corazón chiquito.
El campo en una revista
Los Campos Elíseos
no tienen nada de campo.
Nunca debí haber visto en esa revista
las fotos secas
de la avenida en París.
Unos árboles domesticados
en el concreto de izquierda a derecha,
de abajo hasta arriba.
Nunca debí haber visto en esa revista
el artículo de Los Campos Elíseos.
La imagen floreada en mi cabeza
de las abiertas praderas,
abiertas también a la vida
se fue hasta el fondo,
al fondo de ese concreto
pisado por gente francesa colgada de un café.
Ojalá me hubiera quedado con la idea
de aquel lugar albino
donde los dioses hablarían
mientras repartían los ríos y sus aguas.
Pude haber pensado
antes de ver esa revista,
la decepción es todavía más grande.
El hombre no es mas que un campesino
esperando el camión
que le lleve a la ciudad.
El campo de la filosofía
Es tan joven el domingo
desde el asiento de una camioneta.
Las gotas de lluvia
en las ventanas
van como espermatozoides
hacia el útero.
Mi útero
lo perdí
antes de usarle.
Que íbamos al Paraíso.
Que te crees producto de otros planetas
porque no tienes papá.
Que ya no existe el sentido común.
Nadie vaya a decirme
que por amor pasa lo que pasa.
Déjenme explicarlo:
Las gotas de lluvia
también vienen de otro planeta,
y nadie dice nada.
El Paraíso es un campo
lleno de mierda de vaca
y nopales.
El mundo es una plática
muy larga,
lechosa,
entre viejitos
y todos los viejitos
hablan entre dientes.
Bien harán los que se queden
entre las milpas.
El Paraíso es este paraíso.
Ni el mundo,
ni el Paraíso,
ni el útero
tuvo útero,
o quién sabe.
Poemas pertenecientes al libro Los campos no elíseos, ganador del segundo Premio de Poesía Joven Alejandro Aura 2015, publicado por Editorial Elefanta en 2016
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