Andrés Fernández de Andrada
(Sevilla, 1575 - México, 1648) fue un poeta y militar español.
Fue capitán del ejército español y estuvo en México, donde murió en la más absoluta pobreza, e ignorado de todos. Se le conoce fundamentalmente como autor de una obra que figura en todas las antologías de poesía clásica española por su perfección, la Epístola moral a Fabio, cumbre de la epístola horaciana en España. Sus fuentes literarias vienen del Antiguo Testamento, Séneca y Horacio y representa el espíritu de tradición senequista y de ascetismo cristiano en España, invitando a la resignación de una vida en aurea mediocritas o "dorada medianía" y reflexionando sobre la brevedad de la vida y la condición humana.
La autoría del poema ha sido demostrada modernamente, por más que se atribuyera en principio a otros poetas de la época como Bartolomé Leonardo de Argensola o Francisco de Rioja. El primero en atinar con el verdadero escritor del poema fue Adolfo de Castro en un trabajo publicado en 1875, y Dámaso Alonso lo confirmó muchos años después con nuevos datos.
El destinatario del poema en tercetos encadenados fue el corregidor de la ciudad de México Alonso Tello de Guzmán, deseoso de pretender cargos en la Corte, y le invita a la búsqueda de la virtud, la resignación y el "áureo equlilibrio", cantado ya por Horacio y Fray Luis de León en sus poesías. El poema se desarrolla con un visible ritmo bimembre, recurriendo al artificio del braquistiquio para destacar el significado de las palabras importantes.
Epístola moral a Fabio
Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere
y donde al más activo nacen canas.
El que no las limare o las rompiere,
ni el nombre de varón ha merecido,
ni subir al honor que pretendiere.
El ánimo plebeyo y abatido
elija, en sus intentos temeroso,
primero estar suspenso que caído;
que el corazón entero y generoso
al caso adverso inclinará la frente
antes que la rodilla al poderoso.
Más triunfos, más coronas dio al prudente
que supo retirarse, la fortuna,
que al que esperó obstinada y locamente.
Esta invasión terrible e importuna
de contrarios sucesos nos espera
desde el primer sollozo de la cuna.
Dejémosla pasar como a la fiera
corriente del gran Betis, cuando airado
dilata hasta los montes su ribera.
Aquel entre los héroes es contado
que el premio mereció, no quien le alcanza
por vanas consecuencias del estado.
Peculio propio es ya de la privanza
cuanto de Astrea fue, cuanto regía
con su temida espada y su balanza.
El oro, la maldad, la tiranía
del inicuo, precede, y pasa al bueno:
¿qué espera la virtud o qué confía?
Ven y reposa en el materno seno
de la antigua Romúlea, cuyo clima
te será más humano y más sereno;
adonde, por lo menos, cuando oprima
nuestro cuerpo la tierra, dirá alguno
«¡Blanda le sea!», al derramarla encima;
donde no dejarás la mesa ayuno,
cuando en ella te falte el pece raro
o cuando su pavón nos niegue Juno.
Busca, pues, el sosiego dulce y caro,
como en la oscura noche del Egeo
busca el piloto el eminente faro;
que si acortas y ciñes tu deseo,
dirás: «Lo que desprecio he conseguido,
que la opinión vulgar es devaneo».
Más quiere el ruiseñor su pobre nido
de pluma y leves pajas, más sus quejas
en el bosque repuesto y escondido,
que agradar lisonjero las orejas
de algún príncipe insigne, aprisionado
en el metal de las doradas rejas.
Triste de aquel que vive destinado
a esa antigua colonia de los vicios,
augur de los semblantes del privado.
Cese el ansia y la sed de los oficios,
que acepta el don, y burla del intento,
el ídolo a quien haces sacrificios.
Iguala con la vida el pensamiento,
y no le pasarás de hoy a mañana,
ni quizá de un momento a otro momento.
Casi no tienes ni una sombra vana
de nuestra grande Itálica, ¿y esperas?
¡Oh error perpetuo de la suerte humana!
Las enseñas grecianas, las banderas
del senado y romana monarquía,
murieron, y pasaron sus carreras.
¿Qué es nuestra vida más que un breve día,
do apenas sale el sol, cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?
¿Qué más que el heno, a la mañana verde,
seco a la tarde? ¡Oh ciego desvarío!
¿Será que de este sueño se recuerde?
¿Será que pueda ver que me desvío
de la vida, viviendo, y que está unida
la cauta muerte al simple vivir mío?
Como los ríos, que en veloz corrida
se llevan a la mar, tal soy llevado
al último suspiro de mi vida.
De la pasada edad ¿qué me ha quedado?
O ¿qué tengo yo, a dicha, en la que espero,
sin alguna noticia de mi hado?
¡Oh si acabase, viendo cómo muero,
de aprender a morir antes que llegue
aquel forzoso término postrero:
antes que aquesta mies inútil siegue
de la severa muerte dura mano,
y a la común materia se la entregue!
Pasáronse las flores del verano,
el otoño pasó con sus racimos,
pasó el invierno con sus nieves cano;
las hojas que en las altas selvas vimos
cayeron, ¡y nosotros a porfía
en nuestro engaño inmóviles vivimos!
Temamos al Señor, que nos envía
las espigas del año y la hartura,
y la temprana pluvia y la tardía.
No imitemos la tierra siempre dura
a las aguas del cielo y al arado,
ni la vid cuyo fruto no madura.
¿Piensas acaso tú que fue criado
el varón para el rayo de la guerra,
para sulcar el piélago salado,
para medir el orbe de la tierra
y el cerco por do el sol siempre camina?
¡Oh, quien así lo entiende, cuánto yerra!
Esta nuestra porción alta y divina
a mayores acciones es llamada
y en más nobles objetos se termina.
Así aquella que sólo al hombre es dada
sacra razón y pura me despierta,
de esplendor y de rayos coronada;
y en la fría región, dura y desierta,
de aqueste pecho enciende nueva llama,
y la luz vuelve a arder que estaba muerta.
Quiero, Fabio, seguir a quien me llama,
y callado pasar entre la gente,
que no afecto los nombres ni la fama.
El soberbio tirano del Oriente,
que maciza las torres de cien codos,
del cándido metal puro y luciente,
apenas puede ya comprar los modos
del pecar. La virtud es más barata:
ella consigo misma ruega a todos.
¡Mísero aquél que corre y se dilata
por cuantos son los climas y los mares,
perseguidor del oro y de la plata!
Un ángulo me basta entre mis lares,
un libro y un amigo, un sueño breve
que no perturben deudas ni pesares.
Esto tan solamente es cuanto debe
naturaleza al parco y al discreto,
y algún manjar común, honesto y leve.
No, porque así te escribo, hagas conceto
que pongo la virtud en ejercicio:
que aun esto fue difícil a Epicteto.
Basta, al que empieza, aborrecer el vicio
y el ánimo enseñar a ser modesto;
después le será el cielo más propicio.
Despreciar el deleite no es supuesto
de sólida virtud, que aun el vicioso
en sí propio le nota de molesto.
Mas no podrás negarme cuán forzoso
este camino sea al alto asiento,
morada de la paz y del reposo.
No sazona la fruta en un momento
aquella inteligencia que mensura
la duración de todo a su talento:
flor la vimos primero, hermosa y pura;
luego, materia acerba y desabrida;
y perfecta después, dulce y madura.
Tal la humana prudencia es bien que mida
y comparta y dispense las acciones
que han de ser compañeras de la vida.
No quiera Dios que siga los varones
que moran nuestras plazas, macilentos,
de la virtud infames histrïones;
esos inmundos trágicos y atentos
al aplauso común, cuyas entrañas
son infaustos y oscuros monumentos.
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de rüido
por el vano, ambicioso y aparente!
Quiero imitar al pueblo en el vestido,
en las costumbres sólo a los mejores,
sin presumir de roto y mal ceñido.
No resplandezca el oro y los colores
en nuestro traje, ni tampoco sea
igual al de los dóricos cantores.
Una mediana vida yo posea,
un estilo común y moderado,
que no le note nadie que le vea.
En el plebeyo barro mal tostado,
hubo ya quien bebió tan ambicioso
como en el vaso múrrino preciado;
y alguno tan ilustre y generoso
que usó como si fuera vil gaveta,
del cristal transparente y luminoso.
Sin la templanza ¿viste tú perfeta
alguna cosa? ¡Oh muerte!, ven callada
como sueles venir en la saeta;
no en la tonante máquina preñada
de fuego y de rumor, que no es mi puerta
de doblados metales fabricada.
Así, Fabio, me muestra descubierta
su esencia la verdad, y mi albedrío
con ella se compone y se concierta.
No te burles de ver cuánto confío,
ni al arte de decir, vana y pomposa,
el ardor atribuyas de este brío.
¿Es por ventura menos poderosa
que el vicio la virtud, o menos fuerte?
No la arguyas de flaca y temerosa.
La codicia en las manos de la suerte
se arroja al mar, la ira a las espadas,
y la ambición se ríe de la muerte.
¿Y no serán siquiera tan osadas
las opuestas acciones, si las miro
de más ilustres genios ayudadas?
Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé: rompí los lazos.
Ven y sabrás al grande fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.
Silva a la toma de Larache
La entrega de Larache al Re[y] Nuestro Señor don Phelippe III.
La muerte del Rey de Francia Enrique [IV].
La expulsión de los moriscos de estos Reinos de España.
SILVA
...que hoy ves en tus castillos y riberas,
ni el oprimir tus olas
las naves y galeras españolas,
y por el precio vil el Africano
entregar el imperio
del soberbio oceano
a estraña religión, a estraña gente,
no con pavor detenga tu corriente.
Luco, famoso río,
prevén un nuevo espanto,
prevén admiración a un caso mío.
Bien sé toda la historia;
no me relates el antiguo llanto,
ni aquel oscuro día
en que perdió su príncipe y su gloria
la ilustre Lusitania,
ni me digas que mire a Mauritania,
que ya venció, vendida
por una avara mano fementida;
oye mayor suceso, escucha el cuento
desigual al humano pensamiento.
Luteria, tú que con dolor sospiras,
suelto el cabello y sin la antigua pompa,
¿por qué te maravillas
que cuando se enlazaba las hebillas
del grabado y luciente coselete,
y cuando ya el penacho en el almete
lozano ventilaba,
y agudos filos a su espada daba
ese tu rey guerrero,
amenazando a España,
a Italia y a Alemaña,
una plebeya mano y un cuchillo
quitase a las falanges su caudillo,
apagase la antorcha, el triste fuego
que había de abrasar nuestro sosiego?
Enrico yace muerto...
Por desgracia, se trata de un fragmento sin principio y sin final. De los tres temas anunciados en el título, es en medio del primero (la entrega de Larache) donde comienza el fragmento; y termina cuando aún faltaban versos del segundo tema (asesinato de Enrique IV).
Es curioso que en un poema serio, como éste (muy distinto de la habitual sátira política), se hable, sin rebozo, del carácter de compra, y no de victoria guerrera, que tuvo la adquisición de Larache por España:
…por el precio vil el Africano
entregar el imperio
del soberbio oceano
a estraña religión, a estraña gente
E insiste aún:
ni me digas que mire a Mauritania,
que ya venció, vendida
por una avara mano fementida
En el título del fragmento se dice «la entrega de Larache». En Madrid, en cambio, la adulación cortesana cantó «la toma de Larache».
Así, Góngora, en su famosa Oda (Obras completas, núm. 396). Claro que ni el más adulador cortesano podría convertir en hazaña guerrera lo que fue trato; y en la misma canción de Góngora se ve bien patente: España eleva al cielo sus oraciones de gracias, a la alta de Dios, sí, no a la de un moro bárbara majestad, reconocida … (vv. 38-39)
Y más adelante le dice el poeta a Felipe III:
…si a las armas no, si no al funesto
son de las trompas (que no aguardó a esto),
Abila su coluna
a vuestros pies rindió, a vuestra fortuna… (vv. 74-77)
El tono de áulica lisonja es, sin embargo, evidente; y más aún en un soneto que Góngora dedicó también al tema de Larache (Obras completas, núm. 316).
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