Nació en Granada en diciembre de 1935. Cursó estudios de Filosofía y Letras y se doctoró en Filología Hispánica por la Universidad de Granada, en la que ha ejercido como Catedrática de Didáctica de Lengua y Literatura en la Facultad de Ciencias de la Educación.
Escritora y profesora universitaria. En 1958 fue Premio Extraordinario de la Licenciatura en Filosofía y Letras (Universidad de Granada). En 1989 forma parte del Grupo de Investigación de Sociolingüística Infantil Andaluza. Se doctora en Filología Hispánica en 1995 con una tesis que reivindica la figura del postergado escritor granadino Nicolás María López, sobre el que publica el estudio biográfico Antón del Sauce, vida y obra (1996). Hasta su reciente jubilación, ha desempeñado una reconocida labor docente como Catedrática del Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada.
Mariluz Escribano ha mostrado siempre un especial interés y dedicación por la rica tradición oral de la literatura granadina, realizando numerosos trabajos de investigación y creación sobre dicho asunto (varios de ellos en colaboración con Tadea Fuentes Vázquez, compañera de trabajo y de vida, dada la estrecha amistad que unió siempre a ambas y que, al fallecimiento de esta última, llevó a Mariluz a coordinar, junto a Matilde Moreno, la publicación Tadea seu der liber amicitia. Homenaje a la Dra. Tadea Fuentes, 2001). En este sentido, obras destacadas son Romancero granadino de tradición oral. Primera Flor (1990), Retahílas infantiles de tradición oral (1993), Juegos infantiles granadinos de tradición oral (1994), Cancionero granadino de tradición oral (1994), Romancero granadino de tradición oral. Segunda Flor (1995), Adivinancero granadino de tradición oral: retahílas y trabalenguas (1996) y Canciones de rueda. Danzas (2003). En las últimas décadas, Mariluz Escribano Pueo ha colaborado con asiduidad en las páginas de opinión del diario Ideal de Granada, donde ha mostrado una prosa excelente que ha marcado un estilo propio dentro del género periodístico. De hecho, muchos de los artículos entregados al público a través de dicho medio han sido después recopilados en libros como Ventanas al jardín (2002) o El ojo de cristal (2004). La obra de creación literaria de Mariluz Escribano, definida por la profesora Remedios Sánchez García como una de las mejores aportaciones literarias del siglo XX, ha transitado por todos los géneros literarios, siendo autora de la novela Papeles del diario de doña Isabel Muley (1996), el libro de memorias Sopas de ajo (2000), con grabados de Dolores Montijano, y los poemarios Sonetos del alba (1991), Desde un mar de silencio (1994) y Canciones de la tarde (1995). En colaboración con la mencionada Tadea Fuentes escribe Diálogos en Granada (1995), bellísimo testimonio literario de la contemplación del mundo desde el prisma de la amistad.
Otras obras de creación son: Cartas de Praga (1999), Memoria de azúcar (2002) o Jardines, pájaros (2007). Mariluz Escribano ha realizado igualmente una destacada labor investigadora en el ámbito de la didáctica de la lengua y la literatura, con numerosos capítulos de libro y artículos en revistas científicas.
Junto a Elena Martín Vivaldi, Mariluz Escribano es una de las escritoras más profundas, más intimistas y más heterogéneas que ha dado la poesía granadina en los últimos cincuenta años. Su poesía usa el lenguaje como herramienta de complicidad con el hombre de la calle que siente, vive, ama y recuerda. Es una poesía comprometida y accesible, cargada de sentidos y abierta a las miradas de los otros, que son los que la completan. La tradición literaria y la singularidad se dan la mano en la construcción de su mundo poético, en el que la armonía con la naturaleza tiene un papel fundamental, como portadora de serenidad para la modulación de la introspección del sentimiento.
Hija del Director y profesor de la Escuela Normal de Maestros de Granada Agustín Escribano, asesinado por los franquistas en julio de 1936 y de la profesora y Directora de la Escuela de Señoritas de la misma ciudad, Luisa Pueo Costa, sobrina de Joaquín Costa, "depurada" por los mismos, la ausencia del padre, a quien no llegó a conocer, y los sufrimientos de la familia, cercana y amiga de la de García Lorca, hizo vivir a Mariluz Escribano desde su infancia la dura condición de los republicanos liberales, perseguidos y marginados en su propia tierra.
Selección de poemas
IX
Tuya es mi voz y el hueco de mi mano,
mi cálida sonrisa intrascendente,
los suspiros que van, sencillamente,
de mi aliento a tu aliento tan lejano.
Nada vive en mi sangre tan cercano
como tu corazón. Serenamente
creces en mí, y en mí como simiente
te guardaré mañana. Y será en vano
que la tarde me llame a la tristeza,
con sus dorados tonos otoñales
porque te tengo a ti por centinela.
Y es tanta la ternura y la tibieza
que derraman tu gesto y tus modales
que tu sola existencia me consuela.
(De Sonetos del alba, 1991)
XVII
Desmayo de la tarde hacia el poniente,
paso a paso la sombra descendiendo,
quebrada ya la brisa, oscureciendo,
cipreses en el agua de la fuente.
Un temblor de la hierba que se siente
herida soledad, siempre sufriendo
sin flor ni aroma, apenas si creciendo
socorrida de amor por la corriente.
Pequeña alondra que en el chopo canta
acunando la tibieza sobre el trigo
ajena a la alegría que levanta.
Del monte anochecido se adelanta
este olor a mastranzo que persigo
para verde collar de mi garganta.
(De Sonetos del alba, 1991)
En el niño el misterio es su mirada intacta
que adjetiva la savia del húmedo futuro,
cuando alcanzar al hombre es nombrar la tristeza
y sentir como el tiempo suprime los pronombres.
El niño es el regreso a un espejo de hierbas
con senderos que surcan un sol indeclinable
que los pájaros vencen con sus vuelos oscuros.
El recuerdo camina con sus pasos de lino
por la laguna inmensa de sus puras pupilas,
y como el mar regresa,
con vocación de ola,
a posarse en la densa penumbra
de los sueños.
Y es así que esta tarde,
Cuando me miro y siento los puñales del tiempo
Con esquinas de múltiples alfileres de agua
Que me cosen la boca con heridas pequeñas
Con sosiegos, silencios
Y soledades claras.
Cuando no tengo a nadie a quien cantarle un verso
O darle una limosna de beso remansado,
Con quien hablar de nada
Con serena tristeza,
leo a Guillén y pienso:
el amor fue mi casa,
quiero decir mi madre,
con sus andares lentos,
con su afanoso amor por ordenar la casa
y conservar la harina de los racionamientos,
los retales,
los hilos
y la esperanza intacta.
Necesario es decir que mi madre cantaba.
Yo no sé si cantaba para olvidar escombros,
ruinas,
muertes,
tristeza,
guerras,
hombres,
palabras,
telarañas del tiempo,
sangre no regresada,
pero yo la miraba desde el patio llovido,
sentada en la terraza,
cuando el otoño alzaba una luz de madera,
y pensaba: es mi madre,
definitivamente,
y mi madre es mi casa.
Detrás de los visillos silenciosos y albos,
náufragos en el aura dorada de la tarde,
habitaba la luz insomne de mi madre,
su silencio de flor,
su soledad de pájaro.
Yo la miraba estar,
nunca quieta,
gozosa,
amasando la blanca pobreza de la harina.
Otras veces, tocaba, sosegada, el piano
o cosía con leve puntada primorosa
para evitar la dura pobreza de las telas.
La casa era modesta,
pero mi madre hermosa,
con sus gráciles manos como ríos o arroyos
que trabajan la inmensa desolación del tiempo.
Su cuerpo se poblaba de fantasmas insomnes
de tristezas de hilo guardadas en baúles
y recordaba siempre, con mirada de sueño,
la palidez de agua de su infancia de musgo.
La nostalgia era en ella sustancia de madera,
persistencia de algas sobre los ojos limpios.
Mi madre era la fuerza sideral de los hondos
caminos de la espiga alejada del agua.
Y es que yo la miraba desde el patio llovido,
cuando la superficie de la tarde moría,
y sabía que ella reposaba un momento
y leía despacio a Miguel de Unamuno.
Y ahora, cuando no vuelve,
cuando la llamo y nada
presagia su palabra de inmediata costumbre,
desde el patio la llamo,
desesperadamente,
y sólo el mar responde,
es decir, sólo el viento,
quiero decir la brisa,
aquella que movía su pelo, levemente,
mientras la luz de otoño deshacía
la suave penumbra de los arces.
(De Desde un mar de silencio, 1993)
Canción del silencio
En las horas pisadas por las sombras
en un gesto final de despedida,
cuando es tarde y tardíamente escucho
esta niebla o canción que me regresa,
todos los muebles tienen
una poblada soledad de incierta
nostalgia telefónica.
Y los libros me miran
con sus ojos de octubre
y el cigarrillo clama
urgido desde el piano
con volutas que pasan
transitan, me construyen
la palabra de amor en que trabajo.
Sobre la mesa, intacta,
la violeta de un nombre
que desprende una página.
Yo ya sé que es domingo
y que la brisa tiene una luz convocada
que me recuerda el mar.
Pero deja que guarde entre mis manos
limosnas de silencio:
siempre dejan sus huellas
espacios de rocío en la mirada.
(De Canciones de la tarde, 1995)
CANCIÓN DE LA TRISTEZA
Aquí está la tristeza.
No hay mar para abarcarla con latidos
de barcos por sus olas,
no hay albas más inciertas por sus bordes,
ni sueños que respiren
paisajes humanísimos y ocasos.
Porque está aquí y es sólo la tristeza
de saberme mujer como manzana
asomada a la lluvia del espejo,
a una historia desnuda de relatos
y un pasado sin nombre y consecuente
y justamente azul, como debiera,
como debe erigirse en la memoria.
Ahora tengo una mano de marfil
y otra de ausencia
y ejerzo de tristeza y de noviembre.
(De Canciones de la tarde, 1995)
CANCIÓN DEL OLVIDO
No recuerdo tu nombre
aunque abejas libaran tu apellido
pródigas en la miel.
Desde el rincón del libro
donde habitaba el son de aquel poema
desprende polvo una flor.
Y el mar, que no se muere,
ha borrado la arcilla de tu nombre
para que no regrese
a mis labios de sal y enredadera.
(De Canciones de la tarde, 1995)
Umbrales de otoño (Hiperión, 2013)
Vivirás en mi verso cuando la luz se acabe,
por eso yo te canto germinal y sencillo,
descubriéndote el alma cuando el cielo está quieto
y el silencio se puebla de planetas sin nombre.
YO NO SÉ SI RECUERDAS
Para Luis García Montero
Yo no sé si recuerdas los jardines,
el camino del mar que era aquel río
desmemoriado y pobre.
Si la infancia volviera hasta tus ojos,
si acaso regresaras, si regresas,
descansa el pie bajo el laurel antiguo,
detente ante las rosas invernales,
recupera una infancia de arboledas,
antes de entrar al templo de los dioses.
Que el tranvía te diga
adiós con un pañuelo,
que compartas la música del pájaro,
sin olvidar que esta ciudad es triste,
melancólicamente desnutrida,
con la ruindad del mundo en sus zapatos.
Si volvieras, al fin, si regresaras,
eleva la mirada hasta la altura
y sueña una ciudad que tiene un río
que te hizo almirante sin saberlo.
(De Umbrales de otoño, 2013)
LOS OJOS DE MI PADRE
Los ojos de mi padre,
los ojos de mi padre,
mirándome en la patria cereal de los trigos,
en un tiempo de cunas
mecidas por el viento de la guerra,
mirando cómo crezco
en los abecedarios
y conquisto sonidos primitivos
balbuceos, palabras necesarias,
porque él me empuja y vuelve,
desde su corazón y sus espigas,
su corazón de tierra y manantiales,
patria de tierra y gritos apagados.
Mi padre es un silencio
que mira como crezco.
Sus manos me conforman,
me miran la estatura,
la dimensión del cuerpo,
averiguan gozosas
que me elevo en trigal.
Las manos de mi padre
tocan mi cuerpo y cantan,
y yo sé que me acunan
con nanas de caballos,
con la salmodia triste del judío,
del converso que habita por su sangre.
Pero paseo con mi padre.
Abandono en sus manos
mis manos tan pequeñas,
y al calor de su sangre
mis pulsaciones tienen
una ambición de tiempos.
En las luces inquietas de la tarde,
al borde de la noche,
vamos pisando hierbas, territorios,
ríos como torrentes, manantiales,
horizontes donde la niebla habita,
paisajes metalúrgicos y bosques,
ciudades, vientos, cordilleras,
blancas constelaciones.
Camino con mi padre.
Me nombra a las palomas,
pájaros migratorios,
aguanieves que rozan las praderas,
alcaudones de viento,
golondrinas, gorriones, avefrías.
Y todo pasa y llega de su mano,
y a mi infancia regresa
el calor confortable de su sangre
Cuando llegan los días de septiembre,
láminas del otoño,
las madrugadas frías y estrelladas
detienen sus palabras.
Pero es sólo un instante
de sangre y de fusiles
porque mi padre vuelve del silencio
y pasea conmigo
el callado silencio de las calles,
y los campos sembrados
y las constelaciones,
y su voz de madera me acompaña, me mira cómo crezco.
Todo el mundo conoce
que heredé de mi padre una bandera.
(De Umbrales de otoño, 2013)
Umbrales de otoño, de Mariluz Escribano
por José Sarria Cuevas
La autora hace funcionar la memoria como método, como motor del libro. Y es, precisamente, este milagro el que se experimenta al leer los poemas de Umbrales de otoño, en donde la poeta hace de su historia testimonio plenamente estético, perdurable y universal. Escribía Rilke en sus Apuntes de Malte Laurids Brigge que:
“para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales… es necesario pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas… es necesario tener RECUERDOS de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes paridas, que se cierran. Es necesario aún haber estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación con la ventana abierta y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta con tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues, los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso”.
Y este es el caso, pues en el poemario de Escribano todos los recuerdos, la experiencia vivida, el acontecer del pasado, se engarzan como un magma lírico para constituir al poema, desde la memoria universalizada, no como un fragmento de la vida de la autora, sino como una realidad transfigurada. La historia no es un simple acta notarial de la vida de la escritora, ni una crónica o una autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de la memoria, de donde van emergiendo recuerdos, imágenes, experiencias, la voz de la emisora de Paris, justo a las diez de la noche (p.37), una niña dorada de ojos de agua (p.45), el luto por Federico (p.53), el padre del que todos decían que heredó una bandera (p.49) y Granada, siempre las calles de Granada (p.54). Ese talento en contar las experiencias se hace milagro poético en el instante en que la autora logra universalizar a los personajes y convertirlos en nosotros mismos, hacer posible que nos identifiquemos con ellos de tal manera que nos llevan, también, a nuestros recuerdos, y nos sanan, y nos redimen, y nos salvan. Este es uno de los grandes logros del poemario de la autora granadina: la identificación inmediata del lector con el texto, gracias a ese proceso de universalización, imprescindible en la labor del poeta, que le faculta para hacer de lo particular lo general, tal y como lo ha expresado con precisión Antonio Enrique: “el testimonio -del poeta- elevado a categoría de símbolo plenamente estético, perdurable y universal, pues el poeta es quien, más que mira, ve y, más que ver, elabora lo que mira“.
En el aspecto puramente formal destaca en la escritura de Escribano la perfección del ritmo endecasílabo (poema “Carmen de los Mártires” y otros tantos versos) y la profusión de versos alejandrinos (como los poemas “A veces digo agua”, “Tus manos son dos fuentes”, “Nuestra historia”, “Tanto otoño” o “Vivirás en mi verso”). La armoniosa cadencia con que está escrito el poemario me hace recordar el suave rumor musical de las aguas que corren por los canales de la Alhambra. Esa templanza rítmica confiere al texto la eufonía necesaria para acompañar a la voz poética. Voz que se sustenta sobre un lenguaje claro, preciso, entendible y directo. Decía Pound que el poeta no puede escribir algo que no sea capaz de decir en una conversación. Este es el caso de Escribano, en quien precisión y claridad se dan la mano, haciendo alarde de un tono asequible, incluso casi coloquial, con capacidad de establecer un discurso poético de gran calado, de inmensa profundidad, absolutamente sensible.
Dividido en dos partes, de diecisiete y dieciocho poemas respectivamente cada una, el libro supondrá un espacio reflexivo donde el lector va a encontrar una poesía precisa, con una arquitectura sólida, elaborada a base de un lenguaje limpio y muy cuidado. Escribano establece un campo semántico continuo a lo largo de todo el poemario (otoño, lluvia, tarde, soledad, silencio, tristeza, etc.) para crear o recrear el mundo o espacio poético desde el que proyectar, con una equilibrada serenidad, un lugar reflexivo en donde hacer presente la memoria. Escribía Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo”, y es este es el mecanismo empleado por nuestra autora para anular el conjuro del destino y hacer posible el prodigio de devolverle su madre a aquella niña que la observaba trabajar
“entre papeles, /
libros, lapiceros y bordados”
o a su padre cuyos
“ojos, ya estrellados y dormidos, /
olvidaron las últimas /
heridas de la pólvora en el aire”
o a otros personajes, reales o ficticios, que conforman su universo lírico.
Pero nos perderíamos en forrajes que ocultan la hermosa visión que existe detrás de la maleza y nos extraviaríamos en extensas disecciones meramente colaterales si solo detuviésemos nuestra atención en lo puramente formal, que siendo fundamental en este texto no es, sin embargo, lo esencial. Hablaríamos de laberínticos conceptos y obviaríamos aquello que decía Wilde: “el hombre no ve las cosas hasta que ve su belleza”. Mariluz Escribano ha encontrado la belleza, la ha descubierto en el color ocre de la memoria de otoño y ha comenzado a hablarnos de ella: “Mi mano está escribiendo el color del recuerdo”. Esta es la esencia de Umbrales de otoño.
El corazón de la gacela (Valparaíso Ediciones, 2015).
Gabo
Cruzan los teletipos los océanos azules;
ha muerto Gabo dicen, como si fuera un cuento,
allá en Colombia habita el buitre que cantaba
esa mala noticia que nos deja. tan huérfanos.
El eco lo repite: ha muerto Gabo,
y un profundo dolor deja en los ojos lágrimas.
Macondo está de luto, con sus callejas lóbregas
y sus hombres alzados sobre el polvo del tiempo.
Cien años de soledad son pocos
los que nos deja el hombre
que levantó una patria con nombre de Macondo,
habitada por hombres y por mujeres tristes
tan solos en un mundo ajeno a la aventura.
Sólo queda en Colombia un rincón ignorado,
Macondo se llamaba y Macondo se llama,
algún aventurero buscará con presteza,
aquellos peces de oro de Aureliano Buendía.
(De El corazón de la gacela, 2015)
Escribiré una carta para cinco
Cuando surja la luz de primavera,
y las rosas dibujen sonrisas de colores,
escribiré una carta para cinco muchachos,
contándoles lo mucho que gané con la vida.
Escribiré desde una nube blanca,
con una tinta azul que no la borre el tiempo,
porque no volveré a pisar las arcillas,
ni la dura tristeza del asfalto.
Contaré que mi vida
fue una historia muy larga,
con mapas y lecciones
en un palacio antiguo,
el fragor de los trenes
hacia el país del trigo,
la lluvia sobre el mar
y las arenas suaves.
El Cantábrico allí,
tan lejos de Granada.
Después vinieron ellos,
esos cinco muchachos,
y los días pasaron
con nanas y con besos,
con los ojos dormidos
en cuna almidonada.
Mi corazón estuvo
siempre en guardia con ellos
Y ahora que ya han crecido
y conocen los mundos de las hierbas
los nombres de los pájaros,
la música del mundo,
los placeres del libro,
creo que ya he cumplido
mi misión en la tierra.
Escribiré una carta para cinco
cuando la primavera arribe
y me inunde la casa de amarillos.
(De El corazón de la gacela, 2015)
EL TIEMPO
Ahora que el tiempo ha dejado su huella,
sus pequeñas heridas
en el hueco del rostro,
ahora que todo pasa
por un espejo cóncavo
y da miedo asomarse
a los escaparates
con su luz de neón
y las bellas ofertas,
no hay nadie que me quite,
una infancia de calcetines blancos,
zapatos de charol
y una mirada clara.
Después de tantas lluvias
y atardeceres lentos,
ahora es tiempo de paz,
de paz y de memoria.
(De El corazón de la gacela, 2015)
El corazón de la gacela
Valparaíso (Granada, 2015)
Por José Antonio Santano
Se afirma que la patria del poeta es la palabra, pero no la única, me atrevería a añadir, porque verdaderamente, el poeta posee, al menos, dos: la palabra y la infancia, en ambas encuentra su universo propio, aunque también hay que decir que no siempre se dan las dos en todos los poetas, tampoco coexisten al mismo tiempo o una más que otra se amplifica según los poetas.
Sin embargo, en la poesía de Mariluz Escribano (Granada, 1935) sí nos encontramos con un universo poético en el cual tanto la palabra como la infancia son elementos determinantes en toda su trayectoria. Pero, además, la poesía de Escribano se reviste de una especial sensibilidad para el recuerdo, la memoria juega un papel preponderante, la emoción y el sentimiento se amalgaman con la palabra hasta crear un mundo poético personalísimo. Mariluz Escribano traza en “El corazón de la gacela” un camino que nos lleva, desde la experiencia y el conocimiento de lo vivido, hasta el sentimiento y la emoción trascendida, de manera que el lector vive y siente el temblor de la creación poética de su autora.
“El corazón de la gacela” nos muestra un mundo pleno, donde la sencillez del lenguaje –la palabra- se mezcla con el recuerdo del pasado, las vivencias, lo existencial –la infancia-, en un juego de sombras y luces propias de la condición humana. El poemario contiene cinco partes: “El temblor de la gacela”, “La gacela desolada”, “La gacela en el jardín”, “La incertidumbre de la gacela” y “La gacela pensativa”, precedidas todas por un proemio titulado “El tiempo”, pilar fundamental del discurso poético, y que podría concretarse en estos versos heptasílabos:
Después de tantas lluvias
y atardeceres lentos,
ahora es tiempo de paz,
de paz y de memoria.
Es el inicio del viaje, de un viaje retrospectivo, de pura evocación de lo vivido, en un canto estremecedor cuando se trata de la muerte, así en el poema “12 de septiembre de 1936”: «No hay árbol que cobije la ignominia / de una muerte con fierros y fusiles, / con descargas de balas asesinas / y un doce de septiembre ya en la historia». El recuerdo de aquel tiempo incivil pesa en la conciencia, el fusilamiento del padre, la madre y el destierro, el abuelo fluyen todavía por su sangre de gacela, como un temblor. Presente en su esencia la infancia permanece viva, aunque a veces sienta la soledad y la desolación:
Desnudadme de sueños y de alondras.
Dejadme al aire…
Devolvedme
la infancia que he perdido
porque quiero marcharme,
pero otras vuelve a la luz, a los colores de la primavera, al jardín: «Cada estrella un recuerdo, / un desconsuelo triste. / De mi padre conservo / un brillo planetario. / Y así voy por la vida, / rememorando abriles / con noches de planetas, / y esa paz infinita / de la flor y la fruta».
Persevera en el tiempo que todo lo domina, que clava su cuchillo en los días y en las noches y hace del vivir una suerte extraña, mezcla de dolor, de realidad e incertidumbre:
Vivo en el tercer piso
de una desolada tristeza. […]
Mis piernas, tan dormidas,
sueñan un mundo antiguo:
pasear por los verdes
caminos de la vida.
Mariluz Escribano escribe desde el conocimiento de lo vivido y sentido, y por eso vuelve continuamente a la infancia:«Hoy, cuando es junio en la rosa, / me gustaría habitar / los años de mi infancia», y son los niños objeto de su amor, unas veces: «Los niños han dejado / silenciosa la casa», también de rebeldía y denuncia cuando se trata de su maltrato: «Son los niños soldados, pequeños como almendras, / que duermen con un fierro debajo de la almohada, / hasta que albea el día, vuelven a las trincheras, / y al escombro que deja la guerra en las calles». Versos estos que dan contenido a la última parte del libro, “La gacela pensativa”, y que cierra con otros poemas que evocan a Granada: «La ciudad de Granada ha perdido la guerra. / Los especuladores guardarán de por vida / una negra conciencia de destrucción y muerte», que piden la paz:
Pido el perdón del mundo para los asesinos
aquellos que mancharon sus manos con la sangre
de muchos de los nuestros dejándonos sin padres,
dejándonos sin hijos y sin pan para el hambre.
Pido la paz del mundo para todos,
y los que hablan del cansancio, del envejecimiento de las cosas:
Envejecen las cosas y también las palabras:
ahora me cuesta mucho escribir estos versos.
Lúcida poesía, evocadora, testimonial. Voz honda y destacada la de Mariluz Escribano en el panorama de las letras españolas.
CUANDO ME VAYA
Dejaré un silencio en el recuerdo,
sonidos de una voz que fue muy joven,
y un aroma de sándalo y cipreses
para que no me olvides.
Y ahora, cuando el sol desaparece
con la promesa de una noche clara,
las estrellas se esconden
y están muertas de tanta nívea luz.
Dejaré abierta la ventana.
Un gorrión divulgará mi huída,
y un frescor de mañana
anunciará mi marcha,
con trémula voz para llamarte.
Cuando me vaya
perderé las praderas,
los bosques encendidos de noviembre,
el verde del jardín en primavera,
la tenue luz de los planetas,
la sonrisa de un niño,
el calor de un amigo,
lágrimas de dolor por los caminos
que transité tan alta,
la caricia de un perro
que dio fuego a mis manos.
Cuando me vaya
habré perdido tantas cosas,
que creceré en trigal
por no morirme.
(Inédito)
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