Jorge Sosa
(Ciudad de México, 1981)
Miembro del colectivo de arte multimedia Los KFGC,
Publicaciones en Los Noveles, Viento en Vela, Palestra, Revista el Humo, Cuadrivio y Playboy México.
http://thezombiecity.blogspot.mx/
La pareja del departamento de arriba
discute una infidelidad.
Los padres de la familia
del departamento de abajo
gritan para callarlos
y que los niños puedan dormir.
En medio, los escucho
con los ojos abiertos,
conservo sus palabras
en frascos para el insomnio.
Al otro día, cuando los encuentro
en las escaleras, apenas me saludan
avergonzados.
No saben cuánto los necesito.
Camino en el Centro
con Michael.
Es un turista
que acabo de conocer.
Nos corrieron
de la cantina donde bebíamos
por poner en la rocola
cincuenta veces consecutivas
God save the queen.
En una esquina
se detiene a orinar
sobre un montón de escombros.
Me pregunta por qué
nadie los recoge,
le digo que han estado ahí
desde el bombardeo nazi.
En su intento por verme
por encima del hombro,
se orina los zapatos.
Seré yo
quien entre marchando a la ciudad
arropado por un ejército
de empleados de gasolinera
y cajeras de banco:
mis novios, mis novias y yo.
Los niños
arrojarán botellas llenas de flores
a nuestro paso,
como bombas molotov.
Mis novios, mis novias y yo
fumando marihuana
en los centros comerciales,
cogiendo en las cabinas
de cajeros automáticos,
pintando con plumones negros
las pantallas de los televisores.
Mis novios, mis novias y yo
vamos a explorar
en la cajuela de un auto
frente al palacio de gobierno
del aburrimiento.
Hay perros
en la playa a la que llegamos.
Vemos cinco
pero sospecho que hay más,
vigilándonos a escondidas.
Estamos borrachos
y hemos viajado más de diez horas.
Los perros nos lamen
si nos quedamos dormidos,
se toman nuestra cerveza,
se acuestan a la sombra
que proyectan nuestros cuerpos.
El negro intentó robar
nuestros zapatos,
el blanco con manchas café
le pisó la cara a G.
Lo tengo todo en fotografías
pero en ninguna sale el mar.
Sobrepeso
Una valla publicitaria pregunta
en mi camino a casa:
¿te gusta ser quien eres?
Como un enfermo mental
que no distingue las letras
de los sonidos,
respondo en voz alta: no.
Cada mañana tengo la oportunidad
de llamarme como quiera.
Sebastián es un nombre que me gusta
y no quiero tener otro hijo.
Yo podría ser mi propio hijo.
Sería tan fácil,
en un arrebato de sinceridad,
admitir que no quiero conservar
el recuerdo de una infancia
en la que creía tener la cabeza muy grande
y el cuerpo demasiado menudo.
De nada me sirve
el rechazo de mujeres
que no me recuerdan,
ni el odio de las que me recuerdan.
Quizá me volvería más ligero
sin los últimos ocho años
de oficina, cuotas
y revisiones policiacas.
No aprendí nada
y no creo que nadie aprenda nada
de cosas tan tristes y triviales.
Tal vez si dejara caer esto
definitivamente hacia el pasado
dentro de una bolsa negra de plástico
la joroba de mi espalda se enderezaría
y mis pies al fin se despegarían del suelo.
Mi vida sería permanecer
tumbado en un césped
bajo la caricia del agua de los aspersores.
Sebastián Sosa, hijo de Jorge Sosa
(el que no jugó para los Bravos de Atlanta),
bajo un puente contando chistes
a cambio de monedas
no se arrepiente de nada.
¿Qué tan pronto es ahora?
Desde los techos de mi ciudad, francotiradores del ejército han disparado contra gente desarmada. Un vecino me apuntó con una pistola por hablar con su prima en la calle. En la escuela, cada pastilla de la enfermería estaba caduca.
Si sobrevives, quedan miles de canciones de amor, baladitas pop que se te enredan en el cuello poco a poco. Dejan marcas de espinas, colmillos de vampiro. Espesan la sangre hasta volverla aceite. Si tienes suerte, te asfixian con una boca en tu boca mientras duermes.
En un monasterio malayo,
un grupo de monjes
aplica presión con las manos
en varios puntos de las plantas de los pies
que resulta en la pérdida total
del sentido del tacto.
Es necesario
para los que caen de un risco
y se rompen
contra las piedras y el hielo.
Les da unos momentos de paz
antes de la morir.
El nombre de la técnica
puede traducirse como
“el silencio del cuerpo”
o
“el silencio de Dios”.
Gerardo se lastima el cuello
cabeceando un balón de futbol,
tiene que girar el torso cuando le hablan
como un muñeco sin articulaciones.
Los meniscos de Grissel
tienen pesadillas
de cinco años de pentatlón.
Ánuar se divorcia
felizmente
de la mayoría de sus muelas.
Entre una enfermedad y la siguiente
acomodamos nuestras caminatas
en busca de la mejor fiesta
de la noche oscura del alma,
esperando que los inquilinos
de nuestro cuerpo
nos olviden
un poco más de tiempo.
Nosotros los enfermos
tomamos vacaciones
para ver a las ballenas
nadar hacia la extinción.
Desayunamos analgésicos
para soportar la luz del sol
y las sonrisas de los niños.
Nos dan miedo
las bocas de otras personas.
Siempre estamos buscando
una pastilla, una jeringa
que traíamos en la mano
hace apenas un momento.
Tú y yo
sobrevivimos.
Tus padres, mis amigos
están muertos,
junto con cada jugador de futbol
y artista moderno del planeta.
Sus cadáveres
son el pasto
del nuevo mundo,
nuestro mundo.
Levantamos los pies
para no tropezarnos con sus cuerpos
en los centros comerciales.
Son los insectos
del nuevo mundo.
Tú y yo
saqueamos las tiendas,
invadimos las casas que nos gustan,
fumamos un cigarro de cada cajetilla,
somos la enfermedad
del nuevo mundo.
Veo la carne cruda en el mercado,
los pescados me observan
con sus ojos que nunca mueren
y me pregunto si esto es el amor de las canciones pop.
Encontré un diente en mi taza de café.
No se lo dije al mesero,
lo traigo en el bolsillo.
¿Tú te mudaste a Marte
y pasas la tarde acariciando
la arena roja
y rasguñándote las piernas?
¿Te quedas dormida
en las dunas?
¿Encontraste un diente
en tu comida?
.
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