ENRIQUE KALAW LAYGO
Enrique Kalaw Laygo (Lipá, Batangas, Filipinas, 16 de junio de 1897 - Manila, Filipinas, 28 de junio de 1932) fue un periodista, ensayista y escritor filipino. Es considerado como el cuentista más importante de la época dorada de la literatura hispanofilipina y fue ganador del premio Zóbel en 1925.
Enrique Laygo nació el 16 de junio de 1897 en Lipá, Batangas, Filipinas. Estudió en el Colegio de San Javier y luego en el Ateneo de Manila, de donde se graduó como bachiller en artes en 1916. Estudió leyes pero nunca ejerció la carrera, dedicándose en su lugar al periodismo en el diario «El filipino» y luego en el periódico «La Vanguardia». Al dejar este último pasó a trabajar como jefe de publicaciones en la Biblioteca Nacional y al mismo tiempo colaboraba en el diario matutino «El debate». En 1924 contrajo matrimonio con Florencia Katigbak en Baguio, Benguet con quién tuvo 5 hijos. Falleció el 28 de junio de 1932 a manos de Juan Dimayuga, hermano de un congresista con el que Laygo pensaba disputar la representación de la provincia de Batangas. El asesino fue inicialmente condenado a catorce años, ocho meses y un día de reclusión por el crimen.
Obras
«Caretas (Cuentos Filipinos)» fue el único trabajo literario publicado por Enrique Laygo. La primera edición de la obra fue publicada en 1931 por «Manila, General Print Press» con prólogo de Rafael Palma y contiene 20 historias cortas en 187 páginas. El resto de su producción consistió en cuentos, poemas y ensayos que se publicaron en periódicos, principalmente en La vanguardia, El debate, El ciudadano, La defensa o el semanario Excelsior.
Sus cuentos son reconocidos por la profundidad de su análisis psicológico y por tener un estilo sobrio y brillante. Su estilo general se asocia con el expresionismo tremendista o tremendismo que posteriormente se desarrollaría en España. Entre las historias más conocidas se encuentran «Caretas», «Ídolo con pies de barro» y «La Risa».
Premios
Enrique Laygo ganó el Premio Zóbel en 1925 por una colección de historias cortas, que había publicado principalmente en los periódicos La Vanguardia, El Debate, El Ciudadano, Excelsior, La Defensa y Philippines Free Press y que llamó «Caretas», el mismo nombre que usaría posteriormente como título de su libro.
Enrique Kalaw Laygo fue un escritor consagrado.
Si no hubiera sido ganador del premio Zobel en 1925 y obtenido otros lauros y el reconocimiento de la opinión pública con sus trabajos y composiciones, las muestras de esta colección bastarían para colocarle a la altura de los autores laureados.
Laygo, es de los que han llegado a escribir el castellano con una facilidad incomprensible. No se nota ningún esfuerzo en su estilo, que parece fluir de su
pluma al papel con la naturalidad de un hilo de agua que se filtrara entre las rocas y corriera sierra abajo, hacia la cuenca del río.
El cuento es un género literario difícil de cultivar, más de lo que a primera vista parece. Es naturalmente breve y episódico, y por eso mismo, a menos que
la acción sea interesante desde los primeros momentos, la derrota del autor es segura. No tiene éste el recurso de la novela que puede desarrollar hondos problemas de psicología o presentar una variedad de caracteres y contrastes; el cuento tiene que limitarse a un momento de la vida, a un incidente, a un pasaje del cual hay que extraer todo el jugo posible, el soplo espiritual que ha de dar vida a los personajes.
¡SIEMPRE IGUAL!
Siempre lo mismo, siempre igual. Mi vida,
cansada está de sus antiguos vuelos,
y estúpida persigue la medida
carrera de dos rieles paralelos.
¡Siempre igual!... Hay la misma establecida
mudéz indescifrable de los cielos;
la misma torpe humanidad vencida
besando la cadena de sus duelos.
¡Oh! ¡Quién, teniendo fuerzas lapidarias,
pudiese ese banal mundo de parias
sostener como un Atlas en sus hombros;
y sacudirlo, en un supremo esfuerzo,
a ver si así revive el Universo;
o se sepulta al fin en sus escombros!
«TIRONG»
Caballeresco tipo que de otros tiempos queda,
forma nota discorde con el siglo presente.
Bien merece el prestigio de casacas de seda,
con una espada al cinto y un chambergo en la frente.
Así podría abrir camino a cintarazos
al paso de su potro que corre como el viento
mientras, acongojada, desmáyase en sus brazos
una dama arrancada al dolor de un convento.
Y en el seno tranquilo de la noche sombría,
con el ojo avizor, su fuga seguiría
hasta que el nuevo sol derramase su brillo,
A tiempo que a través de floridos jardines
resonasen triunfantes clangores de clarines
desde los alminares de su feudal castillo...
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